11 de Septiembre 2023
Beatos
Gaspar Koteda, Francisco Takeya y Pedro Shichiemon
205 Mártires
del Japón
1617 – 1632
Fueron
beatificados en 1867, por el papa Pío IX, en una ceremonia conjunta,
donde elevó a los altares a 205 testigos, en la persecución
japonesa, muchos entre 1617 y 1632 (la mayoría en 1622).
En
1867, el mismo año en que se reanudó la persecución en Urakami,
aunque no llegó al derramamiento de sangre, el Papa Pío IX
beatificó a 205 mártires del Japón, de entre los cuales el
Martirologio Franciscano, cuenta con dieciocho miembros de la primera
orden, y veintidós terciarios.
Por diversas causas, entre
las que desgraciadamente, nos vemos obligados a reconocer, la de los
celos nacionales, y aun las rivalidades religiosas entre los
misioneros de varias órdenes, el "shogun" Ieyasu Tokugawa,
decretó que el cristianismo tenía que ser abolido. La persecución
se inició en 1614, y los beatos franciscanos, sufrieron el martirio
entre los años 1617 y 1632.
La persecución, aumentó
gradualmente en intensidad hasta 1622, cuando tuvo lugar la "gran
matanza", en la cual fue una de las principales víctimas, el
beato Apolinar Franco.
Era castellano, natural de Aguilar del
Campo, y tras de recibir su doctorado en Salamanca, se hizo fraile
menor de la observancia. En 1600, fue enviado a la misión de
Filipinas, y de ahí al Japón. Al empezar la persecución, fue
nombrado comisionado general, a cargo de la misión.
Cuando
se hallaba en Nagasaki, en 1617, oyó decir que no había quedado, ni
un solo sacerdote, en la provincia de Omura, donde había numerosos
cristianos, de manera que sin disfrazarse, y sin tomar precaución
alguna, se fue a ejercer entre ellos su ministerio.
En
seguida, fue arrojado en una inmunda prisión, donde permaneció
cinco años. El padre Apolinar, no cesó de dar consuelo a su grey,
por medio de mensajes y cartas, y administraba los sacramentos, a los
que lograban entrar en la cárcel.
Varios otros cristianos,
estaban presos con él, y uno de sus hermanos en religión, el beato
Ricardo De Santa Ana, escribió lo siguiente, al padre guardián de
su convento en Nivelles: «hace casi un año, que estoy en esta
miserable prisión, donde me acompañan nueve religiosos de mi orden,
ocho dominicos y seis jesuitas. Los restantes son cristianos
japoneses, que nos han ayudado mucho en nuestro ministerio. Algunos
han estado aquí, desde hace cinco años. No comemos otra cosa, que
un poco de arroz y sólo bebemos agua. El camino al martirio, ha sido
abierto para nosotros, por más de trescientos mártires, todos
japoneses, a quienes se infligió toda clase de torturas.
Todos
nosotros, los sobrevivientes, estamos destinados a morir. Nosotros
los religiosos, y aquéllos que nos han ayudado, estamos destinados a
ser quemados en fuego lento; lo otros serán decapitados ... Si
todavía vive mi madre, ruego a su reverencia que tenga a bien
decirle, que Dios me ha mostrado Su Misericordia, al permitirme que
sufra y muera por Él. Ya no me queda tiempo, para escribirle a mi
madre».
A principios de septiembre de 1622, veinte de los
prisioneros, fueron llevados a Nagasaki. El día 12, el Beato
Apolinar, y los otros siete que se quedaron con él en Omura,
murieron quemados vivos; incluso los beatos, Francisco De San
Buenaventura, y Pablo De Santa Clara, a quienes el padre Apolinar,
impuso el hábito franciscano, mientras se hallaba en prisión. Dos
días antes, los que habían sido llevados a Nagasaki, sufrieron allí
la misma suerte.
Entre los franciscanos figuraba el beato
Ricardo, a quien ya mencionamos, y la beata Lucía De Freitas. Esta
era una japonesa noble, viuda de un mercader portugués. Lucía se
hizo terciaria franciscana, y durante el resto de su vida, se dedicó
a la causa de los pobres, y al socorro de los cristianos perseguidos.
Se le infligió la espantosa muerte en la hoguera, cuando tenía más
de ochenta años de edad.
Había sido capturada, porque en su
casa vivía escondido, fray Ricardo de Santa Ana. Entre los
confesores que fueron llevados de la prisión, de Omura a Nagasaki,
como ya se dijo anteriormente, se hallaban el beato Carlos Spinola, y
el beato Sebastián Kimura de la Compañía de Jesús. El Beato
Carlos, natural de Italia, tras un fracasado intento de llegar al
Japón, desembarcó por fin, en sus costas a fines del siglo
diecisiete, y durante dieciocho años trabajó ahí como misionero.
Por aquel entonces, los jesuitas (y también los lazaritas)
del Lejano Oriente, hicieron un estudio especial, y prácticas
intensas de astronomía, que les valieron la admiración y el favor,
de las autoridades de China y de Japón.
El Beato Carlos, era
un hábil matemático y astrónomo, y en 1612, escribió un tratado
técnico, sobre el eclipse lunar que se vio en Nagasaki. Seis años
después, fue detenido, y en la prisión donde fue encerrado, en
Omura, se encontraba ya el Beato Sebastián Kimura, uno de los
primeros japoneses, que fueran ordenados sacerdotes, descendiente de
un convertido, que había sido bautizado por san Francisco Javier.
