miércoles, 15 de enero de 2020


15 de enero

San Pablo, Primer Ermitaño y San Macario el Viejo


Ermitaños
(† ca. 341)

"Si el Señor me diera a escoger, no titubearía en elegir la túnica de Pablo, con sus méritos, más que las púrpuras de los reyes, con sus penas".

Breve
La aparición de Pablo Ermitaño, desde una perspectiva histórica, puede compararse a la de un meteoro, cuyo paso es señalado únicamente, por medios potentes de captación. En su larga carrera mortal, pasó San Pablo Ermitaño, desapercibido a los ojos del común de los mortales, y sólo la mirada de águila de San Jerónimo, logró captar los destellos de virtud, que irradiaba su personalidad, desde las fragosidades del desierto de la Tebaida.
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Luis Arnaldich, O. F. M.

Se cree que nació San Pablo Ermitaño, hacia el año 228. Su casa natal, apenas se diferenciaba de las de sus conciudadanos, menos favorecidos por la fortuna, obradas con adobes de limo del Nilo, secados al sol. Sus padres eran ricos y hacendados.

No sabemos, cuáles eran las relaciones de la familia, con los poderes de ocupación. Desde hacía casi dos siglos, Egipto había perdido su independencia, para incorporarse, al igual que otros pueblos de África y Asia, al vasto Imperio romano. Las órdenes de los césares romanos cruzaban el mar, y llegaban a Egipto, a través de los funcionarios imperiales.

Pero sucedía muchas veces, que a pesar de las promesas de los emperadores, y en contra de su voluntad, no se hacia justicia al pueblo, que enviaba sus barcos cargados de víveres, a la capital del Imperio, y alimentaba a funcionarios y soldados, estacionados en su suelo. La familia de Pablo estaba obligada, como cualquier otra, a pagar los gastos de las tropas de ocupación, y a contribuir con su tributo al erario imperial.

La familia de Pablo era cristiana, pero no sabemos cuándo la fe de Cristo, se adueñó de aquel hogar, y en qué grado se había arraigado, en el corazón de los padres del santo ermitaño. Por largos años, gozó el cristianismo de paz, dentro del Imperio romano, y gracias a la misma, fueron muchos los cristianos, que escalaron puestos de responsabilidad, civil y militar.

En Egipto, la fe cristiana se instaló en primer lugar, en las ciudades de la costa mediterránea, y de allí fue remontando paulatinamente hacia el interior, creándose pequeñas comunidades cristianas, junto a las riberas del Nilo, e incluso en los oasis del desierto.

Sin embargo, el favor de que gozaba la religión cristiana, el roce continuo con los paganos. la penuria del clero docto, los obstáculos naturales, que entorpecían el contacto con la jerarquía eclesiástica, fueron causa de que se cultivara una fe superficial, y de que reinara en algunos lugares, cierto sincretismo religioso, y de que la ignorancia en materias de religión, fuera espantosa. Esta fe vacilante, podía desaparecer tan pronto, como soplaran los vientos de la persecución. Y ésta llegó con el emperador Decio.

En octubre del año 249, Decio quedó dueño absoluto del Imperio. Enardecido por un celo fanático, llegó al convencimiento, de que la veneración de los dioses, era la base para la prosperidad del Imperio romano. A los cristianos hacía responsables, del divorcio existente entre los dioses.

En Egipto, como en otras partes, se exigió el cumplimiento escrupuloso del edicto imperial. ante el cual los cristianos reaccionaron diversamente. Como tónica general, cabe señalar que los efectos del edicto fueron lamentables; el número de apóstatas sobrepujó toda previsión.

Nunca la Iglesia, tuvo que deplorar tanta defección. Unos renegaban de su fe públicamente, otros huían, y se refugiaban en la clandestinidad. Familias, grupos enteros, llegaban al cercano desierto. Individuos aislados, se ocultaban en los bosques, en los cañaverales de los pantanos, en tumbas y en grutas, cuando no en la vivienda de algún pagano (Queffélec).

