miércoles, 28 de agosto de 2019


Cuarta Feria, 28 de Agosto

San Agustín


Obispo de Hipona, y doctor de la iglesia (354-430)

Uno de los cuatro doctores más reconocidos de la Iglesia Latina

Llamado "Doctor de la Gracia"

Patrón de los que buscan a Dios, teólogos, imprenta

Aparece frecuentemente en la iconografía, con el corazón ardiendo de amor por Dios

"Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho, hasta que descanse en Tí"

"Señor, que todo mi corazón se inflame, con amor por Tí;
Haz que nada en mí me pertenezca, y que no piense en mí
Que yo me queme, y sea totalmente consumido en Tí;
Que te ame con todo mi ser, como incendiado por Tí"
-San Agustín, Comentario al salmo 138

No reproches a Dios por tu desgracia; súfrela con Él, y Él la sufrirá contigo... No le exijas a Dios que te gobierne, a golpes de milagros, desde afuera; ¡gobiérnate tú mismo!, con responsable libertad, amando, y Dios te estará guiando desde adentro, y sin que sepas cómo...”

Breve
Nació en Tagaste (África), en el año 354, hijo de Santa Mónica; después de una juventud desviada, doctrinal y moralmente, se convirtió estando en Milán, y en el año 387, fue bautizado por el obispo San Ambrosio. Su conversión, fue primero intelectual, y luego espiritual, gracias a este gran Obispo.

Vuelto a su patria, llevó una vida, dedicada al ascetismo, y fue elegido Obispo de Hipona. Durante treinta y cuatro años, en que ejerció este ministerio, fue un modelo para su grey, a la que dió una sólida formación, por medio de sus sermones, y de sus numerosos escritos, con los que contribuyó en gran manera, a una mayor profundización de la fe cristiana, contra los errores doctrinales, de su tiempo.

Está entre los Padres más influyentes del Occidente, y sus escritos son de gran actualidad. Murió en el año 430. Sus restos mortales, se veneran en la Basílica de San Pedro (Pavia, Italia)
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Su niñez
San Agustín, nació el 13 de noviembre del año 354, en Tagaste. Esa pequeña población del norte de África, estaba bastante cerca de Numidia, pero relativamente alejada del mar, de suerte que Agustín no lo conoció, sino hasta mucho después. Sus padres, eran de cierta posición, aunque no eran ricos.

El padre de Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento violento; pero gracias al ejemplo, y a la prudente conducta de su esposa Mónica, se bautizó poco antes de morir.

Agustín tenía varios hermanos; él mismo habla de Navigio, quien dejó varios hijos al morir, y de una hermana, que consagró su virginidad al Señor. Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por entonces el bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época.

En su juventud, se dejó arrastrar por los malos ejemplos, y hasta los treinta y dos años, llevó una vida licenciosa, aferrado a la herejía maniquea. De ello, habla largamente en sus "Confesiones", que comprenden la descripción de su conversión, y la muerte de su madre Mónica.

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Los maniqueos -a semejanza de los gnósticos y los mandeos- eran dualistas; creían que había una eterna lucha, entre dos principios opuestos e irreductibles, el bien y el mal, que eran asociados a la luz (Ormuz), y a las tinieblas (Ahrimán). Según ellos, Dios es el creador de todo lo bueno, y Satanás el creador de todo lo malo. Posteriormente, algunos maniqueos distinguían, el Dios del Antiguo Testamento (malo), del Dios del Nuevo Testamento (bueno).
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Dicha obra, que hace las delicias, de "la gente ansiosa de conocer las vidas ajenas, pero poco solícitas de enmendar la propia", no fue escrita, para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para mostrar la misericordia, de que Dios había obsequiado a un pecador, y para que los contemporáneos del autor, no le estimasen en más de lo que valía.

Mónica, había enseñado a orar a su hijo desde niño, y le había instruido en la fe, de modo que el mismo Agustín, que cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el bautismo, y Mónica hizo todos los preparativos, para que lo recibiera; pero la salud del joven mejoró, y el bautismo fue diferido.

El santo condenó más tarde, con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo, por miedo de pecar, después de haberlo recibido. Pero no es menos cierto y lamentable, la naturalidad, con que en nuestros días, vemos los pecados cometidos, después del bautismo, que son una verdadera profanación de ese sacramento.

