lunes, 11 de mayo de 2020


11 de mayo

SAN MAYOLO DE CLUNY


Abad
(906-994)

Si tengo hambre, el Señor me alimentará

«Cada día, somos testigos por nuestros oídos y nuestros ojos, de que la gloria de este hombre, viene sólo de Dios. Es verdaderamente un astro, colgado sobre nuestro suelo. Todos los siglos, celebrarán su memoria»

Breve
Monje insigne, de gran influencia espiritual y política en su tiempo. Amado por los cristianos, y respetado por los musulmanes. Su espiritualidad, fue recompensada por el Sagrado Corazón de Jesús, cuando eligió su claustro, como inicio de esta Santa Devoción (ver más abajo) en Paray-le-Monial.

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Es el año 972. Época de hierro, de ignorancia, de confusión. Caminos inseguros, ciudades atrasadas, tronos que se tambalean. Una nutrida caravana, cruza los Alpes en dirección a Italia. Ya han bajado las cumbres del gran San Bernardo; han atravesado el Piamonte, y empiezan a recorrer los pintorescos valles del Delfinado.

Están alegres, porque han dejado muchos otros peligros, y a su vista se extienden, las tierras mediterráneas, cubiertas de viñedos y praderas. Caminan lentamente, al paso de los mulos y los jumentos, unas veces abismados en profundo silencio, otras recitando graves salmodias.

En el grupo, dominan el bordón del peregrino, y la capucha del monje, pero se ven también algunas espadas de pajes y escuderos. De pronto, trae el viento, relinchos confusos de caballos, y tras los relinchos, se oye un violento galopar, que estremece la tierra. Los viajeros se dispersan, internándose unos en los bosques vecinos, refugiándose otros tras los muros de una fortaleza, o acurrucándose al abrigo de un peñasco.

Detrás de ellos, corren los jinetes blandiendo la cimitarra, y disparando sus flechas. Cubren sus hombros, amplios albornoces, y blancos turbantes les ciñen la frente. Son musulmanes, venidos de España, quienes han logrado hacerse fuertes en aquellas alturas. Y va llegando la presa: mulos cargados de víveres, fugitivos renqueantes y sangrantes, monjes maniatados.

Llega también un anciano, de talla prócer y mirada bondadosa. Sólo él parece sereno, en medio de aquella multitud de gentes que lloran, tiemblan, gritan y amenazan. Mientras los demás huían, él se sentó en una piedra, resignado a la aventura irremediable.

Cuando los bandidos se le acercaron, él empezó a discutir con ellos de religión. «Vuestra vida—les dijo—es un insulto a los hombres: robáis lo que no es vuestro, asesináis a los inocentes, y turbáis la paz de los pueblos. Pero lo más triste, es que vuestros ojos, están cerrados a la verdad, porque vuestro profeta, os ha engañado miserablemente, para hundiros en el valle del infierno»

Desconcertados quedaron los asaltantes, al oír estas palabras. Su asombro se transformó luego en indignación, y ya se hablaba de colgar en un árbol, al importuno e inoportuno predicador, cuando uno de ellos, intimidado por la presencia del prisionero, convenció a sus compañeros, de que tal vez sería más provechoso conservarle, en la esperanza de un subido rescate.

Le cargaron de hierros, le subieron a su castillo, y le encerraron en un calabozo subterráneo, que se abría en las entrañas de una roca. Después, reuniendo a los demás cautivos, les preguntaron: « ¿Quién es ese monje?. Sus vestidos son pobres como los vuestros, pero tiene un aire de príncipe. ¿Quién es?» Y todos unánimemente contestaron: «Es Mayolo, abad de Cluny.» «Tanto mejor», debieron de pensar los infieles, al escuchar la respuesta.

Todo el mundo conocía a Cluny, la gran abadía de Borgoña, que fundada medio siglo antes, se había convertido ya, en una de las más poderosas instituciones de la cristiandad. Todo el mundo conocía a Mayolo, el hombre santo, que regía los destinos de la Orden naciente, consejero de reyes, amigo de emperadores, árbitro de las contiendas religiosas y políticas, del pueblo cristiano.

