jueves, 31 de marzo de 2016

Quinta Feria, 31 de marzo
San Amós, profeta


(s. VIII a.C.)

Breve
Leer al profeta Amós es traer al presente las injusticias sociales que ya existían en el siglo VIII aC. Parecen escritas hoy mismo.

Es de temer las consecuencias que sobrevendrán, teniendo en cuenta lo que pasó entonces: la invasión terrible de Senaquerib, rey de Asiria, que arrasó con todos los palacios, se apropió de todas sus riquezas, y se llevó prisioneros a todos quienes habitaban el Reino Norte de Israel, dejando solo en libertad a los más pobres de la región, para que cultiven la tierra en su propio beneficio.

Lo mismo pasó luego con Nabuconodosor, rey de Caldea, respecto al Reino de Judá - zona sur del país- , décadas después. Solo dejó a los mas pobres para que cultiven en paz las tierras, y se llevó especialmente al destierro a los más poderosos y ricos de Judá a Babilonia.


Sabemos por la Fe que todo esto sucedió porque Dios mismo juró que levantaría su mano en contra de su propio pueblo elegido, como escarmiento y signo para las demás naciones.

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Amós era pastor de Tecoa, al límite del desierto de Judá. No era miembro de los clubs de profetas de Israel; ninguna escuela profética. Simplemente Dios le llama, sacándolo de sus labores pastoriles y lo manda a profetizar a Israel.

El marco en que desempeña su ministerio profético está situado junto al santuario de Betel.

Y la época particular de su función para “hablar en nombre de otro” -en este caso, de Dios- es en el reinado de Jeroboán II (783-743 a. C.). Es uno de los momentos gloriosos del pueblo de Israel consideradas las cosas desde el punto de vista humano; se vive en paz y tranquilidad, el Reino del Norte se extiende y enriquece hasta el punto que el lujo de los grandes y poderosos es un insulto para la miseria en que está el pueblo. Incluso el esplendor del culto -con inusitado boato- encubre la ausencia de una religión verdadera.

Con un estilo sencillo y tan rudo como cabe esperar de un pastor que pasa su vida entre los animales que cuida en soledad, condena la vida corrompida de las ciudades, se indigna por las desigualdades sociales que claman al cielo como grita una injusticia, y protesta por la falsa seguridad depositada por sus contemporáneos en los ritos religiosos que están vacíos porque no llevan a compromisos personales.

Dios castigará a los poderosos -clase dirigente- de Samaria que pecan maltratando a los pequeños del pueblo. Critica las idolatrías, violencias, injusticias, disolución y universal corrupción en la que está sumido el rebaño elegido.

Por primera vez emplea dos expresiones que luego serán utilizadas ampliamente en la literatura profética posterior. Habla del “día de Yahwéh”, cargado de acentos terribles, para designar el momento en que Dios tomará justas decisiones reivindicativas; en medio de tinieblas, Yahwéh castigará a Israel por sus maldades, utilizando a un pueblo que en la mente del profeta Amós es Asiria sin llegar a mencionar su nombre.

Otra expresión novedosa es “el resto”, término con el que se quiere designar a una porción de israelitas fieles al yawismo puro en quienes reposará la esperanza de una perspectiva de salvación posterior.

Desde siempre ambicionó el hombre las riquezas para poseer, el poder para dominar a los demás y la gloria para alimentar su soberbia; esto trae como directa consecuencia el oscurecimiento y el eclipse de Dios. Amós, profeta, dijo en su nombre que Él mira y valora lo de "dentro".

Cumplió con valentía el encargo dificultoso de hablar claro y sin tapujos para clarificar actitudes, aunque le llevaran a sufrir las acusaciones de Amasías, sacerdote de Betel, y la persecución de su hijo Ozías.

¿Verdad que a pesar de tantos años aún no se aprendió la lección?.


Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, que por los méritos y la intercesión de San Amós, profeta, puedan nuestros líderes civiles, militares y eclesiásticos estar a la altura de tu Santo Nombre y jamás transigir con el Mal, la Corrupción o la Violencia contra los más débiles. Que ninguno de ellos sean pastores mudos, que no sean capaces de dar aviso del peligro ni enfrentar a las fieras que viene a devorar al rebaño. Amén.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Cuarta Feria, 30 de marzo

SAN JUAN CLÍMACO


(† 600)

Beato aquel que ha mortificado su propia voluntad hasta el final, y que ha confiado el cuidado de su persona a su maestro en el Señor: será colocado a la derecha del Crucificado

Como guía y regla de todas las cosas, después de Dios, debemos seguir a nuestra conciencia

Que esta escala te enseñe la disposición espiritual de las virtudes

San Juan Clímaco (Siria?, c. 575 - 30 de marzo de 649?) —también conocido como Juan el Escolástico y Juan el Sinaíta—, fue un monje cristiano ascético, anacoreta y maestro espiritual entre los siglos sexto y séptimo, abad del Monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí (Monasterio de la Transfiguración). Célebre por su escrito Scala Paradisi o La escala al Paraíso del cual derivaría su apodo (del griego klimax, escalera); obra de carácter ascético y místico.

Se puede bajar el texto de la Escala al Paraíso en http://orthodoxmadrid.com/wp-content/uploads/2011/03/La-Santa-Escala.pdf

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San Juan Clímaco
Autor de la "Escala del Paraíso", siglo VI
Audiencia de Benedicto XVI, 11 de febrero de 2009 (ZENIT.org)

Queridos hermanos y hermanas:
Después de veinte catequesis dedicadas al Apóstol Pablo, quisiera retomar hoy la presentación de los grandes escritores de la Iglesia de Oriente y Occidente en la Edad Media.

Y propongo la figura de Juan llamado Clímaco, transliteración latina del término griego klímakos, que significa de la escala (klímax). Se trata del título de su obra principal en la que describe la escalada de la vida humana hacia Dios.

Nació hacia el 575. Su vida tuvo lugar en los años en que Bizancio, capital del Imperio romano de Oriente, conoció la mayor crisis de su historia. De repente el cuadro geográfico del imperio cambió y el torrente de las invasiones bárbaras hizo desplomarse todas sus estructuras.

