lunes, 31 de julio de 2017

Sábado 29 de julio

Santa Beatriz de Nazaret


(1200-1269)

Transverberación - Corazón Traspasado

Etimológicamente significa “la que hace feliz”. Viene de la lengua latina.

Atributos: Flecha transverberando su corazón. Una pluma en su mano.

Santa Beatriz de Nazaret (n. 1200, Tirlemont, Bélgica. † 1269), era la última de seis hermanos. Nació en la ciudad de Tirlemont, Bélgica. Era hija del beato Bartolomé, fundador de un monasterio cistercience, después de fallecer su esposa. Beatriz ingresó al monasterio a los 17 años.

Escribió un tratado en estilo flamenco medieval, en el que resume las siete maneras de amar santamente, según ella. Cuenta la tradición que el Señor Jesús se le apareció, y transverberó (traspasó) su corazón con una fecha.

Falleció en el año de 1269. La devoción a esta santa es tradicional, no incluida en el Martirologio.

------------------------------------------------------------

Todo ser humano ha sido llamado para amar al mundo. La respuesta que Dios nos pide, es que seamos contemplativos. Cualquier creyente que vive una vida estrechamente unida a la Eucaristía, es un contemplativo.

Había la costumbre en los monasterios belgas del siglo XI, de admitir para el coro a las chicas de buenas familias, de la alta burguesía. Las otras, incultas, entraban solamente en calidad de conversas.

Existía – como ocurre hoy –, la necesidad de nuevas vocaciones, y por tanto, había que abrir los monasterios a otro tipo de actuaciones distintas.

Esta idea la llevaban ya a cabo los cistercienses. Recibían la ayuda de familias importantes, como los Brabantes o Tirlemont. Beatriz era hija de esta última familia. Vino al mundo en el año 1200.

Su padre, el Beato Bartolomé, ingresó como lego cisterciense, al fallecer su mujer. Ayudó a construir otros tres Monasterios de Monjas, como el Oplinter, y el de Nazaret.

A los 17 años, Beatriz ingresó en este último cerca de Lier en Brabant, siendo después la superiora durante muchos años. Pero no porque fuera hija del padre del fundador del monasterio, sino porque brillaba ante todos por su virtud, su piedad, y su generosidad sin límites.

Se habla de que en sus primeros años, le sucedió como a San Bernardo, entregándose a penitencias más para admirar que para imitar, cosa frecuente en los principiantes, quienes al meditar la pasión de Cristo, que dio su vida por nosotros en la cruz, entre indecibles tormentos, se suscita en ellos un ansia de inmolarse por amor a él.

San Bernardo lamentará más tarde tales excesos de juventud, pues toda la vida tendrá que luchar para mantenerse en pie. Igual le pasó a Beatriz: se entregó a severas austeridades, entre ellas usando un cinturón de espinas, y comprimiendo su cuerpo con cuerdas, y más tarde pagaría el coste de aquellas penitencias indiscretas.

Luego de profesar, la enviaron al monasterio de La Ramee, para que se perfeccionase en la caligrafía e iluminación de manuscritos (coloreado), habiendo resultado una excelente maestra en el arte de iluminar pergaminos.

Allí se encontró con una santa religiosa - Ida de Nivelles -, la cual le serviría de maestra y como madre espiritual, gracias a su perfecta preparación y experiencia en los caminos de Dios, de que estaba adornada. Se dio cuenta Beatriz que esta religiosa se esmeraba demasiado en atenderla, y como le preguntara cómo era que dedicaba tanto tiempo a ayudarla espiritualmente, la contestación fue porque veía claro que Dios la había elegido para grandes cosas. Palabras proféticas que se cumplirían con creces.

Beatriz se esmeró en seguir de cerca los pasos de su maestra, viviendo una espiritualidad centrada toda ella en el amor. Fijándose en dos textos de San Juan: "El amor procede de Dios", es decir, el amor pertenece a la razón, a la afectividad y a la voluntad, siendo Dios mismo el sujeto en el obrar, y a la vez, "Dios es amor", el amor entendido como medio por el cual Dios se manifiesta a la criatura, y a quien ésta puede contestar, dio por resultado de esta experiencia mística la obra preciosa titulada: "De siete modos de practicar el amor", la cual según quienes la han estudiado a fondo, es un tratado que contiene una belleza singular. "Su estilo es sobrio, y sus frases muy elegantes; su exposición neta y clara; la prosa es dulce y ágil, con lindas asonancias y rimas muy naturales.

La autora posee una inteligencia excepcional, logra expresar magistralmente en el plano de la forma y del pensamiento, sus experiencias místicas extraordinarias. El tratado es muy sintético, cada palabra tiene su peso y su valor... dejándonos seducir por su mensaje, a través de la belleza literaria del texto, que más que toda otra cosa, expresa la belleza de su alma, y es testimonio de su búsqueda absoluta del Amor".

Las tres experiencias activas son el amor purificante, el amor devorante y amor elevante, a las que siguen cuatro pasivas: amor infuso, amor vulnerado, amor triunfante y amor eterno.

Escribió otras obras. Sus lecturas preferidas eran la Biblia, y los tratados sobre la Santísima Trinidad. Sus restos hubo que esconderlos, para que los calvinistas no los profanaran.
Se cuenta que le apareció Nuestro Señor, y le perforó el corazón con una flecha incandescente.

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, que la flecha incandescente de tu Amor, atraviese nuestros corazones, para que así podamos ofrecértelo en Ofrenda Pura y Consagrada, quedando en la palma de tus manos todas las penas, dolores y pecados de nuestra Vida, y así podamos sentir que ya no nos pertenecemos, sino que somos tuyos para siempre. Amén.

-----------------------------------------------------------------

Un resumen de los "Siete modos de vivir el Amor"

ß
Siete modos de Santo Amor
Hay siete modos de vida en el amor. Vienen del Supremo y vuelven al Altísimo.

Gentileza de la revista Cistercium
Traducción para CISTERCIUM de Ana María Schlüter Rodés.

NOTA DE LA TRADUCTORA: He traducido, a partir de la transcripción al neerlandés actual, que ha hecho Rob Faesen SJ (Beatrijs van Nazareth: Seven manieren van minne, Uitgeverij Pelckmans, Kapellen 1999), recurriendo a menudo al texto original que publica conjuntamente.

Como señala dicho autor, la palabra central es "minne", amor. Se refiere aquí al amor entre Dios y el ser humano; pero a la vez en muchas ocasiones al divino Amado mismo, pues el alma experimenta en el amor, una vida abismal y trascendente, por la que participa en el mismo movimiento de amor entre el Espíritu Santo (eternidad de amor), el Hijo (sabiduría incomprensible), y el Padre (altura silenciosa y profundidad abismal), como lo expresa Beatriz de Nazareth en el séptimo modo de amor. A pesar de esto, siempre he puesto amor en minúscula, siguiendo la transcripción y el original.

He traducido "manieren", en la transcripción al neerlandés actual "wijzen", por "modos" siguiendo el criterio de R. Faesen, el cual considera menos acertado traducir por clases, grados, aspectos o peldaños, pues se trata de modos de vivir el amor o modos de amar.

En el primer modo, Beatriz de Nazareth expresa el anhelo de vivir de acuerdo a la imagen según la cual ha sido creada, y esta imagen es Cristo.

