Tercera
Feria, 27 de Agosto
Santa
Mónica
Madre,
Viuda
Patrona
de las mujeres casadas
Mónica
significa: "dedicada a la oración, y a la vida espiritual"
Breve
Patrona
de las mujeres casadas, y modelo de las madres cristianas.
La
Iglesia venera a Santa Mónica, esposa y viuda. Uno de sus hijos, fue
San Agustín, doctor de la Iglesia. Su ejemplo y oraciones por su
hijo, fueron decisivas.
El
mismo San Agustín, escribe en sus Confesiones: "Ella me
engendró sea con su carne, para que viniera a la luz del tiempo, sea
con su corazón, para que naciera a la luz de la eternidad".
Por
su parte, San Agustín, es la principal fuente sobre la vida de Santa
Mónica, en especial sus Confesiones, lib. IX.
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Mónica
nació en África del Norte, probablemente en Tagaste, a cien
kilómetros de Cartago, en el año 332.
Sus
padres, que eran cristianos, confiaron la educación de la niña, a
una institutriz muy estricta.
No
le permitía beber agua entre comidas, para así enseñarles a
dominar sus deseos.
Más
tarde, Mónica hizo caso omiso de aquel entrenamiento, y cuando debía
traer vino de la bodega, lo tomaba a escondidas.
Cierto
día, un esclavo que la había visto beber, y con quien Mónica tuvo
un altercado, la llamó "borracha". La joven sintió tal
vergüenza, que no volvió a ceder jamás a la tentación.
A
lo que parece, desde el día de su bautismo, que tuvo lugar poco
después de aquel incidente, llevó una vida ejemplar en todos
sentidos.
Cuando
llegó a la edad de contraer matrimonio, sus padres la casaron con un
ciudadano de Tagaste, llamado Patricio.
Era
éste un pagano, que no carecía de cualidades, pero era de
temperamento muy violento, y vida disoluta.
Mónica
le perdonó muchas cosas y lo soportó, con la paciencia de un
carácter fuerte, y bien disciplinado.
Por
su parte, Patricio, aunque criticaba la piedad de su esposa, y su
liberalidad para con los pobres, la respetó, y ni en sus peores
explosiones de cólera, levantó la mano contra ella.
Mónica
explicó su sabiduría, sobre la convivencia en el hogar: "Es
que cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de
buen genio. Cuando él grita, yo me callo. Y como para pelear
se necesitan dos, y yo no acepto la pelea, pues… no peleamos".
Esta
fórmula, se ha hecho célebre en el mundo, y ha servido a millones
de mujeres, para mantener la paz en casa.
Mónica
recomendaba a otras mujeres casadas, que se quejaban de la conducta
de sus maridos, que cuidasen de dominar la lengua, por ser ésta la
causante, en gran parte, de los problemas en la casa.
Mónica,
por su parte, con su ejemplo y oraciones, logró convertir al
cristianismo, no sólo a su esposo, sino también a su suegra, mujer
de carácter difícil, cuya presencia constante en el hogar de su
hijo, había dificultado aún más la vida de Mónica. Patricio murió
santamente en el año 371, al año siguiente de su bautismo.
Tres
de sus hijos habían sobrevivido, Agustín, Navigio, y una hija cuyo
nombre ignoramos. Agustín era extraordinariamente inteligente, por
lo que habían decidido darle, la mejor educación posible. Pero el
carácter caprichoso, egoísta e indolente del joven, había hecho
sufrir mucho a su madre.
Agustín
había sido catecúmeno en la adolescencia, y durante una enfermedad,
que le había puesto a las puertas de la muerte, estuvo a punto de
recibir el bautismo; pero al recuperar rápidamente su salud, pospuso
el cumplimiento de sus buenos propósitos. Cuando murió su padre,
Agustín tenía diecisiete años, y estudiaba retórica en Cartago.
