1 de Septiembre 2023
San Egidio o Gil
Abad
Siglo VII
La
leyenda de San Gil (Aegidius), una de las más famosas en la Edad
Media, procede de una biografía escrita en el siglo X. De acuerdo
con aquel escrito, Gil era ateniense por nacimiento.
Durante
los primeros años de su juventud, devolvió la salud a un mendigo
enfermo, en virtud de haberle cedido su capa, tal como había
sucedido con San Martín de Tours. Gil despreciaba los bienes
temporales, y detestaba el aplauso y las alabanzas de los hombres,
que llovieron sobre él, tras la muerte de sus padres, debido a la
prodigalidad con que daba limosnas, y los milagros que se le
atribuían.
Para escapar, se embarcó hacia el Occidente,
llegó a Marsella, y luego de pasar dos años en Arles, junto a San
Cesareo, se construyó una ermita en mitad de un bosque, cerca de la
desembocadura del Ródano. En aquella soledad, se alimentaba con la
leche de una cierva, que acudía con frecuencia, y se dejaba ordeñar
mansamente por el ermitaño.
Cierto día, Flavio, el rey de
los godos, que andaba de cacería, persiguió a la cierva, y le azuzó
a los perros, hasta que el animal fue a refugiarse junto a Gil, quien
la ocultó en una cueva, y la partida de caza pasó de largo frente a
ella, incluso los perros, que parecían haber perdido el olfato.
Al
día siguiente, se reanudó la cacería, y la cierva fue nuevamente
descubierta y perseguida, hasta la cueva donde la ocultó el
ermitaño, y donde se volvía invulnerable. Al tercer día, el rey
Flavio llevó consigo a un obispo, para que presenciara el suceso, y
tratase de explicarle el extraño proceder de sus perros.
En
aquella tercera ocasión, uno de los arqueros del rey, disparó una
flecha al azar, a través de la maleza, que cubría la entrada de la
cueva. Cuando los cazadores se abrieron paso hasta la caverna,
encontraron a Gil herido por la flecha, y a la cierva echada a sus
pies. Flavio y el obispo, instaron al ermitaño, para que diera
cuenta de su presencia en aquellos parajes.
Gil les relató
su historia, y al escucharla, tanto el monarca como el prelado, les
pidieron perdón por haber alterado la paz de su soledad, y el rey
impartió órdenes, para que fuesen en busca de un médico, que le
curase la herida de la flecha, pero San Gil rehusó aceptar la visita
del doctor, no quiso tomar ninguno de los regalos, que le presentaron
los de la partida real, y rogó a todos que le dejasen tranquilo en
su solitario retiro.
El rey Flavio hizo frecuentes visitas a
San Gil, y éste acabó por solicitar al monarca, que dedicase todas
las limosnas y beneficios que le ofrecía, a la fundación de un
monasterio. Flavio se comprometió a hacerlo, a condición de que Gil
fuese el primer abad.
A su debido tiempo, el monasterio se
levantó cerca de la cueva del ermitaño, se agrupó una comunidad en
torno a Gil, y muy pronto la reputación de los nuevos monjes, y de
su abad llegó al oído de Carlos, rey de Francia (a quien los
trovadores medievales, identificaron con Carlomagno, aunque resulta
anacrónico).
La corte mandó traer a San Gil a Orléans,
donde se entretuvo largamente con el rey, en profunda charla sobre
asuntos espirituales. Sin embargo, en el curso de aquellas
conversaciones, el monarca calló una gravísima culpa que había
cometido, y le pesaba sobre la conciencia... «el domingo siguiente,
cuando el ermitaño oficiaba la misa, y según la costumbre, oraba
especialmente por el rey durante el canon, apareció un ángel del
Señor, que depositó sobre el altar, un rollo de pergamino, donde
estaba escrito el pecado que el monarca había cometido.
En
el pergamino se advertía también, que aquella culpa sería
perdonada por la intercesión de Gil, siempre y cuando el rey,
hiciese penitencia, y se comprometiese a no volver a cometerla.
Al
terminar la misa, Gil entregó el rollo de pergamino al monarca,
quien al leerlo, cayó de rodillas ante el santo, y le suplicó que
intercediera por él ante Dios. A continuación, el buen ermitaño,
se puso en oración para encomendar al Señor, el alma del monarca, y
a éste le recomendó, con dulzura, que se abstuviese de cometer la
misma culpa en el futuro.
Después de aquella temporada en la
corte, San Gil regresó a su monasterio, y al poco tiempo, partió a
Roma para encomendar sus monjes, a la Santa Sede. El Papa concedió
innumerables privilegios a la comunidad, y al monasterio le hizo el
donativo de dos portones de cedro tallados con primor.
A fin
de poner a prueba su confianza en Dios, San Gil mandó arrojar
aquellas dos puertas a las aguas del Tiber, se embarcó en ellas, y
con viento propicio, navegaron por el Mediterráneo hasta las costas
de Francia. Recibió una advertencia celestial, sobre la proximidad
de su muerte, y en la fecha vaticinada, un domingo l de septiembre,
«dejó este mundo, que se entristeció por la ausencia corporal
de Gil, pero en cambio, llenó de alegría los Cielos por su feliz
arribo».
Este relato sobre San Gil y otros, que
circularon durante la Edad Media, y que son nuestras únicas fuentes
de información, resultan completamente indignos de confianza. Es
evidente, que algunos de sus pormenores son contradictorios y
anacrónicos; además, la leyenda está asociada, con ciertas bulas
pontificias, que como ahora se sabe, fueron fraguadas para servir a
los intereses del monasterio de San Gil, en Provenza.
Lo más
que se puede saber sobre el santo, es que debe haber sido un
ermitaño, o un monje que vivió cerca de la desembocadura del
Ródano, en el siglo sexto u octavo, y que el famoso monasterio, que
lleva su nombre afirma poseer sus reliquias.
La historia de
la cierva se relaciona con varios santos, de entre los cuales San Gil
es el más famoso, y durante muchos siglos, uno de los más
populares.
Se le nombra entre los «Catorce Santos
Auxiliadores» (el único entre ellos que no fue mártir) y su
tumba, en el monasterio, fue centro de peregrinaciones de primerísima
importancia, que contribuyó a la prosperidad de la ciudad de Saint
Gilles durante la Edad Media, hasta el siglo XIII, cuando quedó
convertida en ruinas, durante la cruzada contra los albigenses.
Otros cruzados bautizaron con el nombre de Saint Gilles, a
una ciudad (la actual Sinjil) que fundaron en los límites de las
regiones de Benjamín y Efraín, de manera que su culto se extendió,
por todo el oriente de Europa. En Inglaterra había 160 parroquias
dedicadas a él. Se le invoca como protector de los tullidos,
mendigos y herreros. Juan Lydgate, un monje poeta de Bury, le
invocaba así en el siglo quince:
Gil, santo protector de
pobres y lisiados,
consuelo de los enfermos en su mala
suerte,
refugio y escudo de los necesitados,
patrocinio de los
que miran a la muerte.
Por ti, los moribundos vuelven a la vida.
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