sábado, 11 de abril de 2020


11 de Abril

Sábado Santo

CELEBRACIÓN DE LA VIGILIA PASCUAL


La Verdad y el Amor van Unidos”

Cristo es la gran Luz, de la que proviene toda vida”

«El que cree en mí ... de sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38)

«Cantaban el cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero» (Ap 15,2s).

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro
Sábado Santo 11 de abril de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

San Marcos nos relata en su Evangelio, que los discípulos, bajando del monte de la Transfiguración, discutían entre ellos, sobre lo quería decir «resucitar de entre los muertos» (cf. Mc 9,10).

Antes, el Señor les había anunciado su pasión y su resurrección al tercer día. Pedro había protestado ante el anuncio de su muerte. Pero ahora se preguntaban, qué podía entenderse, con el término «resurrección». ¿Acaso no nos sucede lo mismo a nosotros?.

La Navidad, el nacimiento del Niño divino, nos resulta enseguida, hasta cierto punto comprensible. Podemos amar al Niño, podemos imaginar la noche de Belén, la alegría de María, de San José y de los pastores, el júbilo de los ángeles. Pero resurrección, ¿qué es?. No entra en el ámbito de nuestra experiencia, y así el mensaje, muchas veces nos parece, en cierto modo incomprensible, como una cosa del pasado.

La Iglesia trata de hacérnoslo comprender, traduciendo este acontecimiento misterioso, al lenguaje de los símbolos, en los que podemos contemplar, de alguna manera, este acontecimiento sobrecogedor. En la Vigilia Pascual, nos indica el sentido de este día, especialmente mediante tres símbolos: la luz, el agua, y el canto nuevo, el Aleluya.

Primero la luz. La creación de Dios —lo acabamos de escuchar en el relato bíblico— comienza con la expresión: «Que exista la luz» (Gn 1,3). Donde hay luz, nace la vida; el caos puede transformarse en cosmos. En el mensaje bíblico, la luz es la imagen más inmediata de Dios: Él es todo Luminosidad, Vida, Verdad, Luz.

En la Vigilia Pascual, la Iglesia lee la narración de la creación, como profecía. En la resurrección, se realiza del modo más sublime, lo que este texto describe, como el principio de todas las cosas. Dios dice de nuevo: «Que exista la luz». La resurrección de Jesús es un estallido de luz. Se supera la muerte, el sepulcro se abre de par en par. El Resucitado mismo es Luz, la luz del mundo. Con la resurrección, el día de Dios, entra en la noche de la historia.

A partir de la resurrección, la luz de Dios se difunde en el mundo, y en la historia. Se hace de día. Sólo esta Luz, Jesucristo, es la luz verdadera, más que el fenómeno físico de luz. Él es la pura Luz: Dios mismo, que hace surgir una nueva creación en aquella antigua, y transforma el caos en cosmos.

Tratemos de entender esto aún mejor. ¿Por qué Cristo es Luz?. En el Antiguo Testamento, se consideraba a la Torah, como la luz que procede de Dios, para el mundo y la humanidad.

Separa en la creación, la luz de las tinieblas, es decir, el bien del mal. Indica al hombre la vía justa, para vivir verdaderamente. Le indica el bien, le muestra la verdad, y lo lleva hacia el Amor, que es su contenido más profundo. Ella es «lámpara para mis pasos» y «luz en el sendero» (cf. Sal 119,105).

Además los cristianos, sabían que en Cristo, está presente la Torah, que la Palabra de Dios está presente en Él, como Persona. La Palabra de Dios, es la verdadera Luz que el hombre necesita. Esta Palabra está presente en Él, en el Hijo. El Salmo 19, compara la Torah con el sol, que al surgir, manifiesta visiblemente, la gloria de Dios en todo el mundo.

Los cristianos entienden: sí, en la resurrección, el Hijo de Dios, ha surgido como Luz del mundo. Cristo es la gran Luz, de la que proviene toda vida. Él nos hace reconocer la gloria de Dios, de un confín al otro de la tierra. Él nos indica la senda; Él es el día de Dios, que ahora avanzando, se difunde por toda la tierra. Ahora viviendo con Él y por Él, podemos vivir en la luz.

En la Vigilia Pascual, la Iglesia representa el misterio de la luz de Cristo, con el signo del cirio pascual, cuya llama es a la vez, luz y calor. El simbolismo de la luz, se relaciona con el del fuego: luminosidad y calor, luminosidad y energía transformadora del fuego: Verdad y Amor van Unidos. El cirio pascual arde, y al arder se consume: cruz y resurrección son inseparables. De la cruz, de la autoentrega del Hijo, nace la luz, y viene la verdadera luminosidad al mundo.

Todos nosotros, encendemos nuestras velas del cirio pascual, sobre todo las de los recién bautizados, a los que en este Sacramento, se les pone la luz de Cristo, en lo más profundo de su corazón.