Dos
años más tarde, Mónica tuvo la enorme pena de saber, que su hijo
llevaba una vida disoluta, y había abrazado la herejía maniquea.
Cuando Agustín volvió a Tagaste, Mónica le cerró las puertas de
su casa, durante algún tiempo, para no oír las blasfemias del
joven.
Pero
una consoladora visión que tuvo, la hizo tratar menos severamente a
su hijo. Soñó, en efecto, que se hallaba en el bosque, llorando la
caída de Agustín; cuando se le acercó un personaje
resplandeciente, que le preguntó por la causa de su pena. Después
de escucharla, le dijo que secase sus lágrimas, y añadió: "Tu
hijo está contigo". Mónica volvió los ojos,
hacia el sitio que le señalaba, y vio que Agustín estaba a su lado.
Cuando
Mónica contó a Agustín el sueño, el joven respondió con
desenvoltura, que Mónica no tenía más que renunciar al
cristianismo, para estar con él, pero la santa respondió al punto:
"No se me dijo que yo estaba
contigo, sino que tú estabas conmigo".
Esta
hábil respuesta, impresionó mucho a San Agustín, quien más tarde,
la consideraba como una inspiración del cielo. La escena que
acabamos de narrar, tuvo lugar hacia fines del año 337, es decir,
casi nueve años antes de la conversión de San Agustín.
En
todo ese tiempo, Mónica no dejó de orar y llorar por su hijo, de
ayunar y velar; de rogar a los miembros del clero, que discutiesen
con él, por más que éstos le aseguraban, que era inútil hacerlo,
dadas las disposiciones de Agustín.
Un
obispo, que había sido maniqueo, respondió sabiamente a las
súplicas de Mónica: "Vuestro hijo,
está actualmente obstinado en el error, pero ya vendrá la hora de
Dios". Como Mónica siguiese insistiendo, el
obispo pronunció, las famosas palabras: "Estad
tranquila; es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas".
La respuesta del obispo, y el recuerdo de la visión, eran el único
consuelo de Mónica, pues Agustín, no daba la menor señal de
arrepentimiento.
Cuando
tenía veintinueve años, el joven decidió irse a Roma, a enseñar
la retórica. Aunque Mónica se opuso al plan, pues temía, que no
hiciese sino retardar la conversión de su hijo, estaba dispuesta a
acompañarle, si era necesario. Fue con él al puerto, en que iba a
embarcarse; pero Agustín, que estaba determinado a partir solo,
recurrió a una vil estratagema.
Fingiendo
que iba simplemente, a despedirse de un amigo, dejó a su madre
orando, en la iglesia de San Cipriano, y se embarcó sin ella. Más
tarde, escribió en las "Confesiones": "Me
atreví a engañarla, precisamente cuando ella, lloraba y oraba por
mí".
Muy
afligida por la conducta de su hijo, Mónica no dejó por ello, de
embarcarse para Roma; pero al llegar a esa ciudad, se enteró de que
Agustín, había partido ya para Milán. En Milán, conoció Agustín,
al gran obispo San Ambrosio. Cuando Mónica llegó a Milán, tuvo el
indecible consuelo, de oír de boca de su hijo, que había renunciado
al maniqueísmo, aunque todavía no abrazaba el cristianismo. La
santa, llena de confianza, pensó que lo haría, sin duda, antes de
que ella muriese.
En
San Ambrosio, por quien sentía la gratitud que se puede imaginar,
Mónica encontró a un verdadero padre. Siguió fielmente sus
consejos, abandonó algunas prácticas, a las que estaba
acostumbrada, como la de llevar vino, legumbres y pan, a las tumbas
de los mártires; había empezado a hacerlo así, en Milán, como lo
hacía antes en África; pero en cuanto supo, que San Ambrosio lo
había prohibido, porque daba lugar a algunos excesos, ya que
recordaba las "parentalia" paganas, renunció a esa
costumbre.
