20 De Septiembre
San Eustaquio
Mártir
(130)
En
Roma, conmemoración de San Eustaquio, mártir, cuyo nombre se venera
en una antigua iglesia diaconal de la Urbe.
Patronazgo:
patrono de París y Madrid, de los cazadores, los trabajadores
forestales, las tiendas de comestibles; para pedir por las buenas
relaciones familiares.
Brotes de fe, rompen en floración de
mártires, como manzano en primavera. El ejército romano, es testigo
de este retoñar cristiano; en las filas de sus legiones germina la
fe. El orgulloso vencedor, muere mansamente en la arena.
En la
vida de San Eustaquio, hay mucho de mano divina, y no poco de piadosa
invención humana. Muy extrañas coincidencias. Su nombre, Plácido,
cortado a la medida para patricio circunspecto, morigerado, afable,
crisol de virtudes humanas; el Eustaquio cristiano —fortaleza,
solidez y firmeza—, predicción de una existencia, movida bajo el
signo de la cruz.
Algunas páginas de su crónica, parecen arrancadas de la Sagrada Escritura: conversión con fulgores de camino de Damasco; Antiguo Testamento rememorado en pruebas, réplica de las de Job, y escena de jóvenes del horno de Babilonia.
Que muchos detalles de la vida de
nuestro Santo —por más interesantes que parezcan— no tengan
visos de realidad, no altera la substancia. Lo que no se puede negar,
sopena de correr la aventura, de enfrentarse con los hechos, es ese
hilo de verdadero amor que, sin saber cómo ni dónde, salta de las
profundidades del tiempo, y marca toda una ruta devocional.
Una
ferviente e ininterrumpida, a veces vibrante y otras tenue,
admiración por el soldado Eustaquio. En días de cristianismo
heroico, martirial, brilla en Oriente y Occidente, en la aurora
cristiana, como un símbolo de fortaleza, y un estimulante del
espíritu. Cuando la santidad, andaba por el mundo cubierta de
ornamentos rojos —días de mártires—, estos símbolos de
fortaleza adquieren un valor de plena vigencia.
En dísticos
latinos —poeta de empaque clásico— se nos presenta el varón
—fuerza y vigor— de preclaras virtudes, esforzado soldado
auroleado de esa majestad, prudencia y ecuanimidad evocada en su
nombre.
Baronio, al hablar de nuestro Santo, cita el Plácido
de Flavio Josefo, jefe de la Legión X, en la guerra contra los
judíos. Allá por el filo mismo de los siglos I y II, se distingue
como oficial de Vespasiano y Tito, en el sitio de Jerusalén.
Su
vida —como la de cualquier romano de entonces— la llenaba el
quehacer de las armas, las ansias de conquista, el regusto del
triunfo. En este ocaso de su grandeza, la sociedad romana procuraba
romper la monotonía, de una vida fácil con ocios placenteros. A
veces sus distracciones, eran legítimas e inofensivas. Muchas
llevaban el sello de un decadente paganismo. En el caso de nuestro
soldado, le privaba la caza, deporte sano y ocupación
honesta.
Salió al campo,y aquel mismo día, Cristo sale
también de caza. Coincidieron los dos en el mismo recoveco, de un
monte escarpado. Ambos de acecho y a la espera.
Cuadro lleno
de agreste misterio, divinos esplendores y humana poesía. La jornada
era de auténtico éxito. A la vista, un verdadero ejército de
ciervos; sobresale uno por su belleza. Plácido le sigue, y se sitúa
para dar con la presa codiciada. Pero la estrategia divina, toma
delantera, y nos dice ingenuamente la crónica, que "el cazador
fue cazado en las redes de la misericordia divina": una luz
fulgurante, ilumina las astas del ciervo que, en forma de cruz,
sostiene la figura humana del Salvador.
Un cuadro de auténtica
remembranza bíblica: Dios pone sus palabras, en boca de un animal:
"Oh, Plácido, ¿por qué me sigues? Soy el Cristo que
ignoras". "Dame fortaleza y vigor para soportarlo...".
humilde súplica a las palabras de Cristo. Siguiendo la voz de Dios,
busca un sacerdote que le instruya en la fe, y vuelve a su rincón de
luz, a recibir nuevas instrucciones.
Un escenógrafo, hubiera
echado mano de este paraje, para un decorado de milagro y de
misterio: entre el Tibur y el Prenestre, cerca de Guadagnolo, entre
los pliegues caprichosos de unos montes; en un rincón, por techo el
cielo. En Monterella, lugar próximo, apareció la tabla de
dedicación, de una iglesia por el papa Silvestre I, en honor de San
Eustaquio. En sugerentes miniaturas, y xilografías de libros
litúrgicos e históricos, se conservan ingenuos recuerdos de la
escena.
Fe de sentido militante. Había sido la milicia
ocupación de su vida. Su esposa, la noble Taciana, cristiana
Teopista, y sus hijos Agapito y Teopisto, son su primera conquista:
un sueño, llamada de Dios, les presenta un cazador, un ciervo, un
monte..., el signo de la cruz. Visión sublime que abre de par en par
sus espíritus. Ven la luz de Dios, calando en el alma del padre.
El
presbítero Juan, les lava con las aguas de la regeneración, y les
arma caballeros de Cristo, con el escudo de la fe. Pasan a las filas
de Cristo. Humilde, penitente, se acerca a la ciudad santa de
Jerusalén, donde se asomara el ambicioso soldado, en busca de
gloria. Ahora tras el signo de la cruz, siguiendo el rastro del
Crucificado.