La Iglesia antigua, ha calificado el Bautismo como fotismos, como Sacramento de la Iluminación, como una comunicación de luz, y lo ha relacionado inseparablemente, con la resurrección de Cristo.

En el Bautismo, Dios dice al bautizado: «Recibe la luz». El bautizado es introducido, en la luz de Cristo. Ahora Cristo separa la luz, de las tinieblas. En Él reconocemos lo verdadero y lo falso, lo que es la luminosidad, y lo que es la oscuridad. Con Él surge en nosotros, la luz de la verdad, y empezamos a entender.

Una vez, cuando Cristo vio a la gente que había venido para escucharlo, y esperaba de Él una orientación, sintió lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). Entre las corrientes contrastantes de su tiempo, no sabían adónde ir.

Cuánta compasión debe sentir Cristo, también en nuestro tiempo, por tantas grandilocuencias, tras las cuales se esconde en realidad, una gran desorientación. ¿Dónde hemos de ir?. ¿Cuáles son los valores sobre los cuales regularnos?. ¿Los valores en que podemos educar a los jóvenes, sin darles normas que tal vez no aguantan, o exigirles algo, que quizás no se les debe imponer?.

Él es la Luz. El cirio bautismal, es el símbolo de la iluminación, que recibimos en el Bautismo. Así, en esta hora, también San Pablo, nos habla muy directamente. En la Carta a los Filipenses, dice que en medio de una generación tortuosa y convulsa, los cristianos han de brillar, como lumbreras del mundo (cf. 2,15).

Pidamos al Señor, que la llamita de la vela, que Él ha encendido en nosotros, la delicada luz de su Palabra y su Amor, no se apague entre las confusiones de estos tiempos, sino que sea cada vez más grande y luminosa, con el fin de que seamos con Él, personas amanecidas, astros para nuestro tiempo.

El segundo símbolo de la Vigilia Pascual — la noche del Bautismo — es el Agua. Aparece en la Sagrada Escritura, y por tanto, también en la estructura interna del Sacramento del Bautismo, en dos sentidos opuestos. Por un lado está el mar, que se manifiesta como el poder antagonista de la vida sobre la tierra, como su amenaza constante, pero al que Dios ha puesto un límite.

Por eso, el Apocalipsis dice, que en el mundo nuevo de Dios, ya no habrá mar (cf. 21,1). Es el elemento de la muerte. Y por eso, se convierte en la representación simbólica, de la muerte en cruz de Jesús: Cristo ha descendido en el mar, en las aguas de la muerte, como Israel en el Mar Rojo. Resucitado de la muerte, Él nos da la vida. Esto significa que el Bautismo, no es sólo un lavado, sino un nuevo nacimiento: con Cristo es como si descendiéramos en el mar de la muerte, para resurgir como criaturas nuevas.

El otro modo en que aparece el agua, es como un manantial fresco, que da la vida, o también como el gran río, del que proviene la vida. Según el primitivo ordenamiento de la Iglesia, se debía administrar el Bautismo, con agua fresca de manantial.

Sin agua no hay vida. Impresiona la importancia que tienen los pozos, en la Sagrada Escritura. Son lugares de donde brota la vida. Junto al pozo de Jacob, Cristo anuncia a la Samaritana el pozo nuevo, el agua de la vida verdadera. Él se manifiesta como el nuevo Jacob, el definitivo, que abre a la humanidad, el pozo que ella espera: esa agua que da la vida, y que nunca se agota (cf. Jn 4,5.15).

San Juan nos dice, que un soldado golpeó con una lanza el costado de Jesús, y que del costado abierto, del corazón traspasado, salió sangre y agua (cf. Jn 19,34). La Iglesia antigua, ha visto aquí un símbolo del Bautismo y la Eucaristía, que provienen del corazón traspasado de Jesús. En la muerte, Jesús se ha convertido Él mismo en el manantial.

El profeta Ezequiel percibió, en una visión, el Templo nuevo, del que brota un manantial, que se transforma en un gran río que da la Vida (cf. 47,1-12): en una Tierra que siempre sufría la sequía, y la falta de agua, ésta era una gran visión de esperanza.

El cristianismo de los comienzos, entendió que esta visión se ha cumplido en Cristo. Él es el Templo auténtico y vivo de Dios. Y es la fuente de agua viva. De Él brota el gran río, que fructifica y renueva el mundo en el Bautismo; el gran río de agua viva; su Evangelio que fecunda la tierra. Pero Jesús ha profetizado en un discurso, durante la Fiesta de las Tiendas, algo más grande aún. Dice: «El que cree en mí ... de sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38).

En el Bautismo, el Señor no sólo nos convierte en personas de luz, sino también en fuentes de las que brota agua viva. Todos nosotros conocemos personas de este tipo, que nos dejan en cierto modo, sosegados y renovados; personas que son como el agua fresca de un manantial.

No hemos de pensar sólo en los grandes personajes, como San Agustín, San Francisco de Asís, Santa Teresa de Ávila, la Madre Teresa de Calcuta, y así sucesivamente; personas por las que han entrado en la historia, realmente como ríos de agua viva. Gracias a Dios, las encontramos continuamente, también en nuestra vida cotidiana: personas que son esa fuente.