Los místicos no sólo hablan de una primera venida de Cristo en carne y debilidad, y de una segunda al final de los tiempos en gloria y majestad, sino además de una venida intermedia en espíritu y fuerza. Esta tiene lugar en el corazón humano.

De ello, se toma conciencia de un modo especial en el siglo XII. Se realza la relación amorosa entre Dios y cada ser humano, como eje central de la vida. Sobresalen en este sentido San Bernardo, y también las "mulieres religiosae", especialmente las beguinas, con las que Beatriz de Nazareth se formó en algún momento. Mientras que el clero masculino, debido a la influencia aristotélica en las universidades, en general se apartó de esta corriente, la siguieron cultivando sobre todo las mujeres. De ello da cumplida cuenta esta obra de "Los siete modos de Santo Amor" de Beatriz de Nazareth.

El primer modo de Amor
El primer modo, es un anhelo provocado por el amor. Este anhelo tiene que reinar mucho tiempo en el corazón, para poder llegar a expulsar totalmente al enemigo, y tiene que actuar con fortaleza y circunspección y tener valor para avanzar en este estado.

Este modo, es un anhelo que nace sin duda del amor, es decir, de un alma buena que quiere servir fielmente a nuestro Señor, seguirle con valor y amarlo de verdad. Esta alma se mueve por el deseo de alcanzar la pureza, la libertad y la nobleza, de las que le ha dotado su creador al crearla a su imagen y semejanza, y permanecer ahí, algo que es especialmente digno de ser amado y cuidado. En esto desea emplear su vida.

En esto, desea colaborar para crecer y ascender, a una nobleza de amor más sublime aún, y a un conocimiento más cercano de Dios, hasta alcanzar la madurez plena, para la que ha sido creada y llamada por Dios. En esto está desde la mañana hasta la noche. A esto se ha entregado totalmente.

Sólo una cosa pide a Dios, una sola cosa quiere saber, una sola cosa reclama, en una sola cosa piensa: cómo poder alcanzar esto, y cómo conseguir la mayor semejanza con el amor, con todo el tesoro de belleza de las virtudes que lo acompañan, así como la pureza y nobleza sublimes del amor.

Esta alma, a menudo examina seriamente lo que es, y lo que podría ser, lo que tiene, y lo que aún falta a su anhelo. Con celo muy grande, con gran empeño y tan dispuesta como le es posible, se esfuerza por evitar todo aquello que distrae su atención de esto o que pudiera impedirlo. Su corazón nunca está tranquilo; nunca descansa en esta búsqueda, reclamo y discernimiento, en este tomar a pecho, y conservar lo que le pudiera ayudar, y lo que la pudiera hacer crecer en el amor.

En esto consiste la dedicación principal del alma, que ha llegado a este estado - y en esto ha de trabajar y esforzarse, con gran dedicación y fidelidad, hasta que reciba de Dios, el que en adelante pueda servir al amor con claro entendimiento, y sin verse impedida por errores pasados.

Un anhelo tal, tan puro y tan noble, nace sin duda del amor, y no del miedo. El miedo lleva a trabajar y padecer, a hacer y dejar de hacer por temor a que nuestro Señor pueda estar enojado. Lo cual además conlleva espanto ante el juicio del Juez justo, o al castigo eterno o a penas temporales.

El amor, en cambio, actúa exclusivamente con la mirada puesta en la pureza, y en la sublime nobleza, que ella es en lo más profundo cuando es ella misma, que ella tiene, y que ella disfruta.

Actuando así, ella enseña lo mismo a quienes tienen trato con ella.

ß
El segundo modo de amor
A veces el alma también vive otro modo de amor. Este se da cuando se dedica a servir a nuestro Señor gratuitamente, sin más, sólo por amor, sin tener a la vista ningún motivo, o recompensa de gracia, o gloria.

Como una joven doncella, que sirve a su señor con gran amor, sin perseguir ninguna recompensa - le basta poderle servir, y que a él le plazca que le sirve -, así el alma desea poder servir al amor con un amor sin medida, inmenso, más allá de toda racionalidad y cálculo humano, con todos los servicios que su fidelidad le inspira.

Cuando el alma se encuentra en este estado, ¡cómo arde su anhelo!. Está dispuesta a cualquier servicio. ¡Cuán ligeras le parecen las cargas!. ¡Con qué facilidad soporta los sinsabores!. ¡Cómo se alegra, cuando las cosas se ponen difíciles!. ¡Qué alegría tan grande, cuando descubre algo que puede hacer o sufrir para servir al amor, por su honor!.

ß
El tercer modo de amor

(Nota: Es la constancia en el amor. No es un amor errático, caprichoso, voluble. No admite inconstancias. Permanece firme e inclaudicable. Me atrevo a introducir estas notas, para mejorar la precisión que los verdaderos místicos no pueden hacer dado el estado de éxtasis que los embarga).

A veces ocurre que el alma buena, aún vive otro modo de amor, el cual le produce mucho dolor y sufrimiento. Se da cuando intenta responder al amor enteramente, cuando desea seguirle totalmente, con todas las muestras de respeto y servicio, con todas las formas de obediencia y sumisión por amor.

Este anhelo se convierte de vez en cuando en un auténtico tormento para el alma. Ansiosamente se propone hacer todo, imitarle en todos los sufrimientos, padecerlos y soportarlos, y seguir el amor con obras de una manera total, sin ahorrar ningún esfuerzo, sin medida.

En este estado, está verdaderamente dispuesta a cualquier servicio, está presta y animada a cualquier trabajo y sufrimiento. Pero no queda satisfecha. Nada de lo que hace, le parece suficiente. Sin embargo, lo que más la entristece, es ver que le es imposible responder al amor plenamente, según le inspira su gran anhelo, y ver que siempre le falta tanto para amar del todo.

Sabe bien que esto supera la capacidad humana, y rebasa sus fuerzas. Lo que anhela es algo imposible, por esencia impropio de una criatura. Pues ella sola, quisiera llevar a cabo todo lo que todos los seres humanos en la tierra, todos los espíritus del cielo, todas las criaturas en lo alto y en lo bajo, e innumerables seres más, pudieran hacer en servicio del amor, según corresponde al honor y a la dignidad del amor.

Quiere conseguir lo que le falta, para un servicio tal. Lo ansía con todas sus fuerzas y con voluntad ardiente. Pero todo esto no es capaz de dejarla satisfecha.

Sabe muy bien que satisfacer este deseo, rebasa por completo sus fuerzas, que supera toda comprensión y entendimiento humano. Pero a pesar de esto, no es capaz de mitigar, dominar o calmar su anhelo. Hace todo lo que puede.

Agradece y alaba el amor, trabaja y se afana por él, suspira y ansía el amor, está totalmente entregada al amor. Pero nada de ello la deja tranquila. Le resulta un gran sufrimiento, no poder dejar de anhelar lo que no puede alcanzar. Por esto tiene que permanecer en el dolor de su corazón, y vivir en la insatisfacción. Le parece que muere estando viva, y que así muriendo experimenta el sufrimiento del infierno.

Lleva una vida infernal. Todo es padecimiento e insatisfacción, debido a ese anhelo terrible y temeroso, que no puede satisfacer, que no puede calmar ni saciar. En este dolor, ha de permanecer hasta el momento en que nuestro Señor la consuela trasladándola a otro modo de amar y anhelar, y a un conocimiento más profundo de sí. Y entonces tendrá que esforzarse, según lo que en ese momento reciba de nuestro Señor.

