2 de Septiembre 2023
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Mártires de París en la Revolución Francesa
(1792)
Beatificados
en 1926, murieron de maneras atroces, pero confesando la fe en
Cristo, los primeros días de setiembre de 1792, en distintos puntos
de París.
No cabe la menor duda, de que en el tiempo de la
Revolución Francesa, existían en la Iglesia de Francia, situaciones
y condiciones, que para decirlo con la mayor suavidad posible, eran
lamentables: los obispos y otros clérigos de alta jerarquía, eran
mundanos y ambiciosos, indiferentes a los sufrimientos del pueblo; se
contaban por centenares, los párrocos y rectores ignorantes,
egoístas y débiles, que a la hora de la prueba, no titubearon en
pronunciar un juramento, y aceptar una constitución, que habían
condenado la Santa Sede y sus propios obispos.
Eso, por el
lado del clero, porque por parte de los laicos, casi todos eran
indiferentes, o abiertamente hostiles a la religión. El reverso de
la medalla, podía encontrarse en un reducido grupo de sacerdotes
locales e extranjeros, y de gente que colaboraba con ellos, para la
causa de la emancipación católica, y a los que no podemos dejar de
sumar, a los cientos que dieron sus vidas, antes que cooperar con las
fuerzas antirreligiosas.
En este último grupo, se
encontraban los mártires que murieron en París, el 2 y el 3 de
septiembre de 1792. En el año de 1790, la Asamblea Constituyente,
aprobó la constitución civil para los clérigos, condenada
inmediatamente por la jerarquía, como ilegal. Todos los obispos
diocesanos, a excepción de cuatro, así como la mayoría del clero
urbano, se negaron a prestar el juramento, que les imponía la nueva
constitución.
Al año siguiente, el papa Pío VI, confirmó
la condena a la constitución, a la que calificó de «hereje,
contraria a las enseñanzas católicas, sacrílega, y contraria a los
derechos de la Iglesia». A fines de agosto de 1792, los
revolucionarios en toda Francia, se enfurecieron por el levantamiento
de los campesinos en La Vendée, y los éxitos de las armas de
Prusia, Austria y Suecia, en Longwy. Inflamados por los fogosos
discursos, contra los realistas y el clero, unos mil quinientos
hombres de iglesia, laicos, mujeres y niños, perecieron en una
matanza gigantesca. Ciento noventa y una de estas víctimas, fueron
beatificadas como mártires en 1926.
En las primeras horas de
la tarde del 2 de septiembre, varios cientos de rebeldes, atacaron la
«Abbaye», el antiguo monasterio donde los sacerdotes, los soldados
leales, y algunas otras personas se hallaban prisioneros. La horda de
maleantes, con un rufián llamado Maillard a la cabeza, exigieron a
numerosos sacerdotes, que pronunciaran el juramento constitucional;
todos se negaron y fueron muertos ahí mismo.
Después se
formó un tribunal, para condenar al resto de los prisioneros en
masa. Entre este segundo grupo de mártires, se hallaba el ex-jesuita
(la Compañía de Jesús se encontraba suprimida por entonces) Beato
Alejandro Lenfant. Había sido confesor del rey, y un fiel amigo de
la familia real en desgracia.
Eso bastó para que, no
obstante los esfuerzos de un sacerdote apóstata, fuese condenado y
martirizado. Monseñor de Salamon nos dice en sus memorias, que
observó al padre Lenfant, cuando escuchaba serenamente la confesión
de otro sacerdote, minutos antes de que el confesor y el penitente,
fueran arrastrados al lugar de su ejecución.
El alcalde de
París enardeció con vino, y alentó con propinas a un grupo de
pilluelos y vagabundos, para que atacaran la iglesia de los
carmelitas en la «Rue de Rennes». Ahí se hallaban presos, más de
ciento cincuenta eclesiásticos y un laico, el beato Carlos De La
Calmette, conde de Valfons, un oficial de caballería, que había
acompañado voluntariamente, al cura de su parroquia a la prisión,
cuando se lo llevaron preso.
Aquella compañía de valientes
hidalgos, encabezada por el beato Juan Maria De Lau, arzobispo de
Arles, por el beato Francisco José De La Rochefoucauld, obispo de
Beauvais y su hermano, el beato Pedro Louis, obispo de Saintes,
llevaba en la prisión, una vida de regularidad monástica, y no
cesaba de asombrar a sus carceleros por su alegría, y su buen humor.
Era una sombría tarde de domingo, con ráfagas de vientos
helados, y amenaza de tempestad; a los prisioneros se les había
permitido, tomar el aire en el jardín, y los obispos y otros
clérigos, rezaban las vísperas en la capilla, cuando la horda de
asesinos irrumpió en el jardín, y mató a puñaladas al primer
sacerdote que se cruzó en su camino.
