5
de enero
San
Simeón Estilita
(†
459)
Breve
Los
estilitas, llamados también “ermitaños de columna”, eran
místicos que vivían en la punta de una columna muy alta,
alimentados en más de ocasión, por las aves del cielo, que les
llevaban comida, y guardaban el agua de lluvia en alforjas.
Tuvieron
que vivir de esa manera, para resguardarse en un lugar aislado, y así
poder vivir y orar, dada la inmensa multitud que acudía a verlos,
para implorar curaciones, bendiciones y consejos. Sólo se podía
acceder por una escalerilla, que bajaba el ermitaño, cuando
terminaba sus oraciones.
Más
de un emperador Bizantino, tuvo que esperar humildemente, varias
horas al pie de esas columnas, para oír consejos y advertencias
precisas, que les hacían llegar estos Santos, por inspiración
Divina.
Nosotros
no podemos ni siquiera entender todo esto, acostumbrados a nuestro
aire acondicionado, la televisión digital de alta definición,
celulares de cuarta generación y la Internet, en donde muchas veces
pasamos horas perdiendo el tiempo, hablando o viendo insensateces, y
algunas más dedicados a actividades para nada santas.
En
cambio estos Santos, que nada poseían materialmente, se conectaban
espiritualmente con el Maestro Universo, y con la propia Morada
Divina, bajo un cielo estrellado y límpido, como su corazón y
mente.
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J.
FERNANDO ROIG
Los
alrededores de Antioquía, en el extremo oriental del Mediterráneo,
fueron durante los siglos V y VI, escenario de vida eremítica. Toda
la región estaba poblada de monasterios, y habitada por anacoretas.
El más popular de todos ellos, fue San Simeón, llamado más tarde
el Estilita, por lo que pronto veremos.
Nació
Simeón, al declinar el siglo IV, en Sisán, pueblo situado entre los
confines de Cilicia y Siria. De pequeño fue pastor, y al frente de
un rebaño de ovejas, recorría las montañas vecinas. Era cristiano;
pero de Dios, sabía lo poco que le enseñaron sus padres, gente
sencilla, que vivía de la tierra y del pastoreo.
Un
amanecer, al levantarse como de costumbre, vio todo nevado. No pudo
salir con las ovejas aquella mañana, y se dirigió a una iglesia.
Un
monje estaba pronunciando las palabras del Evangelio:
"Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados;
bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios...".
El zagal no acababa de comprender, y preguntó a un anciano: "¿Qué
debo hacer, para merecer la bienaventuranza?". "Lo
más seguro - respondió el anciano - es dejarlo todo, y llevar vida
de anacoreta".
En
otra ocasión, estando también en la iglesia, rogaba a Dios Nuestro
Señor, que le mostrase el camino, en que podría servirle. Perseveró
largo tiempo en esta petición, hasta que se durmió, y tuvo un
sueño. Soñó que cavaba en la tierra, para poner el fundamento de
un edificio: "Ya está" - pensó entre sí -; mas
una voz decía: "Es preciso que ahondes más". El
joven cavó profundamente. La advertencia se repitió por dos veces
más, hasta que oyó: "Hay bastante; ahora podrás elevar el
edificio con seguridad".
Despertó
del sueño, se fue al monasterio más cercano, y pidió ser admitido.
Tenía entonces unos catorce años. Allí aprendió de memoria el
Salterio, para poder rezar, pues en aquella época, los libros eran
raros.
No
pareciéndole bastante rigurosa aquella vida, al cabo de dos años,
se fue cerca de Teleda, a una colonia de monjes, que vivían bajo la
obediencia del santo abad Heliodoro. Los otros compañeros, pasaban
días alternados sin comer nada. Al joven le pareció eso poca
abstinencia, y sólo comía los domingos.
Habiendo
hallado una cuerda rústica, tejida con mirto silvestre, se la
enrolló estrechamente al cuerpo, y lo hizo con tanta violencia, que
se le adhirió al cuerpo, y le llagó la carne, hasta manar sangre.
Eso fue la causa por la cual, se descubrió tan áspera
mortificación. El abad intervino. Los hermanos fueron despegando la
cuerda con extrema dificultad, humedeciéndola. Una vez curado, el
abad le despidió con buenas palabras, pues creyó que aquel fervor
extremado, podría ser motivo de escándalo, para otros más débiles.
