30
de enero
SANTA
JACINTA DE MARISCOTTI
(†
1640)
Resucitadora
y Sanadora. Cuerpo Incorrupto.
“Dios
le concedió el don de profecía, de milagros, de penetración de los
corazones; abundantes éxtasis y arrebatos espirituales”
Breve
De
origen noble. Virgen. Franciscana Terciaria. Supo desprenderse de
todo lo superfluo. Resucitadora y rescatadora de marinos, en peligro
de naufragio.
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MANUEL
DE CASTRO, O. F. M.
Santa
Jacinta Mariscotti, hija de Marcantonio Mariscotti, y de Ottavia
Orsini, condesa de Vignanello, lugar cercano a Viterbo, nació en
Vignanello, en el año 1585, al parecer el 16 de marzo.
El
matrimonio Mariscotti tuvo cuatro hijos más, que fueron los
siguientes: Ginebra, que en el año 1594 ingresó como
religiosa, en el convento de Terciarias Franciscanas, de San
Bernardino de Viterbo, donde con el nombre de sor Inocencia; vivió
santamente hasta su muerte, que tuvo lugar en el mes de julio de
1631. Hortensia (1586-1626), joven virtuosa, en el año 1605,
se casó con Paolo Capizucchi, marqués de Podio Catino. Sforza
(1589 - 1655) se casó en 1616, con Vittoría Ruspoli, y heredó el
título de la familia de los Mariscotti. Galeazzo (1599
-1626), fue abreviador de las letras apostólicas, y murió en la
Curia Romana.
Jacinta,
a quien en el bautismo, habían impuesto el nombre de Clarix,
niña aún, fue enviada por sus padres, al monasterio de San
Bernardino de Viterbo, al lado de sor Inocencia, para que al ver de
cerca, la santa vida que practicaba su hermana, y las venerables sor
Inés Guerrien, virgen romana, y sor Lucrecia Fracassini, tenidas por
muy virtuosas, dentro y fuera del convento, se educara en el santo
temor de Dios.
Pero
estos buenos ejemplos, y los de otras piadosas religiosas, influyeron
poco, en el ánimo de la joven Clarix, que no pensaba más, que en la
mejor manera de hacer resaltar su conocida hermosura, y hablar con
vanidad y jactancia, de la prosapia de su familia. Como no soñaba
más que en llevar una vida mundana, y no soportó por más tiempo,
el retiro del monasterio, se determinó a abandonarlo, para regresar
al lado de sus padres.
Bella
y coqueta, tenía sus pretensiones, y aspiraba a conseguir un
matrimonio brillante; por eso fue para ella una gran decepción,
cuando vio que su hermana Hortensia, más joven, pero muy prudente y
virtuosa, se casaba con el noble romano Paolo Capizucchi, mientras
que a ella, no se le presentaba ningún partido ventajoso.
Se
volvió entonces más ligera y mundana, no pensando más que en
vestidos y reuniones profanas, y parecía incapaz, de poder tener
alguna idea seria. Sus padres estaban preocupados con esta hija, que
al no poder casarse, llevaba una vida tan extraviada, que podía
terminar en su completa ruina espiritual, por lo que deciden, aunque
la joven manifiestaba, una extrema repugnancia hacia la vida
religiosa, convencerla para que ingrese en un monasterio.
Accedió
Clarix, con más despecho que vocación y afecto, a la nueva vida que
se proponía abrazar, a tomar el hábito de Terciaria Franciscana, en
el mismo convento de San Bernardino de Viterbo, que unos años antes
había abandonado, cambiando el nombre de pila, por el de Jacinta,
con que ahora la conocemos.
Sucedió
esto el 9 de enero de 1605, cuando nuestra joven contaba con veinte
años de edad. Los asistentes derramaron
abundantes lágrimas, en el rito de su consagración, mientras que
ella, no dio señales de la menor emoción, al pronunciar las
palabras rituales de su total entrega a Dios.
Durante
los diez primeros años (1605-1615), lleva en el convento una vida
mundana, detestando las pequeñas habitaciones de las religiosas, por
lo que se hace construir para sí, una celda magnífica, que adorna
con todo lujo, más propio de una princesa mundana, que de una
servidora de Cristo.