Quedó sólo la estructura de la Iglesia, que en esos tiempos difíciles continuó con su acción misionera, humana y sociocultural, especialmente a través de la red de los monasterios, en los que operaban grandes personalidades religiosas, como era precisamente la de Juan Clímaco.

Entre las montañas del Sinaí, donde Moisés encontró a Dios y Elías oyó su voz, Juan vivió y narró sus experiencias espirituales. Se han conservado noticias de él en una breve Vida (PG 88, 596-608), escrita por el monje Daniel de Raito: a los dieciséis años Juan, monje en el monte Sinaí, se hizo discípulo del abad Martirio, un "anciano", es decir, un "sabio".

Hacia los veinte años eligió vivir como eremita en una gruta a los pies de un monte, en la localidad de Tola, a ocho kilómetros a los pies del actual monasterio de Santa Catalina. Pero la soledad no le impidió encontrar a personas deseosas de tener una guía espiritual, ni visitar algunos monasterios cerca de Alejandría.

Su retiro eremítico, de hecho, lejos de ser una huida del mundo y de la realidad humana, le condujo a un amor ardiente por los demás (Vida 5) y por Dios (Vida 7).

Tras cuarenta años de vida eremítica vivida en el amor de Dios y por el prójimo, años durante los cuales lloró, rezó, y luchó contra los demonios, fue nombrado higúmeno (superior, n.d.t.) del gran monasterio del monte Sinaí y volvió así a la vida cenobítica, en el monasterio. Pero algunos años antes de su muerte, nostálgico de la vida eremítica, pasó al hermano, monje del mismo monasterio, la guía de la comunidad.

Murió después del año 650. La vida de Juan se desarrolla entre dos montañas, el Sinaí y el Tabor, y verdaderamente se pude decir de él que irradia la luz que vio Moisés en el Sinaí y que contemplaron los apóstoles en el Tabor.

Se hizo famoso, como ya he dicho, por su obra "La Escala" (klímax), llamada en Occidente Escala del Paraíso (PG 88,632-1164). Compuesta por las insistentes peticiones del higúmeno del cercano monasterio de Raito, cerca del Sinaí, la Escala es un tratado completo de la vida espiritual, en el que Juan describe el camino del monje desde la renuncia al mundo hasta la perfección del amor.

Es un camino que --según este libro-- tiene lugar a través de treinta escalones, cada uno de los cuales está unido con el siguiente. El camino puede resumirse en tres fases sucesivas: la primera muestra la ruptura con el mundo con el fin de volver al estado de infancia evangélica. Lo esencial, por tanto, no es la ruptura, sino la unión con lo que Jesús ha dicho, la vuelta a la verdadera infancia en sentido espiritual, el llegar a ser como niños.

Juan comenta: un buen fundamento es el formado por tres bases y tres columnas: inocencia, ayuno y castidad. Todos los recién nacidos en Cristo (cfr 1 Cor 3,1) deben comenzar por estas cosas, tomando ejemplo de los recién nacidos físicamente" (1,20; 636). El alejamiento voluntario de las personas y lugares queridos permite al alma entrar en comunión más profunda con Dios.

Esta renuncia desemboca en la obediencia, que es el camino a la humildad a través de las humillaciones -que no faltarán nunca- por parte de los hermanos. Juan comenta: "Beato aquel que ha mortificado su propia voluntad hasta el final, y que ha confiado el cuidado de su persona a su maestro en el Señor: será colocado a la derecha del Crucificado" (4,37; 704).

La segunda fase del camino está constituida por el combate espiritual contra las pasiones. Cada escalón de la escala está unido con una pasión principal, que es definida y diagnosticada, indicando además la terapia y proponiendo la virtud correspondiente. El conjunto de estos escalones constituye sin duda el más importante tratado de estrategia espiritual que poseemos. La lucha contra las pasiones se reviste de positividad -no se ve como una cosa negativa- gracias a la imagen del "fuego" del Espíritu Santo: "Todos aquellos que emprenden esta hermosa lucha (cfr 1 Tm 6,12), dura y ardua, [...], deben saber que han venido a arrojarse a un fuego, si verdaderamente desean que el fuego inmaterial habite en ellos" (1,18; 636).

El fuego del Espíritu Santo, que es el fuego del amor y de la verdad. Sólo la fuerza del Espíritu Santo asegura la victoria. Pero, según Juan Clímaco, es importante tomar conciencia de que las pasiones no son malas en sí mismas; lo son por el uso malo que de ellas hace la libertad del hombre. Si son purificadas, las pasiones abren al hombre el camino hacia Dios con energías unificadas por la ascética y la gracia y, "si han recibido del Creador un orden y un principio..., el límite de la virtud no tiene fin" (26/2,37; 1068).

La última fase del camino es la perfección cristiana que se desarrolla en los últimos siete peldaños de la Escala. Estos son los estadios más altos de la vida espiritual, experimentables por los "esicasti", los solitarios, que han llegado a la quietud y a la paz interior; pero son estadios accesibles también a los cenobitas más fervientes. De los tres primeros -sencillez, humildad y discernimiento- Juan, en línea con los Padres del desierto, considera más importante este último, es decir, la capacidad de discernir. Todo comportamiento debe someterse al discernimiento, todo depende de hecho de motivaciones profundas, que es necesario explorar.

Aquí se entra en lo profundo de la persona y se trata de despertar en el eremita, en el cristiano, la sensibilidad espiritual y el "sentido del corazón", dones de Dios: "Como guía y regla de todas las cosas, después de Dios, debemos seguir a nuestra conciencia" (26/1,5;1013). De esta forma se llega a la tranquilidad del alma, la esichía, gracias a la cual el alma puede asomarse al abismo de los misterios divinos.

El estado de quietud, de paz interior, prepara al esicasta a la oración, que en Juan es doble: la "oración corpórea" y la "oración del corazón". La primera es propia de quien debe hacerse ayudar por posturas del cuerpo: extender las manos, emitir gemidos, golpearse el pecho, etc. (15,26; 900); la segunda es espontánea, porque es efecto del despertar de la sensibilidad espiritual, don de Dios a quien se dedica a la oración corpórea.

