domingo, 31 de julio de 2016

Sábado 30 de julio

San Pedro Crisólogo 


(400-450)

Crisólogo: "orador áureo, excelente".
Arzobispo de Ravenna, Italia. Doctor de la Iglesia
Famoso por su prédica ungida

Breve
Nació alrededor del año 380 en Imola, en la Emilia, y entró a formar parte del clero de aquella población. El año 424 fue elegido obispo de Ravena, e instruyó a su grey, de la que era pastor celosísimo, con abundantes sermones y escritos. Murió hacia el año 450.

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Butler, Vida de los Santos, editado con datos adicionales, SCTJM

SAN PEDRO nació en Imola, en la Emilia oriental. Estudió las ciencias sagradas, y recibió el diaconado de manos de Cornelio, obispo de Imola, de quien habla con la mayor veneración y gratitud. Cornelio formó a Pedro en la virtud desde sus primeros años, y le hizo comprender que en el dominio de las pasiones y de sí mismo residía la verdadera grandeza, y que era éste el único medio de alcanzar el espíritu de Cristo.

Elegido Obispo de Ravena - 433 AD.
Según la leyenda, San Pedro Crisólogo fue elevado a la dignidad episcopal de la manera siguiente: Juan, el arzobispo de Ravena, murió hacia el año 433. El clero y el pueblo de la ciudad eligieron a su sucesor, y pidieron a Cornelio de Imola que encabezase la embajada que iba a Roma a pedir al Papa San Sixto III que confirmase la elección. Cornelio llevó consigo a su diácono Pedro.

Según se cuenta, el Papa había tenido la noche anterior una visión de San Pedro y San Apolinar (primer obispo de Ravena, que había muerto por la fe), quienes le ordenaron que no confirmase la elección. Así pues, Sixto III propuso para el cargo a San Pedro Crisólogo, siguiendo las instrucciones del cielo.

Los embajadores acabaron por doblegarse. El nuevo obispo recibió la consagración, y se trasladó a Ravena, donde el pueblo le recibió con cierta frialdad. Es muy poco probable que San Pedro haya sido elegido en esta forma ya que el emperador Valentiniano III y su madre, Gala Placidia, residían entonces en Ravena y San Pedro gozaba de su estima y confianza, así como de las del sucesor de Sixto III, San León Magno.

Cuando San Pedro llegó a Ravena, aún había muchos paganos en su diócesis, y abundaban los abusos entre los fieles. El celo infatigable del santo consiguió extirpar el paganismo y corregir los abusos.

Se distinguió por la inmensa caridad e incansable vigilancia con que atendió a su grey, exponiéndoles con suma claridad doctrinal la palabra de Dios. Escuchaba con igual condescendencia y caridad tanto a los humildes como a los poderosos.

En la ciudad de Clasis, que era entonces el puerto de Ravena, San Pedro construyó un bautisterio, y una iglesia dedicada a San Andrés.

Sermones
En el siglo IX, se escribió una biografía de San Pedro que da muy pocos datos sobre él. Alban Butler llenó esa laguna con citas de los sermones del santo. Se conservan 176 homilías de estilo popular y muy expresivas. Son todas muy cortas, pues temía fatigar a sus oyentes. Explican el Evangelio, el Credo, el Padre Nuestro, y citas de santos para imitación y exaltación de las virtudes del verdadero cristiano. En una homilía define al avaro como "esclavo del dinero", mientras que para el misericordioso el dinero es "siervo".

Sus sermones, al lector moderno, no le parecerán modelos de elocuencia. Pero la vehemencia y la emoción con que predicaba a veces le impedía seguir hablando. Aunque el estilo oratorio de San Pedro no sea perfecto si es, según Butler "exacto, sencillo y natural". Una vez más se demuestra que la capacidad persuasiva de los santos no depende de elocuencia natural, sino en la fuerza del Espíritu Santo que toca, por medio de ellos, a los corazones.

San Pablo: "Y me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del Poder para que vuestra Fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios". (I Corintios 2:3-5).

San Pedro predicó en favor de la comunión frecuente, y exhortó a los cristianos a convertir la Eucaristía en su alimento cotidiano. Sus sermones le valieron el apelativo "crisólogo" (hombres de palabras de oro") y movieron a Benedicto XIII a declarar al santo doctor de la Iglesia, en 1729.

Sumisión a la Fe
Eutiques, archimandrita de un monasterio de Constantinopla escribió una circular a los prelados más influyentes, entre ellos a San Pedro Crisólogo. Les hacía una apología sobre la doctrina monofisita (una sola naturaleza en Cristo) en la víspera del Concilio de Calcedonia.

San Pedro le contestó que había leído su carta con la pena más profunda, porque así como la pacífica unión de la Iglesia alegra a los cielos, así las divisiones los entristecen. Y añade que, por inexplicable que sea el misterio de la Encarnación, nos ha sido revelado por Dios, y debemos creerlo con sencillez. Exhorta a Eutiques a dirigirse al Papa León, puesto que "en el interés de la paz y de la fe no podemos discutir sobre cuestiones relativas a la fe sin el consentimiento del obispo de Roma". Eutiques fue condenado por San Flavio el año 448.

Final de su vida
Ese mismo año, San Pedro Crisólogo recibió con grandes honores en Ravena a San Germán de Auxerre; el 31 de julio, ofició en los funerales del santo francés, y conservó como reliquias su capucha y su camisa de pelo.

San Pedro Crisólogo no sobrevivió largo tiempo a San Germán. Habiendo tenido una revelación sobre su muerte próxima, volvió a su ciudad natal de Imola, donde regaló a la Iglesia de San Casiano varios cálices preciosos.

Después de aconsejar que se procediese con diligencia a elegir a su sucesor, murió en Imola, el 31 de julio del 451 (otras fuentes: el 3 de diciembre del 450), y fue sepultado en la iglesia de San Casiano.

Bibliografía
Butler; Vida de los Santos
Sálesman, Sálesman; Vidas de los Santos # 3 -
Sgarbossa, Mario - Luigi Giovannini; Un santo para cada día 

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Del oficio de lectura, 30 de Julio
El misterio de la encarnación
De los sermones de San Pedro Crisólogo, Obispo y Doctor de la Iglesia

El hecho de que una virgen conciba y continúe siendo virgen en el parto y después del parto es algo totalmente insólito y milagroso; es algo que la razón no se explica sin una intervención especial del poder de Dios; es obra del Creador, no de la naturaleza; se trata de un caso único, que se sale de lo corriente; es cosa divina, no humana.

El nacimiento de Cristo no fue un efecto necesario de la naturaleza, sino obra del poder de Dios; fue la prueba visible del amor divino, la restauración de la humanidad caída. Él mismo que, sin nacer, había hecho al hombre del barro intacto tomó, al nacer, la naturaleza humana de un cuerpo también intacto; la mano que se dignó tomar barro para plasmarnos, también se dignó tomar carne humana para salvarnos.