Desde entonces, nadie se atrevió a molestar al ilustre prisionero. Le quitaron las cadenas, pusieron a su disposición, la mejor habitación del castillo, y le trataron con un respeto, rayano en la admiración.

Un día, uno de aquellos bandidos, le ofreció una parte de su comida, consistente en un trozo de carne, con un pan duro y negro, hecho con el trigo especial, cuyo cultivo, aclimataron aquellos hombres, en el mediodía de Francia: trigo sarraceno. «Toma y come», le dijo algo rudamente. «Si tengo hambre—respondió Mayolo—, el Señor me alimentará. Él te premie la buena voluntad, con que me ofreces tu ración; pero yo no tengo costumbre de comer eso».

Otro camarada, creyendo que rehusaba el pan, por estar demasiado duro, se arremangó los brazos, se lavó las manos, amasó rápidamente sobre su escudo, dos puñados de harina, puso el pan a la lumbre, y se lo ofreció con todo respeto. Aquellos salteadores de caminos, se habían convertido casi, en personas decentes. Ponían toda su buena voluntad, por complacer a su prisionero, y hacerle tolerable la reclusión.

Uno de ellos pisó un día, por un descuido, la Biblia del abad. Mayolo no pudo menos de exhalar un suspiro, al ver aquella profanación, sin darse cuenta de la importancia, que podía tener cualquier gesto suyo. El culpable fue ásperamente reprendido por sus compañeros. «Es preciso—repetían—tener más respeto por las palabras de los profetas». Él se irritó al oír semejantes reprensiones; pero aquellos hombres supersticiosos, temiendo que el crimen, descargase la ira del Cielo sobre la compañía, acabaron por cortar el pie, al involuntario profanador de la Biblia.

Entre tanto, seguían las negociaciones del rescate. Mayolo había enviado a Cluny, esta carta: «A los señores y hermanos de Cluny, Mayolo miserable y cautivo: Los dolores de la muerte me han cercado, y los torrentes de la iniquidad, me llenan de espanto. Enviad, si os place, el precio de mi libertad, y de la de mis compañeros».

Los musulmanes, habían señalado la suma de mil libras de plata. Era una cantidad exorbitante, pero los monjes de Cluny, y los amigos de Mayolo, entre los cuales había muchos príncipes; la reunieron rápidamente, y al poco tiempo, estaba el abad de nuevo entre sus monjes, cantaba en el coro, y proseguía su obra de restauración cristiana.

Bien se podía dar mil libras, por la libertad de aquel hombre extraordinario. Hijo de un señor de Provenza, Mayolo tenía en la palabra y en el espíritu, la agilidad del meridional. En su alma ardía un fuego, que apenas era posible reprimir; pero había aprendido el arte, de tenerla siempre serena como un lago.

Refiriéndose a sus días de estudiante, podía decir un panegirista suyo: «Era más blanco que la flor del lirio, era más puro que la nieve; sabía agradar a Cristo, y descollaba sobre sus maestros, por la dignidad de su vida». Sus contemporáneos, admiraban en él una suprema elegancia, un gesto exquisito, una suave gravedad. Si algo era capaz de romper, el equilibrio de su alma, era su pasión por la lectura. Leía siempre, en el monasterio y de viaje.

Su sucesor, San Odilón, nos lo pinta inclinado durante las vigilias, sobre los libros del Areopagita, que eran su carta de mareas, por el piélago de la vida interior. Si Odón; el primero de los grandes abades cluniacenses, había sido un asceta, Mayolo realizaba el tipo del místico.

Lo mismo que los Padres, estudiaba a los filósofos. En cuanto a los poetas paganos, los miraba con poca simpatía. A Virgilio, cuyos poemas le habían encantado, cuando estudiaba en Lyón; pero luego, siendo canónigo de Maçón, le llamaba ahora, seductor peligroso de las imaginaciones. «Los poetas divinos os bastan — decía a sus religiosos—; Isaías y David, Sedulio y Prudencio. No manchéis vuestro espíritu, con el muelle de la elegancia virgiliana».