San
Agustín hace notar, que tal vez no hubiese cedido tan fácilmente,
de no haberse encontrado con San Ambrosio. En Tagaste, Mónica
observaba el ayuno del sábado, como se acostumbraba en África y en
Roma.
Viendo
que la práctica de Milán era diferente, pidió a Agustín, que le
preguntase a San Ambrosio, lo que debía hacer. La respuesta del
santo, ha sido incorporada al derecho canónico: "Cuando
estoy aquí, no ayuno los sábados; en cambio, ayuno los sábados,
cuando estoy en Roma. Haz lo mismo, y atento siempre a la costumbre
de la iglesia, del sitio en que te halles".
Por
su parte, San Ambrosio tenía a Mónica en gran estima, y no se
cansaba de alabarla ante su hijo. Lo mismo en Milán, que en Tagaste,
Mónica se contaba entre las más devotas cristianas; cuando la reina
madre, Justina, empezó a perseguir a San Ambrosio, Mónica fue una
de las que hicieron largas vigilias, por la paz del obispo, y se
mostró pronta a morir por él.
Finalmente,
en agosto del año 386, llegó el ansiado momento, en que San
Agustín, anunció su completa conversión al catolicismo.
Desde algún tiempo antes, Mónica había tratado de arreglarle un
matrimonio conveniente, pero Agustín declaró, que pensaba
permanecer célibe toda su vida. Durante las vacaciones, de la época
de la cosecha, se retiró con su madre y algunos amigos, a la casa de
verano de uno de ellos, que se llamaba Verecundo, en Casiciaco.
El
santo ha dejado escrita en sus "confesiones", algunas de
las conversaciones espirituales y filosóficas, en que pasó, el
tiempo de su preparación para el bautismo. Mónica tomaba parte en
esas conversaciones, en las que demostraba extraordinaria
penetración, y buen juicio, y un conocimiento poco común de la
Sagrada Escritura.
En
la Pascua del año 387, San Ambrosio bautizó a San Agustín, y a
varios de sus amigos. El grupo decidió partir al África, y con ese
propósito, los catecúmenos se trasladaron a Ostia, a esperar un
barco. Pero ahí se quedaron, porque la vida de Mónica, tocaba a su
fin, aunque sólo ella lo sabía.
Poco
antes de su última enfermedad, había dicho a Agustín: "Hijo,
ya nada de este mundo me deleita. Ya no sé, cual es mi misión en la
tierra, ni por qué me deja Dios vivir, pues todas mis esperanzas,
han sido colmadas. Mi único deseo era vivir, hasta verte católico,
e hijo de Dios. Dios me ha concedido más, de lo que yo le había
pedido, ahora que has renunciado a la felicidad terrena, y te has
consagrado a su servicio".
En
Ostia, se registran los últimos coloquios entre madre e hijo, de los
que podemos deducir, la gran nobleza de alma, de esta incomparable
mujer, de poca común inteligencia, ya que podía intercambiar,
pensamientos tan elevados con Agustín: "Sucedió, escribe en
el capítulo noveno de las Confesiones, que ella y yo, nos
encontramos solos, apoyados en la ventana, que daba hacia el jardín
interno de la casa, en donde nos hospedábamos, en Ostia. Hablábamos
entre nosotros, con infinita dulzura, olvidando el pasado, y
lanzándonos hacia el futuro, y buscábamos juntos, en presencia de
la verdad, cual sería la eterna vida de los santos, vida que ni ojo
vió, ni oído oyó, y que ni el corazón del hombre puede imaginar".
Lo
último que pidió a sus dos hijos, fue que no se olvidaran de rezar,
por el descanso de su alma.
Mónica
había querido, que la enterrasen junto a su esposo. Por eso, un día
en que hablaba con entusiasmo, de la felicidad de acercarse a la
muerte, alguien le preguntó, si no le daba pena, pensar que sería
sepultada tan lejos de su patria. La santa replicó: "No hay
sitio que esté lejos de Dios, de suerte que no tengo por qué temer,
que Dios no encuentre mi cuerpo, para resucitarlo".