Simeón
dejó el lugar, y se internó en el monte. Anduvo indeciso, hasta
encontrar una cisterna abandonada, y sin agua. Se bajó a ella, y se
pasó cinco días en oración. Entre tanto, sus antiguos compañeros,
arrepentidos de haber perdido tan ejemplar compañía, fueron en su
busca, y guiados por unos pastores, pudieron dar con él. Le ayudaron
a salir de la cisterna, y le rogaron que volviera al cenobio, con
gran admiración del joven, que no comprendía por qué tenían con
él, tales muestras de afecto, pues se consideraba un gran pecador.
Poco
tiempo después, se dirigió a un monte, cerca del pueblo de
Telaniso, y allí emprendió vida de penitencia, en absoluta soledad
y sin reservas. Esto sucedía hacia el año 412, cuando Simeón
contaba unos veintitrés años de edad. Al llegar la Cuaresma, pensó
que podría pasarla sin comer.
Pidió
el parecer a un anciano sacerdote, llamado Baso, que era guía
espiritual de otros anacoretas. El anciano aprobó aquella santa
locura, pero con la condición, de que tuviese consigo agua y pan: no
fuera a tentar a Dios. Simeón le dijo entonces: "Ponme,
padre, diez panes y un jarro de agua; si mí cuerpo lo necesita, los
tomaré".
Baso
tapió la puerta del anacoreta con lodo, y le dejó. Simeón pasó
los primeros días en pie; después rezaba el oficio divino sentado.
Los últimos días, era tanta su debilidad, que los pasó echado.
Terminada la Cuaresma, su director fue a visitarle, y lo encontró
exánime. Le avivó, mojándole los labios, y le hizo probar
alimento.
Siempre
insatisfecho, buscó un lugar más agreste, hacia el interior de los
montes, más allá de Teleda. Se construyó con piedras un muro, a
modo de reducida clausura, y se ató el pie a una gran roca, con una
cadena. Allí, con toda libertad, bajo el azul del cielo, y fuera de
las miradas humanas, se entregó a la contemplación. Mas el
resultado, fue contrario a lo que el Santo hubiera querido, pues por
ese tiempo, comenzó a trascender la fama de su santidad, y varias
personas iban a visitarle.
Una
de las visitas, fue la del corepíscopo – prelado inspector - de
Antioquía, llamado Melecio, el cual le reprendió cariñosamente,
diciéndole que no tenía por qué encadenarse, como se hace con los
irracionales, pues al hombre le basta la razón, junto con la gracia,
para sujetarse a unos límites, y no excederlos. El Santo obedeció
sin más, y se dejó desatar.
Cundió
la fama, y la gente acudía de todas partes, no sólo de las
provincias cercanas, tales como persas, armenios, ismaelitas, árabes
o georgianos, sino que la noticia llegó a Italia, a España y a
Francia. Desde muy lejos, llegaban peregrinos y curiosos; le pedían
consejos, bendiciones, curaciones, milagros...
No
contentos con verle y oírle, querían tocarle, y hacerse con
recuerdos, a costa de su andrajoso hábito. El joven anacoreta les
atendía en lo posible. Sin embargo, para
aislarse de los visitantes, ideó otro sistema de vida. Hizo
construir una columna o pilar, de seis codos al principio, más tarde
de doce, de veinte, y al fin de treinta y seis codos (unos diecisiete
metros).
El
resto de su vida, treinta y siete años, los pasó en la columna, a
cielo raso, y sin abrigo contra el sol, la lluvia o el viento. De
vivir en esa columna (stilos en griego), le quedó el sobrenombre de
estilita.
Se
puede decir que no dormía, comía apenas (una sola vez por semana,
poca cosa, y nada durante la Cuaresma). La mayor parte del día y de
la noche, la pasaba en oración, ora postrado, ora en pie. Cuando
rezaba en pie, hacía reverencias continuamente, hasta llegar con la
cabeza a los pies. En las grandes festividades, pasaba toda la noche
en oración, con las manos levantadas, sin dar muestras de cansancio,
en una postura muy penosa. Nunca se le vio echado ni sentado.