Pero no faltaron, quienes se mantuvieron valientes, a pesar de las amenazas y suplicios, a que se los sometía. Las recias y santas columnas de la Iglesia, dice Eusebio, fortalecidas por Él, y sacando de su probada fe, una dignidad, vigor y potencia proporcionados, fueron admirables testimonios de su reinado.

La persecución de Decio, decidió el rumbo que tomaría en el futuro, la vida de San Pablo Ermitaño. Contaba a la sazón, unos veinte años cumplidos. El edicto imperial, le ponía en la alternativa de apostatar de su fe, o de morir en defensa de la misma. Sus padres habían muerto, y el joven vivía en compañía, de una hermana casada.

Además de una rica hacienda, que sus padres le dejaron en herencia, así como de una educación refinada, y una cultura humanística, que abarcaba el conocimiento perfecto, de las letras griegas y egipcias. Si renegaba de Cristo, podía seguir al frente de sus propiedades, y disfrutar de una vida apacible en el hogar; pero si decidía perseverar en la fe, debía afrontar los males que caerían sobre él, incluso la muerte.

Imitando el ejemplo de muchos de sus conciudadanos también cristianos, tomó la decisión, de ausentarse del pueblo natal por algún tiempo, esperando a que cediera la vehemencia de la persecución. Poniendo en práctica sus proyectos, se marchó a un pueblo lejano, con la esperanza de pasar allí, totalmente desapercibido.

Pero fallaron sus cálculos, por cuanto su cuñado, que debía velar por la vida de Pablo, le amenazó con delatarle a la autoridad. ¿Era o no cristiano el cuñado?. ¿Había acaso renegado de la fe, y quería vengarse ahora, de un valiente soldado de Cristo, que le confundía con su ejemplo?. ¿Fue el interés, el móvil que empujó al cuñado a perseguir a Pablo?. No lo sabemos.

De nada sirvieron los ruegos y las lágrimas de la hermana; tampoco los lazos de la sangre, fueron capaces de ablandar el corazón del cuñado. Puesto Pablo al corriente, de las maquinaciones de aquél, se marchó a unos montes desiertos, esperando a que amainara el temporal, desencadenado por Decio contra los cristianos.

También en esta ocasión, se frustraron las esperanzas de Pablo, por cuanto, a la muerte de Decio, le sucedió Valeriano, aclamado emperador por sus tropas, en el año 253. Favorable en un tiempo a los cristianos, no tardó mucho en convertirse, en perseguidor de los mismos.

Por su edicto del otoño del año 257, amenazó con pena de muerte, a los que asistieran a reuniones sagradas, y visitaran los cementerios, exigiendo además a todos, el reconocimiento del culto oficial del Imperio romano.

De vez en cuando, regresaba Pablo al poblado, en busca de provisiones, y para informarse de la marcha, de los acontecimientos políticos y religiosos del Imperio, y otras tantas veces debía internarse, en la inmensidad del desierto.

En una de las ocasiones, en que volvía a su guarida, adentrándose hasta el mismo corazón del desierto, tropezó con un monte pedregoso, en cuya falda, divisó la entrada a una caverna, medio obstruida por una gran piedra.

Movido por la curiosidad, penetró dentro de la cavidad, y se halló frente a un vestíbulo espacioso, a cielo abierto, cubierto por las ramas de una vieja palmera. Divisó allí mismo, a un manantial de aguas purísimas, que tras de un brevísimo curso, desaparecían en el suelo.

Por la pendiente del monte, existían otras muchas cuevas más pequeñas, dentro de las cuales, había restos de yunques, martillos, y otros instrumentos que sirvieron, en los tiempos de Antonio y Cleopatra, para acuñar moneda.