Por tanto, el hecho de que el Creador esté en su criatura, de que Dios esté en la carne, es un honor para la criatura, sin que ello signifique afrenta alguna para el Creador.

Hombre, ¿por qué te consideras tan vil, tú que tanto vales a los ojos de Dios?. ¿Por qué te deshonras de tal modo, tú que has sido tan honrado por Dios?. ¿Por qué te preguntas tanto de dónde has sido hecho, y no te preocupas de para qué has sido hecho?. ¿Por ventura todo este mundo que ves con tus ojos no ha sido hecho precisamente para que sea tu morada?.

Para ti ha sido creada esta luz que aparta las tinieblas que te rodean; para ti ha sido establecida la ordenada sucesión de días y noches; para ti el cielo ha sido iluminado con este variado fulgor del sol, de la luna, de las estrellas; para ti la tierra ha sido adornada con flores, árboles y frutos; para ti ha sido creada la admirable multitud de seres vivos que pueblan el aire, la tierra y el agua, para que una triste soledad no ensombreciera el gozo del mundo que empezaba.

Y el Creador encuentra el modo de acrecentar aún más tu dignidad: pone en ti su imagen, para que de este modo hubiera en la tierra una imagen visible de su Hacedor invisible, y para que hicieras en el mundo sus veces, a fin de que un dominio tan vasto no quedara privado de alguien que representara a su Señor.

Más aún, Dios, por su clemencia, tomó en sí lo que en ti había hecho por sí, y quiso ser visto realmente en el hombre, en el que antes sólo había podido ser contemplado en imagen; y concedió al hombre ser en verdad lo que antes había sido solamente en semejanza.

Nace, pues, Cristo para restaurar con su nacimiento la naturaleza corrompida; se hace niño y consiente ser alimentado, recorre las diversas edades para instaurar la única edad perfecta, permanente, la que él mismo había hecho; carga sobre sí al hombre para que no vuelva a caer; lo había hecho terreno, y ahora lo hace celeste; le había dado un principio de vida humana, ahora le comunica una vida espiritual y divina.

De este modo lo traslada a la esfera de lo divino, para que desaparezca todo lo que había en él de pecado, de muerte, de fatiga, de sufrimiento, de meramente terreno; todo ello por el don y la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina con el Padre en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios, ahora y siempre y por los siglos inmortales. Amén.

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Oficio de lectura, Tercera Feria, IV semana de pascua
Se tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios
De los sermones de San Pedro Crisólogo, Obispo
Sermón 108

Os exhorto, por la misericordia de Dios, nos dice San Pablo. Él nos exhorta, o mejor dicho, Dios nos exhorta, por medio de Él. El Señor se presenta como quien ruega, porque prefiere ser amado que temido, y le agrada más mostrarse como Padre que aparecer como Señor. Dios, pues, suplica por misericordia para no tener que castigarnos con rigor.

Escucha cómo suplica el Señor: «Mirad y contemplad en mí vuestro mismo cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos, vuestra sangre. Y si ante lo que es propio de Dios teméis, ¿por qué no amáis al contemplar lo que es de vuestra misma naturaleza?. Si teméis a Dios como Señor, por qué no acudís a él como Padre?».

Pero quizá sea la inmensidad de mi Pasión, cuyos responsables fuisteis vosotros, lo que os confunde. No temáis. Esta cruz no es mi aguijón, sino el aguijón de la muerte. Estos clavos no me infligen dolor, lo que hacen es acrecentar en mí el amor por vosotros. Estas llagas no provocan mis gemidos, lo que hacen es introduciros más en mis entrañas. Mi cuerpo al ser extendido en la cruz os acoge con un seno más dilatado, pero no aumenta mi sufrimiento. Mi sangre no es para mí una pérdida, sino el pago de vuestro precio.

Venid, pues, retornad y comprobaréis que soy un padre, que devuelvo bien por mal, amor por injurias, inmensa caridad como paga de las muchas heridas».

Pero escuchemos ya lo que nos dice el Apóstol: Os exhorto –dice– a presentar vuestros cuerpos. Al rogar así el Apóstol eleva a todos los hombres a la dignidad del sacerdocio: a presentar vuestros cuerpos como hostia viva.

¡Oh inaudita riqueza del sacerdocio cristiano: el hombre es, a la vez, sacerdote y víctima!. El cristiano ya no tiene que buscar fuera de sí la ofrenda que debe inmolar a Dios: lleva consigo, y en sí mismo lo que va a sacrificar a Dios. Tanto la víctima como el sacerdote permanecen intactos: la víctima sacrificada sigue viviendo, y el sacerdote que presenta el sacrificio no podría matar esta víctima.

Misterioso sacrificio en que el cuerpo es ofrecido sin inmolación del cuerpo, y la sangre se ofrece sin derramamiento de sangre. Os exhorto, por la misericordia de Dios –dice–, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva.

Este sacrificio, hermanos, es como una imagen del de Cristo que, permaneciendo vivo, inmoló su cuerpo por la vida del mundo: Él hizo efectivamente de su cuerpo una hostia viva, porque a pesar de haber sido muerto, continúa viviendo. En un sacrificio como éste, la muerte tuvo su parte, pero la víctima permaneció viva; la muerte resultó castigada, la víctima, en cambio, no perdió la vida.

Así también, para los mártires, la muerte fue un nacimiento: su fin, un principio, al ajusticiarlos encontraron la vida y, cuando, en la tierra, los hombres pensaban que habían muerto, empezaron a brillar resplandecientes en el cielo.

Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como una hostia viva. Es lo mismo que ya había dicho el profeta: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo.

Hombre, procura, pues, ser tú mismo el sacrificio y el sacerdote de Dios. No desprecies lo que el poder de Dios te ha dado y concedido. Revístete con la túnica de la santidad, que la castidad sea tu ceñidor, que Cristo sea el casco de tu cabeza, que la cruz defienda tu frente, que en tu pecho more el conocimiento de los misterios de Dios, que tú oración arda continuamente, como perfume de incienso: toma en tus manos la espada del Espíritu: haz de tu corazón un altar, y así, afianzado en Dios, presenta tu cuerpo al Señor como sacrificio.

Dios te pide la fe, no desea tu muerte; tiene sed de tu entrega, no de tu sangre; se aplaca, no con tu muerte, sino con tu buena voluntad.

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Oficio de lectura, 4 de julio, Santa Isabel de Portugal
Dichosos los que trabajan por la paz
De un sermón atribuido a San Pedro Crisólogo, Obispo

Dichosos los que trabajan por la paz –dice el evangelista, amadísimos hermanos–, porque ellos se llamarán los hijos de Dios. Con razón cobran especial lozanía las virtudes cristianas en aquel que posee la armonía de paz cristiana, y no se llega a la denominación de hijo de Dios si no es a través de la práctica de la paz.