En Juan ésta toma el nombre de "oración de Jesús" (Iesoû euché), y está constituida por la invocación del nombre de Jesús, una invocación continua como la respiración: "La memoria de Jesús se hace una con tu respiración, y entonces descubrirás la verdad de la esichía", de la paz interior (27/2,26; 1112). Al final, la oración se hace algo muy sencillo, simplemente la palabra "Jesús" se convierte en una sola cosa con nuestra respiración.

El último peldaño de la escala (30), lleno de la "sobria ebriedad del Espíritu" se dedica a la suprema "trinidad de las virtudes": la fe, la esperanza y sobre todo la caridad.

De la caridad, Juan habla también como éros (amor humano), figura de la unión matrimonial del alma con Dios.

Y elige una vez más la imagen del fuego para expresar el ardor, la luz, la purificación del amor por Dios. La fuerza del amor humano puede ser reorientada hacia Dios, como sobre el olivastro puede injertarse el olivo bueno (cfr Rm 11,24) (15,66; 893). Juan está convencido de que una experiencia intensa de este éros hace avanzar al alma más que la dura lucha contra las pasiones, porque es grande su poder. Prevalece por tanto la positividad de nuestro camino.

Pero la caridad se ve también en relación estrecha con la esperanza: "La fuerza de la caridad es la esperanza: gracias a ella esperamos la recompensa de la caridad... la esperanza es la puerta de la caridad... la ausencia de la esperanza anonada la caridad: a ella están vinculadas nuestras fatigas, por ella nos sostenemos en nuestros problemas y gracias a ella estamos rodeados por la misericordia de Dios" (30,16; 1157).

La conclusión de la Escala contiene la síntesis de la obra con palabras que el autor hace proferir al mismo Dios: "Que esta escala te enseñe la disposición espiritual de las virtudes. Yo estoy en la cima de esta escala, como dijo aquel gran iniciado mío (San Pablo): Ahora permanecen por tanto estas tres cosas: fe, esperanza y caridad, la más grande de todas es la caridad (1 Cor 13,13)!" (30,18; 1160)”.

En este punto, se impone una última pregunta: la Escala, obra escrita por un monje eremita vivido hace mil cuatrocientos años, ¿puede decirnos algo a nosotros hoy?. El itinerario existencial de un hombre que vivió siempre en la montaña del Sinaí en un tiempo tan lejano, ¿puede ser de actualidad para nosotros?

En un primer momento, parecería que la respuesta debiera ser "no", porque Juan Clímaco está muy lejos de nosotros. Pero, si observamos un poco más de cerca, vemos que aquella vida monástica es sólo un gran símbolo de la vida bautismal, de la vida del cristiano.

Muestra, por así decirlo, en letras grandes lo que nosotros escribimos cada día con letra pequeña. Se trata de un símbolo profético que revela lo que es la vida del bautizado, en comunión con Cristo, con su muerte y su resurrección.

Para mí es particularmente importante el hecho de que el culmen de la escala, los últimos peldaños sean al mismo tiempo las virtudes fundamentales, iniciales, más sencillas: la fe, la esperanza y la caridad. No son virtudes accesibles sólo a los héroes morales, sino que son don de Dios para todos los bautizados: en ellas también crece nuestra vida.

El inicio es también el final, el punto de partida es también el punto de llegada: todo el camino va hacia una realización cada vez más radical de la fe, la esperanza y la caridad. En estas virtudes está presente la escalada.

Fundamentalmente es la Fe, porque esta virtud implica que yo renuncie a la arrogancia, a mi pensamiento, a la pretensión de juzgar por mí mismo, sin confiarme a otros. Este camino hacia la humildad, hacia la infancia espiritual es necesario: es necesario superar la actitud de arrogancia que hace decir: yo soy mejor, en este tiempo mío del siglo XXI, de lo que sabían los que vivían entonces.

Es necesario, en cambio, confiarse solamente a la Sagrada Escritura, a la Palabra del Señor, asomarse con humildad al horizonte de la fe, para entrar así en la enorme vastedad del mundo universal, del mundo de Dios. De esta forma nuestra alma crece, crece la sensibilidad del corazón hacia Dios. Justamente dice Juan Clímaco que sólo la esperanza nos hace capaces de vivir la caridad.

La Esperanza en la que trascendemos las cosas de cada día, no esperamos el éxito en nuestros días terrenos, sino que esperamos finalmente la revelación de Dios mismo. Sólo en esta extensión de nuestra alma, en esta autotrascendencia, nuestra vida se engrandece y podemos soportar los cansancios y desilusiones de cada día, podemos ser buenos con los demás sin esperar recompensa. Solo si Dios existe, esta gran esperanza a la que tiendo, puedo cada día dar los pequeños pasos de mi vida y así aprender la caridad.

En la Caridad se esconde el misterio de la oración, del conocimiento personal de Jesús: una oración sencilla que sólo tiende a tocar el corazón del divino Maestro. Y así se abre el propio corazón, se aprende de Él su misma bondad, su amor. Usemos por tanto esta "escala" de la fe, de la esperanza y de la caridad, y llegaremos así a la vida verdadera.

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, concédenos por los méritos y la intercesión de San Juan Clímaco, volver en nuestras Vidas a ser Tus Niños, alejando de nosotros toda arrogancia y saber confiar en tu Poderoso Brazo y asó poder sortear con éxito los embates de la vida cotidiana. A Tí Señor, que nos advertiste que si no volvíamos a nacer en Espíritu y ser como niños nunca veríamos el Reino de los Cielos. Amén.


martes, 29 de marzo de 2016

Tercera Feria, 29 de marzo

San Eustasio de Luxeüil, Abad y Predicador


(† 625)

Nació Eustasio pasada la segunda mitad del siglo VI, en Borgoña.

Fue discípulo de san Columbano, monje irlandés que pasó a las Galias buscando esconderse en la soledad y que recorrió el Vosga, el Franco-Condado y llegó hasta Italia. Fundó el monasterio de Luxeüil a cuya sombra nacieron los célebres conventos de Remiremont, Jumieges, Saint-Omer, foteines etc.