Se prendó Pablo de aquel lugar, y decidió instalarse allí para siempre. La palmera, se encargaría de suministrarle los alimentos, que hasta entonces, traía de su casa con peligro de su vida; el agua del manantial apagaría su sed. El desierto, que había sido para él, más humano que sus hermanos los hombres, continuaría protegiéndole, de las emboscadas de los enemigos de su fe.

El mundo quedaba lejos, y únicamente la carne y el demonio, le siguieron hasta su escondite, amenazando de continuo la paz de su alma. Pero no era el desierto de la Tebaida, un feudo de los espíritus diabólicos, porque también allí imperaba Dios sobre ellos.

En otro tiempo, el demonio asmoneo, huyó al Egipto superior, donde fue atado por un ángel (Tob. 8,3). Los babilonios y los antiguos pueblos árabes, creían ciegamente que el desierto, estaba poblado por Djins, o sea espíritus diabólicos. Estos seres, según ellos, visitaban los lugares habitados en otro tiempo, y los cementerios. En todas partes se les podía encontrar, al roturar un campo, al excavar un pozo, al levantar una casa, o una choza. Ellos se encarnan en los animales salvajes, en las aves de rapiña, serpientes, lagartos, etc. A veces, se aparecen bajo el aspecto de seres híbridos, cubiertos de pelo.

Según San Jerónimo, cuando San Antonio abad, caminaba por el desierto, en busca de un ermitaño misterioso, de que se le había hablado en una visión, tropezó con hipocentauros, de aspecto terrible y repugnante, pero inofensivos para todo hombre, que sirviera a Dios fielmente.

A ellos, se juntó el coro de otros monstruos, "que los gentiles llaman sátiros", cuya misión era atemorizar a Antonio, y obligarle a que regresara a su monasterio. Ya antes, San Antonio tuvo que mantener una prolongada, y descomunal lucha, contra tales monstruos, encarnación del diablo.

Por otra parte, el Dios de Israel, asentó su morada visible, en el desierto del Sinaí, y atrajo a aquel lugar a su pueblo predilecto, con el fin de hablarle allí confidencialmente al corazón. El contacto con la civilización de Egipto y de Canaán, había contribuido a su progreso técnico y material, pero habían enfriado el espíritu.

Israel fue adoctrinado directamente por Dios, en la soledad del desierto (Os. 2,16), y nunca, en el curso de su historia, olvidó totalmente estos cursos catequísticos divinos. Los profetas recuerdan con nostalgia, los días de la peregrinación de Israel por el desierto, días en que se celebraron sus desposorios con Yahvé.

Como hemos visto, en el desierto montan guardia los ángeles, prontos a encadenar al demonio, y a servir a los que triunfan de él en el combate. San Pablo sabía, que además de la compañía de animales salvajes, y aves de rapiña, podía contar con la de los ángeles, invisibles a su vista, pero muy cercanos a su persona, atentos siempre a protegerle, contra las potestades tenebrosas, y listos para presentar al trono de Dios, los méritos acumulados, con sus penitencias y oraciones.

Con él estaba Dios. que trabajaba a su gusto, el corazón de Pablo. Nunca sabremos lo que Pablo y Dios, se dijeron en la intimidad del desierto; y aquellos prolongados coloquios, de corazón a corazón, llevaron al ermitaño a la cima de la santidad.

Pasaron los años. Pablo se arrastraba penosamente encorvado, por el peso de sus ciento trece años. Hacía unos noventa años que había muerto al mundo, y pensaba morir, sin volver a ver el rostro de un ser humano. Cualquier día, su corazón dejaría de latir; sus carnes se pudrirían en el fondo de la cueva, o serían pasto de animales y aves de rapiña.

Unos huesos descarnados, legarían a la posteridad, el recuerdo del paso de un hombre mortal, en el corazón del desierto de la Tebaida. San Pablo, en este supuesto, habría vivido para sí, desconocido, sin dejar rastro de su paso por el mundo.