Practica
con tibieza los ejercicios de piedad, y soporta con fastidio, los
rigores prescritos por la regla del convento, amando sobre todo, la
vida regalada y cómoda.
Ni
las amonestaciones de los superiores, ni las exhortaciones de sus
parientes, ni siquiera el asesinato de su padre, perpetrado el 4 de
septiembre de 1608, por Ubaldino y Hércules de Marsciano, en el
lugar de Parrano, fueron suficientes, para volverla a una conducta de
vida, más conforme con el espíritu del santo instituto, que había
profesado.
Pero
en 1615, cuando tenía treinta años de edad, el Señor se dignó
echar sobre ella, una mirada de su divina misericordia. Sor Jacinta
cayó gravemente enferma, y aquejada de agudos dolores, dio en pensar
horrorizada, qué sería de su alma, si en aquel estado de calamidad
y de infidelidades, fuera llamada a juicio, delante de Dios Nuestro
Señor.
Pidió
pues con insistencia, la presencia de un sacerdote, que la oyera en
confesión; y para atenderla espiritualmente, llegó al monasterio,
el franciscano Padre Antonio Bianchetti, varón de sólida piedad, el
cual al penetrar en una habitación, tan suntuosamente enriquecida,
con tantos objetos lujosos, impropios de la pobreza franciscana,
retrocediendo, rehusó oírla en confesión, declarando que el
paraíso no estaba reservado para los soberbios, y las religiosas de
vida cómoda.
Ante
esta enérgica decisión, por parte del padre franciscano, muy
dolorida de todos sus pecados, hizo al día siguiente, una confesión
general de todos ellos, determinándose resueltamente, a cambiar la
vida que llevaba. Pronto, dio evidentes señales, de este sincero
arrepentimiento.
No
obstante la grave enfermedad que la aquejaba, se levantó del lecho
en que estaba postrada, y después de cambiar por un tosco sayal, la
fina ropa de seda que hasta entonces usaba, se presentó en el
refectorio, donde se dio a la disciplina, en presencia de sus
hermanas las religiosas, a quienes pidió perdón con lágrimas en
los ojos.
Las
religiosas, llenas de alegría, en vista de esta súbita
transformación, la consolaban y animaban, a continuar en esta santa
vida, prometiéndole por su parte, la ayuda de sus mejores Oraciones.
Jacinta, que comenzaba a vivir para el Señor, no quiso que en lo
sucesivo, le recordaran, la grandeza de los Mariscotti, para lo cual
rogó, que le llamaran solamente sor Jacinta
de Santa María.
Eligió
por patronos en el cielo, a santos que como ella, se habían dejado
arrastrar, en los primeros años de su vida, por los atractivos de
las vanidades mundanas: por padre escogió a San Agustín; por madre,
a Santa María Egipciaca; por hermano, a San Guillermo; por hermana,
a Santa Margarita de Cortona; por tío suyo, a San Pedro; finalmente,
por sobrinos, a los tres niños del horno de Babilonia.
Con
la ayuda de esta familia celestial, que ella misma se había elegido,
se proponía más fácilmente, conseguir los fines que se había
propuesto: santificarse en esta vida, y ganar el cielo en la otra.
Abrazó
entonces, una vida de penitencia tan austera, que no podemos pensar
en ella, sin estremecernos. Se impuso el sacrificio, de no
volver a ver a sus parientes y amigos, mientras no se lo permitiese
la abadesa, para practicar de esta manera, la virtud de la
obediencia, que tantas veces había despreciado; Jesucristo,
sufriendo por nosotros en la cruz, será desde ahora, su único
pensamiento y su único amor,
Jacinta
poseía la virtud de la humildad, en sumo grado. Rica en
todos los dones de la naturaleza y de la gracia, verdaderamente santa
a los ojos de Dios, y de los hombres, se consideraba la mujer más
pecadora. La más pobre hermana conversa, tenía un hábito mejor que
el suyo, y una habitación menos pobre. Aprovechaba todas las
ocasiones que se le ofrecían, para ejercitar la santa virtud de la
humildad.
Frecuentemente
iba al refectorio, con una cuerda echada al cuello, y en estas
condiciones besaba los pies a las religiosas, pidiéndoles perdón
por los escándalos que les había dado, con su mala vida pasada.