El 10 de septiembre de 1622, los dos jesuitas y varios
compañeros, fueron conducidos al sitio de la ejecución, sobre una
colina, en las afueras de Nagasaki, pero tuvieron que esperar ahí,
más de una hora hasta que llegaron otros confesores condenados a
morir, desde la propia Nagasaki.
Fue un momento conmovedor
aquel, en que frente a numerosos cristianos y paganos, que se habían
reunido en torno a la colina, los dos grupos elegidos se encontraron,
y se saludaron con mucha reverencia y gravedad. Entre los que habían
llegado al último, se encontraba la beata Isabel Fernández, una
viuda española, condenada por haber dado hospedaje al padre Carlos,
quien le había bautizado a un hijo. «¿Dónde está mi pequeño
Ignacio?», preguntó el sacerdote al verla. «Aquí lo tiene,
padre», replicó Isabel al tiempo que sacaba de entre las gente,
a un chiquillo como de cuatro años. «Lo traje conmigo -agregó-
para que muera por Cristo antes de que crezca más, y lo ofenda».
El niño se arrodilló, para que el padre Spinola lo bendijera.
Miró cómo le cortaban la cabeza a su madre, y luego se
desabotonó el cuello de la camisa, y se ofreció a la espada del
verdugo. A los sacerdotes, y algunos de los otros cristianos, se les
reservaba una muerte más terrible. Fueron atados a sendos postes, en
torno a los cuales, como a un metro y veinticinco centímetros de
distancia, se encedía una hoguera.
Cuando las llamas
amenazaban con quemar rápidamente a las víctimas, los verdugos
arrojaban agua sobre la leña para disminuir la fuerza del fuego.
Algunos murieron en una hora, o poco más, sofocados por el humo y el
calor; entre éstos se encontraban el padre Carlos y el padre
Sebastián.
A otros, se les prolongó la espantosa agonía,
hasta bien entrada la noche, y aun hasta el siguiente amanecer. Dos
jóvenes japoneses fiaqueron y pidieron misericordia: no pedían la
vida a cambio de renegar de su fe, sino solamente una muerte más
rápida, y menos cruel. Aun eso les fue negado, y los dos japoneses
murieron como los demás. Tal vez en aquella ocasión, la escena del
martirio, fue más dramática e impresionante que en otras muchas,
durante la persecución.
Entre los condenados figuraban muchos
japoneses: el beato Clemente Vom y su hijo, el beato Antonio; el
beato Domingo Xamada y su esposa, la beata Clara; el catequista,
beato León Satzuma; cinco mujeres que llevaban todas el nombre de
María, y se apellidaban, respectivamente: Tanaura, Tanaca, Tocuan,
Xum y Sanga, las últimas cuatro murieron junto con sus esposos; los
niños, beatos Pedro Nangaxi, Pedro Sanga y Miguel Amiki, éste
último, de cinco años de edad, murió junto con su padre el anciano
beato Tomás Xiquiro y un coreano, el beato Antonio, con su esposa y
un hijo pequeño.
Todos estos fueron decapitados. Cinco días
después, en la localidad de Firando, pereció en la hoguera, el
beato Camilo Costanzo, un jesuita italiano, natural de Calabría.
Durante nueve años, había sido misionero en el Japón, hasta que
fue desterrado en 1611. En Macao, escribió varios tratados en
japonés, para defender al cristianismo de los ataques de los
paganos. En 1621, regresó clandestinamente, con el disfraz de un
soldado. Al año siguiente se le capturó.
La Compañía de
Jesús, celebra su fiesta el 25 de septiembre, para unirla a la del
beato Agustín Ota y el beato Gaspar Cotenda, catequistas japoneses,
un niño de doce años, el beato Francisco Taquea, y otro de siete,
el beato Pedro Kikiemon ; a todos éstos los mataron los propios
japoneses, por simple odio a la fe cristiana, con dos o tres días de
diferencia.
Otro distinguido jesuita, el beato Pablo Navarro,
fue quemado en vida en Shimabara, el 1 de noviembre del mismo año.
Era italiano y estuvo largo tiempo en la India antes de misionar en
el Japón. Llegó a dominar el idioma a la perfección, ejerció su
ministerio con celo extraordinario en Nagasaki y otras partes, y
durante veinte años, fue rector de la casa de los jesuitas en
Amanguchi. Las cartas llenas de nobles y elevados conceptos, que
escribió el padre Navarro, en vísperas de su martirio, fueron
impresas en el segundo volumen de la «Histoire de la Religion
Chrétienne au Japon» (1869), de L. Pagés. Así se consumó la
«gran matanza» de 1622.
Richard Cocks, miembro de la
tripulación de un barco inglés, que por entonces se hallaba en el
Japón, dio testimonio de haber visto unas cincuenta y cinco personas
martirizadas, al mismo tiempo en Miako. «Entre aquellas gentes
había niños pequeños, de cinco o seis años, a los que quemaban en
los brazos de sus madres, y que gritaban con ellas: `¡Jesús, recibe
nuestras almas!' Muchos otros, sigue diciendo el marino inglés, en
su testimonio, se hallan en prisión, donde esperan la muerte a cada
instante, porque son muy pocos los que reniegan de su fe, para
salvarse».
No hay comentarios:
Publicar un comentario