Pero no quiso Dios que quedaran bajo el celemín, los ejemplos de su larga vida de penitencias y abnegaciones, y por lo mismo, aprovechó la coyuntura, de que al asaltar a otro viejo ermitaño, el pensamiento de que no había en el desierto, otro monje que le igualara en santidad, se le reveló en sueños, que en las honduras del desierto, vivía uno mucho más perfecto que él, dándole el encargo de visitarle.

El abad Antonio esperó a que amaneciera, para emprender el viaje en busca de su émulo. Con un nudoso bastón en sus manos, emprendió de madrugada su viaje, hacia un lugar desconocido. Contaba entonces con noventa años de edad. Anduvo toda la mañana. Llegado el mediodía, sin avistar alguna huella humana, se decía: "Espero que Dios me enviará, al lugar donde mora su consiervo, de que me habló en una visión".

Refiere San Jerónimo, que el intrépido viajero, tropezó en pleno desierto, con monstruos que trataban de atajarle. Pero San Antonio no se arredró, por cuanto sabía que el diablo, tomaba tales apariencias monstruosas, furioso de ver a su viejo enemigo, pasearse por el desierto. Dos días y dos noches siguió andando, guiado solamente por inspiración divina.

Pero he aquí que entre dos luces, divisó cómo una loba sedienta corría hacia el pie de un monte. San Antonio siguió con la vista los pasos de la fiera, y cuando ésta hubo desaparecido, en el anchuroso desierto, se acercó al lugar, oteó en el interior de la cueva, todavía envuelta en tinieblas, y avanzó cuidadosamente, reteniendo el aliento, y aplicando el oído para captar cualquier ruido, proveniente del interior.

Acostumbrados sus ojos a la oscuridad, trató de acelerar el paso, cuando inopinadamente, tropezaron sus pies con una piedra. Al oír aquél estrépito el ermitaño, temiendo acaso que una fiera, se introdujera en su guarida, se abalanzó hacia la entrada, y la taponó con una gran piedra.

Descorazonado, Antonio ante aquel inesperado recibimiento, se acurrucó junto a la puerta, pidiendo insistentemente, y durante largas horas, que le franqueara la entrada, diciendo: "Sabes quién soy, y de dónde vengo. Bien sé, que no soy digno de aparecer ante tu presencia; pero no me volveré hasta haberte visto. Tú que recibes a las bestias del campo. ¿por qué rehúsas conceder audiencia a un hombre?. Busqué anhelosamente tu morada, y di con ella; ahora llamo para que me abras. Si no alcanzo lo que deseo, moriré en el umbral de tu mansión, y tendrás que sacarme de aquí cadáver".

Por fin, el huraño ermitaño, sonriente, abrió la puerta, y se echó en brazos de Antonio, saludándose los dos, sin haberse conocido antes, con sus respectivos nombres, y ambos dieron gracias a Dios. Repuesto Pablo de la emoción primera, se desató su lengua, diciendo: "He aquí al que buscaste con tantos afanes, estropeado por los años, y en vísperas de que sus carnes, sean pasto de los gusanos".

De repente, cambió el tono jeremíaco de su voz, y abrumó a Antonio, con preguntas relacionadas con el mundo, que había abandonado hacía años: "¿Cómo va el mundo?. ¿Se levantan nuevas construcciones, en las viejas ciudades?. ¿Cuál es el imperio que rige el mundo?. ¿Quedan todavía individuos, víctimas de los engaños diabólicos?". Muchas otras preguntas, dirigió Pablo a su huésped, a las que éste contestaba complaciente.

El emocionante encuentro, y el coloquio que le siguió, habían hecho olvidar a los dos ancianos, la comida material. pero no los había desamparado Dios, ya que todavía enzarzados en animada conversación, vieron que revoloteaba un cuervo sobre sus cabezas, llevando un pan prendido de su pico, que depositó luego, a los pies de los dos ermitaños.

Ante la extrañeza de Antonio, le dijo el ermitaño Pablo: "He aquí que el misericordioso Dios, nos envía la comida. Por espacio de sesenta y más años, me enviaba por el mismo recadero, medio pan, pero con tu llegada se ha duplicado la ración".

