5 De Noviembre de 2023
San Guido María Conforti
Obispo y
fundador
(1865-1931)
En
Parma, ciudad de Italia, San Guido María Conforti, obispo y buen
pastor, siempre en vela por la defensa de la Iglesia, y de la fe de
su pueblo; movido por el anhelo de la evangelización de los pueblos,
fundó los Misioneros Javerianos.
Voluntad, mucha, salud,
poca. Superando algunas dificultades familiares, entra en el
seminario, pero a los 17 años, comienza a sufrir de epilepsia y
sonambulismo. Valientemente, el rector don Andrea Ferrari (futuro
arzobispo de Milán) lo ordena sacerdote, con 23 años.
A los
28 ya es vicario general de la diócesis de Parma. Pero sueña con la
misión en el Oriente, a ejemplo del pionero Francisco Javier. Pero
la salud es frágil: ningún instituto misionero lo acepta. por lo
que él, en 1895, fundó uno por cuenta propia: la «Congregación
de San Francisco Javier para las Misiones Extranjeras».
Lo
funda, lo guía, con unos pocos alumnos al principio, y con la ayuda
de un solo sacerdote. Utilizará luego la herencia paterna, para
consolidarlo. Y en 1896, parten ya para China los primeros dos
«Javerianos».
Guido Maria Conforti, se vuelve en ese
momento, una figura insólita en la Iglesia italiana: trabaja como
vicario, en el gobierno de una diócesis «doméstica», y al
mismo tiempo, se proyecta en la lejana misión.
Es polémico
con cuantos en Italia ignoran la misión, o parecen temerla («roba
sacerdotes a las diócesis», era un argumento). Nombrado
arzobispo de Ravena a los 37 años, dejará su cargo un año después,
aunque por enfermedad.
Murió en China, uno de sus
misioneros; hace volver al otro, y se concentra por completo en el
instituto. Pero en 1907, fue de nuevo «reclamado» en la
diócesis, como coadjutor del obispo de Parma, y después como
sucesor. Regirá la diócesis durante 25 años, con mucha actividad:
dos sínodos, cinco visitas pastorales a 300 parroquias. Mientras
tanto sus Javerianos regresan a China.
En 1912 uno de ellos,
el padre Luis Calza, es nombrado obispo de Cheng-chow, y recibe de
él, la consagración en la catedral de Parma. También en 1912, se
asocia con fuerza a la iniciativa de un recurso ante el Papa, para
que llame enérgicamente, a la Iglesia italiana, al deber de apoyar
la evangelización en el mundo.
La idea partió del beato
José Allamano, fundador de los Misioneros de la Consolata, en Turín.
La Jornada Misionera Mundial, establecida en 1926 por el Papa Pío
XI, pondrá en marcha una propuesta, contenida ya en ese recurso de
1912.
Al fin, llega el momento más hermoso para Guido María:
en 1928 está en China, para visitar a sus Javerianos. Aquí se hace
realidad el sueño de toda una vida: conocer a los nuevos cristianos,
la joven iglesia, crecida entre duras dificultades, sentirse
realizador, con los suyos, del sueño de Francisco Javier.
Y
así, este hombre proyectado a lejanos continentes, ha sido plena y
enérgicamente, pastor de su diócesis natal, partiendo de la labor
de re-evangelización, a través del movimiento catequístico, y de
la fraternidad practicada en todas direcciones, especialmente con la
labor de asistencia, a las familias durante la Primera Guerra
Mundial, reconocida incluso por el gobierno italiano, con un alto
honor civil.
Su físico siempre sufriente, y tan a menudo
arrastrado por la voluntad, cede irremediablemente en 1931. En 1996,
Juan Pablo II lo proclama beato, y el 23 de octubre de 2011 es
canonizado por Benedicto XVI. El cuerpo descansa en la sede de los
Misioneros Javerianos de Parma.
Fuente: Santi e
Beati
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No había
concluido sus estudios eclesiásticos cuando lo designaron
vicerrector del seminario, una misión sellada por sus muchas
virtudes. Al encarnar en sí mismo el Evangelio, testificaba con su
conducta, el grado de su amor a Dios, que transmitía fielmente,
siendo motivo de edificación para quienes le rodearon. Por ello fue
un gran formador. Recibió el sacramento de la orden en 1888.
En
un momento dado, la lectura de la vida de san Francisco Javier le
abrió inmensos horizontes apostólicos. Donde no había logrado
llegar el gran santo navarro, podía hacerlo él. Ese era el sueño
que fraguaba en su oración, y alimentaba con la recepción de la
Eucaristía.
