15 de Septiembre 2023
Santa
Catalina Fieschi
Viuda
(1447-1510)
En
Génova, en la Liguria, Santa Catalina Fieschi, viuda, insigne por el
desprecio de lo mundano, por sus frecuentes ayunos, amor de Dios, y
caridad para con los necesitados y enfermos.
En Liguria, la
familia de los Fieschi, perteneciente al partido de los güelfos,
gozaba de gran prestigio, y de una larga y distinguida historia. En
1234, dio a la Iglesia un papa tan enérgico y destacado como
Inocencio IV y, en 1276, al sobrino del primero, que reinó poco
tiempo como Adrián V.
A mediados del siglo decimoquinto, la
familia Fieschi, había alcanzado su máximo poder y esplendor en
Liguria, en el Piamonte y en Lombardía; uno de sus miembros era
cardenal y otro, llamado Jaime, descendiente del hermano de Inocencio
IV, era virrey de Nápoles, bajo el gobierno del rey René de Anjou.
Este Jaime Fieschi estaba casado con una dama genovesa,
Francesca di Negro, y a esta pareja de nobles le nació en el año de
1447, en Génova, una niña, la quinta y última de sus hijos, a la
que llamaron Caterinetta, a quien después, y para siempre, se
conoció como Catalina.
Sus biógrafos, dan abundantes
detalles sobre su niñez prometedora, datos éstos que tal vez,
podrían descartarse como vulgar panegírico, pero a partir de la
edad de trece años, su inclinación hacia la vida religiosa, se
manifestó decididamente.
Ya por entonces, una hermana suya,
era canonesa regular, y el capellán de su convento, era el confesor
de Catalina. A éste, le preguntó la niña si podía tomar el
hábito, pero él, tras de consultar con las monjas, la rechazó a
causa de su poca edad.
Más o menos por esa época, murió el
padre de Catalina. Cuando la joven cumplió dieciséis años,
contrajo matrimonio. En el caso de muchos santos y santas, que no
obstante su vocación por la vida religiosa, se casan para obedecer
los deseos de sus padres, se alega que esas razones son valederas
hasta cierto punto; pero en el caso de Santa Catalina de Génova, no
puede haber duda posible.
La buena estrella, de la familia
gibelina de los Adorno, estaba en franca declinación, y por medio de
una alianza, con la poderosa familia de los Fieschi, esperaban
recuperar el prestigio y la fortuna de su casa. Los Fieschi,
aceptaron de buen grado la propuesta alianza, y Catalina fue la
víctima.
El esposo elegido fue Julián Adorno, un joven de
tan poco carácter, que era incapaz de hacer de su unión, un
verdadero matrimonio. Catalina era una joven de gran belleza, como
puede verse en sus retratos, de mucha inteligencia y sensibilidad, y
de una profunda devoción; su temperamento era fuerte y su carácter
serio, sin la menor tendencia al buen humor, y las agudezas del
ingenio.
Julián era el reverso de la medalla, y por lo
tanto, absolutamente incapaz de comprender y apreciar a su esposa;
pero, si no logró conquistar de ella, más que su obediencia y su
abnegada sumisión, fue porque no hizo ningún intento, para ganarse
su afecto.
El propio Julián admitía, que le era infiel a su
mujer; además era amante de los placeres en forma desordenada,
voluntarioso, indisciplinado, violento y derrochador. Apenas si
paraba en casa, y se puede decir, que en los primeros años de su
vida matrimonial, Catalina estuvo sola para meditar en sus
desilusiones, y sus añoranzas de mejores tiempos. Al cabo de cinco
años, de esta vida tan triste, buscó la manera de consolarse, y
pasó otros cinco años, en constantes diversiones y paseos mundanos,
menos triste que antes, pero igualmente insatisfecha.
A pesar
de sus infortunios y sus distracciones, Catalina no había perdido
nunca su confianza en Dios, ni había abandonado las devociones, y
prácticas de su religión. No era raro, por lo tanto, que en la
víspera del día de San Benito de 1473, estuviese orando en una
iglesia dedicada al santo, en Génova, junto al mar. Y en su oración
decía: «¡San Benito, ruega a Dios que me conceda la gracia, de
mandarme una enfermedad, que me tenga tres meses en cama».
Dos
días más tarde, mientras estaba arrodillada, ante el capellán del
convento de su hermana, para recibir su bendición, se sintió
súbitamente embargada por un amor a Dios tan fuerte, que todo su
cuerpo se estremecía, y por un conocimiento de su propia bajeza tan
profundo, que se echó a llorar. Se cubrió el rostro para ocultar
las lágrimas, mientras repetía sin cesar en su fuero interno:
«¡Apártame del mundo!. ¡No más pecados!»