Los dos, según San Jerónimo, dieron gracias a Dios, y se sentaron a beber del manantial de aguas cristalinas. Pero se entabló una amigable discusión, sobre quién de los dos partiría el pan, prolongándose la misma hasta la noche. Alegaba Pablo, el privilegio de la hospitalidad, Antonio oponía el de la edad.

Decidieron por fin tomar cada cual el pan por un aparte, tirando hacia sí, y reservándose el trozo, que les quedara en la mano. Después, inclinados sobre el arroyo, bebieron un poco de agua, ofreciendo a Dios un sacrificio de alabanzas, y pasaron la noche velando (Queffélec).

Un nuevo día amaneció en el desierto, y con él un cambio de tono, en el diálogo entre Antonio y Pablo. Sabía éste, que sus días tocaban a su fin, quiso aprovechar la presencia de su amigo, para disponer su sepultura. "Ha llegado el momento tan deseado, dijo Pablo, de despojarme de este cuerpo de carne, para ir a recibir de manos de mi Dios, la corona de justicia. A ti te ha enviado Dios, para que cubras mi cuerpo con tierra; o mejor, para que entierres lo que es tierra".

Al oír Antonio aquellas palabras, rompió en llanto, rogando entre sollozos a Pablo, que le llevara consigo, en el viaje hacia la eternidad. "No, contestó Pablo, porque tus hermanos necesitan todavía de tu ejemplo. Te ruego ahora, si no te es molesto, que vayas a tu monasterio, y traigas el manto que te legó el obispo Atanasio, para envolver con él mi cadáver”.

Se admiró Antonio, de que Pablo supiera lo del manto de Atanasio, infiriendo de ello, que Dios se lo había revelado. Viendo pues, que Pablo era un gran siervo de Dios, bajó la cabeza, y marchó a su monasterio, en busca del mencionado manto.

Le era igual a Pablo, comenta San Jerónimo, que su cuerpo se pudriera, estando al descubierto, u oculto bajo una prenda de vestir; lo que pretendía con lo del palio, era ahorrar a Antonio, el dolor de verle morir.

Antes de llegar al monasterio, le salieron al encuentro dos monjes, quienes admirados, le preguntaron dónde había estado tanto tiempo. El Santo no supo decir otra cosa, que el haber encontrado en pleno desierto a un santo, en comparación del cual, era él un pecador.

Dicho esto, entró rápido en el monasterio, y sin probar alimento, salió de nuevo, en dirección al desierto, acelerando su paso, por miedo a que en su ausencia, entregara Pablo su alma a Dios.

Sus temores se cumplieron desgraciadamente, por cuanto, faltando todavía unas tres horas para llegar a la meta, vio en una visión, el alma resplandeciente de Pablo, entre los coros de los santos. Antonio postró su rostro en tierra, quejándose dulcemente con estas palabras: "¿Por qué me abandonas, Pablo?. ¿Por qué te vas sin decirme adiós?. ¡Tan tarde te conocí, y tan pronto te perdí!".

Refería más tarde San Antonio. que vencida la primera impresión, se incorporó de nuevo, y emprendió veloz marcha, hacia la cueva de Pablo. Entrando dentro de la cavidad, encontró al Santo postrado de rodillas, la frente alta, extendidos los brazos hacia lo alto, y el cuerpo exánime. Creyó al primer momento, que estaba en oración, pero al no oírle ningún suspiro, se convenció de que su amigo, había traspasado los umbrales de la eternidad.

Antonio amortajó el cuerpo de Pablo, con el palio de San Atanasio. Pero llegado el momento de darle sepultura, no encontró a mano, instrumento alguno para cavar la fosa. ¿Qué hacer?. Ir al monasterio en su busca era imposible, por la distancia del trayecto, calculado en cuatro días de viaje, dos de ida y otros dos de vuelta. Entonces se le escaparon las palabras: "Moriré Señor, junto a tu siervo Pablo".