Cuando la nombraron vice superiora del convento, y maestra
de novicias, tuvieron que imponérselo por obediencia, pues ella no
quería aceptarlo, pretextando que no sabiendo gobernarse a sí
misma, mal podía gobernar a las demás.
Profundamente
convencida, de los grandes pecados por ella cometidos, Santa Jacinta
soportaba con una tranquilidad, y una calma perfectas, los
sufrimientos que Dios tenía a bien enviarle, y que ella consideraba
el mejor medio, para limpiarse y purificarse de su vida pasada.
Durante
diecisiete años, fue atacada de cólicos casi continuos, producidos
por las malas comidas, a las que se había sometido, y por las
austeridades excesivas que se había impuesto.
El
demonio, que veía con furor, cómo esta alma privilegiada, se le
escapaba de las manos, y ensayó contra ella toda clase de
tentaciones y astucias; pero los poderes del infierno no
prevalecieron, contra la esposa de Cristo, sostenida por el amor de
su Dios, y la gracia del Espíritu Santo; las largas meditaciones al
pie del Crucificado; la lectura de los buenos libros; y los sabios
consejos de su confesor, el Padre Bianchetti.
Sentía
hacia los pecadores una inmensa piedad, que se traducía en palabras
y oraciones tan tiernas, que no podían menos de prometerle la
enmienda, y la vuelta al seno de la Iglesia.
Entre
los pecadores de Viterbo, sobresalía Francisco Pacini, hombre
atrevido, poderoso y deshonesto, a quien la Santa no solamente
convirtió al Señor, y lo convenció a llevar una vida de ermitaño,
sino que fue en lo sucesivo, su principal colaborador en la
organización, y sostén de las dos cofradías por ella fundadas.
La
primera fue la Compagnia del Sacconí (o Cofradía de los
encapuchados de Viterbo), que Santa Jacinta fundó en 1636, con sede
en la iglesia de Santa María delle Rose, regida por unos Estatutos,
que compuestos por los mismos cofrades, fueron aprobados por el
cardenal Tiberio Mutí († 1636), obispo de Viterbo. El fin de la
Cofradía, era procurar el cuidado material de los enfermos, y
ayudarles a bien morir espiritualmente.
Santa
Jacinta añadió a los Estatutos de los cofrades, especiales
ejercicios, que se habían de hacer, en los últimos días de
carnaval, con públicas procesiones, y visita a las iglesias, donde
estaba expuesto el Santísimo Sacramento, por
lo que introdujo entre estos cofrades, la práctica del piadoso
ejercicio de las Cuarenta horas, que en el siglo anterior,
ya había adoptado el papa Clemente VIII.
La
Congregación de los oblatos de María, fundada también por Santa
Jacinta en 1638, estableció su sede en la vieja iglesia de San
Nicolás, en el llano de Ascazano, donde los oblatos de San Carlos
Borromeo, les hicieron donación del hospicio, que ellos habían
erigido en 1611, para ancianos e inválidos.
La
Congregación de los oblatos de María fue aprobada, después de no
pocas dificultades, por el ordinario, Francisco María, cardenal
Brancacci, el 5 de julio de 1639; el mismo ordinario aprobó, el 2 de
marzo de 1643, las Constituciones de los dichos oblatos, redactadas
por Santa Jacinta.
Según
las mismas, la Casa Madre era conocida con el nombre de Il Fratello
(el Hermano); se prescribe un año de probación y el noviciado; el
Oficio divino, oraciones y varias meditaciones, austeridades y
abundantes penitencias. Esta legislación, que más convenía a
monjas contemplativas de clausura, que a una congregación de
seglares, dados a obras de caridad y actividades apostólicas. fue la
causa principal de que la Congregación de los oblatos de María,
tuviera escasa duración.
Sería
muy largo enumerar aquí, todas las conversiones que consiguió la
Santa, los conventos que ella reformó, por medio de
severas cartas, dirigidas a superioras demasiado remisas, en el
cumplimiento de sus obligaciones; las villas donde la fama de su
santidad, cambió en reuniones piadosas, las asambleas mundanas y
frívolas.