En su
corazón se afirmaba la certeza, de que «si hubiese tenido en su
posesión, un millar de mundos tan ricos como éste, los habría
rechazado, y arrojado lejos». No pudo hacer otra cosa, que murmurar
una disculpa y retirarse, pero al día siguiente tuvo una visión de
Jesucristo, cargado con la cruz, y ella gritó impulsivamente: «¡Oh,
amor! ¡Si es necesario que confiese mis culpas en público, estoy
dispuesta!»
Después, fue a hacer una confesión general
de toda su vida, con tan grande dolor, que «sentía desfallecer
el alma». En la fiesta de la Anunciación, recibió la sagrada
comunión, con sincero fervor, por primera vez en más de diez años,
y a partir de entonces, comulgó diariamente durante el resto de su
vida. Eso era muy mal visto por aquel entonces, y la santa solía
decir, que envidiaba a los sacerdotes que recibían cotidianamente,
el Cuerpo del Señor sin suscitar comentarios.
Al mismo
tiempo, las juergas y despilfarros de Julián, lo habían dejado al
borde de la ruina; fue entonces cuando las ardientes plegarias de su
esposa, unidas a sus quebrantos, provocaron una reforma en su vida.
Abandonaron su «palazzo», para ir a vivir en una casita
modesta, en un barrio pobre; por mutuo acuerdo, decidieron convivir
en continencia, y se dedicaron a cuidar a los enfermos, en el
hospital de Pammatone.
Se unió a ellos una prima de
Catalina, llamada Tommasina Fieschi, la cual, al quedar viuda, fue
primero canonesa regular, y luego monja dominica. Aquel arreglo
continuó durante cinco años, sin cambio alguno, a no ser en el
desarrollo espiritual de Catalina, hasta 1479, cuando la pareja se
fue a vivir en el mismo hospital.
Once años después,
Catalina fue nombrada matrona del nosocomio, y probó que era tan
buena administradora, como devota enfermera, sobre todo, durante la
epidemia que asoló a la ciudad en 1493, cuando murieron las cuatro
quintas partes de los habitantes, que no pudieron emigrar a tiempo a
otro lugar. La propia Catalina se contagió, con la fiebre de una
moribunda, a la que impulsivamente besó, y estuvo al borde del
sepulcro.
Fue durante su enfermedad, cuando conoció al
abogado y filántropo Héctor Vernazza (futuro padre del Venerable
Battista Vernazza), que llegó a ser un ardiente discípulo de la
santa, y que conservó para la posteridad, muchos preciosos detalles
de su vida y sus conversaciones.
En 1496, Catalina, con la
salud resentida, se vio obligada a renunciar a la dirección del
hospital, pero conservó su vivienda, en el mismo edificio. Al año
siguiente, murió Julián, luego de una dolorosa enfermedad. «Maese
Giuliano se ha ido», confió Catalina a una amiga. «Bien
sabes tú, que su naturaleza era bastante descarriada, de manera que
yo he sufrido mucho interiormente por él. Pero mi Tierno Amor, me
aseguró que habría de salvarse, aun antes de que dejara esta vida».
En su testamento, Julián recordó a su hija ilegítima, Thobia, así
como a su madre, y Catalina tomó la responsabilidad, de que a la
niña no le faltase nada, en lo material y lo espiritual.
Durante
más de veinte años, había vivido Catalina, sin ninguna dirección
espiritual, y sin confesarse sino muy rara vez. A decir verdad, es
posible que si no tenía alguna falta grave sobre la conciencia, se
abstenía hasta de la confesión anual, y si bien no había hecho
nunca, un intento serio para buscarlo, no pudo encontrar un
sacerdote, que entendiese su estado espiritual con vistas a su
dirección.
Pero alrededor del año 1499, un sacerdote
secular, Don Cattaneo Marabotto, fue nombrado rector del hospital, y
«ambos se entendieron completamente, desde el primer momento, tan
sólo con mirarse a la cara, y sin hablar».