Al
llegar aquí se impone una aclaración, puesto que hay motivos para
pensar, si todo esto que venimos contando, no pasa de piadosa
leyenda. La vida de San Simeón, nos ha sido transmitida por
Teodoreto, que también fue monje en aquella región, hasta que le
sacaron del monasterio, para ocupar la sede episcopal de Ciro,
diócesis vecina a la de Antioquía.
Conoció
a San Simeón, cuando ambos eran monjes, y lo visitó varias veces en
su columna. "Yo mismo – cuenta Teodoreto – le vi en la
columna, aunque con notable peligro de mi parte; pues estando rodeada
de extranjeros, que iban a pedirle la bendición, en cuanto Simeón
me vio, dijo a los presentes que pidieran la bendición a mí, que
era sacerdote. Entonces aquella buena gente, se abalanzaron sobre mí,
con los brazos implorantes; agarraban mis vestidos hasta romperlos, y
se asían a mis barbas, y de veras que ellos me hubiesen matado, si
el Santo desde la columna, no les diera voces para que me dejasen".
Evagrio,
abogado de Antioquía, un siglo después, es un historiador fiel, que
también se ocupa de su compatriota San Simeón, y lo que cuenta de
él, coincide con lo que escribió Teodoreto.
Confesamos
que una vida de tanta austeridad, no sólo está por encima de lo
corriente, sino que es difícil de explicar, sin una intervención
de Dios Nuestro Señor. Había pasado la era de los mártires, y
ahora los anacoretas ofrecían, una nueva forma de ser "mártires",
o sea, testigos de Jesús.
El
caso de San Simeón Estílita, es exponente de aquella forma de
santidad, que nos describen las historias del monaquismo. También
hemos de confesar, que no siempre hubo pureza de intención, en
aquellas penitencias horrorosas, extravagantes a veces, y en plan de
competencia mutua que algunos hicieron, con el fin de granjearse
popularidad, y sacar partido de ella. San Simeón no fue el único
estilita, puesto que su ejemplo, tuvo pronto imitadores.
A
fines del siglo VI, el principal discípulo de nuestro santo, fue sin
duda San Daniel, el cual hizo levantar su columna, no lejos de
Constantinopla.
La
parte superior, terminaba con una pequeña balaustrada, a modo de
púlpito. Gennades, obispo de Constantinopla, admirado de la
penitencia de San Daniel, le ordenó sacerdote en la misma columna, y
el emperador León, hizo construir junto a ella, un pequeño
monasterio para los discípulos.
Fueron
modos de vivir que se nos antojan raros, porque no sincronizan con
nuestro modo de pensar; pero que fueron de gran ejemplaridad, en
aquellos tiempos. Dios ha suscitado la santidad, por innumerables
caminos, según las necesidades de cada época.
Los
estilitas escogieron, el camino de la penitencia pública e integral,
como una forma de predicación continua. Se tenían por simples
predicadores de la penitencia, sin pensar que fueran santos.
San
Simeón nunca consiguió aislarse de la gente. Cuanto más se lo
ingeniaba, más visitado fue por toda clase de personas. Dos veces al
día, predicaba a los que esperaban al pie de su columna, y entre
sermón y sermón, atendía las peticiones, respondía a preguntas, y
componía pleitos.
Tan
duro era consigo, como afable con los demás. Llama viva sobre el
candelero, que alumbraba a los buenos, encendía a los tibios, y
removía la conciencia de los pecadores.
En
cierta ocasión, se presentaron dos grupos de extranjeros, cada uno
con su filarco o capitán, y unos y otros pretendían, que el Santo
bendijera el suyo propio. Decían los primeros, que el filarco que
presentaban, era merecedor de bendición, y no el otro que era malo.
"Razón de más - contestaban los otros -, pues si es malo,
que lo bendiga el Santo para que sea bueno". Porfiaban y se
impacientaban, hasta que el Santo logró que se calmaran, e hicieran
las paces.
Unos
tintoreros de Antioquía, maltratados por el prefecto de la ciudad,
fueron a exponerle sus querellas, e implorar su intercesión. En
otra ocasión, logró que los acreedores perdonaran deudas, a quienes
no podían pagar.
Combatió
desde la columna a los paganos, a los apóstatas y a los herejes; no
para humillarlos, sino para atraerlos a la verdadera doctrina. Sus
biógrafos aseguran, que convirtió a millares de persas, armenios,
georgianos y sarracenos. Un famoso asesino,
Antíoco de nombre, murió de dolor y arrepentimiento, al pie de la
columna, después de haber oído al Santo.