Eustasio tiene unos deseos grandes de encontrar el lugar adecuado para la oración y la penitencia. Entra en Luxeüil y es uno de sus primeros monjes. Allí lleva una vida a semejanza de los monjes del desierto de oriente.

Columbano se ve forzado a condenar los graves errores de la reina Bruneguilda y de su nieto rey de Borgoña. Con esta actitud, por otra parte inevitable en quien se preocupa por los intereses de la Iglesia, desaparece la calma que hasta el momento disfrutaban los monjes.

Eustasio considera oportuno en esa situación autodesterrarse a Austrasia, reino fundado el 511, en el periodo merovingio, a la muerte de Clodoveo, y cuyo primer rey fue Tierry, donde reina Teodoberto, el hermano de Tierry. Allí se le reúne el abad Columbano. Predican por el Rhin, río arriba, bordeando el lago Constanza, hasta llegar a tierras suizas.

Columbano envía a Eustasio al monasterio de Luxeüil después de nombrarle abad. Es en este momento -con nuevas responsabilidades- cuando la vida de Eustasio cobra dimensiones de madurez humana y sobrenatural insospechadas. Arrecia en la oración y en la penitencia; trata con caridad exquisita a los monjes, es afable y recto; su ejemplo de hombre de Dios cunde hasta el extremo de reunir en torno a él dentro del monasterio a más de seiscientos varones de cuyos nombres hay constancia en los fastos de la iglesia. Y el influjo espiritual del monasterio salta los muros del recinto monacal; ahora son las tierras de Alemania las que se benefician de él prometiéndose una época altamente evangelizadora.

Pero han pasado cosas en el monasterio de Luxeüil mientras duraba la predicación por Alemania. Un monje llamado Agreste o Agrestino que fue secretario del rey Tierry ha provocado la relajación y la ruina de la disciplina. Orgulloso y lleno de envidia, piensa y dice que él mismo es capaz de realizar idéntica labor apostólica que la que está realizando su abad; por eso abandona el retiro del que estaba aburrido hacía tiempo, y donde ya se encontraba tedioso; ha salido dispuesto a evangelizar paganos, pero no consigue los esperados triunfos de conversión.

Y es que no depende de las cualidades personales, ni del saber humano la conversión de la gente; ha de ser la gracia del Espíritu Santo quien mueva las inteligencias y voluntades de los hombres, y esto ordinariamente ha querido ligarlo el Señor a la santidad de quien predica.

En este caso, el fruto de su misionar tarda en llegar, y con despecho se precipita Agreste en el cisma.

Eustasio quiere recuperarlo, pero se topa con el espíritu terco, inquieto y sedicioso de Agreste, que ha empeorado por los fracasos recientes y está dispuesto a aniquilar el monasterio.

Aquí interviene Eustasio con un feliz desenlace porque llega a convencer a los obispos reunidos, haciéndoles ver que estaban equivocados por la sola y unilateral información que les había llegado de parte de Agreste.

Restablecida la paz monacal, la unidad de dirección y la disciplina, cobra nuevamente el monasterio su perdida prestancia.

Sus grandes méritos se acrecentaron en la última enfermedad, con un mes entero de increíbles sufrimientos, que consumen su cuerpo sexagenario el 29 de marzo del año 625.

Autor: Archidiócesis de Madrid

Oración: Te pedimos Señor que por intercesión de San Eustaquio, bendigas a todos los predicadores con una vida de santidad, y así predicar con el ejemplo, que es la manera más eficaz de llegar a los corazones. A Tí Señor, que sacrificaste todo, incluso la Vida, para rescatarnos fundamentalmente de nosotros mismos. Amén.



lunes, 28 de marzo de 2016

Segunda Feria, 28 de marzo

Sixto III, 44ª Papa

(432-440)

Fue elegido papa a la muerte de San Celestino I, en el año 432, y ocupó la sede de Pedro por ocho años que fueron muy llenos de exigencias.

Durante su vida se vio envuelto casi de modo permanente en la lucha doctrinal contra los pelagianos, siendo uno de los que primeramente detectó el mal y combatió la herejía que había de condenar el papa Zósimo.

De hecho, Sixto escribió dos cartas sobre este asunto enviándolas a Aurelio, obispo que condenó a Celestio en el concilio de Cartago, y a san Agustín. Se libraba en la Iglesia la gran controversia sobre la Gracia sobrenatural y su necesidad tanto para realizar buenas obras como para conseguir la salvación.

Pelagio fue un monje procedente de las islas Británicas. Vivió en Roma varios años ganándose el respeto y la admiración de muchos por su vida ascética y por su doctrina de tipo estoico, según la cual el hombre es capaz de alcanzar la perfección por el propio esfuerzo, con la ayuda de Dios solamente extrínseca -buenos ejemplos, orientaciones y normas disciplinares, etc.,- ¡era un voluntarista!.

Además, la doctrina pelagiana llevaba añeja la negación del pecado original. Y consecuentemente rechaza la necesidad de la redención de Jesucristo. De ahí se deriva a la ineficacia sacramentaria. Todo un monumental lío teológico basado en principios falsos que naturalmente Roma no podía permitir.

Y no fue sólo esto. El Nestorianismo acaba de ser condenado en el concilio de Éfeso, en el 431, un año antes de ser elegido papa Sixto III; pero aquella doctrina equivocada sobre Jesucristo había sido sembrada y las consecuencias no desaparecerían con las resoluciones conciliares. Nestorio procedía de Antioquía y fue obispo de Constantinopla.

Mantuvo Nestorio una cristología imprecisa en la terminología y errónea en lo conceptual, afirmando que en Cristo hay dos personas y negando la maternidad divina de la Virgen María; fue condenada su enseñanza por contradecir la fe cristiana; depuesto de su sede, recluido o desterrado al monasterio de san Eutropio, en Antioquía, muriendo impenitente fuera de la comunión de la Iglesia.

El papa Sixto III intentó con notable esfuerzo reducirlo a la fe sin conseguirlo y a pesar de sus inútiles esfuerzos tergiversaron los nestorianos sus palabras afirmando que el papa no les era contrario.

Llovieron al papa las calumnias de sus detractores. El propio emperador Valentiniano y su madre Plácida impulsaron un concilio para devolverle la fama y el honor que el Papa Sixto III tenía en entredicho.