ß
El cuarto modo de amor

(Nota: Es la fusión del amor con la persona amada. Es cuando ya no somos nosotros, sino totalmente de Dios. “En Él vivimos, nos movemos y existimos”).

Pues nuestro Señor suele conceder todavía otro modo de amar, a veces acompañado de gran felicidad, a veces de gran dolor, lo cual queremos exponer ahora.

A veces ocurre que el amor despierta en el alma de un modo dulce, y que surge alegremente instalándose en el corazón, sin intervención de actividad humana alguna. El corazón entonces siente un toque tan delicado de amor, se siente tan atraído por el amor, se ve conmovido tan apasionadamente por el amor, tan fuertemente subyugado por el amor, y tan suavemente abrazado por el amor, que el alma queda vencida totalmente por el amor.

En este estado experimenta una gran presencia de Dios, una claridad de comprensión. y un bienestar maravilloso, una noble libertad, una intensa dulzura, un sentirse fuertemente abrazada por el amor, y una plenitud rebosante de gran gozo.

Experimenta que todos sus sentidos se han unificado en el amor, y que su propia voluntad se ha convertido en amor, que ha quedado abismada y absorbida en el hondón del amor, convirtiéndose ella misma totalmente en amor.

La belleza del amor la ha engullido, la fuerza del amor la ha consumido, la dulzura del amor la ha hecho desfallecer, la grandeza del amor la ha devorado, la nobleza del amor la ha abrazado, la pureza del amor la ha adornado, la excelencia del amor la ha elevado e unificado en el amor, de modo que ha de pertenecer totalmente al amor, y ya no puede tratar más que con el amor.

Cuando se siente tan colmada de bienestar, y tan rebosante en su corazón, su espíritu empieza a hundirse en el amor, y su cuerpo empieza a sustraérsele, su corazón empieza a derretirse, y desfallecen sus potencias. De tal manera es vencida por el amor, que a duras penas puede dominarse, y a veces pierde el dominio de sus miembros y sentidos.

Como un recipiente lleno a rebosar se derrama inmediatamente en cuanto se toca, así esta alma, cuando se siente tocada de repente, y vencida por la gran plenitud de su corazón, muchas veces sale fuera de sí sin poderlo remediar.

ß
El quinto modo de amor
(Nota: Es la potencia del amor. Es el momento de las inspiraciones, de una fuerza arrolladora personal que sentimos, cuando viene Nuestro Pentecostés. Sentimos que los límites de difuminaron, y que nuestro ser es parte de la energía Sagrada del Espíritu Santo, y puede planear sobre el océano del mundo. Nos sentimos en la cresta de una inmensa ola, como en un tsunami, y todo avanza en nuestro interior de manera vertiginosa).

A veces también ocurre que el amor se despierta en el alma de un modo vigoroso, y surge impetuosamente con gran vehemencia y apasionamiento, como si fuera a partir violentamente el corazón, y sacar el alma fuera de sí, más allá de sí, en las obras de amor y en los fallos de amor.

Se ve absorbida valientemente por el anhelo de cumplir las grandes y puras obras del amor, y de responder a las múltiples exigencias del amor. Pues anhela encontrar descanso en el dulce abrazo del amor, en la apetecible enajenación y en la posesión gozosa del amor. Su corazón y todos sus sentidos lo ansían, sólo en eso se empeñan, sólo eso pretenden apasionadamente.

Cuando se encuentra en este estado, es tan poderosa de espíritu, tan emprendedora en su corazón, en su cuerpo tan fuerte y valiente, tan diligente y dispuesta en su trabajo, interior y exteriormente tan activa, que tiene la impresión que toda ella está activa, aunque por fuera no se esté moviendo.

A la vez siente con mucha claridad, su pereza interior así como una gran atracción del amor. Se siente inquieta a causa de esta ansia, y siente dolor debido a una gran insatisfacción. Pero otras veces, siente dolor intenso al experimentar el amor mismo de manera pura y gratuita, o por reclamar con mucha insistencia el amor, y sentirse insatisfecha al no poder disfrutar de él.

De vez en cuando el amor se vuelve tan inmenso y desbordante en el alma - al tocarla con tanta fuerza e ímpetu en el corazón -, que tiene la impresión que su corazón queda dolorosamente herido de múltiples maneras. Las heridas parecen abrirse de nuevo cada día, volviéndose cada vez más dolorosas; es un dolor intenso que siente cada vez de nuevo.

Le parece que sus venas van a estallar, que su sangre arde, que su médula se consume, que sus huesos se debilitan, su pecho arde y su garganta se seca, de modo que todo lo exterior y sus miembros, perciben el ardor interior del ansia enloquecida de amor. Muchas veces, entonces siente como una flecha atraviesa su corazón, pasando por la garganta hasta el cerebro, como si se fuera a volver loca.

Como un fuego devorador, que se apodera de todo lo que puede engullir y vencer, así experimenta el amor que actúa en su interior de una manera rabiosa, despiadadamente, sin medida, apoderándose de todo y arrasándolo.

Esto la deja muy herida. Su corazón se debilita, sus fuerzas ceden. Su alma recibe alimento, y su amor cuidados, y su espíritu se ve sacado fuera de sí, pues el amor está tan por encima de todo entendimiento, que ella no puede de ninguna manera gustarlo.

Debido a este dolor quisiera romper el lazo, aunque no destrozar la unidad del amor. Sin embargo, está tan dominada por el lazo del amor, y tan vencida por la inmensidad del amor, que no es capaz de moderación ni de ordenar sus actividades sensatamente, o de cuidarse o de limitarse a lo que la razón le presenta como posible.

Cuanto más recibe de lo alto, más reclama. Y cuanto más apetecible se le presenta, tanto más ansía acercarse a la luz de la verdad, de la pureza y de la nobleza y disfrutar del amor. Constantemente se ve incitada y seducida, pero no satisfecha ni saciada. Y precisamente lo que más la duele y hiere, es lo que más la sana y cura. Lo que le produce la herida más honda, sólo esto le proporciona salud.

ß
El sexto modo de amor
(Nota: Es la seguridad del amor. Ya no tememos lanzarnos del “borde del acantilado”, de nuestras propias limitaciones, porque estamos seguros que habrá una poderosa mano que nos sostendrá en el vuelo).

Cuando la esposa de nuestro Señor ha avanzado más, y ha ascendido a mayor heroicidad, experimenta todavía otro modo de amar, siente un estado de mayor presencia, y un conocimiento más elevado.

Se da cuenta que el amor ha vencido todas sus resistencias interiores, ha corregido sus deficiencias, y ha subyugado su ser más profundo. El amor la ha dominado totalmente, ya no hay oposición. El amor posee su corazón con seguridad serena, puede descansar en él gozosamente, y ha de actuar con total libertad.

Cuando el alma se encuentra en este estado, le parece poco todo lo que ha de hacer por la gran dignidad del amor, le resulta fácil hacer y dejar de hacer, padecer y soportar. Y por lo tanto, vive con suavidad su entrega al amor.

Experimenta una fuerza vital divina, una pureza clara, una dulzura espiritual, una libertad envidiable, una sabiduría perspicaz, una dichosa igualdad con Dios.

