25 De Marzo de 2024
SAN DIMAS, el buen ladrón
He aquí un
Santo original: hasta poco antes de morir, un ladrón, un malhechor,
sin ningún milagro en su haber, que puede ser para nosotros, un
magnífico tema de profunda meditación.
Sólo
poseemos noticias ciertas acerca de su muerte y de su solemne
canonización -por parte del mismo Jesucristo-, no repetida en la
historia de la Santidad.
En Marcos 15, 27s. y Lucas 23, 39-43
podemos leer:
"Y con Él crucificaron dos ladrones,
uno a la derecha y otro a la izquierda de Él. Y fue cumplida la
Escritura que dice: Y fue contado entre los inicuos. Uno de los
malhechores le insultaba diciendo: ¿No eres Tú el Mesías?. Sálvate
a Ti mismo y a nosotros.
Mas el otro, respondiendo, le
reconvenía diciendo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el
mismo suplicio?. Nosotros, la verdad, lo estamos justamente, pues
recibimos el justo pago de lo que hicimos; mas Éste, nada ha hecho;
y decía a Jesús: Acuérdate de mí cuando vinieres en la gloria de
tu realeza.
Díjole:
En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el Paraíso".
Como
hemos indicado al principio, nada más sabemos de San Dimas con
certeza histórica, pues son unas actas, aunque muy antiguas,
apócrifas las que iniciaron la leyenda sobre el mismo, que todos
hemos oído relatar alguna vez.
La Sagrada Familia, según nos
narra la Biblia, se vio obligada a huir a Egipto, debido al peligro
que corría la vida de Jesús, por la persecución de los niños
menores de dos años, que Herodes el Grande había decretado.
En
cierta ocasión, en que los soldados del rey -y empieza aquí la
narración apócrifa- estaban sobre la pista de la Familia Santa, y
cuando ya les andaban muy cerca, José y María, encontraron una casa
en la que fácilmente se podrían esconder, si les dejaban
entrar.
Esta casa, era la que habitaba Dimas con los suyos.
José les pide que los escondan, pues los soldados del rey con sus
caballos, mucho más veloces que el sencillo borrico que montan, ya
casi les dan alcance. Pero los habitantes de aquella casa se niegan a
ello.
En este momento, sale el joven Dimas, que seguramente
por su carácter y decisión, gozaba entre sus camaradas de gran
autoridad, y dispone que se queden, y les esconde en un lugar tan
oculto, que la policía romana no consigue descubrirlos, ni puede
detenerlos.
Jesús promete a Dimas, agradecido, que su acto no
quedará sin recompensa, y le anuncia, que volverán a verse en otra
ocasión, y aún en peores condiciones, y entonces será Él,
Cristo, quien ayudará a su benigno protector.
De este modo,
terminan su narración las actas apócrifas. Explicación
suficiente, sin embargo, para observar en ella una diferencia total,
entre las leyendas atribuidas a Jesús, y la sobriedad evangélica,
aun en los momentos más sublimes, en que para confirmar su doctrina,
Jesucristo obra algunos de sus milagros. Por esta razón, nos
ceñiremos a continuación, al relato evangélico, Palabra Viva, que
nos conduce a importantes enseñanzas.
¿A qué fue debida la
conversión de Dimas, un ladrón, un malhechor, que seguramente en
toda su vida, no había visto a Jesús, aunque hubiera oído hablar
de Él, como de alguien grande, misteriosamente poderoso, y
enigmático para muchos?.
Porque en la cruz, Dimas se nos
presenta ya convertido, como creyente en la divinidad de Cristo:
«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo
suplicio?».
Un autor moderno, atribuye la conversión de
Dimas a la mirada de Jesucristo, la mirada clara de Cristo; en su
cara abofeteada, escupida y demacrada, la mirada que había obrado
tantos prodigios, y que convertía al que se adentraba en ella con
corazón limpio, en seguidor y discípulo.
Y el corazón de
Dimas debía ser limpio, a pesar de todos sus delitos. Inclinado al
robo, quizá por circunstancias externas, circunstancias tal vez de
tipo social, había sabido conservar, empero, cierto cariño a los
que le rodeaban, y un respeto sincero a sus padres, y a las vidas de
los demás.
Y Dios, por la Sangre de su Hijo, que estaba a
punto de derramarse, le premiaba lo bueno que había hecho, y le
perdonaba lo malo. Y en su Amor insondable -Dios es Amor- le había
concedido las gracias suficientes y necesarias, para aquel acto
profundo de fe.
Y a continuación, el gran acto de
sometimiento a la Voluntad de Dios, y a la justicia de los hombres:
«Nosotros, la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el
justo pago de lo que hicimos»; y después, en aquellos momentos
solemnes, alrededor de los cuales gira toda la Historia, quiera el
hombre reconocerlo o no, la petición confiada, anhelante a su Dios,
que por Él, con Él y también por nosotros, moría en una cruz:
«Acuérdate de mí, cuando vinieres en la gloria de tu realeza».
Y
de labios del mismo Cristo, oye Dimas las palabras santificadoras:
«En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
He
aquí un Santo original: hasta poco antes de morir, un ladrón, un
malhechor, sin ningún milagro en su haber, que puede ser para
nosotros, un magnífico tema de profunda meditación.
En la
Iglesia Ortodoxa Rusa, tanto las cruces como los crucifijos se
representan con tres barras horizontales, la más alta es el titulus
crucis (la inscripción que Poncio Pilatos mandó poner sobre la
cabeza de Cristo en latín, griego y hebreo: "Jesús de
Nazaret, Rey de los Judíos"), la segunda más larga
representa el madero, sobre el que fueron clavados las manos de
Jesús, y la más baja, en forma oblicua, señala hacia arriba al
Buen Ladrón, y hacia abajo al Mal Ladrón.
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