10
de Abril
Viernes
Santo
VÍA
CRUCIS EN EL COLISEO
Su
rostro se refleja en el de cada persona humillada y ofendida, enferma
o que sufre sola, abandonada y despreciada
PALABRAS
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Colina
del Palatino
Viernes
Santo, 10 de abril de 2009
Queridos
hermanos y hermanas:
Al
terminar el relato dramático de la Pasión, anota el evangelista San
Marcos: «El centurión que estaba enfrente, al ver cómo había
expirado, dijo: “Realmente este
hombre era Hijo de Dios”» (Mc 15,39). No deja de
sorprendernos, la profesión de fe de este soldado romano, que había
asistido al desarrollo, de las diferentes fases de la crucifixión.
Cuando
la oscuridad de la noche estaba por caer, sobre aquel Viernes único
de la historia, cuando el sacrificio de la cruz, ya se había
consumado, y los que estaban allí se apresuraban, para poder
celebrar la Pascua judía, a tenor de lo prescrito, las breves
palabras oídas de labios, de un comandante anónimo de la tropa
romana, resuenan en el silencio, ante aquella muerte tan singular.
Este
oficial de la tropa romana, que había asistido a la ejecución, de
uno de tantos condenados a la pena capital, supo reconocer en aquel
Hombre crucificado, al Hijo de Dios, que expiraba en el más
humillante abandono. Su fin ignominioso, habría debido
marcar el triunfo definitivo del odio y de la muerte, sobre el amor y
la vida. Pero no fue así. En el Gólgota, se erguía la Cruz, de la
que colgaba un hombre ya muerto, pero aquel Hombre era el «Hijo
de Dios», como confesó el centurión, «al
ver cómo había expirado», en palabras del
evangelista.
La
profesión de fe de este soldado, se repite cada vez que volvemos a
escuchar, el relato de la pasión según San Marcos. También
nosotros esta noche, como él, nos detenemos a contemplar el rostro
exánime del Crucificado, al final de este tradicional Vía Crucis,
que ha congregado, gracias a la transmisión radiotelevisiva, a mucha
gente de todas partes el mundo.
Hemos
revivido el episodio trágico, de un Hombre único, en la historia de
todos los tiempos, que ha cambiado el mundo, no abatiendo a otros,
sino dejando que lo mataran clavado en una cruz.
Este
Hombre, uno de nosotros, que mientras lo están asesinando, perdona a
sus verdugos, es el «Hijo de Dios», que como nos recuerda el
apóstol San Pablo, «no hizo alarde de
su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó
la condición de esclavo… se rebajó, hasta someterse incluso a la
muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8).
La
pasión dolorosa del Señor Jesús, suscita necesariamente piedad,
hasta en los corazones más duros, ya que es el culmen de la
revelación del amor de Dios, por cada uno de nosotros. Observa San
Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que
entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que
creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16).
Cristo murió en la cruz por amor.
A
lo largo de los milenios, muchedumbres de hombres y mujeres, han
quedado seducidos por este misterio, y le han seguido, haciendo al
mismo tiempo de su vida, un don a los hermanos como Él, y gracias a
su ayuda. Son los santos y los mártires,
muchos de los cuales nos son
desconocidos.
También
en nuestro tiempo, cuántas personas, en el silencio de su existencia
cotidiana, unen sus padecimientos a los del Crucificado, y se
convierten en Apóstoles, de una auténtica renovación espiritual y
social.
¿Qué
sería del hombre sin Cristo?. San Agustín señala: «Una
inacabable miseria, se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera
llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si
Él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras
derrumbado, si Él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él
no hubiera venido» (Sermón, 185,1). Entonces, ¿por
qué no acogerlo en nuestra vida?.
Detengámonos
esta noche, contemplando su rostro desfigurado: es el rostro del
Varón de dolores, que ha cargado sobre sí, todas nuestras angustias
mortales. Su rostro se refleja, en el de
cada persona humillada y ofendida; enferma, o que sufre sola,
abandonada y despreciada. Al derramar su sangre, Él nos
ha rescatado de la esclavitud de la muerte, ha roto la soledad de
nuestras lágrimas, y ha entrado en todas nuestras penas, y en todas
nuestras inquietudes.
Hermanos
y hermanas, mientras se yergue la Cruz sobre el Gólgota, la mirada
de nuestra fe, se proyecta hacia el amanecer del Día nuevo, y
gustamos ya el gozo y el fulgor de la Pascua. «Si
hemos muerto con Cristo –escribe San Pablo–, creemos que también
viviremos con Él» (Rm 6,8).
Con
esta certeza, continuamos nuestro camino. Mañana, Sábado Santo,
velaremos en oración. Pero ya ahora oremos con María, la Virgen
Dolorosa, oremos con todos los que sufren; oremos sobre todo, con los
afectados por el terremoto de L’Aquila: oremos para que también
brille para ellos, en esta noche oscura, la estrella de la esperanza,
la luz del Señor resucitado.
Desde
ahora, deseo a todos una feliz Pascua, en la luz del Señor
Resucitado.
©
Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana
Promesas
Hechas por Nuestro Señor Jesucristo a los que meditan su Santa
Pasión
1ª)
Obtendrán el entero perdón de los pecados.
2ª)
Conseguirán las fuerzas necesarias, para resistir a todas las
tentaciones diabólicas.
3ª)
En la hora de la muerte, gozarán de una Paz Perfecta, y tendrán la
seguridad de salvarse.
Oración:
En esta noche dolorosa Señor, hacemos nuestro voto de
meditar tu Santa Pasión, y así honrarte y acompañarte, todos las
noches, especialmente los Jueves, de 23.00 a 24.00 hs, y todos los
días, especialmente los Viernes, a las 15.00 horas, y así alcanzar
la Gracia de tu Misericordia, en donde tu Sagrado Corazón se abre al
nuestro, y nosotros al tuyo, para que nos sirva de refugio y
consuelo. Amén.
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