Ahora es como una mujer, que ha administrado bien su casa, que la ha dispuesto sensatamente, la ha gobernado con sabiduría, la ha ordenado con pulcritud, la ha asegurado con previsión, y trabaja con entendimiento. Mete y saca, hace y deshace según ella misma quiere.

Así ocurre con el alma en este estado. Ella es amor; el amor gobierna en ella, soberano y fuerte, trabajando y descansando, haciendo y deshaciendo, tanto externa como internamente, según ella quiere.

Como el pez que nada en la gran corriente, y descansa en su profundidad, y como el pájaro que vuela valientemente en la anchura y altura del espacio, así ella siente que su espíritu se mueve libremente en la anchura y profundidad, en la espaciosidad y altura del amor.

La fuerza soberana del amor, ha atraído el alma hacia sí, la ha guiado, cuidado y protegido. Le ha dado el entendimiento, la sabiduría, la dulzura y la fortaleza del amor. Sin embargo, ha ocultado al alma su fuerza soberana, hasta que llegue el momento en que haya ascendido a mayor altura, y hasta que haya conseguido liberarse completamente de sí misma, y el amor reine en ella con más vigor todavía.

Entonces el amor la hace tan valiente y libre, que no teme ni a hombres ni a demonios, ni a ángeles ni a santos, ni al mismo Dios, en todo lo que hace o deja de hacer, en el trabajo o en el descanso.

Se da claramente cuenta que el amor está muy despierto y activo en su interior, tanto si descansa su cuerpo, como cuando trabaja mucho. Sabe y percibe claramente, que en quienes reina el amor, éste no está supeditado a la actividad o al dolor.

Pero todos aquellos que desean llegar al amor, han de buscarlo con respeto, seguirlo con fidelidad, y vivirlo con un gran deseo. No pueden llegar a él si se retraen, cuando se trata de trabajar duro, padecer mucho dolor y molestias o sufrir desprecios.

Deben prestar mucha atención a cualquier detalle, hasta que el amor llegue a realizar, en su dominio, las grandes obras del amor, haciendo fácil todo, ligero todo trabajo, dulce todo dolor, y borrando toda culpa.

Esto es libertad de conciencia, dulzura de corazón, bondad de sentimientos, nobleza del alma, altura de espíritu y base, y fundamento de la vida eterna.

Esto es ya ahora una vida como la de los ángeles. Le sigue la vida eterna, que Dios, en su bondad, nos conceda a todos.

ß
El séptimo modo de amor
(Nota: Es la quietud del amor. Es el momento en el que el tiempo y el espacio desaparecen. Ya no tenemos prisa por nuestros anhelos mundanos. Solo nos importa la vida sobrenatural. Entramos en una quietud profunda, como cuando estamos dentro de un gran avión, a enorme altitud, que cruza el inmenso océano de la eternidad...).

El alma dichosa todavía tiene otro modo de amar más elevado, que le proporciona no poco trabajo interior.

Consiste en que trascendiendo su humanidad, es introducida en el amor, y que trascendiendo todo sentir y razonar humano, toda actividad de nuestro corazón, es introducida, sólo por el amor eterno, en la eternidad del amor, en la sabiduría incomprensible, y en la altura silenciosa y profundidad abismal de la divinidad, la cual es todo en todo, siempre incognoscible y más allá de todo, inmutable, la cual es todo, puede todo, abarca todo, y obra todopoderosamente.

En este estado, el alma dichosa se ve tan delicadamente sumergida en el amor, y tan intensamente introducida en el anhelo, que su corazón está fuera de sí e interiormente inquieto. Su alma se derrama y derrite de amor. Su espíritu es todo él anhelo.

Todas sus potencias la empujan en una misma dirección: ansía gozar del amor. Lo reclama con insistencia a Dios. Lo busca apasionadamente en Dios. Esta sola cosa anhela, sin poder remediarlo. Pues el amor ya no la deja reposar, ni descansar, ni estar en paz.

El amor la levanta y la derriba. El amor de pronto la acaricia, y en otro momento la atormenta. El amor le da muerte, y le devuelve la vida, da salud, y vuelve a herir. La vuelve loca, y luego de nuevo sensata. Obrando así, el amor eleva el alma a un estado superior. De esta manera, el alma ha subido - en lo más alto de su espíritu - por encima del tiempo a la eternidad.

Por encima de los regalos del amor, ha sido elevada a la eternidad del mismo amor, donde no hay tiempo. Está por encima de los modos humanos de amar, por encima de su propia naturaleza humana, en el anhelo de estar ahí arriba.

Allí está toda su vida y voluntad, su anhelo y su amor: en la seguridad y la claridad diáfana, en la noble altura, y en la belleza radiante, en la dulce compañía de los espíritus más excelsos, que rebosan amor desbordante, y que se encuentran en un estado de conocimiento claro, de posesión y disfrute del amor.

A veces ahí arriba, vive su relación anhelante, especialmente en compañía de los ardientes serafines; en la gran divinidad y en la sublime Trinidad, tiene su amable descanso, y su dichosa morada.

Ella lo busca en su majestad, Le sigue allí, y Lo contempla con su corazón y con su espíritu. Lo conoce, Lo ama, Le desea tanto, que es incapaz de prestar atención a santos o seres humanos, a ángeles o criaturas, a no ser en el amor a Él, que lo abarca todo, y en el que lo ama todo.

Sólo a Él ha elegido por amor, por encima de todo, por debajo de todo, en todo, de tal modo que con el anhelo de su corazón, y con todas las potencias de su espíritu desea verlo, poseerlo y disfrutarlo.

Por esto la vida terrena para ella, es un verdadero destierro, una dura cárcel y un gran dolor. Desprecia el mundo, la tierra le pesa, y lo terreno no es capaz de satisfacerla, ni contentarla. Le resulta un gran dolor tener que estar tan lejos, y vivir como exiliada. No es capaz de olvidar que vive en el destierro. Su anhelo no puede ser calmado. Su ansia la tortura lastimosamente. Lo vive como un camino de pasión y de tormento, sin medida, sin gracia.

Por esto siente un ansia grande, y un anhelo ardiente de ser liberada de este destierro, y poder desprenderse de este cuerpo. Con un corazón herido, dice lo mismo que dijo el Apóstol: Cupio dissolvi et esse cum Christo, es decir: 'Mi deseo es morir y estar con Cristo'.

Así pues, el alma se encuentra en un ansia ardiente, y en una inquietud dolorosa de ser liberada, y vivir con Cristo. La razón de ello, no es que la vida actual le entristezca, ni que tenga miedo a los sinsabores que la esperan. No, debido sólo a un amor santo y eterno, languidece en ansias, y se derrite en el anhelo de poder llegar a la patria eterna, y a la gloria del gozo.

El anhelo en ella es grande y fuerte, su inconstancia le pesa mucho, y el dolor que sufre por este anhelo, es indescriptible. A pesar de todo, no tiene más remedio que vivir en la esperanza; y es precisamente esta esperanza la que le hace ansiar y padecer tanto.

Oh santo deseo de amor, ¡qué grande es tu fuerza, en el alma que ama!. Es un dichoso sufrimiento, un tormento agudo, un dolor que dura demasiado, una muerte traidora, y un vivir muriendo.

No puede llegar allí arriba, y aquí abajo, no puede encontrar descanso ni reposo. Su anhelo le hace insoportable pensar en Él, y prescindir de Él hace sufrir de anhelo su corazón. Así pues, ha de vivir con gran incomodidad.