La paz, amadísimos hermanos, es la que despoja al hombre de su condición de esclavo, y le otorga el nombre de libre y cambia su situación ante Dios, convirtiéndolo de criado en hijo, de siervo en hombre libre. La paz entre los hermanos es la realización de la voluntad divina, el gozo de Cristo, la perfección de la santidad, la norma de la justicia, la maestra de la doctrina, la guarda de las buenas costumbres, la que regula convenientemente todos nuestros actos.

La paz recomienda nuestras peticiones ante Dios y es el camino más fácil para que obtengan su efecto, haciendo así que se vean colmados todos nuestros deseos legítimos. La paz es madre del amor, vínculo de la concordia e indicio manifiesto de la pureza de nuestra mente; ella alcanza de Dios todo lo que quiere, ya que su petición es siempre eficaz. Cristo, el Señor, nuestro rey, es quien nos manda conservar esta paz, ya que él ha dicho: «La paz os dejo, mi paz os doy», lo que equivale a decir: «Os dejo en paz, y quiero encontraros en paz»; lo que nos dio al marchar quiere encontrarlo en todos cuando vuelva.

El mandamiento celestial nos obliga a conservar esta paz que se nos ha dado, y el deseo de Cristo puede resumirse en pocas palabras: volver a encontrar lo que nos ha dejado. Plantar y hacer arraigar la paz es cosa Dios; arrancarla de raíz es cosa del enemigo. En efecto, así como el amor fraterno procede de Dios, así el odio procede del demonio; por esto, debemos apartar de nosotros toda clase de odio, pues dice la Escritura: El que odia a su hermano es un homicida.

Veis, pues, hermanos muy amados, la razón por la que hay que procurar y buscar la paz y la concordia; estas virtudes son las que engendran y alimentan la caridad. Sabéis, como dice San Juan, que el amor es de Dios; por consiguiente, el que no tiene este amor vive apartado de Dios.

Observemos, por tanto, hermanos, estos mandamientos de vida; hagamos por mantenernos unidos en el amor fraterno, mediante los vínculos de una paz profunda, y el nexo saludable de la caridad, que cubre la multitud de los pecados.

Todo vuestro afán ha de ser la consecución de este amor, capaz de alcanzar todo bien y todo premio. La paz es la virtud que hay que guardar con más empeño, ya que Dios está siempre rodeado de una atmósfera de paz. Amad la paz, y hallaréis en todo la tranquilidad del espíritu; de este modo, aseguráis nuestro premio y vuestro gozo, y la Iglesia de Dios, fundamentada en la unidad de la paz, se mantendrá fiel a las enseñanzas de Cristo.

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El Verbo, sabiduría de Dios, se hizo hombre

De los sermones de San Pedro Crisólogo, Obispo
Sermón 117

El apóstol San Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género humano, a saber, Adán y Cristo. Dos hombres semejantes en su cuerpo, pero muy diversos en su obrar; totalmente iguales por el número y orden de sus miembros, pero totalmente distintos por su respectivo origen.

Dice, en efecto, la Escritura: El primer hombre, Adán, fue un ser animado; el último Adán, un espíritu que da vida.

Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de quien recibió el alma con la cual empezó a vivir; el último Adán, en cambio, se configuró a sí mismo y fue su propio autor, pues no recibió la vida de nadie, sino que fue el único de quien procede la vida de todos.

Aquel primer Adán fue plasmado del barro deleznable; el último Adán se formó en las entrañas preciosas de la Virgen. En aquél, la tierra se convierte en carne; en éste, la carne llega a ser Dios.

Y, ¿qué más podemos añadir?. Este es aquel Adán que, cuando creó al primer Adán, colocó en él su divina imagen. De aquí que recibiera su naturaleza y adoptara su mismo nombre, para que aquel a quien había formado a su misma imagen no pereciera.

El primer Adán es, en realidad, el nuevo Adán; aquel primer Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo cual, este último es, realmente, también el primero, como él mismo afirma: «Yo soy el primero y yo soy el último».

«Yo soy el primero, es decir, no tengo principio. Yo soy el último, porque, ciertamente, no tengo fin. No es primero lo espiritual –dice–, sino lo animal. Lo espiritual viene después. El espíritu no fue lo primero –dice–, primero vino la vida y después el espíritu».

Antes, sin duda, es la tierra antes que el fruto, pero la tierra no es tan preciosa como el fruto; aquélla exige lágrimas y trabajo, éste, en cambio, nos proporciona alimento y vida. Con razón el profeta se gloría de tal fruto, cuando dice: Nuestra tierra ha dado su fruto. ¿Qué fruto?. Aquel que se afirma en otro lugar: A un fruto de tus entrañas lo pondré sobre tu trono. Y también: El primer hombre, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo.

Igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son los hombres celestiales. ¿Cómo, pues, los que no nacieron con tal naturaleza celestial llegaron a ser de esta naturaleza, y no permanecieron tal cual habían nacido, sino que perseveraron en la condición en que habían renacido?.

Esto se debe, hermanos, a la acción misteriosa del Espíritu, el cual fecunda con su luz el seno materno de la fuente virginal, para que aquellos a quienes el origen terreno de su raza da a luz en condición terrena y miserable vuelvan a nacer en condición celestial, y lleguen a ser semejantes a su mismo Creador.

Por tanto, renacidos ya, recreados según la imagen de nuestro Creador, realicemos lo que nos dice el Apóstol: Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seamos también imagen del hombre celestial.

Renacidos ya, como hemos dicho, a semejanza de nuestro Señor, adoptados como verdaderos hijos de Dios, llevemos íntegra y con plena semejanza la imagen de nuestro Creador: no imitándolo en su soberanía, que sólo a Él corresponde, sino siendo su imagen por nuestra inocencia, simplicidad, mansedumbre, paciencia, humildad, misericordia y concordia, virtudes todas por las que el Señor se ha dignado hacerse uno de nosotros, y ser semejante a nosotros.

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JUEVES SEGUNDO DE ADVIENTO, Lecturas de la liturgia de las horas
PRIMERA LECTURA
Del Libro del Profeta Isaías 26, 7-21

SEGUNDA LECTURA
De los Sermones de San Pedro Crisólogo, Obispo
(Sermón 147: PL 52, 594-595)

El amor desea ver a Dios

Al ver Dios que el temor arruinaba el mundo, trató inmediatamente de volverlo a llamar con amor, de invitarlo con su gracia, de sostenerlo con su caridad, de vinculárselo con su afecto.

Por eso purificó la tierra, afincada en el mal, con un diluvio vengador, y llamó a Noé padre de la nueva generación, persuadiéndolo con suaves palabras, ofreciéndole una confianza familiar, al mismo tiempo que lo instruía piadosamente sobre el presente y lo consolaba con su gracia, respecto al futuro.

