jueves, 9 de abril de 2020


9 de Abril

SOLEMNE MISA CRISMAL


HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Unirse a Cristo supone la renuncia de uno mismo”

Basílica de San Pedro
Jueves Santo 9 de abril de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

En el Cenáculo, la tarde antes de su pasión, el Señor oró por sus discípulos, reunidos en torno a Él, pero con la vista puesta al mismo tiempo, en la comunidad de los discípulos de todos los siglos, «los que crean en Mí, por la palabra de ellos» (Jn 17,20). En la plegaria por los discípulos de todos los tiempos, Él nos ha visto también a nosotros, y ha rezado por nosotros.

Escuchemos lo que pide para los Doce, y para los que estamos aquí reunidos: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como Tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me consagro, para que también se consagren ellos en la verdad» (17,17ss).

El Señor pide nuestra santificación, nuestra consagración en la verdad. Y nos envía para continuar su misma misión. Pero hay en esta súplica, una palabra que nos llama la atención, que nos parece poco comprensible. Dice Jesús: «Por ellos yo me consagro». ¿Qué quiere decir?. ¿Acaso Jesús no es de por sí, «el Santo de Dios», como confesó Pedro, en la hora decisiva en Cafarnaún (cf. Jn 6,69)?. ¿Cómo puede ahora consagrarse, es decir, santificarse a sí mismo?

Para entender esto, hemos de aclarar antes de nada, lo que quieren decir en la Biblia, las palabras «santo» y «santificar/consagrar». Con el término «santo», se describe en primer lugar, la naturaleza de Dios mismo, su modo de ser del todo singular, divino, que le corresponde sólo a Él. Sólo Él es el auténtico y verdadero Santo, en el sentido originario. Cualquier otra santidad, deriva de Él, es participación en su modo de ser. Él es la Luz purísima, la Verdad y el Bien sin mancha.

Por tanto, consagrar algo o alguno, significa dar en propiedad a Dios, algo o alguien, sacarlo del ámbito de lo que es nuestro, e introducirlo en su ambiente, de modo que ya no pertenezca a lo nuestro, sino enteramente a Dios.

Consagración es pues, un sacar del mundo, y entregarlo al Dios vivo. La cosa o la persona, ya no nos pertenece, ni pertenece a sí misma, sino que está inmersa en Dios. Un privarse así de algo, para entregarlo a Dios, lo llamamos también sacrificio: ya no será propiedad mía, sino suya.

En el Antiguo Testamento, la entrega de una persona a Dios, es decir, su «santificación», se identifica con la Ordenación sacerdotal, y de este modo, se define también, en qué consiste el sacerdocio: es un paso de propiedad; un ser sacado del mundo y entregado a Dios.

Con ello, se subrayan ahora las dos direcciones, que forman parte del proceso de la santificación/consagración. Es un salir del contexto de la vida mundana, un «ser puestos aparte» para Dios. Pero precisamente por eso, no es una segregación. Ser entregados a Dios, significa más bien, ser puestos para representar a los otros.

El sacerdote es sustraído de los lazos mundanos, y entregado a Dios, y precisamente así, a partir de Dios, debe quedar disponible para los otros, para todos. Cuando Jesús dice «Yo me consagro», Él se hace a la vez sacerdote y víctima. Por tanto, Bultmann tiene razón, traduciendo la afirmación «Yo me consagro» por «Yo me sacrifico». ¿Comprendemos ahora lo que sucede, cuando Jesús dice: «Por ellos me consagro yo»?. Éste es el acto sacerdotal, en el que Jesús —el hombre Jesús, que es una cosa sola con el Hijo de Dios— se entrega al Padre por nosotros. Es la expresión, de que Él es al mismo tiempo, sacerdote y víctima.

Me consagro, me sacrifico: esta palabra abismal, que nos permite asomarnos, a lo íntimo del corazón de Jesucristo, debería ser una y otra vez, objeto de nuestra reflexión. En ella, se encierra todo el misterio de nuestra redención. Y ella contiene también, el origen del sacerdocio de la Iglesia, de nuestro sacerdocio.

Sólo ahora podemos comprender a fondo, la súplica que el Señor ha presentado al Padre, por los discípulos, por nosotros. «Conságralos en la verdad»: ésta es la inserción de los apóstoles, en el sacerdocio de Jesucristo, la institución de su sacerdocio nuevo, para la comunidad de los fieles, de todos los tiempos.

«Conságralos en la verdad»: ésta es la verdadera oración de consagración, para los apóstoles. El Señor pide, que Dios mismo los atraiga hacia sí, al seno de su santidad. Pide que los sustraiga de sí mismos, y los tome como propiedad suya, para que desde Él, puedan desarrollar el servicio sacerdotal para el mundo.

