3 De Octubre de 2003
Santos
Ambrosio Francisco Ferro y compañeros
Mártires de Brasil
(1645)
La
Iglesia del Brasil recuerda con emoción, los primeros días de su
establecimiento, cuando determinados colonizadores, querían
establecerse en las tierras salvajes de la selva, en busca de
beneficios materiales, y de mejor estilo de vida.
Eran los
días en los que desde Europa, llegaban grupos de diversas creencias
y actitudes religiosas. Con frecuencia, coincidían en los mismos
destinos colonizadores sin escrúpulos, resentidos contra los
católicos, si eran protestantes, y contra los cristianos si eran de
otras religiones. Aconteció en América del Norte, y también en
Brasil.
El 25 de diciembre de 1597, solemnidad de Navidad,
llegaron por primera vez al Brasil, los miembros de una expedición
colonizadora, acompañada por cuatro misioneros -dos jesuitas y dos
franciscanos-, pioneros de la evangelización del Río Grande del
Norte.
Se establecieron en un lugar que llamaron Natal
(Navidad), que hoy es próspera capital, de la provincia de Río
Grande del Norte. Poco a poco, se dedicaron al trabajo; a la siembra
del Evangelio, en las tierras habitadas por los indios
«potiguares».
Pronto, surgió una cristiandad floreciente, y
los misioneros, además de predicar el mensaje cristiano, se
dedicaron a proteger a los indígenas, ante la voracidad de los
colonizadores.
Medio siglo después, llegaron también
colonos holandeses. Fue en diciembre de 1633, cuando la capitanía de
Río Grande del Norte, cayó en poder de los advenedizos, y se
produjo, por algún tiempo, la llamada «invasión holandesa de
Brasil».
Los recién venidos, traían las consignas de
su metrópoli de Europa, pues desde 1637 a 1644 Mauricio de Nassau
había decretado la tolerancia religiosa, a pesar de las protestas
del Sínodo, de la reforma calvinista. Mas en las colonias, tardaban
en llegar y en cumplirse, las órdenes de Europa, y las decisiones
emanadas de la autoridad se burlaban, si otros intereses arrastraban
a los aventureros de fortuna.
Por eso, llegaron entre los
«invasores» de Río Grande, nutridos grupos de calvinistas, sobre
todo reclutados como soldados sin entrañas, deseosos de
enriquecerse, y de combatir con cierto fanatismo, contra los
católicos portugueses ya establecidos en la región. Las tensiones
entre portugueses y holandeses, entre los católicos y los
calvinistas, estuvieron en la base de las matanzas, que acontecieron
en Río Grande.
El párroco Andrés de Soveral, y el
presbítero Ambrosio Francisco Ferro, y sus grupos parroquiales de
fieles, perdieron la vida por odio a la fe. Se conocen centenares de
portugueses, asesinados en diversas matanzas. Con el tiempo, se
recogieron los nombres de 28 laicos, hombres, mujeres y niños, a
quienes mataron sólo por ser católicos, y que sirvieron de cimiento
de aquella Iglesia del Brasil.
Los hechos acontecieron, en el
año de 1645. Ellos fueron los protomártires del Brasil, miembros de
parroquias pacíficas, establecidas en Cunhaú, y luego en Uruaçú,
en la ribera del río Potengi.
Hubo dos matanzas, una el 16 de
julio de 1645, y otra el 3 de octubre del mismo año, con muchos
muertos en cada una; sin embargo, por las dificultades para recoger
los nombres, y asegurarse de las muertes que fueron «in odium
fidei», se han beatificado, en marzo del año 2000, 30 protomártires
del Brasil.
Dos sacerdotes, que perdieron la vida el 16 de
julio, se celebran en esa fecha, y los 28 restantes, en la fecha de
la segunda matanza, 3 de octubre del mismo año. En el lugar de las
matanzas, se levantó pronto una iglesia, y un monumento a los
mártires, cuya veneración, comenzó pronto a convocar peregrinos de
toda la región. El 15 de octubre de 2017, Papa Francisco canonizó a
estos beatos.
El primer hecho martirial, ocurrió en la
localidad de Cunhaú, el 16 de julio de 1645. El día anterior, llegó
a la localidad, a 73 kilómetros de Natal, donde se hallaba la
capitanía del Río Grande, el enviado del gobierno holandés, el
aventurero Jacob Rabbi. Venía acompañado, de un regimiento de
soldados, y de un centenar de indios.