Baso -uno de los principales promotores del alboroto que privaba injustamente de la fama al Sumo Pontífice- muere arrepentido y tan perdonado que el propio Sixto le atiende espiritualmente al final de su vida y le reconforta con los sacramentos.

Como todo santo ha de ser piadoso, también se ocupó antes de su muerte -en el año 440 y en Roma-, de reparar y ennoblecer la antigua basílica de Santa María la Mayor que mandó construir el papa Liberio, la de San Pedro y la de San Lorenzo.

Oración: Te pedimos Señor que por intercesión del Papa Sixto III, siempre tengamos conciencia del pecado original que llevamos en nuestro corazón, y nunca permitas que se haga carne en nosotros las doctrinas orientalistas que hablan de la perfección humana sin tu intervención personal. Te necesitamos Señor, ya que Tú nos enseñaste que somos como los sarmientos que deben permanecer unidos a la Vid Sagrada que eres Tú. Amén.

domingo, 27 de marzo de 2016

Domingo 27 de Marzo

SANTA MISA



HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Domingo de Pascua, 12 de abril de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

«Ha sido inmolado Cristo, nuestra Pascua» (1 Co 5,7). Resuena en este día la exclamación de San Pablo que hemos escuchado en la segunda lectura, tomada de la primera Carta a los Corintios. Un texto que se remonta a veinte años apenas después de la muerte y resurrección de Jesús y que, no obstante, contiene en una síntesis impresionante —como es típico de algunas expresiones paulinas— la plena conciencia de la novedad cristiana.

El símbolo central de la historia de la salvación — el cordero pascual — se identifica aquí con Jesús, llamado precisamente «nuestra Pascua». La Pascua judía, memorial de la liberación de la esclavitud de Egipto, prescribía el rito de la inmolación del cordero, un cordero por familia, según la ley mosaica.

En su pasión y muerte, Jesús se revela como el Cordero de Dios «inmolado» en la cruz para quitar los pecados del mundo; fue muerto justamente en la hora en que se acostumbraba a inmolar los corderos en el Templo de Jerusalén. El sentido de este sacrificio suyo, lo había anticipado Él mismo durante la Última Cena, poniéndose en el lugar —bajo las especies del pan y el vino— de los elementos rituales de la cena de la Pascua.

Así, podemos decir que Jesús, realmente, ha llevado a cumplimiento la tradición de la antigua Pascua y la ha transformado en su Pascua.

A partir de este nuevo sentido de la fiesta pascual, se comprende también la interpretación de San Pablo sobre los «ázimos». El Apóstol se refiere a una antigua costumbre judía, según la cual en la Pascua había que limpiar la casa hasta de las migajas de pan fermentado. Eso formaba parte del recuerdo de lo que había pasado con los antepasados en el momento de su huida de Egipto: teniendo que salir a toda prisa del país, llevaron consigo solamente panes sin levadura.

Pero, al mismo tiempo, «los ázimos» eran un símbolo de purificación: eliminar lo viejo para dejar espacio a lo nuevo. Ahora, como explica San Pablo, también esta antigua tradición adquiere un nuevo sentido, precisamente a partir del nuevo «éxodo» que es el paso de Jesús de la muerte a la vida eterna. Y puesto que Cristo, como el verdadero Cordero, se ha sacrificado a sí mismo por nosotros, también nosotros, sus discípulos —gracias a Él y por medio de Él— podemos y debemos ser «masa nueva», «ázimos», liberados de todo residuo del viejo fermento del pecado: ya no más malicia y perversidad en nuestro corazón.

«Así, pues, celebremos la Pascua... con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad». Esta exhortación de San Pablo con que termina la breve lectura que se ha proclamado hace poco, resuena aún más intensamente en el contexto del Año Paulino.

Queridos hermanos y hermanas, acojamos la invitación del Apóstol; abramos el corazón a Cristo muerto y resucitado para que nos renueve, para que nos limpie del veneno del pecado y de la muerte y nos infunda la savia vital del Espíritu Santo: la vida divina y eterna.

En la secuencia pascual, como haciendo eco a las palabras del Apóstol, hemos cantado: «Scimus Christum surrexisse / a mortuis vere» —sabemos que estás resucitado, la muerte en ti no manda.

Sí, éste es precisamente el núcleo fundamental de nuestra profesión de fe; éste es hoy el grito de victoria que nos une a todos. Y si Jesús ha resucitado, y por tanto está vivo, ¿quién podrá jamás separarnos de Él?. ¿Quién podrá privarnos de su amor que ha vencido al odio y ha derrotado la muerte?.

Que el anuncio de la Pascua se propague por el mundo con el jubiloso canto del aleluya. Cantémoslo con la boca, cantémoslo sobre todo con el corazón y con la vida, con un estilo de vida «ázimo», simple, humilde, y fecundo de buenas obras. «Surrexit Christus spes mea: / precedet vos in Galileam» — ¡Resucitó de veras mi esperanza!. Venid a Galilea, el Señor allí aguarda. El Resucitado nos precede y nos acompaña por las vías del mundo. Él es nuestra esperanza, Él es la verdadera paz del mundo. Amén.

© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana

Oración: Ven Jesús a nuestro corazón y revívelo para que pueda iluminar el mundo. Amén.



sábado, 26 de marzo de 2016

Sábado 26 de Marzo

CELEBRACIÓN DE LA VIGILIA PASCUAL



HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro
Sábado Santo 11 de abril de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

San Marcos nos relata en su Evangelio que los discípulos, bajando del monte de la Transfiguración, discutían entre ellos sobre lo quería decir «resucitar de entre los muertos» (cf. Mc 9,10).

Antes, el Señor les había anunciado su pasión y su resurrección a los tres días. Pedro había protestado ante el anuncio de la muerte. Pero ahora se preguntaban qué podía entenderse con el término «resurrección». ¿Acaso no nos sucede lo mismo a nosotros?.

