12 De Marzo de 2024
San Luis Orione
(1872 – 1940)
Combatió
el inmovilismo y la rutina, acercando el rostro de Dios a los pobres
y enfermos
«Hacer el
bien siempre a todos, el mal nunca a nadie»
Nació
en Pontecurone, Italia, el 23 de junio de 1872.
Tenía 13
años, cuando abrazó la vida religiosa, ingresando en el convento
franciscano de Voghera, Pavía. Pero graves problemas de salud,
dieron frustraron momentáneamente su sueño. Su destino sería otro.
Durante tres años, los que median entre 1886 y 1889, tuvo la
gracia de formar parte de los discípulos de Don Bosco, en el
Oratorio turinés de Valdocco. Y concluida allí su formación,
ingresó en el seminario de Tortona. Lo que aprendió en Valdocco,
con el testimonio de Don Bosco, dejó en él una huella imborrable.
Antes de ser sacerdote, ya había puesto en marcha el
Oratorio «San Luis», y un colegio en el barrio de San Bernardino.
Eran los primeros signos de su impronta apostólica, con niños y
jóvenes, que no tenían recursos económicos. Fue ordenado en abril
de 1895.
Ese año, fundó la Pequeña Obra de la Divina
Providencia. Y en 1899, los Ermitaños de la Divina Providencia,
integrada por el grupo de clérigos y sacerdotes, que se aglutinaron
en torno a él.
En 1903 el obispo de Tortona, Mons. Bandi, se
apresuró a reconocer canónicamente estas fundaciones, que tenían
como objeto de su acción los desposeídos, los humildes, los
afectados por lesiones físicas y morales, etc., atendidos en sus
«Pequeños Cottolengos». Para los enfermos y ancianos, entre
otros, Luis puso en marcha hospitales diversos. El admirable plan de
vida que se había trazado, basado exlusivamente en el Evangelio:
«hacer el bien siempre a todos, el mal nunca a nadie»,
estaba dando sus frutos. Aspiró a tener «un corazón grande y
generoso capaz de llegar a todos los dolores y a todas las lágrimas»,
y lo consiguió.
En
1915 vio la luz otra de sus obras: las Pequeñas Hermanas Misioneras
de la Caridad, y creó el primer Cottolengo. Los frutos se
multiplicaban.
Se había implicado de lleno, en la Sociedad
de Mutuo Socorro San Marciano, y en la Conferencia de San Vicente, y
toda acción que lleva a cabo un apóstol, redunda en numerosas
bendiciones.
Surgieron casas en Pavía, Sicilia y Roma.
Prestó su ayuda a los damnificados, en los terremotos que asolaron
las regiones de Reggio, Messina y Marsica. Desempeñó la misión de
vicario general de Messina, a petición de Pío X, ante quien realizó
sus votos perpetuos en 1912.
Entre 1920 y 1927, fundó las
Hermanas adoratrices Sacramentinas invidentes, y las Contemplativas
de Jesús crucificado. Este prolífico fundador, no fue ajeno a las
dificultades histórico-sociales que afectaron a la Iglesia y al
mundo, en la época que le tocó vivir.
Para contrarrestarlas
solo cabía la santidad, y así lo dijo: «Tenemos que ser santos,
pero no tales que nuestra santidad, pertenezca solo al culto de los
fieles, o quede solo en la Iglesia, sino que trascienda y proyecte
sobre la sociedad, tanto esplendor de luz, tanta vida de amor a Dios
y a los hombres, que más que ser santos de la Iglesia, seamos santos
del pueblo, y de la salvación social».
Envió misioneros, a
diversos países de Europa y de América del Sur. Y él mismo viajó
por diversos países del Cono Sur en 1921. Volvió después, y entre
1934 hasta 1937, permaneció en esta zona, impulsando las fundaciones
y asociaciones para laicos, entre las que también se cuentan las
«Damas de la Divina Providencia», los «Ex Alumnos» y
los «Amigos».
Su edificante existencia, fue la de un
hombre de oración, devoto de María, sencillo, humilde, intrépido.
Un apóstol entregado a Cristo por completo, que viendo su rostro, en
el sufrimiento de las personas que conoció, hizo todo lo que estuvo
en su mano, para asistirlas. Un insigne predicador y confesor.
Un
fundador que gozó de la confianza de la Santa Sede, pero al que no
faltaron incomprensiones, oposiciones, dificultades, y sufrimientos a
todos los niveles. Su amor al Santo Padre, le llevó a incluir un
cuarto voto de fidelidad a él.
Fue impulsor de dos
santuarios. A lo largo de su vida llegó a «ver y sentir a Cristo
en el hombre». Con gran visión se adelantó a los tiempos,
impulsando todas las vías de la nueva evangelización.
Decía
a los suyos: «¿Son tiempos nuevos?. Fuera los miedos. No dudemos.
Lancémonos en las formas nuevas, en los nuevos métodos… No nos
fosilicemos: basta conseguir sembrar, basta poder arar a Jesucristo
en la sociedad, y fecundarla de Cristo».
Estaba claro que
quería combatir el inmovilismo y la rutina, enemigos del apóstol.
Murió el 12 de marzo de 1940, en la casa de San Remo, exclamando:
«¡Jesús! ¡Jesús! Voy».
Fue beatificado por Juan
Pablo II el 26 de octubre de 1980, quien glosó su existencia
recordando que fue: «un hombre tierno y sensible hasta las
lágrimas; infatigable y valiente hasta el agotamiento; tenaz y
dinámico hasta el heroísmo; afrontando peligros de todo género;
iluminando a hombres sin fe; convirtiendo a pecadores; siempre
recogido en continua y confiada oración...».
Este mismo
pontífice lo canonizó, el 16 de mayo de 2004.
No hay comentarios:
Publicar un comentario