21 De Diciembre de 2023
San Miqueas
Santo del Antiguo
Testamento
(750 AC)
Conmemoración
de San Miqueas, profeta, el cual, en los días de Joatán, Acaz y
Ezequías, reyes de Judá, defendió con su predicación a los
oprimidos, condenó los ídolos y las perversidades, y anunció al
pueblo elegido, que desde los días eternos, nacería en Belén de
Judá, un caudillo que apacentaría a Israel, con la fortaleza del
Señor.
En la secuencia de «profetas menores» que
venimos celebrando desde fines de noviembre, damos con Miqueas, un
salto muy atrás en el tiempo: con Malaquías habíamos llegado hacia
mediados del siglo V: el Templo ha sido reconstruido, pero el
espíritu de Judá está débil, y el profeta alienta a cobrar nuevos
ánimos.
Con Miqueas, en cambio, retrocedemos tres siglos, a
mediados del siglo VIII antes de Cristo; es casi la misma época que
la de Isaías, e incluso comparte con Isaías, algunos de sus temas,
y algunos aspectos de su lenguaje.
Estos son unos pocos
trazos, de la situación del momento: el pueblo bíblico permanece
dividido en dos, desde hace siglo y medio, un Reino del Norte
(Israel), con capital en Samaría, y un Reino del Sur (Judá), con
capital en Jerusalén; el norte ha conservado gran parte de la
tradición religiosa antigua, una religiosidad más «carismática»,
siempre en peligro de recaer en las burdas supercherías y el
politeísmo; el sur está orgulloso de haber conservado el templo, y
la legitimidad de la corona de David, una jerarquía religiosa que
vive al calor del templo, con el permanente peligro que esto
conlleva, de volverse una mera «burocracia sagrada».
En
la Biblia están representados los dos grupos, y hay profetas de los
dos reinos, porque hasta la caída de Samaría, a manos de Asiria, en
el 721, la Corona del Norte sigue siendo -para la corona de David
y para la religión del sur- una «hermana separada». A esa
época se refiere la noticia breve del Martirologio, cuando dice «en
los días de Joatan, Acaz y Ezequias, reyes de Judá», esto es,
aproximadamente entre el 750 y el 687. Este Miqueas referido al libro
que lleva su nombre, y cuya memoria celebramos, no debe ser
confundido, con otro profeta homónimo, pero que predicó en el reino
del Norte un siglo antes (hacia el 860), en tiempos de Ajab de Israel
y Josafat de Judá, según se narra en 1Reyes 22, y que no tiene
ningún libro bíblico a su nombre, ni se celebra en el
Martirologio.
De Miqueas sabemos biográficamente bien poco;
en el encabezado del libro no menciona, como es costumbre, el nombre
de su padre, lo que hace pensar en un profeta, que no pertenece a
ningún linaje reconocido, no se trata de un «profeta hijo de
profetas», sino más bien alguien de pueblo, de un medio rural
(de Moréset, una aldea fronteriza de Judá), y alejado de las dos
grandes ciudades -Jerusalén y Samaría- y de su esplendor; un hombre
no dado, al lenguaje ingenioso ni pulido, sino franco y directo, casi
rudo.
Judá está atravesando, en criterios humanos, uno de
sus mejores momentos: no hay grandes amenazas en el horizonte, y las
guerras triunfantes dejan buenos tributos, hay una clase
terrateniente sólida, una burguesía bien establecida, que deja en
el Templo buenos beneficios.
Pero -casi es ley- por dentro,
Judá está podrido: el culto es puro formalismo, sólo busca cumplir
con Yahvé, pero perdiendo de vista lo fundamental: el huérfano, la
viuda, los pobres de Dios.
Y así de directo es el mensaje de
Miqueas: «¡Ay de aquellos que meditan iniquidad, que traman
maldad en sus lechos, y al despuntar la mañana lo ejecutan, porque
está en poder de sus manos!. Codician campos y los roban, casas, y
las usurpan; hacen violencia al hombre y a su casa, al individuo y a
su heredad. [...]Escuchad esto, jefes de la casa de Jacob, y
dirigentes de la casa de Israel, que abomináis el juicio y torcéis
toda rectitud, que edificáis a Sión con sangre, y a Jerusalén con
maldad. Sus jefes juzgan por soborno, sus sacerdotes enseñan por
salario, sus profetas vaticinan por dinero, y se apoyan en Yahveh
diciendo: '¿No está Yahveh en medio de nosotros? ¡No vendrá sobre
nosotros ningún mal!'» (caps 2-3, fragmentos).
Haríamos
por supuesto muy bien, en leer seguido estas palabras, sobre todo
nosotros, Iglesia, que nos apoyamos, como hacían los sacerdotes del
Templo, en la «promesa eterna de Dios». Pero lo meditamos
precisamente hoy, 21 de diciembre, no tanto por ese «mensaje
ético» (¡completamente indispensable!), sino porque es uno de
los libros del Antiguo Testamento, en el que los primeros cristianos,
leyeron con mayor claridad, que en Jesús se cumplía la promesa
salvadora de Dios.
En especial en estos versículos, que el
lector reconocerá enseguida, porque están muy presentes en la
liturgia de estos días:
«Mas tú, Belén Efratá, aunque
eres la menor entre las familias de Judá,
de ti me ha de salir
Aquel, que ha de dominar en Israel,
y cuyos orígenes son de
antigüedad, desde los días de antaño.
Por eso, Él los
abandonará hasta el tiempo,
en que dé a luz la que ha de dar a
luz.
Entonces el resto de sus hermanos, volverá a los hijos de
Israel.» (5,1-2).
Su escrito ocupa siete capítulos en
total, cuya claridad de parte de Dios, no deja escapatoria, no
podemos decir «nadie me avisó, cuál es la religión que quiere
Dios».
Pero a la vez, están llenos de una misteriosa
promesa de salvación, que en medio de un rebaño desconcertado y
disperso, anuncia el nuevo pastoreo del propio Yahvé, quien «no
mantendrá su cólera por siempre, pues se complace en el amor»
(7,18).
De Miqueas procede también ese profundísimo
estribillo, que cantamos el Viernes Santo, y en general el esquema de
los «Improperios»: «Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué
te he molestado? Respóndeme.» (6,3)
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