Dijo ser portador de
órdenes, que debería comunicar al día siguiente, cuando los
colonos de las haciendas cercanas, se reunieran para la misa
dominical. Se convocó a todos, para que acudieran al sacrificio. Las
órdenes se anunciaron, como procedentes del Gran Consejo holandés
de Recife, que había tomado aparentemente, el mando en la región de
la que dependía Natal, y todo el territorio de Río Grande.
La
mayor parte de los colonos, se reunieron para la misa, en la capilla
de Nuestra Señora de las Candelas, bajo la presidencia del párroco
el P. Andrés de Soveral. No todos cayeron en la trampa, pues algunos
colonos desconfiados, se quedaron en sus haciendas, para ver qué
acontecía, o para defenderlas si eran asaltadas. Ellos fueron,
quienes posteriormente, relataron los acontecimientos.
Estaban
en la eucaristía, y al momento de la consagración, cuando la
sagrada forma se elevó en las manos del sacerdote, el traidor Rabbi,
dio orden de cerrar las puertas de la iglesia, y comenzó con los
soldados y los indios «tupaias» y «potiguares» acompañantes, una
sangrienta carnicería de las 69 personas reunidas: hombres
desarmados, mujeres y niños. Los soldados dispararon con saña,
contra los indefensos católicos. Los indígenas se cebaron en ellos,
con sus machetes y espadas, sobre los aterrorizados hombres, que
cubrían con sus cuerpos, a los niños y a sus mujeres.
El
cuerpo del sacerdote, fue con el que más se ensañaron, cuando ya
estaba en la agonía. Los fieles asumieron la muerte con resignación,
y muchos de ellos, recitaban plegarias de perdón para los asesinos,
y pedían perdón a Dios por sus pecados. No ofrecieron resistencia
alguna, según los testimonios posteriores, de algunos de los que
contemplaron la sangrienta escena.
Los asesinos recorrieron
otros lugares, matando a gentes indefensas. Mientras tanto, la
noticia de la matanza de Cunhaú, se difundió entre los habitantes
de Río Grande del Norte. Los moradores del entorno de Natal,
atemorizados por la doble amenaza de los indios y de los holandeses,
buscaron lugares más seguros: primero en Fortaleza de los Reyes
Magos; luego emigraron hacia el río Uruaçú, y a otros lugares.
Unos grupos se refugiaron en las orillas del río Potengi.
El
3 de octubre tuvo lugar la segunda matanza, en Uruaçú, realizada
explícitamente por odio a los católicos. Fueron asesinadas cerca de
80 personas, entre las que resalta un grupo de 12 más influyentes,
reunidos en torno a otro párroco, el P. Ambrosio Francisco Ferro.
Desde la matanza de Cunhaú en julio, había un grupo escondido en
Uruaçu, lugar cercano a Sâo Gonçalo do Amarante, a 18 kms. de
Natal. Escondidos en lugares de difícil acceso, aunque no para los
indios, acostumbrados a moverse por las selvas y los ríos. Habían
construido empalizadas, y defensas improvisadas.
Allí
irrumpieron unos 60 soldados holandeses, apoyados por unos 200
indígenas, que estaban dirigidos por un fanático cacique convertido
al calvinismo. Se llamaba Antonio Paraópeba. Les alentaba, una
compañía de soldados, también llenos de odio hacia los católicos
portugueses.
Asaltaron el lugar, y destruyeron las defensas.
Llegaron a pactar la rendición, bajo la promesa de respetar las
vidas, y fueron vilmente traicionados. Los soldados dejaron a los
indígenas, la macabra tarea de asesinar a los vencidos, conforme a
los ritos y costumbres feroces de muchos de ellos, que habían sido
guerreros, e incluso antropófagos.