Y no le dio ya órdenes, sino que con el esfuerzo de su colaboración encerró en el arca las criaturas del todo el mundo, de manera que el amor que surgía de esta colaboración, acabase con el temor de la servidumbre, y se conservara con el amor común lo que se había salvado con el común esfuerzo.

Por eso también llamó a Abrahán de entre los gentiles, engrandeció su nombre, lo hizo padre de la Fe, lo acompañó en el camino, lo protegió entre los extraños, le otorgó riquezas, lo honró con triunfos, se le obligó con promesas, lo libró de injurias, se hizo su huésped bondadoso, lo glorificó con una descendencia de la que ya desesperaba; todo ello para que, rebosante de tantos bienes, seducido por tamaña dulzura de la caridad divina, aprendiera a amar a Dios, y no a temerlo, a venerarlo con amor y no con temor.

Por eso también consoló en sueños a Jacob en su huida, y a su regreso lo incitó a combatir y lo retuvo con el abrazo del luchador; para que amase al padre de aquel combate, y no lo temiese.

Y así mismo interpeló a Moisés en su lengua vernácula, le habló con paterna caridad, y le invitó a ser el libertador de su pueblo.

Pero así que la llama del Amor Divino, prendió en los corazones humanos, y toda la ebriedad del amor de Dios se derramó sobre los humanos sentidos, satisfecho el espíritu por todo lo que hemos recordado, los hombres comenzaron a querer contemplar a Dios con sus ojos carnales.

Pero la angosta mirada humana, ¿cómo iba a poder abarcar a Dios, al que no abarca todo el mundo creado?. La exigencia del amor no atiende a lo que va a ser, o a lo que debe o puede ser. El amor ignora el juicio, carece de razón, no conoce la medida. El amor no se aquieta ante lo imposible, no se remedia con la dificultad. El amor es capaz de matar al amante si no puede alcanzar lo deseado; va a donde se siente arrastrado, no a donde debe ir. El amor engendra el deseo, se crece con el ardor y, por el ardor, tiende a lo inalcanzable. ¿Y qué más?. El amor no puede quedarse sin ver lo que ama: por eso lo santos tuvieron en poco todos sus merecimientos, si no iban a poder ver a Dios.

Moisés se atreve por ello a decir: «Si he obtenido tu favor, enséñame tu gloria». Y otro dice también: «Déjame ver tu figura». Incluso los mismos gentiles modelaron sus ídolos para poder contemplar con sus propios ojos lo que veneraban en medio de sus errores.

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, que hiciste de tu Obispo San Pedro Crisólogo un insigne predicador de la Palabra encarnada, concédenos, por su intercesión, ser vuestros sacerdotes y portaestandartes de la Paz, por el ofrecimiento de nuestro cuerpo a tus Divinos Deseos. A Tí Señor que eres Sacerdote Eterno y Príncipe de la Paz. Amén.



Sexta Feria, 29 de julio

Santa Beatriz de Nazaret

(1200-1269)

Transverberación - Corazón Traspasado

Etimológicamente significa “la que hace feliz”. Viene de la lengua latina.

Atributos: Flecha transverberando su corazón. Una pluma en su mano.

Santa Beatriz de Nazaret (n. 1200, Tirlemont, Bélgica. † 1269) era la última de seis hermanos. Nació en la ciudad de Tirlemont, Bélgica. Era hija del beato Bartolomé fundador de un monasterio cistercience después de fallecer su esposa. Beatriz ingresó al monasterio a los 17 años.

Escribió un tratado en estilo flamenco medieval en el que resume las siete maneras de amar santamente, según ella. Cuenta la tradición que el Señor Jesús se le apareció, y transverberó (traspasó) su corazón con una flecha.

Falleció en el año de 1269. La devoción a esta santa es tradicional, no incluida en el Martirologio.

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Todo ser humano ha sido llamado para amar al mundo. La respuesta que Dios nos pide es que seamos contemplativos. Cualquier creyente que vive una vida estrechamente unida a la Eucaristía, es un contemplativo.

Había la costumbre en los monasterios belgas del siglo XI de admitir para el coro a las chicas de buenas familias de la alta burguesía. Las otras, incultas, entraban solamente en calidad de conversas.

Existía – como ocurre hoy – la necesidad de nuevas vocaciones y, por tanto había que abrir los monasterios a otro tipo de actuaciones distintas.

Esta idea la llevaban ya a cabo los cistercienses. Recibían la ayuda de familias importantes, como los Brabantes o Tirlemont. Beatriz era hija de esta última familia. Vino al mundo en el año 1200.

Su padre, el Beato Bartolomé, ingresó como lego cisterciense al fallecer su mujer. Ayudó a construir otros tres Monasterios de Monjas, como el Oplinter y el de Nazaret.

A los 17 años Beatriz ingresó en este último cerca de Lier en Brabant, siendo después la superiora durante muchos años. Pero no porque fuera hija del padre de la fundación del monasterio, sino porque brillaba ante todos por su virtud, su piedad y su generosidad sin límites.

Se habla de que en sus primeros años le sucedió como a San Bernardo, entregándose a penitencias más para admirar que para imitar, cosa frecuente en los principiantes, quienes al meditar la pasión de Cristo que dio su vida por nosotros en la cruz entre indecibles tormentos, se suscita en ellos un ansia de inmolarse por amor a él.

San Bernardo lamentará más tarde tales excesos de juventud, pues toda la vida tendrá que luchar para mantenerse en pie. Igual le pasó a Beatriz: se entregó a severas austeridades, entre ellas usando un cinturón de espinas y comprimiendo su cuerpo con cuerdas y más tarde pagaría el coste de aquellas penitencias indiscretas.

Luego de profesar, la enviaron al monasterio de La Ramee para que se perfeccionase en la caligrafía e iluminación de manuscritos, habiendo resultado una excelente maestra en el arte de iluminar pergaminos.

Allí se encontró con una santa religiosa - Ida de Nivelles - la cual le serviría de maestra y como madre espiritual, gracias a su perfecta preparación y experiencia en los caminos de Dios de que estaba adornada. Se dio cuenta Beatriz que esta religiosa se esmeraba demasiado en atenderla, y como le preguntara cómo era que dedicaba tanto tiempo a ayudarla espiritualmente, la contestación fue porque veía claro que Dios la había elegido para grandes cosas. Palabras proféticas que se cumplirían con creces.