Esta oración de Jesús, aparece dos veces, en forma ligeramente modificada. En ambos casos, debemos escuchar con mucha atención, para empezar a entender, al menos vagamente, la sublime realidad que se está operando aquí. «Conságralos en la verdad». Y Jesús añade: «Tu palabra es verdad».

Por tanto, los discípulos son sumidos en lo íntimo de Dios, mediante su inmersión, en la palabra de Dios. La palabra de Dios es, por decirlo así, el baño que los purifica, el poder creador que los transforma, en el ser de Dios. Y entonces, ¿cómo están las cosas en nuestra vida?.

¿Estamos realmente impregnados, por la palabra de Dios?. ¿Es ella en verdad, el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan, y las cosas de este mundo?. ¿La conocemos verdaderamente?. ¿La amamos?. ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra, hasta el punto de que realmente, deja una impronta en nuestra vida, y forma nuestro pensamiento?.

¿O no es más bien nuestro pensamiento, el que se amolda una y otra vez, a todo lo que se dice y se hace?. ¿Acaso no son con frecuencia, las opiniones predominantes, los criterios que marcan nuestros pasos?. ¿Acaso no nos quedamos, a fin de cuentas, en la superficialidad de todo lo que frecuentemente, se impone al hombre de hoy?. ¿Nos dejamos realmente purificar en nuestro interior, por la palabra de Dios?.

Nietzsche se ha burlado de la humildad y la obediencia, como virtudes serviles, por las cuales, se habría reprimido a los hombres. En su lugar, ha puesto el orgullo y la libertad absoluta del hombre.

Ahora bien, hay caricaturas de una humildad equivocada, y una falsa sumisión, que no queremos imitar. Pero existe también, la soberbia destructiva y la presunción, que disgregan toda comunidad y acaban en la violencia. ¿Sabemos aprender de Cristo, la recta humildad, que corresponde a la verdad de nuestro ser, y esa obediencia que se somete a la verdad, a la voluntad de Dios?

«Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad»: esta palabra de la incorporación en el sacerdocio, ilumina nuestra vida, y nos llama a ser siempre, nuevamente discípulos de esa verdad, que se desvela en la palabra de Dios.

En la interpretación de esta frase, podemos dar un paso más todavía. ¿Acaso no ha dicho Cristo de sí mismo: «Yo soy la verdad» (cf. Jn 14,6)?. ¿Y acaso no es Él mismo, la Palabra viva de Dios, a la que se refieren todas las otras palabras?. Conságralos en la verdad, quiere decir pues, en lo más hondo: hazlos una sola cosa conmigo, Cristo. Sujétalos a mí. Ponlos dentro de mí. Y en efecto, en último término, hay un único sacerdote de la Nueva Alianza, Jesucristo mismo.

Por tanto, el sacerdocio de los discípulos, sólo puede ser participación, en el sacerdocio de Jesús. Así pues, nuestro ser sacerdotes, no es más que un nuevo y radical modo de unión con Cristo. Éste se nos ha dado sustancialmente, para siempre, en el Sacramento. Pero este nuevo sello del ser, puede convertirse para nosotros, en un juicio de condena, si nuestra vida no se desarrolla, entrando en la verdad del Sacramento.

A este propósito, las promesas que hoy renovamos, dicen que nuestra voluntad, ha de ser orientada así: «Domino Iesu arctius coniungi et conformari, vobismetipsis abrenuntiantes». Unirse a Cristo supone la renuncia. Comporta que no queremos imponer nuestro rumbo, y nuestra voluntad; que no deseamos llegar a ser esto o lo otro, sino que nos abandonamos a Él, donde sea, y del modo que Él quiera servirse de nosotros.

San Pablo decía a este respecto: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20). En el «sí» de la Ordenación sacerdotal, hemos hecho esta renuncia fundamental, al deseo de ser autónomos, a la «autorrealización».

Pero hace falta cumplir día tras día, este gran «sí», en los muchos pequeños «sí», y en las pequeñas renuncias. Este «sí» de los pequeños pasos, que en su conjunto constituyen el gran «sí», sólo se podrá realizar sin amargura y autocompasión, si Cristo es verdaderamente el centro de nuestra vida, si entramos en una verdadera familiaridad con Él.

En efecto, entonces experimentamos en medio de las renuncias, que en un primer momento pueden causar dolor, la alegría creciente de la amistad con Él; todos los pequeños, y a veces también grandes signos de su amor, que continuamente nos da. «Quien se pierde a sí mismo, se guarda». Si nos arriesgamos a perdernos a nosotros mismos, por el Señor, experimentamos lo verdadera que es su palabra.