"Mis padres me pusieron en la escuela, para que aprendiese cosas, que en la infancia, me parecían totalmente inútiles, y si me mostraba yo negligente en los estudios, me azotaban. Tal era el método ordinario de mis padres, y los que antes que nosotros, habían andado ese camino, nos habían legado esa pesada herencia".

San Agustín daba gracias a Dios, porque si bien las personas, que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las "riquezas que pasan, y en la gloria perecedera", la Divina Providencia, se valió de su error, para hacerle aprender cosas, que le serían muy útiles y provechosas en la vida. El santo se reprochaba, por haber estudiado frecuentemente, sólo por temor al castigo, y por no haber escrito, leído y aprendido las lecciones, como debía hacerlo, desobedeciendo así, a sus padres y maestros.

Algunas veces, le pedía a Dios con gran fervor, que le librase del castigo en la escuela; sus padres y maestros, se reían de su miedo. San Agustín comenta: "Nos castigaban porque jugábamos; sin embargo, ellos hacían exactamente lo mismo que nosotros, aunque sus juegos recibían el nombre de 'negocios' . . . Reflexionando bien, es imposible justificar, los castigos que me imponían por jugar, alegando que el juego, me impedía aprender rápidamente las artes, que más tarde, sólo me servirían para jugar juegos peores".

El santo añade: "Nadie hace bien, lo que se hace contra la voluntad", y observa que el mismo maestro, que le castigaba, por una falta sin importancia, "se mostraba, en las disputas con los otros profesores, menos dueño de sí, y más envidioso, que un niño al que otro, vence en el juego".

San Agustín estudiaba con gusto el latín, que había aprendido en conversaciones, con las sirvientas de su casa, y con otras personas; no el latín "que enseñan los profesores, de las clases inferiores, sino el que enseñan los gramáticos". Desde niño, detestaba el griego, y nunca llegó a gustar de Homero, porque jamás logró entenderlo bien. En cambio, muy pronto, tomó gusto por los poetas latinos.

Años juveniles
San Agustín fue a Cartago, a fines del año 370, cuando acababa de cumplir diecisiete años. Pronto se distinguió, en la escuela de retórica, y se entregó ardientemente al estudio, aunque lo hacía sobre todo, por vanidad y ambición. Poco a poco, se dejó arrastrar a una vida licenciosa, pero aún entonces, conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus propios compañeros.

No tardó, en entablar relaciones amorosas con una mujer, y aunque eran relaciones ilegales, supo permanecerle fiel hasta que la mandó a Milán, en el año 385. Con ella tuvo un hijo, llamado Adeodato, en el año 372. El padre de Agustín, murió en el año 371.

San Agustín, prosiguió sus estudios en Cartago. La lectura del "Hortensius" de Cicerón, le desvió de la retórica, a la filosofía. También leyó las obras de los escritores cristianos; pero la sencillez de su estilo, le impidió comprender su humildad, y penetrar su espíritu.

Por entonces, cayó San Agustín en el maniqueísmo. Aquello fue por decirlo así, una enfermedad de un alma noble, angustiada por el "problema del mal", que trataba de resolver, por un dualismo metafísico y religioso, afirmando que Dios era el principio de todo bien, y la materia, el principio de todo mal.

La mala vida, lleva siempre consigo, cierta oscuridad del entendimiento, y cierta torpeza de la voluntad; esos males, unidos al del orgullo, hicieron que San Agustín, profesara el maniqueísmo, hasta los veintiocho años. El santo confiesa: "Buscaba yo por el orgullo, lo que sólo podía encontrar por la humildad. Henchido de vanidad, abandoné el nido, creyéndome capaz de volar, y sólo conseguí, caer por tierra".

San Agustín, dirigió durante nueve años, su propia escuela de gramática y retórica, en Tagaste y Cartago. Entre tanto, Mónica, confiada en las palabras de un santo obispo, que le había anunciado, que "el hijo de tantas lágrimas no podía perderse", no cesaba de tratar de convertirle, por la oración y la persuasión. Después de una discusión con Fausto, el jefe de los maniqueos, San Agustín, empezó a desilusionarse de la secta.

En el año 383, partió furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su madre, tratase de retenerle en África. En la Ciudad Eterna, abrió una escuela, pero descontento, por la perversa costumbre de los estudiantes, que cambiaban frecuentemente de maestro, para no pagar sus servicios, decidió emigrar a Milán, donde obtuvo el puesto de profesor de retórica.