Beatriz se esmeró en seguir de cerca los pasos de su maestra, viviendo una espiritualidad centrada toda ella en el amor. Fijándose en dos textos de San Juan: "El amor procede de Dios", es decir, el amor pertenece a la razón, a la afectividad y a la voluntad, siendo Dios mismo el sujeto en el obrar, y a la vez, "Dios es amor", el amor entendido como medio por el cual Dios se manifiesta a la criatura y a quien ésta puede contestar, dio por resultado de esta experiencia mística la obra preciosa titulada: "De siete modos de practicar el amor", la cual según quienes la han estudiado a fondo es un tratado que contiene una belleza singular. "Su estilo es sobrio y sus frases muy elegantes; su exposición neta y clara; la prosa es dulce y ágil con lindas asonancias y rimas muy naturales.

La autora posee una inteligencia excepcional, logra expresar magistralmente en el plano de la forma y del pensamiento sus experiencias místicas extraordinarias. El tratado es muy sintético, cada palabra tiene su peso y su valor... dejándonos seducir por su mensaje, a través de la belleza literaria del texto, que, más que toda otra cosa, expresa la belleza de su alma y es testimonio de su búsqueda absoluta del amor".

Las tres experiencias activas son el amor purificante, el amor devorante y amor elevante, a las que siguen cuatro pasivas: amor infuso, amor vulnerado, amor triunfante y amor eterno.

Escribió otras obras. Sus lecturas preferidas eran la Biblia, y los tratados sobre la Santísima Trinidad. Sus restos hubo que esconderlos para que los calvinistas no los profanaran.
Ayudó a construir otros monasterios, como el Oplinter y el de Nazaret. Beatriz estuvo siempre en este último hasta que murió en el año 1269, habiendo sido la superiora durante muchos años, pero no porque fuera hija del padre de la fundación del monasterio, sino porque brillaba ante todos por su virtud, su piedad y su generosidad sin límites.

Se cuenta que le apareció Nuestro Señor y le perforó el corazón con una flecha incandescente.

Murió en el año 1269. Sus restos hubo que esconderlos para que los calvinistas no los profanaran y se ha creído que su cuerpo fue trasladado por ángeles para Lier.

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, que la flecha incandescente de tu Amor atraviese nuestros corazones, para que así podamos ofrecértelo en Ofrenda Pura y Consagrada en tus manos en todas las penas, dolores y pecados de nuestra Vida, y así podamos sentir que ya no nos pertenece, sino que es tuyo para siempre. Amén.

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Un resumen de los "Siete modos de vivir el Amor"

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Siete modos de Santo Amor
Hay siete modos de vida en el amor. Vienen del Supremo y vuelven al Altísimo.

Gentileza de la revista Cistercium
Traducción para CISTERCIUM de Ana María Schlüter Rodés.

NOTA DE LA TRADUCTORA: He traducido a partir de la transcripción al neerlandés actual que ha hecho Rob Faesen SJ (Beatrijs van Nazareth: Seven manieren van minne, Uitgeverij Pelckmans, Kapellen 1999), recurriendo a menudo al texto original que publica conjuntamente.

Como señala dicho autor, la palabra central es "minne", amor. Se refiere aquí al amor entre Dios y un ser humano, pero a la vez en muchas ocasiones al divino Amado mismo, pues el alma experimenta en el amor una vida abismal y trascendente, por la que participa en el mismo movimiento de amor entre el Espíritu Santo (eternidad de amor), el Hijo (sabiduría incomprensible) y el Padre (altura silenciosa y profundidad abismal), como lo expresa Beatriz de Nazareth en el séptimo modo de amor. A pesar de esto siempre he puesto amor en minúscula, siguiendo la transcripción y el original.

He traducido "manieren", en la transcripción al neerlandés actual "wijzen", por "modos" siguiendo el criterio de R. Faesen, el cual considera menos acertado traducir por clases, grados, aspectos o peldaños, pues se trata de modos de vivir el amor o modos de amar.

En el primer modo Beatriz de Nazareth expresa el anhelo de vivir de acuerdo a la imagen según la cual ha sido creada, y esta imagen es Cristo. Los místicos no sólo hablan de una primera venida de Cristo en carne y debilidad, y de una segunda al final de los tiempos en gloria y majestad, sino además de una venida intermedia en espíritu y fuerza. Esta tiene lugar en el corazón humano.

De ello se toma conciencia de un modo especial en el siglo XII. Se realza la relación amorosa entre Dios y cada ser humano como eje central de la vida. Sobresalen en este sentido S.Bernardo y también las "mulieres religiosae", especialmente las beguinas, con las que Beatriz de Nazareth se formó en algún momento. Mientras que el clero masculino, debido a la influencia aristotélica en las universidades, en general se apartó de esta corriente, la siguieron cultivando sobre todo las mujeres. De ello da cumplida cuenta esta obra de "Los siete modos de santo amor" de Beatriz de Nazareth.

El primer modo de Amor
El primer modo es un anhelo provocado por el amor. Este anhelo tiene que reinar mucho tiempo en el corazón para poder llegar a expulsar totalmente al enemigo, y tiene que actuar con fortaleza y circunspección y tener valor para avanzar en este estado.

Este modo es un anhelo que nace sin duda del amor, es decir, de un alma buena que quiere servir fielmente a nuestro Señor, seguirle con valor y amarlo de verdad. Esta alma se mueve por el deseo de alcanzar la pureza, la libertad y la nobleza, de las que le ha dotado su creador al crearla a su imagen y semejanza - y permanecer ahí, algo que es especialmente digno de ser amado y cuidado. En esto desea emplear su vida.

En esto desea colaborar para crecer y ascender a una nobleza de amor más sublime aún, y a un conocimiento más cercano de Dios, hasta alcanzar la madurez plena, para la que ha sido creada y llamada por Dios. En esto está desde la mañana hasta la noche. A esto se ha entregado totalmente.

Sólo una cosa pide a Dios, una sola cosa quiere saber, una sola cosa reclama, en una sola cosa piensa: cómo poder alcanzar esto, y cómo conseguir la mayor semejanza con el amor, con todo el tesoro de belleza de las virtudes que lo acompañan, así como la pureza y nobleza sublimes del amor.

Esta alma a menudo examina seriamente lo que es y lo que podría ser, lo que tiene y lo que aún falta a su anhelo. Con celo muy grande, con gran empeño y tan dispuesta como le es posible, se esfuerza por evitar todo aquello que distrae su atención de esto o que pudiera impedirlo. Su corazón nunca está tranquilo; nunca descansa en esta búsqueda, reclamo y discernimiento, en este tomar a pecho, y conservar lo que le pudiera ayudar, y lo que la pudiera hacer crecer en el amor.

En esto consiste la dedicación principal del alma que ha llegado a este estado - y en esto ha de trabajar y esforzarse, con gran dedicación y fidelidad, hasta que reciba de Dios el que en adelante pueda servir al amor con claro entendimiento y sin verse impedida por errores pasados.