Tenía especial placer, en las discusiones religiosas, y ya le hemos visto preocupado sólo de la verdad, en el momento de caer en las manos de los sarracenos. Era un orador elocuente, pero su fecunda elegancia, no se avenía con el tecnicismo de la escuela.

Miraba como su autor favorito, a San Gregorio Magno, pero no el de las Homilías sobre Job o Ezequiel, que eran las preferidas del austero Odón, sino el de los comentarios evangélicos, más suaves, más serenos, menos severos que aquéllas; diferencia de gustos, que revela la diferencia de caracteres. Exteriormente ostentaba una figura majestuosa.

Este hombre, a quien nunca podremos alabar lo suficiente—dice un contemporáneo—, era de una belleza angélica, de una fisonomía noble, de un mirar lleno de dulzura. Su paso grave; su palabra elocuente, y en su voz un acento sublime. Sus gestos, sus movimientos, sus actitudes, revelaban al hombre perfecto, y la elegancia de sus perfecciones, lo hacía aparecer a los ojos, como el más bello de los mortales

Tal era este hombre, uno de los más eminentes de la cristiandad en el siglo X, un gran restaurador, un organizador insigne, uno de los que prepararon, aquel estallido de vitalidad, que se observa desde los primeros años del siglo XI. Su figura se nos presenta magnífica, en la escena revuelta, de aquel mundo en construcción.

No se contenta con ampliar la Orden de Cluny, promover su prestigio, y dirigir sus cohortes monásticas, hacia la reforma del mundo cristiano; su acción se extiende a todos los órdenes de la vida social: construye, restaura, favorece las letras, recorre la cristiandad, sembrando bendiciones y optimismos, e introduce la influencia de las ideas cristianas, en los gobiernos de Francia, de Italia y de Alemania.

Es amigo de Hugo Capoto, consejero de Otón el Grande, director de la emperatriz Santa Adelaida, y al mismo tiempo, tan condescendiente con los humildes, tan compasivo, tan misericordioso, que no puede ver a un necesitado, sin derramar lágrimas. Sólo la injusticia, era capaz de turbar la serenidad de su alma.

Cuando Adelaida deja el palacio imperial, rechazada por un hijo desagradecido, la figura alta y noble de Mayolo, aparece ante el emperador, pronunciando este reproche: «Señor de una dignidad efímera, ¿cómo te atreves a pisotear los preceptos de la verdad, y las leyes de la Humanidad?» Otón II, para probar que no le guardaba resentimiento, le ofreció el solio pontificio.

Mayolo pidió algún tiempo para reflexionar, y al día siguiente, habiendo leído aquellas palabras de San Pablo: «Tened cuidado de no dejaros inducir por palabras engañosas», corrió en busca del emperador, y delante de los obispos y margraves, le dio esta bella respuesta: «Yo sé que no poseo las cualidades de un hombre apostólico. No soy bastante fuerte, para llevar un peso semejante. Los romanos y yo, somos de costumbres y países diferentes. Si me dejase llevar de la condescendencia, perdería el carácter de monje, y así, no quiero aceptar una dignidad, que me haría sucumbir con su peso».

Toda la cristiandad contemplaba con asombro, al abad de Cluny, y acataba sus palabras, como oráculos del Cielo. Un obispo, hacía de él este elogio: «Cada día, somos testigos por nuestros oídos y nuestros ojos, de que la gloria de este hombre, viene sólo de Dios. Es verdaderamente un astro, colgado sobre nuestro suelo. Todos los siglos celebrarán su memoria». Mayolo prolongaba sus días sin mancha, pasando de la meditación a la lectura, y de la lectura, a los quehaceres del monasterio.

Ya nonagenario, recordaba los días de su juventud, describía sus trabajos con palabras pintorescas, y recordaba con los ojos arrasados de lágrimas, a los hombres santos, que él había visto caer en defensa de la Iglesia. Le dolía el haberles sobrevivido; se sentía aislado, y su único consuelo, era conversar con Dios.