Ciertamente, conocemos también lo opuesto: gente de la que propaga un vaho, como el de un charco de agua putrefacta, o incluso envenenada. Pidamos al Señor, que nos ha dado la gracia del Bautismo, que seamos siempre fuentes de agua pura, fresca, saltarina del manantial de su Verdad, y de su Amor.

El tercer gran símbolo de la Vigilia Pascual es de naturaleza singular, y concierne al hombre mismo. Es el cantar del canto nuevo, el aleluya. Cuando un hombre experimenta una gran alegría, no puede guardársela para sí mismo. Tiene que expresarla, transmitirla.

Pero, ¿qué sucede cuando el hombre, se ve alcanzado por la luz de la resurrección, y de este modo, entra en contacto con la Vida misma, con la Verdad y con el Amor?. Simplemente que no basta hablar de ello. Hablar no es suficiente. Tiene que cantar.

En la Biblia, la primera mención de este cantar, se encuentra después de la travesía del Mar Rojo. Israel se ha liberado de la esclavitud. Ha salido de las profundidades amenazadoras del mar. Es como si hubiera renacido. Está vivo y libre. La Biblia describe la reacción del pueblo, a este gran acontecimiento de salvación, con la expresión: «El pueblo creyó en el Señor y en Moisés, su siervo» (cf. Ex 14,31).

Sigue a continuación, la segunda reacción, que se desprende de la primera, como una especie de necesidad interior: «Entonces Moisés y los hijos de Israel, cantaron un cántico al Señor». En la Vigilia Pascual, año tras año, los cristianos entonamos, después de la tercera lectura, este canto; lo entonamos como nuestro cántico, porque también nosotros, por el poder de Dios, hemos sido rescatados del agua, y liberados para la Vida Verdadera.

La historia del canto de Moisés, tras la liberación de Israel de Egipto, y el paso del Mar Rojo, tiene un paralelismo sorprendente, en el Apocalipsis de San Juan. Antes del comienzo de las últimas siete plagas, a las que fue sometida la tierra, al vidente se le aparece «una especie de mar de vidrio, veteado de fuego; en la orilla estaban de pie, los que habían vencido a la bestia, a su imagen, y al número, que es cifra de su nombre: tenían en sus manos, las arpas que Dios les había dado. Cantaban el cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el cántico del Cordero» (Ap 15,2s).

Con esta imagen, se describe la situación de los discípulos de Jesucristo, en todos los tiempos, la situación de la Iglesia, en la historia de este mundo. Humanamente hablando, es una situación contradictoria en sí misma.

Por un lado, se encuentra en el éxodo, en medio del Mar Rojo. En un mar que paradójicamente, es a la vez hielo y fuego. Y ¿no debe quizás la Iglesia, por decirlo así, caminar siempre sobre el mar, a través del fuego y del frío?. Considerándolo humanamente, debería hundirse.

Pero mientras aún camina por este Mar Rojo; canta, entona el canto de alabanza de los justos: el canto de Moisés y del Cordero, en el cual se armonizan la Antigua y la Nueva Alianza. Mientras que a fin de cuentas, debería hundirse, la Iglesia entona, el canto de acción de gracias de los salvados. Está sobre las aguas de muerte de la historia, y no obstante ya ha resucitado. Cantando, se agarra a la mano del Señor, que la mantiene sobre las aguas.

Y sabe que con eso está sujeta, fuera del alcance de la fuerza de gravedad, de la muerte y del mal —una fuerza de la cual, de otro modo, no podría escapar—, sostenida y atraída, por la nueva fuerza de gravedad de Dios, de la verdad y del amor. Por el momento, la Iglesia y todos nosotros, nos encontramos entre los dos campos de gravitación.

Pero desde que Cristo ha resucitado, la gravitación del Amor, es más fuerte que la del odio; la fuerza de gravedad de la vida, es más fuerte que la de la muerte. ¿Acaso no es ésta realmente, la situación de la Iglesia de todos los tiempos, nuestra propia situación?. Siempre se tiene la impresión, de que ha de hundirse, y siempre está ya salvada.

San Pablo ha descrito así esta situación: «Somos... los moribundos, que están bien vivos» (2 Co 6,9). La mano salvadora del Señor nos sujeta, y así podemos cantar ya, desde ahora, el canto de los salvados, el canto nuevo de los resucitados: ¡aleluya!. Amén.

© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana

Oración: Te pedimos Señor y Dios nuestro, que seamos Manantial, Luz y Cántico en el mundo actual, tan confundido y aturdido, pero que siempre y en todo lugar, sepamos buscar y practicar ejemplos sencillos y concretos, de vida consagrada a tu Santo Nombre. A Tí Señor, que viniste a consagrar a un pueblo sacerdotal, donde Tú eres el Sumo Sacerdote. Amén.

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