La Navidad, el nacimiento del Niño divino, nos resulta enseguida hasta cierto punto comprensible. Podemos amar al Niño, podemos imaginar la noche de Belén, la alegría de María, de San José y de los pastores, el júbilo de los ángeles. Pero resurrección, ¿qué es?. No entra en el ámbito de nuestra experiencia y, así, el mensaje muchas veces nos parece en cierto modo incomprensible, como una cosa del pasado. La Iglesia trata de hacérnoslo comprender traduciendo este acontecimiento misterioso al lenguaje de los símbolos, en los que podemos contemplar de alguna manera este acontecimiento sobrecogedor. En la Vigilia Pascual nos indica el sentido de este día especialmente mediante tres símbolos: la luz, el agua y el canto nuevo, el Aleluya.

Primero la luz. La creación de Dios —lo acabamos de escuchar en el relato bíblico— comienza con la expresión: «Que exista la luz» (Gn 1,3). Donde hay luz, nace la vida, el caos puede transformarse en cosmos. En el mensaje bíblico, la luz es la imagen más inmediata de Dios: Él es todo Luminosidad, Vida, Verdad, Luz.

En la Vigilia Pascual, la Iglesia lee la narración de la creación como profecía. En la resurrección se realiza del modo más sublime lo que este texto describe como el principio de todas las cosas. Dios dice de nuevo: «Que exista la luz». La resurrección de Jesús es un estallido de luz. Se supera la muerte, el sepulcro se abre de par en par. El Resucitado mismo es Luz, la luz del mundo. Con la resurrección, el día de Dios entra en la noche de la historia.

A partir de la resurrección, la luz de Dios se difunde en el mundo y en la historia. Se hace de día. Sólo esta Luz, Jesucristo, es la luz verdadera, más que el fenómeno físico de luz. Él es la pura Luz: Dios mismo, que hace surgir una nueva creación en aquella antigua, y transforma el caos en cosmos.

Tratemos de entender esto aún mejor. ¿Por qué Cristo es Luz?. En el Antiguo Testamento, se consideraba a la Torah como la luz que procede de Dios para el mundo y la humanidad. Separa en la creación la luz de las tinieblas, es decir, el bien del mal. Indica al hombre la vía justa para vivir verdaderamente. Le indica el bien, le muestra la verdad y lo lleva hacia el amor, que es su contenido más profundo. Ella es «lámpara para mis pasos» y «luz en el sendero» (cf. Sal 119,105).

Además, los cristianos sabían que en Cristo está presente la Torah, que la Palabra de Dios está presente en Él como Persona. La Palabra de Dios es la verdadera Luz que el hombre necesita. Esta Palabra está presente en Él, en el Hijo. El Salmo 19 compara la Torah con el sol que, al surgir, manifiesta visiblemente la gloria de Dios en todo el mundo. Los cristianos entienden: sí, en la resurrección, el Hijo de Dios ha surgido como Luz del mundo. Cristo es la gran Luz de la que proviene toda vida. Él nos hace reconocer la gloria de Dios de un confín al otro de la tierra. Él nos indica la senda. Él es el día de Dios que ahora, avanzando, se difunde por toda la tierra. Ahora, viviendo con Él y por Él, podemos vivir en la luz.

En la Vigilia Pascual, la Iglesia representa el misterio de luz de Cristo con el signo del cirio pascual, cuya llama es a la vez luz y calor. El simbolismo de la luz se relaciona con el del fuego: luminosidad y calor, luminosidad y energía transformadora del fuego: verdad y amor van unidos. El cirio pascual arde y, al arder, se consume: cruz y resurrección son inseparables. De la cruz, de la autoentrega del Hijo, nace la luz, viene la verdadera luminosidad al mundo.

Todos nosotros encendemos nuestras velas del cirio pascual, sobre todo las de los recién bautizados, a los que, en este Sacramento, se les pone la luz de Cristo en lo más profundo de su corazón.

La Iglesia antigua ha calificado el Bautismo como fotismos, como Sacramento de la iluminación, como una comunicación de luz, y lo ha relacionado inseparablemente con la resurrección de Cristo.

En el Bautismo, Dios dice al bautizado: «Recibe la luz». El bautizado es introducido en la luz de Cristo. Ahora, Cristo separa la luz de las tinieblas. En Él reconocemos lo verdadero y lo falso, lo que es la luminosidad y lo que es la oscuridad. Con Él surge en nosotros la luz de la verdad y empezamos a entender.

Una vez, cuando Cristo vio a la gente que había venido para escucharlo y esperaba de Él una orientación, sintió lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). Entre las corrientes contrastantes de su tiempo, no sabían dónde ir.

Cuánta compasión debe sentir Cristo también en nuestro tiempo por tantas grandilocuencias, tras las cuales se esconde en realidad una gran desorientación. ¿Dónde hemos de ir?. ¿Cuáles son los valores sobre los cuales regularnos?. ¿Los valores en que podemos educar a los jóvenes, sin darles normas que tal vez no aguantan, o exigirles algo que quizás no se les debe imponer?.

Él es la Luz. El cirio bautismal es el símbolo de la iluminación que recibimos en el Bautismo. Así, en esta hora, también San Pablo nos habla muy directamente. En la Carta a los Filipenses, dice que, en medio de una generación tortuosa y convulsa, los cristianos han de brillar como lumbreras del mundo (cf. 2,15). Pidamos al Señor que la llamita de la vela, que Él ha encendido en nosotros, la delicada luz de su palabra y su amor, no se apague entre las confusiones de estos tiempos, sino que sea cada vez más grande y luminosa, con el fin de que seamos con Él personas amanecidas, astros para nuestro tiempo.

El segundo símbolo de la Vigilia Pascual — la noche del Bautismo — es el agua. Aparece en la Sagrada Escritura y, por tanto, también en la estructura interna del Sacramento del Bautismo en dos sentidos opuestos. Por un lado está el mar, que se manifiesta como el poder antagonista de la vida sobre la tierra, como su amenaza constante, pero al que Dios ha puesto un límite.

Por eso, el Apocalipsis dice que en el mundo nuevo de Dios ya no habrá mar (cf. 21,1). Es el elemento de la muerte. Y por eso se convierte en la representación simbólica de la muerte en cruz de Jesús: Cristo ha descendido en el mar, en las aguas de la muerte, como Israel en el Mar Rojo. Resucitado de la muerte, Él nos da la vida. Esto significa que el Bautismo no es sólo un lavado, sino un nuevo nacimiento: con Cristo es como si descendiéramos en el mar de la muerte, para resurgir como criaturas nuevas.