Buena conquista la de Plácido; Cristo puede
contar, con incondicional y valiente soldado. No olvidemos —es una
división exacta de la fisonomía de los santos— que los mejores
elementos son, el hombre de piedra o el hombre de fuego, el que
resiste o el que arde. Aquí tenemos un hombre de piedra.
No se hacen esperar las pruebas: esclavos y ganados, mueren de contagio; pronto vendría el golpe sobre su esposa e hijos. De momento prefiere la soledad. Dejar el alma más libre y limpia, para sumergirla totalmente, con más pureza, en Dios. Decide marcharse al desierto, a Egipto. La devoción cristiana, acaso fabricara este dato con la asociación —salvando una valla de siglos— de la santidad que floreciera entre los santos eremitas. Se hace a la mar con su esposa e hijos, mas el patrón del navío, prendado de Teopista, desembarca al padre e hijos, y levando anclas, dueño de la presa codiciada, zarpa para Siria. Continúa sin interesarnos la geografía.
La
leyenda tiene verdadero afán, en decorar la vida de los santos. No
cesa en su empeño. Ahora nos presenta a San Eustaquio, atravesando
el desierto, y abocado de pronto a las márgenes de un río. Pasa sus
hijos en hombros. Uno en cada orilla (el padre nadaba para ir a
recoger el segundo), aparecen unas fieras, y se llevan sus seres
queridos.
Todo parece dispuesto con precisión matemática,
como por un resorte. La imaginación popular, llegó a ver un león y
una loba. La historia —y nosotros con ella— ve la soledad de un
esposo y un padre. Sin especificar circunstancias. Son éstas las
parcelas, que la historia cede al cultivo de la leyenda.
Eustaquio
solo en el mundo. Así pensarían, quienes no sintieran el pulso de
la mano de Dios. Para el mundo, es una auténtica paradoja; para los
santos, estos golpes y pruebas, son indicadores puestos a lo largo
del camino.
"Señor, que me habéis privado de la esposa
y los hijos: Disponed ahora del padre, según vuestra santa
voluntad..."; sólo un alma de temple de santo, responde así.
El vendaval le llevaba al puerto, y en su arribo encuentra la
felicidad. En una insignificante aldea, Badisa, sirve durante catorce
años a un rico granjero. Pasa desapercibido. Sólo le ven los ojos
de Dios.
En la vida de los santos Dios lleva el traspunte. A
menudo, sale el milagro a escena. Un buen día se ve, con sorpresa,
incorporado, con todos los honores, al ejército. Sus hijos, libres
de las fieras, alistados en aquellas mismas legiones. La voz de la
sangre, se reconoce. Llevada de la mano de Dios, aparece Teopista
para completar aquel cuadro de hogareña felicidad. El criado, los
jóvenes soldados, y la sirviente Teopista, la familia del
rehabilitado general.
Los mismos laureles, con que Marte
regalara al esforzado Plácido, se los depara la Providencia a
Eustaquio. La santidad no anula las cualidades humanas. Les pone la
etiqueta de su destino: Dios. Roma le espera para recibir los honores
del triunfo.
Se preparan festejos extraordinarios y número
insustituible —el primero y fundamental—, sacrificar a los
dioses. A Eustaquio, protagonista de la aclamación, le corresponde
su turno. Ha de acercarse al altar, y hacer su ofrecimiento. Pero no
da un paso hacia el ara sagrada. Confiesa su fe, y reserva el
sacrificio cruento de su vida para Cristo. El índice de Dios le
marca un camino, que no es precisamente el de recibir el laurel que
corone su cabeza.
Rubrica su nombre, fortaleza, con su propia
sangre. Auténtico e infalsificable refrendo. La cárcel, las
cadenas, las fieras..., incapaz de doblegar al soldado de Cristo. Se
echa mano de los medios, que con más refinamiento inventó la
malicia humana. No faltó el martirio del corazón: su esposa e hijos
serían compañeros. Pero Dios saca vida de la muerte misma; pasan
los tormentos, sin conseguir otra cosa que profundizar —como los
temporales de invierno— las raíces de su fe profunda.
Nos
dicen sus biógrafos que, como los jóvenes de Babilonia, fueron
pasados por el fuego. Crisol de purificación. Encerrados en un toro
de bronce candente, ni un cabello de su cabeza quedó chamuscado.
Parece que nuestros santos —como niños grandes— sienten placer,
en burlarse de la maligna condición humana, riéndose de las leyes,
y desafiándolas y actuando contra naturaleza y contra
corriente.
Aunque el fuego ni siquiera ahuma sus vestidos,
milagrosamente, glorificando a la Santísima Trinidad, y cantando
himnos de alabanza, sus almas, como una angélica exhalación, vuelan
al Señor, con la aureola del martirio.
Dicen que el 20 de
septiembre del año 130; los Bolandos el 128. Poco interesa la
cronología. Lo cierto es que al final del primer tercio del siglo
II, estos insignes mártires, dieron testimonio de su fe. La fecha se
encuentra borrosa, en los anales y crónicas.
Sus cuerpos
fueron recogidos, como aliento de vida, en los fragores y tempestades
del naciente cristianismo. Su memoria, evocación de triunfo y
fortaleza. Atraviesan la época gloriosa, dejando una estela de luz,
esperanza y optimismo.
Esto explica la íntima y profunda
devoción. Hasta la remota España, llegan las veneradas reliquias, y
en el recoleto rincón del convento de Santa Clara de Madrid, se
guardan como un tesoro. Los fieles acudieron, confiadamente, en busca
de fortaleza. Esa virtud que da un tono especial a la vida cristiana.
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