Y así es que no puede, ni quiere ser consolada, como dice el profeta: Renuit consolari anima mea, etcetera, que quiere decir: 'Mi alma rehúsa ser consolada'. Rehúsa toda consolación, a menudo incluso de Dios, y de sus criaturas. Porque toda alegría que esto podría comportar, intensifica su amor, y aviva su anhelo de un estado superior.

Esto renueva su ansia por poner en práctica su amor, permanecer en el goce del amor, y vivir sin consuelo en el destierro. De esta manera, sigue insaciable e insatisfecha en todo lo que recibe, por tener que carecer de la presencia real de su amor.

Es una dura vida de padecimiento, por no querer ser consolada, mientras no reciba lo que busca sin descanso.

El amor la ha seducido, la ha guiado y enseñado, a andar por su camino, y ella lo ha seguido fielmente. A menudo en trabajo costoso y muchas obras, en gran ansia y fuerte anhelo, en inquietud de muchas clases y gran insatisfacción, en alegría y dolor y mucho sufrimiento, buscando y reclamando, careciendo y teniendo, saliendo fuera de sí, en el seguimiento y el ansia, en agobio y pena, en miedo y preocupaciones, derritiéndose y sucumbiendo, en gran confianza y mucha desconfianza, en lo bueno y en lo malo - en todo esto está dispuesta a sufrir. En la muerte y en la vida quiere dedicarse al amor; en el sentimiento de su corazón sufre mucho dolor; por el amor anhela llegar a la patria.

Cuando en este destierro lo ha probado todo, todo su refugio es la gloria. Esto es verdaderamente la obra del amor: anhelar la forma de vida que más conecta con el amor, en que mejor se puede dedicar al amor, y seguir esta forma de vida.

Por esto siempre quiere seguir al amor, conocer el amor, y gozar del amor. En este destierro esto no lo consigue. Por esto, quiere partir hacia su patria, en donde ha construido su morada, hacia donde ha dirigido su anhelo, y donde descansa con amor.

Pues esto lo sabe muy bien: allí en su patria quedará libre de todos los obstáculos, y será recibida con amor por su Amado.

Allí contemplará ardientemente, al haber amado tan delicadamente. Su recompensa eterna será poseerle a Él, a quien ha servido tan fielmente. Gozará plenamente satisfecha de Él, a quien tantas veces ha abrazado llena de amor en su interior. Allí entrará en la alegría del Señor, como dice San Agustín: Qui in te intrat, intrat in gaudium domini sui etcetera, lo cual quiere decir: 'Quien entra en Ti, entra en la alegría de su Señor'. No le tendrá miedo, sino que lo poseerá - morando como amada en el Amado.

Allí el alma se une a su esposo, se hace un solo espíritu con Él, en fidelidad inquebrantable, y amor eterno.

Quien se haya empleado activamente en esto en el tiempo de gracia, lo gozará en el tiempo de la gloria, cuando ya no se haga otra cosa más que alabar y amar. Que Dios nos conduzca allí a todos. Amén.



Sábado 29 de julio

San Olaf de Noruega


Mártir

(1030 d. C.)

Breve
Etimológicamente significa “legado de los antepasados”. Viene de la lengua alemana.

En Nídaros (hoy Trondheim), ciudad de Noruega, San Olaf, mártir, que siendo rey de su pueblo, lo liberó de la idolatría, y propagó con gran diligencia la fe cristiana, que había conocido en Inglaterra, pero finalmente, atacado por sus enemigos, murió asesinado.

----------------------------------------------------------
Autor: P. Felipe Santos
Olaf era hijo de un señor noruego llamado Harold Grenske. Después de practicar el pillaje y la piratería durante ocho años, en 1015, Olaf sucedió a su padre en el gobierno del señorío, cuando tenía veinte de edad.

En aquella época, la mayor parte de Noruega se hallaba en manos de los daneses y los suecos. Tras efectuar la reconquista de sus feudos, Olaf se dedicó a trabajar por la evangelización del reino, pues el arzobispo Roberto le había conferido el bautismo en Rouen.

Aunque ya se había iniciado la evangelización, eran muy pocos sus progresos, porque según parece, los métodos misionales de Haakón el Bueno, y de Olaf Trygvason, eran bastante salvajes. En 1013, Olaf Haroldsson, el santo de que nos ocupamos, había ido a Inglaterra a ayudar al rey Etelredo, en la lucha contra los daneses.

Así pues, cuando se trató de evangelizar su propio reino, pidió ayuda a los ingleses. Cierto número de monjes y sacerdotes ingleses, se trasladaron a Noruega. Entre ellos iba el monje Grimkel, quien fue elegido obispo de Nidaros, la capital del feudo de Olaf. Éste siguió el consejo del prelado, promulgó muchos decretos benéficos, y abolió las leyes y costumbres que se oponían al Evangelio.

Desgraciadamente, como San Vladimiro de Rusia y otros príncipes, que quisieron convertir a sus súbditos, no se contentó con emplear la persuasión, sino que se dejó llevar de un celo indiscreto, y recurrió a la violencia. Era verdaderamente implacable con sus enemigos, y por otra parte, sus decretos no eran bien mirados en todo el reino.

Finalmente sus enemigos se levantaron en armas, y con la ayuda de Canuto, rey de Inglaterra y Dinamarca, le derrotaron y le expulsaron del país. San Olaf volvió con refuerzos suecos, a reconquistar su reino, pero pereció a manos de sus belicosos e infieles súbditos, en la batalla de Stiklestad, el 29 de julio de 1030.

Fue sepultado en el sitio en que murió, en un profundo banco de arena, a orillas del río Nid. En su sepulcro brotó una fuente, a cuyas aguas, atribuyó el pueblo propiedades milagrosas.

Al año siguiente, el obispo Grimkel, mandó erigir ahí una capilla, y se empezó a venerarle como mártir.

Los milagros se multiplicaron en el santuario, y cuando Magno, el hijo de Olaf, recuperó el trono, el culto del mártir se popularizó mucho. En 1075, se sustituyó la capilla por una catedral, dedicada a Cristo y a San Olaf, que con el tiempo se transformó en la catedral de Nidaros (Trondheim). El santuario se convirtió en un importante centro de peregrinación.

En la Edad Media, el culto del "perpetuo rey de Noruega", se extendió a Suecia, Dinamarca, Inglaterra y otros países. Los noruegos le consideran todavía como patrono y héroe nacional.


Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, te pedimos por las naciones escandinavas, para que las bendigas con generosidad, y para que puedan volver al seno de la familia católica, y así enriquecer con sus maravillosos dones de inteligencia, perseverancia, prudencia y tolerancia, a toda nuestra familia romana. A Tí Señor, que nos legaste la autoridad de San Pedro como roca viviente para nuestra Fe. Amén.
Sábado 29 de julio

BEATO URBANO II


159ª Papa

(† 1099)

Breve
Gran reformista del clero, continuó con el trabajo del insigne Papa Gregorio VII. Supo mantener la autoridad de la Iglesia, en un período de enorme oscuridad, violencia extrema, y decadencia de las costumbres en Europa.