La crueldad fue la tónica
de esta matanza: a algunos les cortaron los brazos y las piernas, a
otros les sacaron los ojos, les arrancaron la lengua, les cercenaron
las narices y las orejas; a varios niños les cortaron la cabeza. A
un niño lo estrellaron contra el tronco de un árbol, y a otro le
partieron por la mitad con una espada. A los muertos los despedazaron
luego en pequeños trozos. El más significativo fue Mateus Moreira:
después de cortarle las piernas y los brazos, le seguían pidiendo
que blasfemara de la Eucaristía. Le intentaron sacar el corazón por
entre las costillas. Y murió exclamando: «Alabado
sea el Santísimo Sacramento». Todo esto ocurría,
con la complacencia del grupo de soldados que les dirigían, y con la
feroz alegría de saber, que estaban limpiando la zona de enemigos
europeos.
Andrés
de Soveral
(1572)
Los
emblemas martiriales de aquellos acontecimientos, fueron los dos
sacerdotes, que animaron los dos grupos de mártires. El primero fue
el párroco Andrés de Soveral, que quedó en el recuerdo histórico
de todos, como modelo de misionero celoso y valiente.
Había
nacido hacia 1572 en San Vicente, ciudad situada en la isla de San
Vicente, cerca de Sao Paulo. Recibió el bautismo, en la parroquia de
su lugar de nacimiento, dedicada a San Vicente mártir.
No se
conocen muchos datos de su infancia, pero es casi seguro, que estudió
en un colegio local, denominado del Niño Jesús, fundado por los
jesuitas en 1533. Allí debió sentir su vocación, y entró en la
Compañía.
El 6 de agosto de 1593, a los 21 años, hizo su
noviciado en Bahía. Estudió teología, y mostró gran interés, por
las lenguas indígenas. Fue luego enviado al colegio de Olinda, en
Pernambuco, centro de irradiación, para la evangelización de los
indígenas.
Se inició en la actividad misionera, en un viaje
que hizo con el P. Diego Nunes, por el territorio de los indios
«potiguares». En una de las aldeas, conoció a la indígena Antonia
Potiguar, que era jefa de la tribu, y se había hecho cristiana.
Bendijo su matrimonio, y bautizó a otros indígenas de la aldea.
No
se sabe por qué, pero al poco tiempo, desde 1607, había dejado la
Compañía de Jesús, pues no figura en sus registros, y listas desde
ese año. Probablemente se puso bajo la dependencia, del obispo
diocesano de Bahía, a la que pertenecía Río Grande del Norte, para
contar con más libertad en sus empresas misioneras.
De
hecho, en 1614, figuraba ya como párroco de Cunhaú. Se entregó con
celo a la animación religiosa de sus feligreses, tanto blancos como
indios. Era austero, y visitaba los poblados y las haciendas de los
colonos.
Con ayuda de las familias, había construido en el
poblado, una pequeña iglesia, y la gente le respetaba y estimaba.
Los indígenas, con los que se comunicaba en su idioma, le contaban
como protector, y nunca le hubieran hecho daño. Tuvieron que venir,
otras gentes de lejos, para terminar con su inmunidad sacerdotal.
Tenía 73 años, cuando acontecieron los hechos que le llevaron a la
muerte.
Ambrosio
Francisco Ferro
(1636)
El
animador del otro grupo de mártires, fue el sacerdote Ambrosio
Francisco Ferro, de la diócesis de Natal. Era portugués, y había
nacido en las Azores. Luego emigró a Brasil, y se ordenó sacerdote,
en la diócesis de Bahía. Había sido nombrado, vicario de Río
Grande, en 1636.
Era generoso, muy piadoso y desinteresado.
Cuando conoció las matanzas, que se perpetraban por parte de los
calvinistas holandeses, y que no tenían otro propósito, que
ahuyentar a los portugueses de la región, temió lo peor para sus
feligreses, y trató de salvar sus vidas. Les alentó a refugiarse en
la Fortaleza de los Reyes Magos, llamada luego Castelo de Keulen, que
estaba en la aldea cercana al Uruaçú.
Ayudó a construir
defensas y empalizadas, por si llegaban los perseguidores, que habían
perpetrado la matanza de Cunhaú, y de los que se sabía, que seguían
haciendo estragos por la región. No quedan datos del martirio.
Parece que fue de los primeros, en ser atravesado por una espada,
precisamente por ser el sacerdote del grupo, y ser conocido por los
asesinos.
Fuente: Pedro Chico González, FSC, en Año
Cristiano, BAC, 2003, tomo julio, pág 452 y ss. Ver bibliografía
allí mismo.
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