Desde
su célebre columna, recibió a príncipes, aconsejó a reyes, e
intervino en los asuntos de la Iglesia. En las actas del
concilio de Éfeso, se ha conservado una carta del emperador Teodosio
II, en la cual pide a Simeón, que ayude la causa de la Iglesia, y
procure que Juan, patriarca de Antioquía, desista de sostener la
herejía de Nestorio.
Años
después, la emperatriz Eudoxia, viuda de aquel emperador, al ver que
Eutiques, acababa de ser condenado en el concilio de Calcedonia,
mandó emisarios al Santo, para pedirle consejo. Simeón le respondió
con admirable libertad, y cierta galantería. Le dijo que el demonio,
envidioso de ella, tan rica en buenas obras, quería despojarlas de
ellas, minando su fe.
Del
emperador Marciano, esposo de Santa Pulqueria, y sucesor de Teodosio
II, se cuenta que para ver y oír al santo estilita, con entera
libertad, en más de una ocasión, dejó el vestido imperial, e iba a
verle de incógnito. También le escribió el emperador León I,
sucesor del anterior. Evagrio nos ha conservado otra carta, que el
Santo escribió a Basilio de Antioquía, su propio prelado, para
animarle a que siguiera, las decisiones del concilio de Calcedonia.
Su
humildad era manifiesta. Se tenía por el más despreciable de todos.
En la carta a Basilio de Antioquía, que acabamos de mencionar, se
llama a sí mismo, "humilde y exiguo, aborto de monjes".
Sabemos por Evagrio, que los solitarios vecinos, estaban admirados de
la humildad del Santo.
Mas
como el demonio se mete, entre las cosas más santas, quisieron
probar si su intención era totalmente sincera y pura. Entonces
despacharon a unos cuantos, con indicaciones expresas. Esos tales se
presentaron al pie de la columna, y comenzaron a reprenderle, porque
había abandonado el camino de santidad, que tantos otros siguieron,
y en el cual se habían santificado, para seguir en cambio, los
caprichos de su mente, y tomar un género de vida, que nadie había
seguido hasta entonces.
Al
final le instaron, en nombre y representación de los demás
anacoretas, a que descendiera de la columna, y se comportara como los
demás. Nuestro Santo, oídas tales razones, pensó que realmente no
estaba bien singularizarse, y puesto que
Dios prefiere, la Obediencia a los sacrificios, acto
seguido pidió una escalera para bajarse. Entonces los emisarios
dijeron: "Continúa en tu decisión, porque es voluntad de
Dios".
Murió
el 5 de enero del año 459, a los setenta años de edad,
aproximadamente. La muerte lo halló rezando, y quedó inclinado, en
la forma que tenía por costumbre al orar.
La
noticia se divulgó rápidamente por Antioquía. Los restos del
Santo, tuvieron que ser guardados, por soldados de la ciudad, pues
los habitantes de otros pueblos querían llevárselos.
Su
cuerpo fue colocado en la iglesia de San Casiano, y más tarde, en
otra que levantaron en su honor, con el nombre de iglesia de la
Penitencia. El emperador León, intentó trasladar las reliquias a
Constantinopla, mas los habitantes de Antioquía se opusieron
vivamente.
Su
tumba fue durante muchos años, lugar de curaciones portentosas. En
el lugar de la columna, se levantó un monasterio y un patio
octogonal, al que dan cuatro basílicas. La columna quedó a la
vista, en el centro del patio. Era la edificación más monumental de
todo el Oriente cristiano. Todavía se conserva, semiderruido, con
las piedras que sirvieron de base a la famosa columna. Los
beduinos llaman a aquel lugar, hoy solitario, Ka’at Simân
(Castillo de Simeón).
Oración:
Te pedimos Señor y Dios nuestro, que por los méritos y la
intercesión de San Simeón Estilita, podamos desprendernos de toda
futilidad en nuestra Vida, y preservar lo único importante: nuestra
Amistad contigo, mediante la Oración y la Penitencia sincera. A Tí
Señor, que siempre preferiste la soledad, para Orar al Padre, y
tomar nuevas energías. Amén.
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