Su llamado a la primera cruzada, fué aclamada en ese tiempo por la Europa Cristina, pero las reflexiones posteriores, muchos siglos después, viendo las horrendas consecuencias humanas entre la población musulmana, motivó al Papa Juan Pablo II, a hacer una fuerte declaración el 12 de marzo de 2000, durante la Jornada del día de Perdón, por todo lo actuado en ese entonces, “especialmente por los cristianos del segundo milenio”. Al final podemos leer sus palabras al respecto.

Los príncipes cristianos se comportaron como verdaderos criminales, y hasta entraron en disputa con el propio emperador bizantino, ya que éste temió ser a su vez invadido. Las consecuencias de las cruzadas las estamos viviendo hasta el día de hoy, ya que incluso no cesó la intervención de Occidente en esa región hasta nuestros días.

Esto nos enseña sobre la falibilidad de las decisiones humanas de los pontífices, lo que hace patente que sin el auxilio del Espíritu Santo, nadie puede vislumbrar el camino verdadero, ni siquiera el Sumo Pontífice.

-----------------------------------------------------------------------------

BERNARDINO LLORCA, S. I.

El Beato Urbano II (1040-1099) es, indudablemente, uno de los papas más insignes de la Edad Media, cuyo mérito principal consiste, aparte de la santidad de su vida, en haber hecho progresar notablemente, y llevado adelante la reforma eclesiástica, ampliamente emprendida por San Gregorio VII (1073-1085). El resultado brillante de sus esfuerzos, aparece bien de manifiesto en los grandes sínodos de Piacenza y de Clermont, de 1095, y en la primera Cruzada, iniciada en este último concilio (1095-1099).

Nacido de una familia noble, en la diócesis de Soissons, en 1040, llamábase Eudes u Otón; tuvo por maestro en Reims, al fundador de los cartujos, San Bruno: fue allí mismo canónigo, y el año 1073, entró en el monasterio de Cluny, donde se apropió plenamente el espíritu de la reforma cluniacense, entonces en su apogeo.

De esta manera, se modeló su carácter suave y humilde, pero al mismo tiempo entusiasta y emprendedor. Por esto, llegó fácilmente a la convicción de que el espíritu de la reforma cluniacense, que iba penetrando en todos los sectores de la Iglesia, era el destinado por Dios para realizar la transformación, a que aspiraban los hombres de más elevado criterio eclesiástico. Por esto, ya desde el principio de la gran campaña reformadora, emprendida por Gregorio VII, Otón fue uno de sus más decididos partidarios.

Estaba entonces al frente de la abadía de Cluny, el gran reformador San Hugón, a cuya propuesta Gregorio VII, elevó en 1078 al monje Otón al obispado de Ostia. Bien pronto pudo éste dar claras pruebas de sus extraordinarias cualidades de gobierno, pues enviado por el Papa como legado a Alemania, supo allí defender victoriosamente, los derechos de la Iglesia, frente a las arbitrariedades del emperador Enrique IV. Al volver de esta legación, acababa de morir Gregorio VII.

La situación de la Iglesia era en extremo delicada. Al desaparecer el gran Papa, personificación de la reforma eclesiástica, dejaba tras de sí a un ejército de hombres eminentes, discípulos o admiradores de sus ideas. Frente a ellos estaban sus adversarios, entre los cuales se hallaban el violento Enrique IV, y el antipapa puesto por él, Clemente III.

En estas circunstancias, fue elegido el papa Víctor III (1086-1087), antiguo abad de Montecasino, gran amigo de las letras, pero indeciso, reconciliador y poco partidario de las medidas violentas. Pero muerto inesperadamente al año de su pontificado, fue elegido entonces nuestro Otón de Ostia, quien tomó el nombre de Urbano II.

Era indudablemente, el hombre más adecuado, el hombre providencial en aquellas circunstancias. Dotado de las más eximias virtudes cristianas, era un amante y entusiasta decidido de la reforma eclesiástica, de que ya había dado muestras suficientes. Precisamente por esto, su elección fue considerada por todos como el mayor triunfo de las ideas gregorianas, y rápidamente recobraron todo su influjo, los elementos partidarios de la reforma eclesiástica. Así lo entendieron también Enrique IV, el antipapa Clemente III, y todos los adversarios de la reforma, los cuales se aprestaron a la lucha más encarnizada.

Ya desde el principio, quiso el nuevo Papa dar muestras inequívocas de su verdadera posición. En diferentes cartas, dirigidas a los obispos alemanes y franceses, escritas en los primeros meses de su pontificado, expresó claramente su decisión, de renovar en todos los frentes la campaña de reforma gregoriana. Así lo manifestó en el concilio Romano de la cuaresma de 1089, y sobre todo, así lo proclamó en el concilio de Melfi, de septiembre del mismo año, en el que se renovaron las disposiciones contra la simonía – el cobro para acceder a cargos eclesiásticos -, contra el concubinato, y contra la investidura laica, y que constituye el programa que Urbano II, se proponía realizar en su gobierno.

Mas, por otra parte, con su carácter más flexible y diplomático, unido a su espíritu de longanimidad y mansedumbre, siguió un camino diverso del que se había seguido anteriormente, y con él obtuvo mejores resultados. Inflexible en los principios y genuino representante de la reforma gregoriana, sabía acomodarse a las circunstancias, procurando sacar de ellas el mayor partido posible.

Símbolo de su modo de proceder son Felipe I de Francia, vicioso y afeminado, pero hombre en el fondo de buena voluntad, y Enrique IV de Alemania, bien conocido por sus veleidades y mala fe. Del primero, procuró sacar lo que pudo con concesiones y paternales amonestaciones. Con el segundo, ni siquiera lo intentó, manteniendo frente a él los principios de reforma, y alentando siempre a los partidarios de la misma.

Con clara visión sobre la necesidad de intensificar el ambiente general de reforma, fomentó e impulsó los trabajos de los apologistas. Movidos por este impulso pontificio, muchos y acreditados escritores, lanzaron al público importantes obras, que contribuyeron eficazmente a que ganaran terreno, y se afianzaran las ideas de reforma.

Así Gebhardo de Salzburgo compuso una carta, dirigida a Hermann de Metz, típico representante de la oposición a la reforma, en la que defiende con valiente argumentación la justicia del Papa. Bernardo de Constanza dirigió a Enrique IV, un tratado, en el que establece como base la expresión de San Mateo (18, 17): "El que rehúsa escuchar a la Iglesia, sea para ti como un pagano y un publicano"; y poco después publicó una verdadera apologética de la reforma.

Otro escritor insigne, Anselmo de Lucca, redactó una obra contra Guiberto, es decir, el antipapa Clemente III. Indudablemente este movimiento literario, impulsado por Urbano II, fue un arma poderosa y eficaz, para la realización de la reforma.

Así pues, mientras con prudentes concesiones, y convenios ventajosos para la Iglesia, Urbano II logró robustecer su influjo en Francia, España, Inglaterra y otros territorios, en Alemania siguió la lucha abierta y decidida con Enrique IV.

En Francia mantuvo con energía la santidad del matrimonio cristiano, frente al divorcio realizado por el rey al separarse de la reina Berta, llegando en 1094 a excomulgarlo; mas, por otra parte, en la cuestión de la investidura laica, por la que los príncipes defendían su derecho de nombramiento de los obispos, llegó a un acuerdo, que fue luego la base de la solución final y definitiva: el rey renunciaba a la investidura con anillo y báculo, dejando a los eclesiásticos la elección canónica; pero se reservaba la aprobación de la elección, que iba acompañada de la investidura de las insignias temporales.