Ahí fue muy bien acogido, y el obispo de la ciudad, San Ambrosio, le dio ciertas muestras de respeto. Por su parte, San Agustín, tenía curiosidad por conocer a fondo al Obispo, no tanto porque predicase la verdad, cuanto porque era un hombre famoso por su erudición.

Así pues, asistía frecuentemente, a los sermones de San Ambrosio, para satisfacer su curiosidad, y deleitarse con su elocuencia. Los sermones del santo obispo, eran más inteligentes, que los discursos del hereje Fausto, y empezaron a producir impresión, en la mente y el corazón de Agustín, quien al mismo tiempo, leía las obras de Platón y Plotino. "Platón me llevó al conocimiento del verdadero Dios, y Jesucristo me mostró el camino".

Santa Mónica, que le había seguido a Milán, quería que San Agustín se casara; por otra parte, la madre de Adeodato retornó al África, y dejó al niño con su padre. Pero nada de aquello, consiguió mover a Agustín a casarse, o a observar la continencia, y no quiso afrontar la lucha moral, espiritual e intelectual, que esto conllevaba, por lo que todo continuó sin cambios.

Excelencia de la castidad
San Agustín, era conciente de la excelencia de la castidad, predicada por la Iglesia católica, pero la dificultad de practicarla, le hacía vacilar, en abrazar definitivamente el cristianismo.

Por otra parte, los sermones de San Ambrosio, y la lectura de la Biblia, le habían convencido, de que la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía todavía, a cooperar con la gracia de Dios.

El santo lo expresa así: "Deseaba y ansiaba la liberación; sin embargo, seguía atado al suelo, no por cadenas exteriores, sino por los hierros de mi propia voluntad. El Enemigo, se había posesionado de mi voluntad, y la había convertido en una cadena, que me impedía todo movimiento; porque de la perversión de la voluntad, había nacido la lujuria; y de la lujuria la costumbre; y de la costumbre, a la que yo no había resistido, había creado en mí, una especie de necesidad, cuyos eslabones, unidos unos a otros, me mantenían en cruel esclavitud.

Y ya no tenía la excusa, de dilatar mi entrega a Tí, alegando que aún no había descubierto plenamente, tu verdad, porque ahora ya la conocía, y sin embargo, seguía encadenado ... Nada podía responderte, cuando me decías: 'Levántate del sueño, y resucita de los muertos, y Cristo te iluminará . . . Nada podía responderte, repito, a pesar de que estaba ya convencido, de la verdad de la fe, pero oponía palabras vanas y perezosas. Así pues, te decía: 'Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo´. Pero ese 'pronto', no llegaba nunca, las dilaciones se prolongaban, y el 'poco tiempo', se convertía en 'mucho tiempo'".

El ejemplo de los Santos
El relato que San Simpliciano, le había hecho de la conversión de Victorino, el profesor romano neoplatónico, le impresionó profundamente. Poco después, Agustín y su amigo Alipio, recibieron la visita de Ponticiano, un africano. Viendo las epístolas de San Pablo, sobre la mesa de Agustín, Ponticiano les habló, de la vida de San Pablo, y quedó muy sorprendido, al enterarse de que no conocían al santo.

Después les refirió la historia, de dos hombres que se habían convertido, por la lectura de la vida de San Pablo. Las palabras de Ponticiano, conmovieron mucho a San Agustín, quien vio con perfecta claridad, las deformidades y manchas de su alma.

En sus precedentes intentos de conversión, San Agustín había pedido a Dios, la gracia de la continencia, pero con cierto temor, de que se la concediese demasiado pronto: "En la aurora de mi juventud, te había yo pedido la castidad, pero sólo a medias, porque soy un miserable. Te decía yo, pues: 'Concédeme la gracia de la castidad, pero todavía no'; porque tenía yo miedo, de que me escuchases demasiado pronto, y me librases de esa enfermedad, y lo que yo quería, era que mi lujuria se viese satisfecha, y no extinguida".

Avergonzado, de haber sido tan débil hasta entonces, San Agustín dijo a Alipio, en cuanto partió Ponticiano: "¿Qué estamos haciendo?. Los sencillos, nos aventajan en el Reino de los Cielos, y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino, por el que los sencillos nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos, de no avanzar por él".

