16
Enero
San
Marcelo I, 30ª Papa y Mártir
(†
308)
Breve
Su
pontificado duró solo un año, luego de estar casi tres años, la
sede papal vacante, dada la violenta persecución reinante, contra
los cristianos. Encaró con valentía, la obligación penitencial de
los “lapsis”, es decir de quienes habiendo renunciado a su fe,
ante las persecuciones de Decio y Valeriano, querían reincorporarse
de nuevo a la Iglesia.
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En
la serie de los romanos Pontífices, San Marcelo es el número
treinta. Su pontificado fue de muy escasa duración, un año nada
más, que transcurre del año 308 al 309. Todavía no era la suya,
una época muy apta para los largos pontificados, aun cuando la salud
personal, lo hubiera permitido.
Si
cualquier simple cristiano, corría continuos peligros de perder la
vida, mucho más, los que por imperativo del deber, tenían que
actuar como jefes de la perseguida comunidad, en este caso, con el
carácter supremo y forzosamente visible, a que su jerarquía le
obligaba.
La
Iglesia, era ya una verdadera potencia en este tiempo. La fuerza
avasalladora de su espíritu, había ido superando todas las
dificultades, que a lo largo del siglo II, se levantaron contra ella.
Las persecuciones de Decio y Valeriano,
sirvieron para robustecerla.
Y
cuando el último de éstos murió, prisionero de los persas, su hijo
y sucesor, Galieno, optó por abrir una era de tolerancia, como quien
está convencido, de que era imposible, e incluso injusto, destruir
aquella religión, que tan firmes raíces había logrado echar, en el
alma de sus seguidores.
¿Progresaría
este convencimiento, en sus inmediatos sucesores?. La Providencia
tenía dispuesto que no fuese así. Todavía habían de tardar en
aparecer en el horizonte, los días de la paz y la victoria
definitivas.
Durante
los años 284 al 305, tiene lugar el largo reinado de Diocleciano, el
cual, respetuoso para con los cristianos, sólo al final se desató
en una implacable persecución, que había de ser la última, pero
también la más violenta y generalizada, de cuantas se habían
decretado.
Entre
los años 303 al 305, cediendo a las instigaciones de Valerio, firmó
el emperador, sucesivos edictos persecutorios, y en todas las
regiones del Imperio, excepto en las Galias y Gran Bretaña,
innumerables mártires sellaron con su vida, la fe que proclamaban.
El papa San Marcelino, fue una de sus víctimas, en el año 304.
Sucedió
a este Pontífice, en la silla de Pedro, el presbítero romano
Marcelo, que había sido, en los días de la persecución, uno de
aquellos héroes tan frecuentes, en la Iglesia de entonces, firmes
puntales de la comunidad combativa, a la que superando dificultades
sin cuento, había tratado de sostenerse, con su intrépida caridad y
arrojado celo. De él, la historia nos dice poco, y la leyenda no
mucho.
Empezando
por la fecha misma de su elección, nos encontramos con que ésta, no
pudo hacerse, hasta mayo o junio del 308, según el catálogo
liberiano, o en el 307, según otras fuentes, lo cual significa, que
hubo un paréntesis de tres o cuatro años, desde la muerte del papa
anterior, en que la Iglesia estuvo privada de su jefe visible. Al
dolor de la sangre, derramada por tantos hijos suyos, se unió
también el de orfandad, y el de desamparo.
No
hace falta esforzarse mucho, para comprender que la única
explicación de este hecho, se halla en lo inseguro y turbulento, de
la situación político - religiosa de la época. Era imposible,
mientras durara la tempestad, que se reunieran los obispos, que
habían de intervenir en la elección.
Es
cierto que Diocleciano abdicó en el 305, y la persecución cesó.
Pero no fue así en el Oriente, y aun en la misma Roma, aparecieron
intermitentes brotes de la misma, aun después de que Majencio, quedó
como único dueño de esta parte del Imperio.
Elegido
por fin Marcelo, su tarea principal, fue restaurar la disciplina
eclesiástica, harto quebrantada, como consecuencia de la anterior
situación, y reorganizar la jerarquía en los diversos grados,
entonces existentes.
Era
un hombre de carácter enérgico, aunque templado y sereno; enemigo
de estridencias, pero muy tenaz en sus propósitos, y valeroso en el
mantenimiento de las resoluciones adoptadas. Los que le
eligieron, conocían sus dotes y sabían muy bien, que era el hombre
que las circunstancias reclamaban.