Un anhelo tal, tan puro y tan noble, nace sin duda del amor y no del miedo. El miedo lleva a trabajar y padecer, a hacer y dejar de hacer por temor a que nuestro Señor pueda estar enojado. Lo cual además conlleva espanto ante el juicio del Juez justo, o al castigo eterno o a penas temporales.

El amor, en cambio, actúa exclusivamente con la mirada puesta en la pureza y en la sublime nobleza, que ella es en lo más profundo cuando es ella misma, que ella tiene y que ella disfruta.

Actuando así, ella enseña lo mismo a quienes tienen trato con ella.

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El segundo modo de amor
A veces el alma también vive otro modo de amor. Este se da cuando se dedica a servir a nuestro Señor gratuitamente, sin más, sólo por amor, sin tener a la vista ningún motivo o recompensa de gracia o gloria.

Como una joven doncella que sirve a su señor con gran amor, sin perseguir ninguna recompensa - le basta poderle servir y que a él le plazca que le sirve -, así el alma desea poder servir al amor con un amor sin medida, inmenso, más allá de toda racionalidad y cálculo humano, con todos los servicios que su fidelidad le inspira.

Cuando el alma se encuentra en este estado, ¡cómo arde su anhelo!. Está dispuesta a cualquier servicio. ¡Cuán ligeras le parecen las cargas!. ¡Con qué facilidad soporta los sinsabores!. ¡Cómo se alegra cuando las cosas se ponen difíciles!. ¡Qué alegría tan grande cuando descubre algo que puede hacer o sufrir para servir al amor, por su honor!.

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El tercer modo de amor
A veces ocurre que el alma buena aún vive otro modo de amor, el cual le produce mucho dolor y sufrimiento. Se da cuando intenta responder al amor enteramente, cuando desea seguirle totalmente, con todas las muestras de respeto y servicio, con todas las formas de obediencia y sumisión por amor.

Este anhelo se convierte de vez en cuando en un auténtico tormento para el alma. Ansiosamente se propone hacer todo, imitarle en todos los sufrimientos, padecerlos y soportarlos, y seguir el amor con obras de una manera total, sin ahorrar ningún esfuerzo, sin medida.

En este estado está verdaderamente dispuesta a cualquier servicio, está presta y animada a cualquier trabajo y sufrimiento. Pero no queda satisfecha. Nada de lo que hace, le parece suficiente. Sin embargo, lo que más la entristece, es ver que le es imposible responder al amor plenamente, según le inspira su gran anhelo, y ver que siempre le falta tanto para amar del todo.

Sabe bien que esto supera la capacidad humana, y rebasa sus fuerzas. Lo que anhela es algo imposible, por esencia impropio de una criatura. Pues ella sola quisiera llevar a cabo todo lo que todos los seres humanos en la tierra, todos los espíritus del cielo, todas las criaturas en lo alto y en lo bajo, e innumerables seres más pudieran hacer en servicio del amor, según corresponde al honor y a la dignidad del amor. Quiere conseguir lo que le falta para un servicio tal. Lo ansía con todas sus fuerzas y con voluntad ardiente. Pero todo esto no es capaz de dejarla satisfecha.

Sabe muy bien que satisfacer este deseo rebasa por completo sus fuerzas, que supera toda comprensión y entendimiento humano. Pero a pesar de esto no es capaz de mitigar, dominar o calmar su anhelo. Hace todo lo que puede.

Agradece y alaba el amor, trabaja y se afana por él, suspira y ansía el amor, está totalmente entregada al amor. Pero nada de ello la deja tranquila. Le resulta un gran sufrimiento no poder dejar de anhelar lo que no puede alcanzar. Por esto tiene que permanecer en el dolor de su corazón y vivir en la insatisfacción. Le parece que muere estando viva y que así muriendo experimenta el sufrimiento del infierno.

Lleva una vida infernal. Todo es padecimiento e insatisfacción debido a ese anhelo terrible y temeroso, que no puede satisfacer, que no puede calmar ni saciar. En este dolor ha de permanecer hasta el momento en que nuestro Señor la consuela trasladándola a otro modo de amar y anhelar y a un conocimiento más profundo de sí. Y entonces tendrá que esforzarse según lo que en ese momento reciba de nuestro Señor.

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El cuarto modo de amor
Pues nuestro Señor suele conceder todavía otro modo de amar, a veces acompañado de gran felicidad, a veces de gran dolor, lo cual queremos exponer ahora.

A veces ocurre que el amor despierta en el alma de un modo dulce, y que surge alegremente instalándose en el corazón sin intervención de actividad humana alguna. El corazón entonces siente un toque tan delicado de amor, se siente tan atraído por el amor, se ve conmovido tan apasionadamente por el amor, tan fuertemente subyugado por el amor, y tan suavemente abrazado por el amor, que el alma queda vencida totalmente por el amor.

En este estado experimenta una gran presencia de Dios, una claridad de comprensión y un bienestar maravilloso, una noble libertad, una intensa dulzura, un sentirse fuertemente abrazada por el amor, y una plenitud rebosante de gran gozo.

Experimenta que todos sus sentidos se han unificado en el amor y que su propia voluntad se ha convertido en amor, que ha quedado abismada y absorbida en el hondón del amor, convirtiéndose ella misma totalmente en amor.

La belleza del amor la ha engullido, la fuerza del amor la ha consumido, la dulzura del amor la ha hecho desfallecer, la grandeza del amor la ha devorado, la nobleza del amor la ha abrazado, la pureza del amor la ha adornado, la excelencia del amor la ha elevado e unificado en el amor, de modo que ha de pertenecer totalmente al amor y ya no puede tratar más que con el amor.

Cuando se siente tan colmada de bienestar y tan rebosante en su corazón, su espíritu empieza a hundirse en el amor y su cuerpo empieza a sustraérsele, su corazón empieza a derretirse y desfallecen sus potencias. De tal manera es vencida por el amor que a duras penas puede dominarse, y a veces pierde el dominio de sus miembros y sentidos.

Como un recipiente lleno a rebosar se derrama inmediatamente en cuanto se toca, así esta alma, cuando se siente tocada de repente y vencida por la gran plenitud de su corazón, muchas veces sale fuera de sí sin poderlo remediar.

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El quinto modo de amor
A veces también ocurre que el amor se despierta en el alma de un modo vigoroso y surge impetuosamente con gran vehemencia y apasionamiento, como si fuera a partir violentamente el corazón, y sacar el alma fuera de sí, más allá de sí, en las obras de amor y en los fallos de amor.

Se ve absorbida valientemente por el anhelo de cumplir las grandes y puras obras del amor, y de responder a las múltiples exigencias del amor. Pues anhela encontrar descanso en el dulce abrazo del amor, en la apetecible enajenación y en la posesión gozosa del amor. Su corazón y todos sus sentidos lo ansían, sólo en eso se empeñan, sólo eso pretenden apasionadamente.