El otro modo en que aparece el agua es como un manantial fresco, que da la vida, o también como el gran río del que proviene la vida. Según el primitivo ordenamiento de la Iglesia, se debía administrar el Bautismo con agua fresca de manantial. Sin agua no hay vida. Impresiona la importancia que tienen los pozos en la Sagrada Escritura. Son lugares de donde brota la vida. Junto al pozo de Jacob, Cristo anuncia a la Samaritana el pozo nuevo, el agua de la vida verdadera. Él se manifiesta como el nuevo Jacob, el definitivo, que abre a la humanidad el pozo que ella espera: ese agua que da la vida y que nunca se agota (cf. Jn 4,5.15).

San Juan nos dice que un soldado golpeó con una lanza el costado de Jesús, y que del costado abierto, del corazón traspasado, salió sangre y agua (cf. Jn 19,34). La Iglesia antigua ha visto aquí un símbolo del Bautismo y la Eucaristía, que provienen del corazón traspasado de Jesús. En la muerte, Jesús se ha convertido Él mismo en el manantial. El profeta Ezequiel percibió en una visión el Templo nuevo del que brota un manantial que se transforma en un gran río que da la vida (cf. 47,1-12): en una Tierra que siempre sufría la sequía y la falta de agua, ésta era una gran visión de esperanza.

El cristianismo de los comienzos entendió que esta visión se ha cumplido en Cristo. Él es el Templo auténtico y vivo de Dios. Y es la fuente de agua viva. De Él brota el gran río que fructifica y renueva el mundo en el Bautismo, el gran río de agua viva, su Evangelio que fecunda la tierra. Pero Jesús ha profetizado en un discurso durante la Fiesta de las Tiendas algo más grande aún. Dice: «El que cree en mí ... de sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38).

En el Bautismo, el Señor no sólo nos convierte en personas de luz, sino también en fuentes de las que brota agua viva. Todos nosotros conocemos personas de este tipo, que nos dejan en cierto modo sosegados y renovados; personas que son como el agua fresca de un manantial. No hemos de pensar sólo en los grandes personajes, como Agustín, Francisco de Asís, Teresa de Ávila, Madre Teresa de Calcuta, y así sucesivamente; personas por las que han entrado en la historia realmente ríos de agua viva. Gracias a Dios, las encontramos continuamente también en nuestra vida cotidiana: personas que son una fuente. Ciertamente, conocemos también lo opuesto: gente de la que propaga un vaho como el de un charco de agua putrefacta, o incluso envenenada. Pidamos al Señor, que nos ha dado la gracia del Bautismo, que seamos siempre fuentes de agua pura, fresca, saltarina del manantial de su verdad y de su amor.

El tercer gran símbolo de la Vigilia Pascual es de naturaleza singular, y concierne al hombre mismo. Es el cantar el canto nuevo, el aleluya. Cuando un hombre experimenta una gran alegría, no puede guardársela para sí mismo. Tiene que expresarla, transmitirla.

Pero, ¿qué sucede cuando el hombre se ve alcanzado por la luz de la resurrección y, de este modo, entra en contacto con la Vida misma, con la Verdad y con el Amor?. Simplemente, que no basta hablar de ello. Hablar no es suficiente. Tiene que cantar.

En la Biblia, la primera mención de este cantar se encuentra después de la travesía del Mar Rojo. Israel se ha liberado de la esclavitud. Ha salido de las profundidades amenazadoras del mar. Es como si hubiera renacido. Está vivo y libre. La Biblia describe la reacción del pueblo a este gran acontecimiento de salvación con la expresión: «El pueblo creyó en el Señor y en Moisés, su siervo» (cf. Ex 14,31). Sigue a continuación la segunda reacción, que se desprende de la primera como una especie de necesidad interior: «Entonces Moisés y los hijos de Israel cantaron un cántico al Señor». En la Vigilia Pascual, año tras año, los cristianos entonamos después de la tercera lectura este canto, lo entonamos como nuestro cántico, porque también nosotros, por el poder de Dios, hemos sido rescatados del agua y liberados para la vida verdadera.

La historia del canto de Moisés tras la liberación de Israel de Egipto y el paso del Mar Rojo, tiene un paralelismo sorprendente en el Apocalipsis de San Juan. Antes del comienzo de las últimas siete plagas a las que fue sometida la tierra, al vidente se le aparece «una especie de mar de vidrio veteado de fuego; en la orilla estaban de pie los que habían vencido a la bestia, a su imagen y al número que es cifra de su nombre: tenían en sus manos las arpas que Dios les había dado. Cantaban el cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero» (Ap 15,2s).

Con esta imagen se describe la situación de los discípulos de Jesucristo en todos los tiempos, la situación de la Iglesia en la historia de este mundo. Humanamente hablando, es una situación contradictoria en sí misma. Por un lado, se encuentra en el éxodo, en medio del Mar Rojo. En un mar que, paradójicamente, es a la vez hielo y fuego. Y ¿no debe quizás la Iglesia, por decirlo así, caminar siempre sobre el mar, a través del fuego y del frío?. Considerándolo humanamente, debería hundirse.

Pero mientras aún camina por este Mar Rojo, canta, entona el canto de alabanza de los justos: el canto de Moisés y del Cordero, en el cual se armonizan la Antigua y la Nueva Alianza. Mientras que a fin de cuentas debería hundirse, la Iglesia entona el canto de acción de gracias de los salvados. Está sobre las aguas de muerte de la historia y, no obstante, ya ha resucitado. Cantando, se agarra a la mano del Señor, que la mantiene sobre las aguas.

Y sabe que, con eso, está sujeta, fuera del alcance de la fuerza de gravedad de la muerte y del mal —una fuerza de la cual, de otro modo, no podría escapar—, sostenida y atraída por la nueva fuerza de gravedad de Dios, de la verdad y del amor. Por el momento, la Iglesia y todos nosotros nos encontramos entre los dos campos de gravitación. Pero desde que Cristo ha resucitado, la gravitación del amor es más fuerte que la del odio; la fuerza de gravedad de la vida es más fuerte que la de la muerte. ¿Acaso no es ésta realmente la situación de la Iglesia de todos los tiempos, nuestra propia situación?. Siempre se tiene la impresión de que ha de hundirse, y siempre está ya salvada.