La
persecución, sabiamente dirigida mientras duró, había atacado ante
todo, a la organización misma, de la vida de la Iglesia. Sus
principales objetivos, fueron arrasar los templos, y lugares de
reunión de los cristianos, quemar los libros sagrados, así como los
documentos de los archivos, y llevar a la apostasía, o a la muerte,
a los sacerdotes, pero con preferencia a los simples fieles.
El
nuevo Papa, se dedicó ardorosamente, a habilitar nuevas iglesias;
restableció o elevó a veinticinco, los títulos presbiterales de la
ciudad de Roma, equivalentes a otras tantas parroquias; consagró
nuevos obispos y sacerdotes; estableció un nuevo cementerio, que
llegó a hacerse famoso, en la Vía Salaria; y
abrió las puertas de la reconciliación, no sin antes exigir la
debida penitencia, a quienes fueron más débiles que apóstatas, y
se habían separado de la Iglesia, en los días amargos, buscando
ahora el abrazo del perdón.
Eran
los famosos "lapsis", que con su presencia, tantas veces
dieron ocasión, en la Iglesia primitiva, a conflictos de diversa
índole y a doctrinas encontradas, bien por su intolerable rigorismo,
bien por su indulgencia inadmisible.
De
esto último, se resentía ahora la tendencia, que trataba de
prevalecer en Roma. Querían muchos que los que habían sido
apóstatas, fuesen de nuevo admitidos en la Iglesia, sin hacer
penitencia. A ello se opuso terminantemente, el papa Marcelo.
Con
tal motivo, la situación se hizo demasiado tensa, entre los
partidarios de una y otra tendencia, y llegaron a producirse
disturbios y revueltas callejeras en Roma, incluso con derramamiento
de sangre. Tachaban al Pontífice de demasiado riguroso, siendo así
que él no hacía otra cosa, más que mantener la necesaria
disciplina penitencial.
Esto
es lo que dio origen, a los llamados cismas romanos, semejantes en
algún sentido, a los que por razones de la misma índole, surgirían
poco después, en Egipto con Melecio, y en África con los
donatistas.
Majencio,
que a la sazón gobernaba en Roma, hizo responsable de todo al papa
Marcelo, y le condenó al destierro; un brutal atropello, equivalente
a un acto de auténtica persecución.
No
sólo se trataba de la usurpación de funciones, en materia
religiosa, que en modo alguno le correspondía, sino de odio
manifiesto, a la firme actitud que el Pontífice mantenía, en
defensa de la pureza de la fe, y la moral cristiana, y como
restaurador de la jerarquía y sus derechos.
Poco
tiempo después, en enero del 309, según el citado catálogo, o del
308 según otros, moría el santo Pontífice, en su destierro,
consumido de dolor y privaciones.
A
estos datos, de los que claramente se hace eco San Dámaso en el
epitafio, que medio siglo después redactó, para honrar la memoria
de Marcelo, se añaden algunos otros, que sólo se encuentran en
actas compuestas, varios siglos más tarde, en las cuales resulta
difícil distinguir lo verdaderamente histórico, de lo que la
piadosa leyenda, pudo haber añadido.
Se
nos dice que fue condenado a cuidar, como mozo de establo, a las
bestias de las caballerizas públicas de Roma, hasta que
una piadosa matrona cristiana, Lucila, le brindó refugio oculto en
su propia mansión. Transformada ésta más tarde en iglesia; a ella
acudían los cristianos, y desde allí seguía ejerciendo su acción
pastoral, el perseguido Pontífice.
Incluso
se habla de unas cartas, que escribió a los obispos de Antioquía,
recomendándoles encarecidamente, la unión con la sede de Roma.
Hasta
que por fin, de nuevo descubierto, el perseguidor llevó su
ensañamiento, al extremo de trasladar los animales, a la casa de
Lucila, que de iglesia, se transformó nuevamente ahora, en un
inmundo establo, en el cual se extinguió el valeroso Pontífice, en
un silencioso y lento martirio, nunca rendido su espíritu indomable.
Su
cuerpo fue sepultado, en el cementerio de Priscila.
Oración:
Te pedimos Señor y Dios nuestro, que por los méritos e
intercesión del Papa San Marcelo I, podamos ser tratados con
benevolencia, cuando nos presentemos ante tu trono, ya que muchas
veces, nos hemos comportado como “lapsis”, renegando de Tí y de
nuestra gloriosa Fe, en tu Victoria Final. A Tí Señor, que no
temiste subir al Gólgota, en cumplimiento de los designios Divinos.
Amén.
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