Un discípulo suyo, nos descorre un poco el velo, de aquella vida interior, con estas reveladoras palabras: «¡Qué profundos gemidos, qué dulces lágrimas, derramaba este hombre de Dios, en el fervor de la contemplación!».

Se le vió con frecuencia, cuando estaba en medio de los hermanos, levantado lejos de toda conversación común, y como lanzado fuera de sí mismo. Otras veces, aunque estuviese solo, le hubierais creído en medio de la multitud, a causa de los sollozos y lamentos, que profería en su trato con la Divinidad.

Sobre su cabeza, blanca como la de cisne, el invierno de la vida, había hecho brotar las flores de la vejez; pero ningún velo, llegó a oscurecer el brillo penetrante de sus ojos; todos sus miembros conservaban el vigor y el calor primero; había vivido en un cuerpo virgen, y hasta el último día, siguieron sus sentidos, con el sello de la virginidad intacta.

Parece como si este hombre, se hubiera visto libre de toda flaqueza humana. La venida de la muerte, no le asustó más que el asalto de los ladrones alpinos. En su última hora, cuando todos lloraban en torno a su lecho, él se esforzaba por sonreír, y decía: «Valor, amigos; demos gracias al Señor, que esta muerte inevitable, sea para todos un motivo de alegría».

Nota: La Abadía de Cluny se encuentra en el centro de Francia. Fundada al comienzo del siglo X, estaba libre de las influencias de los señores feudales. Sus abades, se esforzaron por renovar la vida de la Iglesia, y liberarla de las influencias del mundo.

En su apogeo, extendió su influencia por toda Europa. Su comunidad era la mas grande del mundo. De aquí, surgieron muchas reformas litúrgicas, por ejemplo la conmemoración de los difuntos.

Entre sus santos estaban el Abad San Mayolo, Abad San Odilón, Abad San Odón, Abad San Hugo, y San Pedro Venerable. Esta Orden, fue brutalmente destruída por la Revolución Francesa.

Paray Le Monial, es uno de los muchos monasterios, bajo la orden del Cluny.

Paray-le-Monial, encantador pueblecito (10,000 habitantes) de la Borgoña, Francia.
Es símbolo de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, por las apariciones de Jesús, a la religiosa Santa Margarita María Alacoque (1647-1690), en el convento de la Visitación. Allí Jesús reveló, el infinito amor de su Corazón.

En la iglesia de San Claudio de la Colombiere, que contiene los restos mortales de este santo, y que fue el primero, en darse cuenta de la inmensa trascendencia, de las revelaciones del Corazón de Jesús, a Santa Margarita María Alacoque.

Cristo le dijo a Santa Margarita: «Mi Corazón divino, está tan apasionado de amor por los hombres, y por ti en particular, que al no poder contener en sí, las llamas de mi ardiente caridad, desea transmitirlas con todos los medios» - tal dice la aparición del 27 de diciembre de 1673.
CONVENTO DE LA VISITACION
Dentro de esta capilla del convento de la Visitación, Jesús se apareció a Santa Margarita, y le reveló su corazón, entre los años 1673 y 1675.

Los frescos (1966-1973), representan la doceava aparición, en la que Cristo se presenta en su pasión, brillante como cinco soles. Junto a Jesús, estaban los santos, testigos de su amor misericordioso. A la derecha de la nave, una pequeña capilla contiene los restos de Santa Margarita.



La Comunidad Emmanuel
Desde hace algunos años, el santuario de Paray le Monial, ha sido confiado a los sacerdotes de la Comunidad del Emmanuel, la cual ofrece retiros, formación y sesiones de verano, en Paray le Monial.

Oración: Te pedimos Señor y Dios nuestro, que por los méritos e intercesión de San Mayolo Abad, se preserve y acreciente en los monasterios, y en la comunidad católica en el mundo, la devoción a tu Sagrado Corazón. A Tí Señor, que nos enseñaste, que sólo permaneciendo como niños, podremos ingresar al Reino de los Cielos, y que los puros de corazón verán el rostro de Dios. Amén.

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