Estar inmersos en la Verdad, en Cristo, es un proceso que forma parte de la oración, en la que nos ejercitamos en la amistad con Él, y también aprendemos a conocerlo: en su modo de ser, pensar, actuar. Orar es un caminar en comunión personal con Cristo, exponiendo ante Él, nuestra vida cotidiana, nuestros logros y fracasos, nuestras dificultades y alegrías: es un sencillo presentarnos a nosotros mismos, delante de Él.

Pero para que eso no se convierta en una autocontemplación, es importante aprender continuamente a orar, rezando con la Iglesia. Celebrar la Eucaristía quiere decir orar. Celebramos correctamente la Eucaristía, cuando entramos con nuestro pensamiento y nuestro ser, en las palabras que la Iglesia nos propone.

En ellas, está presente la oración de todas las generaciones, que nos llevan consigo, por el camino hacia el Señor. Y como sacerdotes, en la celebración eucarística, somos aquellos, que con su oración, abren paso a la plegaria de los fieles de hoy.

Si estamos unidos interiormente a las palabras de la oración, si nos dejamos guiar y transformar por ellas, también los fieles tienen al alcance esas palabras. Y entonces, todos nos hacemos realmente «un solo cuerpo y una sola alma» con Cristo.

Estar inmersos en la verdad, y así, en la santidad de Dios, también significa para nosotros, aceptar el carácter exigente de la verdad; contraponerse tanto en las cosas grandes como en las pequeñas, a la mentira que hay en el mundo, en tantas formas diferentes; aceptar la fatiga de la verdad, para que su alegría más profunda, esté presente en nosotros. Cuando hablamos del ser consagrado en la verdad, tampoco hemos de olvidar que en Jesucristo, verdad y amor son una misma cosa.

Estar inmersos en Él, significa ahondar en su bondad, en el amor verdadero. El amor verdadero, no cuesta poco, puede ser también muy exigente. Opone resistencia al mal, para llevar el verdadero bien al hombre. Si nos hacemos uno con Cristo, aprendemos a reconocerlo, precisamente en los que sufren, en los pobres, en los pequeños de este mundo; entonces nos convertimos en personas que sirven, que reconocen a sus hermanos y hermanas, y en ellos encuentran a Él mismo.

«Conságralos en la verdad». Ésta es la primera parte, de aquel dicho de Jesús. Pero luego añade: «Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad» (Jn 17,19), es decir, verdaderamente.

Pienso que esta segunda parte, tiene su propio significado específico. En las religiones del mundo, hay múltiples modos rituales de «santificación», de consagración de una persona humana. Pero todos estos ritos, pueden quedarse en simples formalidades.

Cristo pide para los discípulos, la verdadera santificación, que transforma su ser, a ellos mismos; para que no se quede en una forma ritual, sino que sea un verdadero convertirse en propiedad del mismo Dios. También podríamos decir: Cristo ha pedido para nosotros, el Sacramento que nos toca, en la profundidad de nuestro ser. Pero también ha rogado, para que esta transformación en nosotros, día tras día, se haga vida; para que en lo ordinario, en lo concreto de cada día, estemos verdaderamente inundados de la luz de Dios.

La víspera de mi Ordenación sacerdotal, hace 58 años, abrí la Sagrada Escritura, porque todavía quería recibir una palabra del Señor para aquel día, y mi camino futuro de sacerdote. Mis ojos se detuvieron en este pasaje: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es la Verdad». Entonces me dí cuenta: el Señor está hablando de mí, y está hablándome a mí. Y lo mismo me ocurrirá mañana.

No somos consagrados en último término por ritos, aunque haya necesidad de ellos. El baño en el que nos sumerge el Señor, es Él mismo, la Verdad en persona. La Ordenación sacerdotal, significa ser injertados en Él, en la Verdad. Pertenezco de un modo nuevo a Él, y por tanto, a los otros, «para que venga su Reino».

Queridos amigos, en esta hora de la renovación de las promesas, queremos pedir al Señor, que nos haga hombres de verdad, hombres de amor, hombres de Dios. Roguémosle que nos atraiga, cada vez más dentro de sí, para que nos convirtamos verdaderamente, en sacerdotes de la Nueva Alianza. Amén.

© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana
-----------------------------------------------
Testimonio de la Eucaristía

La última misa del Padre Ragheed, mártir de la Iglesia caldea
Lo asesinaron al salir de la misa, en Mosul, Irak. 3 Junio, 2007. Fuente: Zenit

El padre Ragheed Keni, párroco de la iglesia del Espíritu Santo –en la ciudad irakí de Mosul-, y tres diáconos -Basman Youssef, Bassam y Ghassan- han sido asesinados a balazos por unos desconocidos.