Al ruido del tumulto,
Mons. de Lau salió tranquilamente de la capilla. «¿Eres tú el
arzobispo?», le preguntó alguno de los rufianes. «Si,
señores. Yo soy el arzobispo». Fue derribado, con un golpe de
espada sobre el hombro, y ya en el suelo, se le atravesó el pecho,
de parte a parte con una pica. Entre aullidos de excitación, horror
y salvajismo, comenzaron a tronar las salvas de los disparos; las
balas cayeron en lluvia cerrada; la pierna del obispo de Beauvais
quedó destrozada. En un instante, algunos murieron y otros cayeron
heridos.
Pero el fuego cesó súbitamente. Los franceses
tienen el sentido del orden, y tal vez, aquella matanza les pareció
desordenada. Por lo tanto, se procedió al nombramiento de un «juez»,
que instaló su tribunal en el pasillo entre la iglesia y la
sacristía.
Los acusados comparecían ante él, de dos en
dos. Con ambas manos, el «juez» les presentaba sendos pliegos, con
el juramento constitucional para que lo prestaran; pero todos lo
rechazaron, sin la más mínima vacilación. Entonces, la pareja de
condenados, descendía por la estrecha escalera que conducía al
exterior, y al salir, la muchedumbre desaforada los hacía pedazos.
En el pasillo, el juez gritó el nombre del obispo de
Bauvais; desde el rincón donde yacía, inmovilizado, repuso: «No
me niego a morir con los demás, pero no puedo andar. Ruego a vuestra
señoría, que tenga a bien mandar que me lleven a donde deba de ir».
No podía haberse hecho, una demostración más clara, de aquella
monstruosa injusticia, que la réplica breve y cortés del obispo.
Pero no le salvó la vida, aunque ninguno de los verdugos, se
atrevió a decir palabra, cuando dos hombres le cargaron en vilo, y
lo llevaron ante el juez, para que rechazara el juramento
constitucional.
El beato Jacobo Galais, quien estaba a cargo
de la cocina para los prisioneros, le entregó al juez trescientos
veinticinco francos, que le debía al carnicero, porque no quería
llegar al cielo con aquella deuda.
El beato Jacobo
Friteyre-Durvé, ex-jesuita, fue apuñalado por un vecino suyo, a
quien conocía desde que eran pequeños; otros tres ex jesuitas, y
cuatro sacerdotes seculares, eran ancianos sacados de una casa de
descanso en Issy, para ser encerrados en la iglesia de los
carmelitas; el conde de Valfon y su confesor, el beato Juan
Guilleminet, murieron uno junto al otro; y así, todos perecieron
hasta no quedar ninguno.
A estos mártires se les llama «des
Carmes» por el lugar donde padecieron. Ahí mismo había otras
cuarenta personas, más o menos, que conservaron la vida, gracias a
que no fueron vistas o bien, pudieron escapar en las narices de
guardias complacientes, o compadecidos.
Entre las víctimas,
se hallaba también el beato Ambrosio Agustin Chi Vreux, superior
general de los benedictinos mauristas, y otros dos monjes; el beato
Francisco Luis Hebert, confesor de Luis XVI; tres franciscanos,
catorce ex-jesuitas, seis vicarios generales diocesanos, treinta y
ocho estudiantes, o ex-alumnos del seminario de San Sulpicio, tres
diáconos, un acólito y un hermano maestro. Los cadáveres, fueron
enterrados en una fosa común del cementerio de Veaugirard, aunque
muchos fueron arrojados también a un pozo, en el jardín de la
iglesia del Carmen.
El 3 de septiembre, la horda de asesinos,
irrumpió en el seminario lazarista de San Fermín, convertido
también en prisión, donde su primera víctima, fue el beato Pedro
Guérin Du Rocher, un ex-jesuita de sesenta años. Se le pidió que
eligiera, entre el juramento y la muerte, y tan pronto como rehusó
someterse a la constitución, fue arrojado por la ventana más
próxima, y al caer en el patio, fue acribillado a puñaladas.
Su
hermano, el beato Roberto Du Rocheb, fue también una de las
víctimas, y hubo otros tres ex-jesuitas, entre los noventa y un
clérigos que se hallaban presos ahí, de los cuales sólo cuatro
escaparon con vida.
El superior del seminario era el beato
Luis José Franwis. En su capacidad de gobernante, había avisado a
su comunidad, que el juramento era ilegal para los clérigos. Era un
hombre de tanta fama por su bondad, y tan querido en París, que a
pesar de los riesgos, un oficial del ejército, le advirtió sobre el
peligro que corría, y se ofreció a ayudarle a escapar.
Por
supuesto, se negó a abandonar a sus compañeros de prisión, muchos
de los cuales habían llegado voluntariamente a San Fermín,
confiados en salvarse. Entre los que murieron con él, se hallaban el
beato Enrique Gruyer, y otros lazaristas; el beato Yves Guillon De
Keranrun, vicecanciller de la Universidad de París, y tres laicos.
En la prisión de La Force, en la «Rue Saint-Antoine», no quedó
ningún sobreviviente para describir, los últimos momentos de
cualquiera de sus compañeros de infortunio.
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