Cinco
días más tarde, cayó gravemente enferma. Al cabo de nueve días de
sufrimientos, fue a recibir el premio celestial, a los cincuenta y
cinco años de edad. Era el año 387. Agustín le cerró los ojos, y
contuvo sus lágrimas, y las de su hijo Navigio, pues consideraba
como una ofensa, llorar por quien había muerto tan santamente.
Pero
en cuanto se halló solo, y se puso a reflexionar, sobre el cariño
de su madre, entonces sí lloró amargamente. El santo escribió: "Si
alguien me critica, por haber llorado, menos de una hora a la madre,
que lloró muchos años, para obtener que yo me consagre a Ti, Señor,
no permitas que se burle de mí; y si es un hombre caritativo, haz
que me ayude a llorar mis pecados, en Tu presencia".
En
las "Confesiones", Agustín pide a los lectores, que
rueguen por Mónica y Patricio. Pero en realidad, son los fieles, los
que se han encomendado, desde hace muchos siglos, a las oraciones de
Mónica, patrona de las mujeres casadas, y modelo de las madres
cristianas.
Se
cree que las reliquias de la santa, se conservan en la iglesia de San
Agostino.
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Oficio
de lectura, 27 de agosto, Santa Mónica
Alcancemos
la sabiduría eterna
Del
libro de las Confesiones de San Agustín, obispo
Libro
9,10,23-11,28
Cuando
ya se acercaba el día de su muerte –día por ti conocido, y que
nosotros ignorábamos–, sucedió por tus ocultos designios, como lo
creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una
ventana, que daba al jardín interior de la casa, donde nos
hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde apartados de la
multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a
embarcarnos.
Hablábamos
pues los dos solos, muy dulcemente, y olvidando lo que queda atrás,
y lanzándonos, hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos
ante la verdad presente, que eres Tú, cómo sería la vida eterna de
los santos, aquella que ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni el
hombre puede pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos
de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en Ti.
Tales
cosas decía yo, aunque no de este modo, ni con estas mismas
palabras; sin embargo, tú sabes, Señor,
que cuando hablábamos, aquel día de estas cosas –y mientras
hablábamos, íbamos encontrando despreciable este mundo, con todos
sus placeres–, ella dijo:
«Hijo,
por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es
lo que hago aquí, y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no
espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear, que mi
vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano
católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que
te veo convertido, en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la
felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?»
No
recuerdo muy bien lo que le respondí, pero al cabo de cinco días o
poco más, cayó en cama con fiebre. Y estando así enferma, un día
sufrió un colapso, y perdió el sentido por un tiempo. Nosotros
acudimos corriendo, mas pronto, recobró el conocimiento, nos miró a
mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en tono de
interrogación:
«¿Dónde
estaba?»
Después,
viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo:
«Enterrad
aquí a vuestra madre».
Yo
callaba, y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo algo, referente a
que él hubiera deseado, que fuera enterrada en su patria, y no en un
país lejano. Ella lo oyó con la cara angustiada, lo reprendió con
la mirada, por pensar así, y mirándome a mí, dijo:
«Mira
lo que dice».
Luego,
dirigiéndose a ambos, añadió:
«Sepultad
este cuerpo, en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en
absoluto; lo único que os pido, es que os acordéis de mí, ante el
altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis».
Habiendo
así manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo,
guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad, que se agravaba.
Nueve
días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía
treinta y tres, salió de este mundo, aquella alma piadosa y bendita.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, bendice por los méritos e
intercesión de Santa Mónica a todas las mujeres casadas, para que
con su ejemplo y perseverancia, mantengan inextinguible el sagrado
fuego en cada hogar, y así puedan transformarlo, en un digno lugar
de reposo para Tí. A Tí Señor, que te dignas morar con el Padre,
en cada uno, de quienes alaban tu Santo Nombre. Amén.
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