Poco
después, Catalina se presentó ante él para decirle: «Padre: no
sé en qué estado se hallan mi cuerpo y mi alma. Deseo confesarme,
pero no tengo conciencia de ningún pecado». El propio padre
Marabotto, nos expone el «estado» de su penitente con estas
frases: «A los pecados que mencionó, no los veía ni entendía
como culpas pensadas, dichas, o cometidas por ella. Era como una niña
pequeña, que hubiese cometido algún pecadillo por ignorancia, y si
alguien le dijera: 'Has hecho mal', se sobresaltase y conturbase,
porque hasta aquel momento, no experimentó el conocimiento del mal».
Asimismo, se nos dice en su biografía, que Catalina «no
se preocupó nunca por ganar indulgencias plenarias, aunque tenía
gran respeto y reverencia por ellas, y las consideraba de mucho
valor, pero lo que ella deseaba, era que la parte egoísta de su
alma, fuese castigada tanto como merecía ...»
En
persecución de la misma idea heroica, rara vez pedía a los hombres,
o a los santos que rogasen por ella; la invocación a San Benito que
mencionamos antes, fue una notable excepción, y la única que figura
en los registros, en relación con los santos. También es digno de
observarse, que durante toda su viudez, Catalina permaneció en el
estado laico.
Su esposo, al convertirse, se unió a la
tercera orden de San Francisco (en aquellos tiempos convertirse en
terciario de cualquier orden, era un asunto mucho más serio de lo
que es ahora), pero ella ni siquiera llegó a eso.
Estas
peculiaridades, no se mencionan para encomio ni para reprobación; a
los que les parezcan sorprendentes, se les recuerda, que estaban
perfectamente al tanto de ellas, los que examinaron la causa de su
beatificación. La Iglesia no exige de sus hijos, una práctica
uniforme, ni en relación con la variedad de la humana naturaleza, ni
con la libertad del Espíritu Santo, para actuar sobre las almas,
como mejor le parezca.
A partir del año de 1473, Santa
Catalina llevó sin interrupción, una vida espiritual muy intensa,
sin mengua de una infatigable actividad, en favor de los enfermos y
los desamparados, no sólo en el hospital, sino en toda Génova.
Fue un ejemplo de la universalidad cristiana, considerada
como una «contradicción», por aquéllos que no la
entienden: estaba en completo «desprendimiento del mundo»,
pero era «práctica» en su actividad tan eficaz; se
preocupaba por el alma y cuidaba el cuerpo; practicaba las
austeridades físicas, que modificaba o suspendía a la menor
indicación, de una autoridad cualquiera, ya fuese eclesiástica
médica o social; vivía en estrecha unión con Dios, y estaba alerta
respecto a este mundo, y al tierno afecto por los hombres.
La
vida de Santa Catalina, ha sido tomada como letra, para la
investigación intensa del elemento místico, en la religión. Y en
medio de todo esto, llevaba las cuentas del hospital, sin que le
sobrara o faltara un céntimo, y se preocupaba tanto por la justa
disposición de la propiedad, que hizo cuatro testamentos, y a todos
les agregó varias cláusulas. Durante algunos años, Catalina tuvo
quebrantada la salud, y se vio obligada a suspender, no sólo los
ayunos extraordinarios que ella se imponía, sino también algunos de
los que mandaba la Iglesia.
A la larga, por el año de 1507,
las enfermedades la vencieron por completo. Rápidamente empeoró su
estado, y durante los últimos meses de su vida, sufrió de manera
indescriptible.
Entre los médicos que la atendieron,
figuraba el doctor Juan Bautista Boerio, que había sido el médico
de cabecera, del rey Enrique VII de Inglaterra; pero ni él, ni
ninguno de los otros, pudieron diagnosticar el mal que consumía a la
santa. A fin de cuentas, los galenos llegaron a la conclusión, de
que debía tratarse «de algo sobrenatural y divino», porque
la paciente, no presentaba ninguno de los síntomas patológicos, que
pudieran reconocerse.
El 13 de septiembre de 1510, tenía una
fiebre altísima y deliraba; el 15 en la madrugada, «aquella alma
bendita, entregó su último suspiro, en medio de gran paz y
tranquilidad, y voló hacia su 'tierno y anhelado amor'».
Fue
beatificada en 1737, y el Papa Benedicto XIV, inscribió su nombre en
el Martirologio Romano, con el título de santa. Santa Catalina dejó
dos obras escritas, un tratado sobre el Purgatorio, y un Diálogo
entre el alma y el cuerpo; el Santo Oficio declaró que esas dos
obras, bastaban para probar su santidad. Figuran entre los documentos
más importantes del misticismo, pero Alban Butler dice de ellas, con
toda razón «que no están escritas para los lectores comunes y
corrientes».
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