24 De Marzo de 2024
San Oscar Arnulfo Romero
Obispo
Salvadoreño. Mártir
(1917 - 1980)
“Deseo
ser una hostia para mi diócesis”
“Como
un hermano herido por tanta muerte hermana, tú sabías llorar solo,
en el Huerto”.
“Mucho me temo, mis queridos hermanos y amigos,
que muy pronto la Biblia y el Evangelio, no podrán entrar por
nuestras fronteras. Nos llegarán las pastas nada más, porque todas
sus páginas son subversivas. ¡Subversivas contra el pecado,
naturalmente!.
Yo me temo, que si Jesús entrara por la
frontera, allá por Chalatenango, no lo dejarían pasar. Al
hombre-Dios, al prototipo de hombre, lo acusarían de revoltoso, de
judío extranjero, de enredador con ideas exóticas y extrañas… Lo
volverían a crucificar” (Beato Rutilio Grande S.I., Sermón de
Apopa, 13 de febrero 1977).
Veinte
días después de pronunciar esta homilía, el 12 de marzo de 1977,
el padre Grande, moría acribillado a balazos junto a dos campesinos,
cuando volvía de celebrar Misa.
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Fundador
de las Comunidades de Base (CEB), Monseñor Romero, el jesuita
salvadoreño, había denunciado la persecución y la represión, que
vivían en aquellos años su pueblo y su Iglesia. Éste veló toda la
noche su cuerpo, y luego confesó: “Esa noche, recibí desde el
Cielo una fortaleza particular”.
Fue la que le impulsó
a tomar, aun a costa de morir, el lugar que dejaba Grande: el del
buen pastor del Evangelio que defiende su rebaño. Y supo beber el
doble cáliz del altar y del
pueblo
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Oscar
Arnulfo Romero nació en 1917, en Ciudad Barrios (El Salvador). De
familia humilde, y segundo de ocho hermanos, después de la escuela
estudia para carpintero; pero más que carpintero, quiere ser
sacerdote, así que a los trece años, ingresa al Seminario menor
claretiano de San Miguel, y en 1937 pasa al Seminario de San José de
la Montaña de San Salvador, dirigido por jesuitas.
Ese mismo
año, se traslada a Roma, para estudiar teología en la Pontificia
Universidad Gregoriana; allí conocerá a monseñor Giovanni Battista
Montini, el futuro papa Pablo VI. El día de su ordenación
sacerdotal, 4 de abril de 1942, escribe en su diario: “Deseo ser
una hostia para mi diócesis”. Casi una profecía de cuál iba
a ser su destino.
Regresa a El Salvador, a causa de la Segunda
Guerra Mundial; en 1943, siendo nombrado párroco de Anamorós, y
sucesivamente, de San Miguel. En 1968 es elegido secretario de la
Conferencia Episcopal; dos años después, Pablo VI lo designa obispo
auxiliar de San Salvador, y en 1974, obispo de Santiago de María.
En 1977, lo llama para suceder al arzobispo metropolitano de
San Salvador, Luis Chavez González, portavoz de una pastoral social
muy intensa. Su nombramiento suscita perplejidad, pues la índole
contemplativa de Romero, no parecía la más adecuada, para enfrentar
la dramática situación, de un país que en aquella década vive una
guerra civil, entre las fuerzas armadas, y diversos grupos
insurgentes, a causa de la falta de libertades, la gigantesca brecha
entre ricos y pobres, y la posesión de la tierra en manos de pocas
familias. Se teme, que el compromiso de la archidiócesis con los
pobres se atenúe.
Nada más lejos de lo que pasaría. Tras el
asesinato de Rutilio Grande, ese hombre pacífico pero no sumiso, el
nuevo arzobispo siente una responsabilidad pública. Su anuncio del
Evangelio, es también denuncia de la situación de su grey: crea
inmediatamente una comisión, para la defensa de los derechos
humanos, y se hace voz de los que no la tienen.
Llama a la
reconciliación, acompañada de la justicia, pero no justifica la
violencia revolucionaria, como respuesta a la institucional, y apela
con fuerza a soluciones negociadas.
Las madres de los
desaparecidos, los campesinos, los expropiados, son su rebaño. “Con
este pueblo, no cuesta ser un buen pastor”, dice, y sus
homilías son cada vez más multitudinarias. A los que le reprochan,
que está haciendo política responde: “Lo que busco no es
política. Si por necesidad del momento, estoy iluminando la política
de mi patria, es porque soy pastor, y es a partir del Evangelio, que
es una luz que tiene que iluminar las calles del país”.
Los
tres años de la vida de Romero, como arzobispo de la capital
salvadoreña, son su calvario y el culmen de su misión. Los
asesinatos de campesinos, sacerdotes y catequistas arrecian, la
opción preferencial del arzobispo por los pobres, pasa por ser una
forma de agitación social; se boicotea la transmisión de sus
homilías por la radio diocesana, que en un solo año, sufre diez
atentados con bombas.
Mientras se estrecha el cerco en torno
a su persona, algunos sectores de la jerarquía eclesiástica, lo
marginan o lo abandonan a su suerte.