Ocupado en estos pensamientos, vio surgir de las profundidades del desierto, a dos leones, que con paso veloz, avanzaban en dirección a él. Durante unos momentos, sintió la sensación del miedo, pero pronto se repuso, al ver que una vez junto al cadáver de Pablo, movían los leones suavemente sus colas, y lanzaban al aire dolorosos quejidos, asociándose, a su manera, al dolor que embargaba el corazón de Antonio.

Luego empezaron ambos, a excavar la tierra con sus garras, hasta abrir una zanja, capaz de contener el cadáver de un hombre. Terminada aquella tarea, se acercaron a Antonio cabizbajos, lamiendo sus manos y pies, y esperando a que les diera su bendición y autorización, para regresar con su manada.

Antonio perdía a un amigo, y la humanidad a un santo. Transido de dolor su corazón, ejerció para con su amigo Pablo, la obra de caridad, de enterrar su cadáver. Una vez terminada la lúgubre ceremonia, resolvió Antonio regresar a su monasterio. Como recuerdo inolvidable, cargó con la túnica tejida con hojas de palmera, que usaba Pablo, para cubrir sus desnudeces, y que usó Antonio en lo venidero, en las solemnidades de Pascua y Pentecostés.

San Jerónimo acaba la vida de Pablo, con las palabras: "Si el Señor me diera a escoger, no titubearía en elegir la túnica de Pablo con sus méritos, más que las púrpuras de los reyes, con sus penas".

A San Jerónimo, debemos los pocos datos históricos, sobre la vida y virtudes de San Pablo Ermitaño, del cual dice que fue en realidad, el creador del monaquismo. Es posible que San Jerónimo, al escribir la vida de Pablo, diera en algunas cosas, rienda suelta a su imaginación, tratando de embellecer con descripciones poéticas, los datos escuetos de la historia.

No es posible trazar una línea divisoria, entre la leyenda y la historia, pero podemos decir, que no ha inventado Jerónimo a Pablo el ermitaño, ni a su túnica de hojas de palmera.

Que entre Antonio y Pablo haya habido contactos, es más que probable, como lo es que ambos, hayan alabado conjuntamente a Dios, en el corazón del desierto, y que ambos compartieran allí, el pan de la caridad, cualquiera que fuera su procedencia.

Lo cierto es que Pablo, con una vida callada, en las inmensidades del desierto, ha influido en el ánimo de muchos, que han buscado a Dios en la soledad, y se han santificado, en una atmósfera de silencio, y de olvido total del mundo, atentos solamente, a la voz del Divino Maestro, que habla al corazón.

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San Macario el Viejo
Fecha: 15 de enero en el antiguo calendario
Etim: "feliz o bienaventurado" del griego.


Vivió en Egipto en el siglo IV, murió por el año 390.

Fue pastor de ganado, y desde su juventud, vivió como anacoreta. Por una mujer, que le acusó de haberla seducido, fue castigado públicamente. El toleró los insultos y el castigo, hasta que la mujer confesó la verdad, después de nacido el niño.

Volvió al desierto, donde dirigió a otros anacoretas. Se distinguió por sus ayunos, y poseyó facultades taumatúrgicas, y de discernimiento espiritual.

También:
Macario de Alejandría (siglo V)
Macario de Gand (siglo XI)
Macario, patriarca de Jerusalén (siglos III-IV), constructor de la Basílica del Santo Sepulcro.
Macario de Pelecete (siglo IX).

Oración: Te pedimos Señor y Dios nuestro, que por los méritos e intercesión de San Pablo, Primer Ermitaño, de San Macario, y de San Antonio Abad, podamos convertir, hasta donde sea posible, nuestra casa en hogar de silencio y oración. Que siempre nos envíes nuestro sustento, por medio de tus celestiales manos, y así nada necesitemos y temamos. Tú que eres oración, comida y bebida santa. Amén.

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