China aparecía ante sí teñida de esperanza,
abriéndole los brazos, para poder llevar la fe, a incontables
personas, su mayor y más ferviente anhelo. Inmediatamente puso en
marcha el engranaje, creando en 1895 un seminario, en el que surgiría
la Congregación de Misioneros Javerianos.
Los primeros
sacerdotes en partir a China fracasaron, sencillamente porque la
voluntad divina era otra, y por eso, entre otros contratiempos, se
opusieron a este primer intento de fundar allí, la enfermedad de
alguno de los integrantes del grupo, y la partida de otros. Pero el
santo fundador no se desanimó.
Más de una veintena de
expediciones posteriores, materializaron ese apostólico afán, que
había alentado a los pies de Cristo, y continuó alumbrando hasta el
fin de sus días.
En la ofrenda, que hacía de sí mismo a
Dios, se incluía el deseo de haber podido ir allí personalmente,
algo que no fue posible para él. Entretanto, realizó grandes
misiones dentro de la Iglesia, impulsando, entre otras acciones, la
Pontificia Unión Misionera del Clero, ayudando y aconsejando a su
artífice, el beato Pablo Manna.
Guido fue su primer
presidente, y colaboró tanto en su fundación como en su difusión,
consiguiendo que el papa la aprobase.
El espíritu de un santo
nunca es localista, sino universal; y así fue la mirada de este
fundador, que contemplaba el horizonte situado al pie de del
Cruficado. De él se ha dicho, que «el ‘espectáculo’ de la
cruz le hablaba ‘con la elocuencia de la sangre’».
En
1902 le encomendaron la diócesis de Rávena, misión que su salud le
impidió culminar. Hay que decir, que los problemas físicos que le
acompañaron casi toda su vida, no fueron óbice para entregarse por
completo a Dios, y a los demás.
Sin embargo, en ese momento,
plenamente consciente, de que su limitación podía constituir un
veto, para llevar a cabo su labor pastoral, presentó su dimisión.Eso
sí, cuando vio que debía seguir adelante, ratificó su profesión,
prometiendo dedicarse por entero a la evangelización.
Hasta
1907, mientras se restablecía de la enfermedad, redactó las
Constituciones, se centró en la formación de los misioneros y en el
gobierno, ya que era el superior general. A finales de ese año, fue
designado arzobispo de Parma.
Llegó a esta sede en 1907, y
rigió la diócesis de manera ejemplar, durante un cuarto de siglo.
Dejó en ella su impronta misionera. Su celo apostólico no tenía
fronteras. Fue un insigne apóstol, que supo vivir con fidelidad su
día a día.
En su quehacer apostólico, intenso y lleno de
creatividad, se halla la realización de numerosos congresos, de
cariz eucarístico y mariano, puso en marcha, las escuelas de
doctrina cristiana en las parroquias, y enriqueció la acción
apostólica de la diócesis, con instrumentos diversos, como
asociaciones, prensa católica, misiones populares, amén de acciones
catequéticas, procurando una esmerada formación a los catequistas,
atención al clero y a los fieles, con singular ternura hacia los
pobres, junto con la formación y el cuidado, que dispensó a sus
hijos. Fue adalid de la Acción Católica.
Fue un hombre
fidelísimo a la Cátedra de Pedro, un gran pacificador y defensor,
de los derechos de los sacerdotes, y de los campesinos. Mantuvo los
brazos abiertos en todo momento, para creyentes y no creyentes.
En
1928 efectuó un viaje apostólico a China, con objeto de visitar a
sus hijos. Con indescriptible gozo, acogía la gracia de ver fundado
en ese amado país a su congregación, y así penetró en la catedral
Cheng Chow, entonando el Te Deum, que culminó después con un
emocionado: «¡Señor, lo he visto! Ahora puedo irme paz».
En
1930, neutralizando sus escasas fuerzas con la gracia de Dios,
efectuaba una intensísima y agotadora visita pastoral por la
diócesis. Era la quinta ocasión en que lo hacía. En Pagazzano,
tuvo un grave contratiempo en su salud. Le aconsejaron descansar, y
replicó con gallardía: «Un obispo debe estar en las trincheras
como un oficial».
El 5 de noviembre de 1931,
«desgastado» por su pasión de amor a Cristo, y a la misión
evangelizadora, entregaba su alma a Dios en Parma, suplicando:
«Señor, salva a mi clero y a mi pueblo, del error y de la
incredulidad». Fue beatificado por Juan Pablo II el 17 de marzo
de 1996. Benedicto XVI lo canonizó el 23 de octubre de 2011.
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