También en Inglaterra tuvo que mantenerse enérgico Urbano II, frente al rey Guillermo, quien a la muerte de Lanfranco, no quería reconocer ni a Urbano Il, ni al antipapa Clemente III; pero al fin se llegó a una especie de reconciliación.

El resultado fue un robustecimiento extraordinario del prestigio pontificio, y de la reforma eclesiástica por él defendida. El espíritu religioso aumentaba en todas partes. Los cluniacenses se hallaban en el apogeo de su influjo, y por su medio, la reforma penetraba en todos los medios sociales. El estado eclesiástico iba ganando extraordinariamente, por lo cual se formaban, en muchas ciudades, grupos de canónigos regulares, de los cuales, el mejor exponente fueron los premonstratenses, fundados poco después.

Es cierto que durante casi todo su pontificado, Urbano II se vio obligado a vivir fuera de Roma, pues Enrique IV mantenía allí al antipapa Clemente III. Pese a esto, no obstante, desplegó una actividad extraordinaria, y fue constantemente ganando terreno. En una serie de sínodos, celebrados en el sur de Italia, renovó las prescripciones reformadoras, proclamadas al principio de su gobierno.

Pero donde apareció más claramente, el éxito y la significación del pontificado de Urbano II, fue en los dos grandes concilios de Piacenza y de Clermont, celebrados en 1095.

En el gran concilio de Piacenza, celebrado en el mes de marzo ante más de cuatro mil clérigos, y treinta mil laicos reunidos, proclamó de nuevo los principios fundamentales de la reforma.

Pero en este concilio se presentaron los embajadores del emperador bizantino, en demanda de socorro frente a la opresión de los cristianos en Oriente. Así pues, Urbano II trató de mover al mundo occidental, a enviar al Oriente el auxilio necesario para defender los Santos Lugares. Fue el principio de las Cruzadas; mas, como se trataba de un asunto de tanta trascendencia, se determinó dar la respuesta definitiva en otro concilio, que se celebraría en Clermont.

Efectivamente, se dedicaron inmediatamente gran número de predicadores del temple de Pedro de Amiéns, llamado también Pedro el Ermitaño, a predicar la Cruzada en todo el centro de Europa. Urbano II, con su elocuencia extraordinaria, y el fervor que le comunicaba su espíritu ardiente y entusiasta, contribuyó eficazmente a mover a gran número de príncipes y caballeros, de la más elevada nobleza.

El resultado fue el gran concilio de Clermont, de noviembre de 1095, en el que en presencia de catorce arzobispos, doscientos cincuenta obispos, cuatrocientos abades, y un número extraordinario de eclesiásticos, de príncipes y caballeros cristianos, se proclamaron de nuevo los principios de la reforma, y la Tregua de Dios.

Después de esto, a las ardientes palabras que dirigió Urbano II, en las que describió con los más vivos colores la necesidad de prestar auxilio a los cristianos de Oriente, y rescatar los Santos Lugares, respondieron todos con el grito de ¡Dios Lo quiere!, que fue en adelante, el santo y seña de los cruzados. De este modo, se organizó inmediatamente la primera Cruzada, cuyo principal impulsor fue indudablemente, el papa Urbano Il.

Después de tan gloriosos acontecimientos, mientras Godofredo de Bouillón, Balduino, y los demás héroes de la primera Cruzada, realizaban tan arriesgada empresa, Urbano II continuaba su intensa actividad reformadora.

En las Navidades de 1096, pudo finalmente entrar en Roma, donde celebró una gran asamblea o sínodo en Letrán. En enero de 1097, celebró otro importante concilio en Roma; otro de gran trascendencia en Bari, en octubre de 1088; pero el de más significación de estos últimos años, fue el de la Pascua, celebrado en Roma en 1099, donde en presencia de ciento cincuenta obispos, proclamó de nuevo los principios de reforma, y la prohibición de la investidura laica.

Poco después, en julio del mismo año 1099, moría el santo papa Urbano II, sin conocer todavía la noticia del gran triunfo final de la primera Cruzada, con la toma de Jerusalén, ocurrida quince días antes.

En realidad, el Beato Urbano Il, fue digno sucesor en la Sede Pontificia de San Gregorio VII, y digno representante de los intereses de la Iglesia, en la campaña iniciada de la más completa renovación eclesiástica. En ella tuvo más éxito que su predecesor, logrando transformar en franco triunfo, y en resultados positivos, la labor iniciada por sus predecesores.

Esta impresión de avance y de triunfo, aparece plenamente confirmada y enaltecida, con el principio de una de las más sublimes epopeyas de la Iglesia, y de la Edad Media cristiana, que son las Cruzadas, y con el éxito final de la primera, que es la conquista de Tierra Santa, y la formación del reino de Jerusalén, con que termina este glorioso pontificado. Por eso, la memoria de Urbano II, va inseparablemente unida a la primera Cruzada, la única plenamente victoriosa.

Recordamos con Amor y Agradecimiento a otro pontífice:


-San Félix II, papa. (355 dc), Romano e hijo de Anastasio, según el testimonio de San Dámaso. Gobernó la Iglesia un año y tres meses. Reunió un concilio en Roma, y condenó al emperador Constancio, y a los arrianos. Estos herejes le quitaron la vida en 359. Sus sagradas cenizas, juntamente con las de los mártires Abundio y Abundancio, fueron halladas en la diaconía de San Cosme y San Damián en 1582, y colocadas en la iglesia de la Compañía de Jesús.

-------------------------------------------------------------------------

HOMILÍA Del PAPA JUAN PABLO II

SANTA MISA DE LA JORNADA DEL PERDÓN DEL AÑO SANTO 2000

Primer domingo de Cuaresma, 12 de marzo

1. "En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!. A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Co 5, 20-21).

La Iglesia relee estas palabras de San Pablo cada año, el miércoles de Ceniza, al comienzo de la Cuaresma. Durante el tiempo cuaresmal, la Iglesia desea unirse de modo particular a Cristo, que impulsado interiormente por el Espíritu Santo, inició su misión mesiánica, dirigiéndose al desierto, donde ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches (cf. Mc 1, 12-13).

Al término de ese ayuno, fue tentado por Satanás, como narra sintéticamente, en la liturgia de hoy, el evangelista San Marcos (cf. Mc 1, 13). San Mateo y San Lucas, en cambio, tratan con mayor amplitud ese combate de Cristo en el desierto, y su victoria definitiva sobre el tentador: "Vete, Satanás, porque está escrito: "Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto"" (Mt 4, 10).
Quien habla así es aquel "que no conoció pecado" (2 Co 5, 21), Jesús, "el Santo de Dios" (Mc 1, 24).

2. "A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros" (2 Co 5, 21). Acabamos de escuchar, en la segunda lectura, esta afirmación sorprendente del Apóstol. ¿Qué significan estas palabras?. Parecen una paradoja, y efectivamente, lo son. ¿Cómo pudo Dios, que es la santidad misma, "hacer pecado" a su Hijo unigénito, enviado al mundo?.

Sin embargo, esto es precisamente lo que leemos, en el pasaje de la segunda carta de San Pablo a los Corintios. Nos encontramos ante un misterio: misterio que a primera vista, resulta desconcertante, pero que se inscribe claramente en la Revelación Divina.