Cuando se encuentra en este estado, es tan poderosa de espíritu, tan emprendedora en su corazón, en su cuerpo tan fuerte y valiente, tan diligente y dispuesta en su trabajo, interior y exteriormente tan activa, que tiene la impresión que toda ella está activa, aunque por fuera no se esté moviendo.

A la vez siente con mucha claridad su pereza interior así como una gran atracción del amor. Se siente inquieta a causa de esta ansia, y siente dolor debido a una gran insatisfacción. Pero otras veces siente dolor intenso al experimentar el amor mismo de manera pura y gratuita, o por reclamar con mucha insistencia el amor y sentirse insatisfecha al no poder disfrutar de él.

De vez en cuando el amor se vuelve tan inmenso y desbordante en el alma - al tocarla con tanta fuerza e ímpetu en el corazón -, que tiene la impresión que su corazón queda dolorosamente herido de múltiples maneras. Las heridas parecen abrirse de nuevo cada día, volviéndose cada vez más dolorosas; es un dolor intenso que siente cada vez de nuevo.

Le parece que sus venas van a estallar, que su sangre arde, que su médula se consume, que sus huesos se debilitan, su pecho arde y su garganta se seca, de modo que todo lo exterior y sus miembros perciben el ardor interior del ansia enloquecida de amor. Muchas veces entonces siente como una flecha atraviesa su corazón pasando por la garganta hasta el cerebro, como si se fuera a volver loca.

Como un fuego devorador que se apodera de todo lo que puede engullir y vencer, así experimenta el amor que actúa un su interior de una manera rabiosa, despiadadamente, sin medida, apoderándose de todo y arrasándolo.

Esto la deja muy herida. Su corazón se debilita, sus fuerzas ceden. Su alma recibe alimento y su amor cuidados, y su espíritu se ve sacado fuera de sí, pues el amor está tan por encima de todo entendimiento que ella no puede de ninguna manera gustarlo.

Debido a este dolor quisiera romper el lazo, aunque no destrozar la unidad del amor. Sin embargo, está tan dominada por el lazo del amor, y tan vencida por la inmensidad del amor, que no es capaz de moderación ni de ordenar sus actividades sensatamente, o de cuidarse o de limitarse a lo que la razón le presenta como posible.

Cuanto más recibe de lo alto, más reclama. Y cuanto más apetecible se le presenta, tanto más ansía acercarse a la luz de la verdad, de la pureza y de la nobleza y disfrutar del amor. Constantemente se ve incitada y seducida, pero no satisfecha ni saciada. Y precisamente lo que más la duele y hiere es lo que más la sana y cura. Lo que le produce la herida más honda, sólo esto le proporciona salud.

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El sexto modo de amor
Cuando la esposa de nuestro Señor ha avanzado más, y ha ascendido a mayor heroicidad, experimenta todavía otro modo de amar, siente un estado de mayor presencia y un conocimiento más elevado.

Se da cuenta que el amor ha vencido todas sus resistencias interiores, ha corregido sus deficiencias, y ha subyugado su ser más profundo. El amor la ha dominado totalmente, ya no hay oposición. El amor posee su corazón con seguridad serena, puede descansar en él gozosamente y ha de actuar con total libertad.

Cuando el alma se encuentra en este estado, le parece poco todo lo que ha de hacer por la gran dignidad del amor, le resulta fácil hacer y dejar de hacer, padecer y soportar. Y por lo tanto vive con suavidad su entrega al amor.
Experimenta una fuerza vital divina, una pureza clara, una dulzura espiritual, una libertad envidiable, una sabiduría perspicaz, una dichosa igualdad con Dios.

Ahora es como una mujer que ha administrado bien su casa, que la ha dispuesto sensatamente, la ha gobernado con sabiduría, la ha ordenado con pulcritud, la ha asegurado con previsión y trabaja con entendimiento. Mete y saca, hace y deshace según ella misma quiere.

Así ocurre con el alma en este estado. Ella es amor; el amor gobierna en ella, soberano y fuerte, trabajando y descansando, haciendo y deshaciendo, tanto externa como internamente, según ella quiere.

Como el pez que nada en la gran corriente y descansa en su profundidad, y como el pájaro que vuela valientemente en la anchura y altura del espacio, así ella siente que su espíritu se mueve libremente en la anchura y profundidad, en la espaciosidad y altura del amor.

La fuerza soberana del amor ha atraído el alma hacia sí, la ha guiado, cuidado y protegido. Le ha dado el entendimiento, la sabiduría, la dulzura y la fortaleza del amor. Sin embargo, ha ocultado al alma su fuerza soberana, hasta que llegue el momento en que haya ascendido a mayor altura, y hasta que haya conseguido liberarse completamente de sí misma, y el amor reine en ella con más vigor todavía.

Entonces el amor la hace tan valiente y libre que no teme ni a hombres ni a demonios, ni a ángeles ni a santos, ni al mismo Dios, en todo lo que hace o deja de hacer, en el trabajo o en el descanso.

Se da claramente cuenta que el amor está muy despierto y activo en su interior, tanto si descansa su cuerpo, como cuando trabaja mucho. Sabe y percibe claramente que en quienes reina el amor, éste no está supeditado a la actividad o al dolor.

Pero todos aquellos que desean llegar al amor, han de buscarlo con respeto, seguirlo con fidelidad y vivirlo con un gran deseo. No pueden llegar a él si se retraen cuando se trata de trabajar duro, padecer mucho dolor y molestias o sufrir desprecios.

Deben prestar mucha atención a cualquier detalle hasta que el amor llegue a realizar, en su dominio, las grandes obras del amor, haciendo fácil todo, ligero todo trabajo, dulce todo dolor y borrando toda culpa.

Esto es libertad de conciencia, dulzura de corazón, bondad de sentimientos, nobleza del alma, altura de espíritu y base y fundamento de la vida eterna.

Esto es ya ahora una vida como la de los ángeles. Le sigue la vida eterna que Dios, en su bondad, nos conceda a todos.

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El séptimo modo de amor
El alma dichosa todavía tiene otro modo de amar más elevado, que le proporciona no poco trabajo interior. Consiste en que trascendiendo su humanidad es introducida en el amor, y que trascendiendo todo sentir y razonar humano, toda actividad de nuestro corazón, es introducida, sólo por el amor eterno, en la eternidad del amor, en la sabiduría incomprensible, y en la altura silenciosa y profundidad abismal de la divinidad, la cual es todo en todo, siempre incognoscible y más allá de todo, inmutable, la cual es todo, puede todo, abarca todo y obra todopoderosamente.