San Pablo ha descrito así esta situación: «Somos... los moribundos que están bien vivos» (2 Co 6,9). La mano salvadora del Señor nos sujeta, y así podemos cantar ya ahora el canto de los salvados, el canto nuevo de los resucitados: ¡aleluya!. Amén.

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Oración: Te pedimos Señor que seamos Manantial, Luz y Cántico en el mundo actual, tan confundido y aturdido, pero que siempre y en todo lugar busca y necesita imperiosamente ver de ejemplos sencillos y concretos de vida consagrada a tu Santo Nombre. A Tí Señor que viniste a inaugurar a un pueblo sacerdotal, donde Tú eres el Sumo Sacerdote. Amén.

viernes, 25 de marzo de 2016

Sexta Feria, 25 de Marzo

Viernes Santo

VÍA CRUCIS EN EL COLISEO



Su rostro se refleja en el de cada persona humillada y ofendida, enferma o que sufre, sola, abandonada y despreciada

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Colina del Palatino
Viernes Santo 10 de abril de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Al terminar el relato dramático de la Pasión, anota el evangelista San Marcos: «El centurión que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: “Realmente este hombre era Hijo de Dios”» (Mc 15,39). No deja de sorprendernos la profesión de fe de este soldado romano, que había asistido al desarrollo de las diferentes fases de la crucifixión.

Cuando la oscuridad de la noche estaba por caer sobre aquel Viernes único de la historia, cuando el sacrificio de la cruz ya se había consumado, y los que estaban allí se apresuraban para poder celebrar la Pascua judía a tenor de lo prescrito, las breves palabras oídas de labios de un comandante anónimo de la tropa romana resuenan en el silencio ante aquella muerte tan singular.

Este oficial de la tropa romana, que había asistido a la ejecución de uno de tantos condenados a la pena capital, supo reconocer en aquel Hombre crucificado al Hijo de Dios, que expiraba en el más humillante abandono. Su fin ignominioso habría debido marcar el triunfo definitivo del odio y de la muerte sobre el amor y la vida. Pero no fue así. En el Gólgota se erguía la Cruz, de la que colgaba un hombre ya muerto, pero aquel Hombre era el «Hijo de Dios», como confesó el centurión «al ver cómo había expirado», en palabras del evangelista.

La profesión de fe de este soldado se repite cada vez que volvemos a escuchar el relato de la pasión según San Marcos. También nosotros esta noche, como él, nos detenemos a contemplar el rostro exánime del Crucificado, al final de este tradicional Vía Crucis, que ha congregado, gracias a la transmisión radiotelevisiva, a mucha gente de todas partes el mundo.

Hemos revivido el episodio trágico de un Hombre único en la historia de todos los tiempos, que ha cambiado el mundo no abatiendo a otros, sino dejando que lo mataran clavado en una cruz. Este Hombre, uno de nosotros, que mientras lo están asesinando perdona a sus verdugos, es el «Hijo de Dios» que, como nos recuerda el apóstol San Pablo, «no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo… se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8).

La pasión dolorosa del Señor Jesús suscita necesariamente piedad hasta en los corazones más duros, ya que es el culmen de la revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros. Observa San Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16). Cristo murió en la cruz por amor.

A lo largo de los milenios, muchedumbres de hombres y mujeres han quedado seducidos por este misterio y le han seguido, haciendo al mismo tiempo de su vida un don a los hermanos, como Él y gracias a su ayuda. Son los santos y los mártires, muchos de los cuales nos son desconocidos.

También en nuestro tiempo, cuántas personas, en el silencio de su existencia cotidiana, unen sus padecimientos a los del Crucificado, y se convierten en apóstoles de una auténtica renovación espiritual y social. ¿Qué sería del hombre sin Cristo?. San Agustín señala: «Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si Él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si Él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido» (Sermón, 185,1). Entonces, ¿por qué no acogerlo en nuestra vida?

Detengámonos esta noche contemplando su rostro desfigurado: es el rostro del Varón de dolores, que ha cargado sobre sí todas nuestras angustias mortales. Su rostro se refleja en el de cada persona humillada y ofendida, enferma o que sufre, sola, abandonada y despreciada. Al derramar su sangre, Él nos ha rescatado de la esclavitud de la muerte, roto la soledad de nuestras lágrimas, y entrado en todas nuestras penas y en todas nuestras inquietudes.

Hermanos y hermanas, mientras se yergue la Cruz sobre el Gólgota, la mirada de nuestra fe se proyecta hacia el amanecer del Día nuevo y gustamos ya el gozo y el fulgor de la Pascua. «Si hemos muerto con Cristo –escribe San Pablo–, creemos que también viviremos con Él» (Rm 6,8).

Con esta certeza, continuamos nuestro camino. Mañana, Sábado Santo, velaremos en oración. Pero ya ahora oremos con María, la Virgen Dolorosa, oremos con todos los adolorados, oremos sobre todo con los afectados por el terremoto de L’Aquila: oremos para que también brille para ellos en esta noche oscura la estrella de la esperanza, la luz del Señor resucitado.

Desde ahora, deseo a todos una feliz Pascua en la luz del Señor Resucitado.

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Promesas Hechas por Nuestro Señor Jesucristo a los que meditan su Santa Pasión

1ª) Obtendrán el entero perdón de los pecados.
2ª) Conseguirán las fuerzas necesarias para resistir a todas las tentaciones diabólicas.
3ª) En la hora de la muerte gozarán de una Paz Perfecta y tendrán la seguridad de salvarse.


Oración: En esta noche dolorosa Señor, hacemos nuestro voto de meditar tu Santa Pasión y así honrarte y acompañarte todos los Jueves de 23.00 a 24.00 hs y los Viernes a las 15.00 horas, y así alcanzar la Gracia de tu Misericordia, en donde tu Sagrado Corazón se abre al nuestro. Amén.