No obstante, su labor
comienza a ser reconocida en el ámbito internacional, tanto que en
1979, es candidato al Premio Nobel de la Paz, y en febrero de 1980 la
Universidad Católica de Lovaina, le otorga el doctorado honoris
causa, por su defensa de los derechos humanos.
Allí Romero
pronuncia el discurso que será considerado como su testamento:
“Entre nosotros -dice- siguen siendo verdad, las
terribles palabras de los profetas de Israel. Existen entre nosotros,
los que venden al justo por dinero, y al pobre por un par de
sandalias; los que amontonan violencia y despojo en sus palacios; los
que aplastan a los pobres; los que hacen que se acerque un reino de
violencia, acostados en camas de marfil; los que juntan casa con
casa, y anexionan campo a campo, hasta ocupar todo el sitio y
quedarse solos en el país [...]
Es pues un hecho
claro, que nuestra Iglesia ha sido perseguida en los tres últimos
años.
Pero lo más importante es observar, por qué ha sido
perseguida. No se ha perseguido a cualquier sacerdote, ni atacado
cualquier institución. Se ha perseguido y atacado, aquella parte de
la Iglesia, que se ha puesto del lado del pueblo pobre, y ha salido
en su defensa. Y de nuevo, encontramos aquí la clave para comprender
la persecución a la Iglesia: los pobres”.
El 23 de
marzo de 1980, Domingo de Ramos, pronuncia en la catedral de San
Salvador, el sermón que ha pasado a la historia como “La homilía
de fuego”. Después de una nueva oleada de asesinatos, que deja en
una semana 43 cadáveres, lanza desde el altar, un llamamiento a los
hombres del ejército.
“Ante una orden de matar que dé un
hombre -afirma- debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: No matar…
Ningún soldado está obligado a obedecer una orden, contra la Ley de
Dios… Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan
antes a su conciencia, que a la orden del pecado….En nombre de
Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben
hasta el cielo, cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego,
les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!”
Al
día siguiente, un descapotable rojo, se para enfrente de la capilla,
del Hospital de la Divina Providencia, donde el arzobispo está
celebrando Misa. De la ventanilla trasera asoma un rifle, pero los
fieles, que miran al altar, no pueden verlo.
“Que este
Cuerpo inmolado, y esta Sangre sacrificada por los hombres, nos
alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre, al
sufrimiento y al dolor, como Cristo, no para Sí, sino para dar
conceptos de justicia y de paz a nuestro pueblo”, dice
terminando su última homilía.
El disparo, cuentan los
presentes, sonó como una bomba. Romero cayó a tierra con el corazón
atravesado, mientras el automóvil se daba a la fuga. Tres décadas
después de su muerte, se supo que los Escuadrones de la Muerte,
habían pagado a su asesino 114 dólares.
San Romero de
América, pastor y mártir nuestro
En los años terribles
que siguieron a su muerte, la memoria de su sacrificio, dio un
sentido al dolor de las familias, que perdían a sus hijos en el
conflicto. Su pueblo lo proclamó inmediatamente mártir, acudiendo
en masa, a rezar sobre su tumba en la catedral.
“Sobre
dos pilares, apoyaba Monseñor Romero su esperanza: un pilar
histórico, que era su conocimiento del pueblo, al que atribuía una
capacidad de encontrar salidas, a las dificultades más graves, y un
pilar trascendente, que era su persuasión, de que últimamente Dios,
era un Dios de vida, y no de muerte, que lo último de la realidad,
es el bien y no el mal. Con Romero, Dios pasó por El Salvador”,
afirmaba el jesuita Ignacio Ellacuría, víctima a su vez en 1989, de
la violencia que se cebó contra una Iglesia comprometida con los
últimos.
El Papa Francisco, declarándolo mártir por odio a
la fe, lo proclama beato, en febrero de 2015, tras un largo proceso
que, como recordaba el postulador de su causa, el arzobispo Vincenzo
Paglia, “conoció no pocas dificultades, tanto por la oposición
al pensamiento y acción pastoral del arzobispo, como por la
situación conflictiva que se había creado en torno a su figura”.
Romero se convirtió en el primero, de la larga lista de
nuevos mártires contemporáneos, venerado también por la Iglesia
Anglicana. Su canonización tuvo lugar, el 14 de octubre de 2018, en
la Plaza de San Pedro.
Dirigiéndose a un grupo de peregrinos
salvadoreños, llegados a Roma para la ceremonia, el Papa Francisco
dijo: “Quisiera añadir algo que quizás pasamos de largo. El
martirio de Mons. Romero no fue puntual, en el momento de su muerte,
fue un martirio-testimonial, sufrimiento anterior, persecución
anterior, hasta su muerte. Pero también posterior, porque una vez
muerto –yo era sacerdote joven y fui testigo de eso– fue
difamado, calumniado, ensuciado, o sea que su martirio, se continuó
incluso por hermanos suyos, en el sacerdocio y en el episcopado.
No
hablo de oídas, he escuchado esas cosas. O sea que es lindo verlo
también así: un hombre que sigue siendo mártir. Bueno, ahora creo
que ya casi nadie se atreve, pero después de haber dado su vida,
siguió dándola, dejándose azotar por todas esas incomprensiones y
calumnias”.
https://www.vaticannews
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