En este estado el alma dichosa se ve tan delicadamente sumergida en el amor, y tan intensamente introducida en el anhelo, que su corazón está fuera de sí e interiormente inquieto. Su alma se derrama y derrite de amor. Su espíritu es todo él anhelo. Todas sus potencias la empujan en una misma dirección: ansía gozar del amor. Lo reclama con insistencia a Dios. Lo busca apasionadamente en Dios. Esta sola cosa anhela sin poder remediarlo. Pues el amor ya no la deja reposar ni descansar ni estar en paz.

El amor la levanta y la derriba. El amor de pronto la acaricia, y en otro momento la atormenta. El amor le da muerte y le devuelve la vida, da salud y vuelve a herir. La vuelve loca y luego de nuevo sensata. Obrando así, el amor eleva el alma a un estado superior. De esta manera, el alma ha subido - en lo más alto de su espíritu - por encima del tiempo a la eternidad.

Por encima de los regalos del amor ha sido elevada a la eternidad del mismo amor, donde no hay tiempo. Está por encima de los modos humanos de amar, por encima de su propia naturaleza humana, en el anhelo de estar ahí arriba.

Allí está toda su vida y voluntad, su anhelo y su amor: en la seguridad y la claridad diáfana, en la noble altura y en la belleza radiante, en la dulce compañía de los espíritus más excelsos, que rebosan amor desbordante y que se encuentran en un estado de conocimiento claro, de posesión y disfrute del amor.

A veces ahí arriba vive su relación anhelante, especialmente en compañía de los ardientes serafines; en la gran divinidad y en la sublime Trinidad tiene su amable descanso y su dichosa morada.

Ella lo busca en su majestad, Le sigue allí y Lo contempla con su corazón y con su espíritu. Lo conoce, Lo ama, Le desea tanto que es incapaz de prestar atención a santos o seres humanos, a ángeles o criaturas, a no ser en el amor a Él, que lo abarca todo y en el que lo ama todo. Sólo a El ha elegido por amor, por encima de todo, por debajo de todo, en todo, de tal modo que con el anhelo de su corazón y con todas las potencias de su espíritu desea verlo, poseerlo y disfrutarlo.

Por esto la vida terrena para ella es un verdadero destierro, una dura cárcel y un gran dolor. Desprecia el mundo, la tierra le pesa, y lo terreno no es capaz de satisfacerla ni contentarla. Le resulta un gran dolor tener que estar tan lejos y vivir como exiliada. No es capaz de olvidar que vive en el destierro. Su anhelo no puede ser calmado. Su ansia la tortura lastimosamente. Lo vive como un camino de pasión y de tormento, sin medida, sin gracia.

Por esto siente un ansia grande y un anhelo ardiente de ser liberada de este destierro y poder desprenderse de este cuerpo. Con un corazón herido dice lo mismo que dijo el apóstol: Cupio dissolvi et esse cum Christo, es decir: 'Mi deseo es morir y estar con Cristo'.

Así pues, el alma se encuentra en un ansia ardiente y en una inquietud dolorosa de ser liberada y vivir con Cristo. La razón de ello no es que la vida actual le entristezca ni que tenga miedo a los sinsabores que la esperan. No, debido sólo a un amor santo y eterno, languidece en ansias y se derrite en el anhelo de poder llegar a la patria eterna y a la gloria del gozo.

El anhelo en ella es grande y fuerte, su inconstancia le pesa mucho, y el dolor que sufre por este anhelo es indescriptible. A pesar de todo, no tiene más remedio que vivir en la esperanza; y es precisamente esta esperanza la que le hace ansiar y padecer tanto.

Oh santo deseo de amor ¡qué grande es tu fuerza en el alma que ama! Es un dichoso sufrimiento, un tormento agudo, un dolor que dura demasiado, una muerte traidora y un vivir muriendo.

No puede llegar allí arriba, y aquí abajo no puede encontrar descanso ni reposo. Su anhelo le hace insoportable pensar en Él, y prescindir de Él hace sufrir de anhelo su corazón. Así pues, ha de vivir con gran incomodidad.

Y así es que no puede ni quiere ser consolada, como dice el profeta: Renuit consolari anima mea, etcetera, que quiere decir: 'Mi alma rehúsa ser consolada'. Rehúsa toda consolación, a menudo incluso de Dios y de sus criaturas. Porque toda alegría que esto podría comportar, intensifica su amor y aviva su anhelo de un estado superior.

Esto renueva su ansia por poner en práctica su amor, permanecer en el goce del amor y vivir sin consuelo en el destierro. De esta manera sigue insaciable e insatisfecha en todo lo que recibe, por tener que carecer de la presencia real de su amor.

Es una dura vida de padecimiento, por no querer ser consolada mientras no reciba lo que busca sin descanso.

El amor la ha seducido, la ha guiado y enseñado a andar por su camino, y ella lo ha seguido fielmente. A menudo en trabajo costoso y muchas obras, en gran ansia y fuerte anhelo, en inquietud de muchas clases y gran insatisfacción, en alegría y dolor y mucho sufrimiento, buscando y reclamando, careciendo y teniendo, saliendo fuera de sí, en el seguimiento y el ansia, en agobio y pena, en miedo y preocupaciones, derritiéndose y sucumbiendo, en gran confianza y mucha desconfianza, en lo bueno y en lo malo - en todo esto está dispuesta a sufrir. En la muerte y en la vida quiere dedicarse al amor; en el sentimiento de su corazón sufre mucho dolor; por el amor anhela llegar a la patria.

Cuando en este destierro lo ha probado todo, todo su refugio es la gloria. Esto es verdaderamente la obra del amor: anhelar la forma de vida que más conecta con el amor, en que mejor se puede dedicar al amor, y seguir esta forma de vida.

Por esto siempre quiere seguir al amor, conocer el amor y gozar del amor. En este destierro esto no lo consigue. Por esto quiere partir hacia su patria, en donde ha construido su morada, hacia donde ha dirigido su anhelo y donde descansa con amor y anhelo.

Pues esto lo sabe muy bien: allí en su patria quedará libre de todos los obstáculos y será recibida con amor por su Amado.

Allí contemplará ardientemente, al haber amado tan delicadamente. Su recompensa eterna será poseerle a Él a quien ha servido tan fielmente. Gozará plenamente satisfecha de Él, a quien tantas veces ha abrazado llena de amor en su interior. Allí entrará en la alegría del Señor, como dice San Agustín: Qui in te intrat, intrat in gaudium domini sui etcetera, lo cual quiere decir: 'Quien entra en Ti, entra en la alegría de su Señor'. No le tendrá miedo sino que lo poseerá - morando como amada en el Amado.

Allí el alma se une a su esposo, se hace un solo espíritu con él en fidelidad inquebrantable y amor eterno.

Quien se haya empleado activamente en esto en el tiempo de gracia, lo gozará en el tiempo de la gloria, cuando ya no se haga otra cosa más que alabar y amar. Que Dios nos conduzca allí a todos. Amén.