Ya en el Antiguo Testamento, el libro de Isaías, habla de ello con inspiración profética, en el cuarto canto del Siervo de Yahveh: "Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y el Señor descargó sobre Él la culpa de todos nosotros" (Is 53, 6).

Cristo, el Santo, a pesar de estar absolutamente sin pecado, acepta tomar sobre sí nuestros pecados. Acepta para redimirnos; acepta cargar con nuestros pecados, para cumplir la misión recibida del Padre, que como escribe el evangelista San Juan, "tanto amó al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él (...) tenga vida eterna" (Jn 3, 16).

3. Ante Cristo, que por Amor, cargó con nuestras iniquidades, todos estamos invitados a un profundo examen de conciencia. Uno de los elementos característicos del gran jubileo, es el que he calificado como "purificación de la memoria" (Incarnationis mysterium, 11).

Como Sucesor de Pedro, he pedido que "en este año de misericordia, la Iglesia, persuadida de la santidad que recibe de su Señor, se postre ante Dios, e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos" (ib.). Este primer domingo de Cuaresma, me ha parecido la ocasión propicia, para que la Iglesia, reunida espiritualmente en torno al Sucesor de Pedro, implore el perdón divino por las culpas de todos los creyentes. ¡Perdonemos y pidamos perdón!.

Esta exhortación, ha suscitado en la comunidad eclesial, una profunda y provechosa reflexión, que ha llevado a la publicación, en días pasados, de un documento de la Comisión Teológica Internacional, titulado: "Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado".

Doy las gracias a todos los que han contribuido a la elaboración de este texto. Es muy útil, para una comprensión y aplicación correctas, de la auténtica petición de perdón, fundada en la responsabilidad objetiva que une a los cristianos, en cuanto miembros del Cuerpo Místico, y que impulsa a los fieles de hoy a reconocer, además de sus culpas propias, las de los cristianos de ayer, a la luz de un cuidadoso discernimiento histórico y teológico.

En efecto, "por el vínculo que une a unos y otros en el Cuerpo Místico, y aun sin tener responsabilidad personal, ni eludir el juicio de Dios, el único que conoce los corazones, somos portadores del peso de los errores, y de las culpas de quienes nos han precedido" (Incarnationis mysterium, 11). Reconocer las desviaciones del pasado, sirve para despertar nuestra conciencia ante los compromisos del presente, abriendo a cada uno el camino de la conversión.

4. ¡Perdonemos y pidamos perdón!. A la vez que alabamos a Dios, que en su Amor Misericordioso, ha suscitado en la Iglesia una cosecha maravillosa de santidad, de celo misionero, y de entrega total a Cristo y al prójimo, no podemos menos de reconocer las infidelidades al Evangelio, que han cometido algunos de nuestros hermanos, especialmente durante el segundo milenio.

Pidamos perdón por las divisiones que han surgido entre los cristianos, por el uso de la violencia, que algunos de ellos hicieron al servicio de la verdad, y por las actitudes de desconfianza y hostilidad adoptadas a veces, con respecto a los seguidores de otras religiones.

Confesemos, con mayor razón, nuestras responsabilidades de cristianos, por los males actuales. Frente al ateísmo, a la indiferencia religiosa, al secularismo, al relativismo ético, a las violaciones del derecho a la vida, al desinterés por la pobreza de numerosos países, no podemos menos de preguntarnos, cuáles son nuestras responsabilidades.

Por la parte que cada uno de nosotros, con sus comportamientos, ha tenido en estos males, contribuyendo a desfigurar el rostro de la Iglesia, pidamos humildemente perdón.

Al mismo tiempo que confesamos nuestras culpas, perdonemos las culpas cometidas por los demás, contra nosotros. En el curso de la historia, los cristianos han sufrido muchas veces atropellos, prepotencias y persecuciones a causa de su fe. Al igual que perdonaron las víctimas de dichos abusos, así también perdonemos nosotros.

La Iglesia de hoy y de siempre, se siente comprometida a purificar la memoria de esos tristes hechos, de todo sentimiento de rencor o venganza. De este modo, el jubileo se transforma, para todos, en ocasión propicia de profunda conversión al Evangelio. De la acogida del perdón divino, brota el compromiso de perdonar a los hermanos, y de reconciliación recíproca.

5. Pero, ¿qué significa para nosotros el término "reconciliación"?. Para captar su sentido, y su valor exactos, es necesario ante todo darse cuenta de la posibilidad de la división, de la separación. Sí, el hombre es la única criatura en la tierra, que puede establecer una relación de comunión con su Creador, pero también es la única que puede separarse de Él. De hecho, por desgracia, con frecuencia se aleja de Dios.

Afortunadamente muchos, como el hijo pródigo, del que habla el evangelio de San Lucas (cf. Lc 15, 13), después de abandonar la casa paterna, y disipar la herencia recibida, al tocar fondo, se dan cuenta de todo lo que han perdido (cf. Lc 15, 13-17). Entonces, emprenden el camino de vuelta: « Me levantaré, iré a mi padre y le diré: "Padre, pequé..." » (Lc 15, 18).

Dios, bien representado por el padre de la parábola, acoge a todo hijo pródigo que vuelve a Él. Lo acoge por medio de Cristo, en quien el pecador puede volver a ser "justo", con la justicia de Dios. Lo acoge, porque hizo pecado por nosotros a su Hijo Eterno. Sí, sólo por medio de Cristo, podemos llegar a ser justicia de Dios (cf. 2 Co 5, 21).

6. "Dios tanto amó al mundo, que dio a su Hijo único". ¡Éste es en síntesis, el significado, del misterio de la redención del mundo!. Hay que darse cuenta plenamente, del valor del gran don que el Padre nos ha hecho en Jesús. Es necesario que ante la mirada de nuestra alma se presente Cristo, el Cristo de Getsemaní, el Cristo flagelado, coronado de espinas, con la cruz a cuestas, y por último, crucificado. Cristo tomó sobre Sí, el peso de los pecados de todos los hombres, el peso de nuestros pecados, para que en virtud de su sacrificio salvífico, pudiéramos reconciliarnos con Dios.

Saulo de Tarso, convertido en San Pablo, se presenta hoy ante nosotros como testigo: él experimentó, de modo singular, la fuerza de la cruz en el camino de Damasco. El Resucitado se le manifestó, con todo el esplendor de su poder: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (...) ¿Quién eres, Señor? (...) Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9, 4-5). San Pablo, que experimentó con tanta fuerza el poder de la cruz de Cristo, se dirige hoy a nosotros, con una ardiente súplica: "Os exhortamos, a que no recibáis en vano la gracia de Dios". San Pablo insiste, en que esta gracia nos la ofrece Dios mismo, que nos dice hoy a nosotros: "En el tiempo favorable te escuché, y en el día de salvación te ayudé" (2 Co 6, 2).

María, Madre del perdón, ayúdanos a acoger la gracia del perdón, que el jubileo nos ofrece abundantemente. Haz que la Cuaresma de este extraordinario Año Santo, sea para todos los creyentes, y para cada hombre que busca a Dios, el momento favorable, el tiempo de la reconciliación, el tiempo de la salvación.

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, ayúdanos a perdonar para así ser perdonados; ayúdanos a ser compasivos para obtener compasión; ayúdanos a permitir que seamos ayudados por nuestro prójimo. Que la paz se restablezca en toda la Tierra, y podamos recibir tu Paz. Amén.