Los diáconos acompañaban al sacerdote –de 31 años- cuando éste salía de la iglesia, después de haber celebrado la Santa Misa.

Los cuerpos de los cuatro asesinados, permanecen ante la iglesia; han pasado las horas, y nadie se atreve a acercarse, ni siquiera la policía, para no correr la misma suerte.

"Sin domingo, sin Eucaristía, los cristianos en Irak no pueden vivir": el Padre Ragheed contaba así, la esperanza de su comunidad, acostumbrada cada día, a ver a la muerte cara a cara; la misma muerte que ayer en la tarde, ha afrontado él, regresando de la misa.

Después de haber nutrido a sus fieles, con el cuerpo y la sangre de Cristo, ha donado también su propia sangre, su vida, por la unidad de Irak, y por el futuro de su Iglesia.

Con pleno conocimiento, este joven sacerdote, había escogido permanecer junto a sus fieles, en su parroquia dedicada al Espíritu Santo, en Mosul, considerada la ciudad más peligrosa de Irak, después de Bagdad.

El motivo es simple: sin él, sin el pastor, la grey se habría descarriado. En la barbarie de los kamikazes y de las bombas, al menos una cosa era segura, y daba fuerza para resistir: "Cristo - decía Ragid - con su amor sin fin, desafía el mal, nos mantiene unidos, y a través de la Eucaristía, nos dona nuevamente la vida, que los terroristas buscan quitarnos".

Su testimonio, es el de una fe vivida con entusiasmo. Objetivo de repetidas amenazas y atentados, desde el 2004, ha visto sufrir parientes y desaparecer amigos; y sin embargo hasta el último, ha seguido recordando, que también ese dolor, esa carnicería, esa anarquía de violencia, tenía un sentido: debía ofrecerse.

Después de un ataque a su parroquia, el pasado domingo de Ramos, 1º de abril, decía: "Nos hemos sentido como Jesús, cuando entra a Jerusalén, sabiendo que la consecuencia de Su amor por los hombres, será la Cruz. Así nosotros, mientras los proyectiles atravesaban los vidrios de la iglesia, hemos ofrecido nuestro sufrimiento, como signo de amor a Jesús".

También contaba hace pocas semanas: "Esperamos cada día el ataque decisivo, pero no dejaremos de celebrar la misa. Lo haremos incluso bajo tierra, donde estamos más seguros. En esta decisión, soy alentado por la fuerza de mis parroquianos. Se trata de una guerra, una guerra de verdad, pero esperamos llevar esta Cruz hasta el fin, con la ayuda de la Gracia divina".

Y entre las dificultades cotidianas, él mismo se maravillaba de llegar así a comprender, en modo más profundo, "el gran valor del domingo, día del encuentro con Jesús Resucitado, día de la unidad y del amor entre nosotros, del sostén y de la ayuda".

A pesar de todo, Ragid dijo: "Puedo equivocarme, pero tengo la certeza de que una cosa, una sola cosa es verdad siempre: que el Espíritu Santo, seguirá iluminando a algunas personas, para que trabajen por el bien de la humanidad, en este mundo tan lleno de mal".

San Agustín, en el siglo III, escribió: "Los mártires, al derramar su sangre por sus hermanos, no hicieron sino mostrar, lo que habían tomado de la mesa del Señor. Amémonos, pues, los unos a los otros, como Cristo nos amó, y se entregó por nosotros".

Ragheed sacerdote mártir, ha dado su vida por Cristo y su Iglesia.

Tú y yo, ¿Que hacemos?. ¿Hay pasión de amor por Cristo en nuestro corazón, lo suficiente para la entrega total?. ¿O nos dejamos agobiar por las pruebas?.

Lo mataron para herir a la Iglesia, pero la han enriquecido con un nuevo mártir.

Padre Ragheed, GRACIAS. Te necesitamos, y ahora como mártir, seguirás siendo un tesoro para la Iglesia. No olvidaremos tu testimonio. Ya nos estás edificando en el amor de Cristo. Amén.
-----------------------------------------------------------------
Oración: Te pedimos hoy Señor, por las vocaciones sacerdotales, religiosas, misioneras y laicales, a fin de que aumente el número de los consagrados a Tí, y así pueda el mundo encontrar Tu Paz y Tu Verdad. Que seamos siempre parte de tu Cuerpo Místico, todos los días de nuestra Vida. Amén.



No hay comentarios:

Publicar un comentario