De
todas partes, le pedían consejos y oraciones. Debido a su
iniciativa, Camila Savellí. duquesa de Farnesio y de Savella, fundó
dos monasterios de clarisas, en Farnesio y en Roma; las novicias
acudían al convento de Viterbo, para marchar bajo su dirección, por
el camino de la vida espiritual, muchas de las cuales, entre otras la
Beata Lucrecia, siguieron tan a la letra sus enseñanzas, que
murieron en olor de santidad.
Había
en el coro del convento, siete capillas – altares pequeños - ,
donde las religiosas podían ganar las indulgencias, de las siete
iglesias de Roma. Todas las noches, aun en
invierno, Jacinta recorría las siete capillas, orando devotamente
delante de las imágenes de Jesucristo y de la Santísima Virgen, y
de los demás santos, que allí se veneraban.
La
fama de su virtud, se propagó por toda la región. Cierto día
algunos paisanos, hacían un viaje en alta mar, cuando fueron
sorprendidos por una fuerte tormenta.
En
la inminencia de zozobrar, uno de ellos exclamó: “Oh
hermana Jacinta, venga a nuestro socorro, o pereceremos”.
En el mismo instante, los marinos vieron a una monja franciscana, de
hábito blanco, que amainaba las ondas, y dirigía con fuerza
sobrenatural, la embarcación al puerto. Habiendo uno de ellos ido
después al convento, para agradecer tamaño beneficio, la superiora
mandó llamar a Jacinta: “Fue ella quien nos salvó”. La
santa huyó del locutorio, para no ser alabada.
Hacía
esta especie de peregrinación, llevando los pies desnudos, y con una
pesada cruz sobre sus espaldas, practicando al mismo tiempo, otras
duras penitencias. Tenía gran devoción al
arcángel San Miguel, cuya asistencia invocaba en todas sus
necesidades.
Mas
su principal abogada en el cielo, era la Santísima Virgen, de manera
que su corazón, se consumía de amor, cada vez que pronunciaba su
dulce nombre. El santo sacrificio de la
misa, donde el Salvador se ofrece todos los días, como víctima
expiatoria por los pecados de los hombres, le hacía derramar
abundantes lágrimas.
Oraba
continuamente, y sacaba de sus oraciones, el consuelo y la esperanza
que necesitaba, para sobrellevar los sufrimientos de su vida.
Dios quiso recompensar ya a su sierva en este mundo, concediéndole
el don de profecía, de milagros, de penetración de los corazones,
abundantes éxtasis y arrebatos espirituales, y otros favores, que
sería largo enumerar aquí.
Una
vida tan rica, en méritos y en virtudes, no podía ser coronada más
que con una muerte preciosa, delante del Señor. El 30 de enero de
1640, el alma de sor Jacinta, volaba a las eternas moradas del cielo.
Desde
el momento en que la nueva de su muerte, se extendió por la villa de
Viterbo, la emoción de las gentes fue general, e inmenso el número,
de los que concurrieron a sus funerales. Los muertos que ella
resucitó, los enfermos que ella curó, y tantos otros prodigios por
ella realizados, después de su muerte, manifestaron claramente el
gran poder, de que ella gozaba delante de Dios.
Esta
ilustre virgen fue beatificada en 1762, por Benedicto XIII, de la
familia de los Orsini, a la cual pertenecía Ottavia. la madre de
nuestra Santa, como ya hemos visto; el 24 de mayo de 1807; el papa
Pío Vll, la inscribió en el catálogo de los santos.
El
cuerpo de Santa Jacinta, descansa en el monasterio de Terciarias
Franciscanas, de San Bernardino de Viterbo, que había sido testigo
de sus virtudes heroicas, después de dos siglos, y allí se conserva
incorrupto, a la veneración de los fieles.
Oración:
Te pedimos Señor y Dios nuestro, que por los méritos
y la intercesión de Santa Jacinta Mariscotti, podamos navegar
seguros, por las aguas embravecidas de la Vida, y alcanzar sanos y
salvos espiritualmente, los seguros puertos de tu Gloria. A Tí
Señor, que calmaste las aguas, y tranquilizaste a los atemorizados
Apóstoles. Amén.
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