Gracia divina que todo lo puede
San Agustín se levantó, y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de sus palabras, y de su conducta. Ambos se sentaron, en el rincón más alejado de la casa. San Agustín, era presa de un violento conflicto interior, desgarrado, entre el llamado del Espíritu Santo a la castidad, y el deleitable recuerdo de sus excesos.

Y levantándose del sitio, en que se hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: "¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar siempre airado?. ¡Olvida mis antiguos pecados!". Y se repetía con gran aflicción: "¿Hasta cuándo?. ¿Hasta cuándo?. ¿Hasta mañana?. ¿Por qué no hoy?. ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades, en este momento?".

En tanto que se repetía esto, y lloraba amargamente, que oyó la voz de un niño, que cantaba en la casa vecina, una canción que decía: "Tolle lege, tolle lege" (Toma y lee, toma y lee).

San Agustín empezó a preguntarse, si los niños acostumbraban, a repetir esas palabras en algún juego, pero no pudo recordar ninguno, en el que esto sucediese. Entonces le vino a la memoria, que San Pablo se había convertido, al oír la lectura, de un pasaje del Evangelio. Interpretó pues las palabras del niño, como una señal del cielo; dejó de llorar, y se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio, con el libro de las Epístolas de San Pablo.

Inmediatamente lo abrió, y leyó en silencio, las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos: "No en las riñas y en la embriaguez; no en la lujuria y la impureza; no en la ambición y en la envidia: poneos en manos del Señor Jesucristo, y abandonad la carne y la concupiscencia".

Ese texto, hizo desaparecer las últimas dudas de San Agustín, que cerró el libro, y relató serenamente a Alipio, todo lo sucedido. Alipio leyó entonces, el siguiente versículo de San Pablo: "Tomad con vosotros, a los que son débiles en la fe". Aplicándose el texto a sí mismo, Alipio siguió a San Agustín, en la conversión.

Ambos se dirigieron al punto, a narrar lo sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios, "que es capaz de colmar nuestros deseos, en una forma que supera todo lo imaginable". La escena que acabamos de referir, tuvo lugar en septiembre del año 386, cuando San Agustín tenía, treinta y dos años.

En las manos del Señor
El santo renunció inmediatamente al profesorado, y se trasladó a una casa de campo en Casiciaco, cerca de Milán, que le había prestado su amigo Verecundo. Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo Adeodato, San Alipio, y algunos otros amigos, le siguieron a ese retiro, donde vivieron en una especie de comunidad. San Agustín se consagró a la oración y el estudio, y aun éste, era una forma de oración, por la devoción que ponía en él.

Entregado a la penitencia; a la vigilancia diligente de su corazón, y sus sentidos, dedicado a orar con gran humildad, el santo se preparó a recibir, la gracia del bautismo, que había de convertirle en una nueva criatura, resucitada con Cristo. "Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte. ¡Hermosura siempre antigua, y siempre nueva, demasiado tarde, empecé a amarte!. Tú estabas conmigo, y yo no estaba contigo. Yo estaba lejos, corriendo detrás de la hermosura, por Tí creada; las cosas que habían recibido de Tí el ser, me mantenían lejos de Tí. Pero tú me llamaste. me llamaste a gritos, y acabaste por vencer mi sordera. Tú me iluminaste, y tu luz acabó por penetrar en mis tinieblas. Ahora que he gustado de tu suavidad, estoy hambriento de Tí. Me has tocado, y mi corazón desea ardientemente tus abrazos".

Los tres diálogos, "Contra los Académicos", "Sobre la vida feliz", y "Sobre el orden", se basan en las conversaciones que San Agustín, tuvo con sus amigos, en esos siete meses.

Nueva Vida en Cristo
La víspera de la Pascua del año 387, San Agustín recibió el bautismo, junto con Alipio, y su querido hijo Adeodato, quien tenía entonces quince años, y quien murió poco después.

En el otoño de ese año, San Agustín resolvió retornar a África, y fue a embarcarse en Ostia, con su madre y algunos amigos. Santa Mónica murió ahí, en noviembre del año 387. San Agustín consagra, seis conmovedores capítulos de las "Confesiones", a la vida de su madre. Viajó a Roma, unos cuantos meses después, y en septiembre de 388, se embarcó para África.

En Tagaste, vivió casi tres años con sus amigos, olvidado del mundo, y al servicio de Dios, con el ayuno, la oración, y las buenas obras. Además de meditar sobre la ley de Dios, San Agustín instruía a su prójimo, con sus discursos y escritos. El santo y sus amigos, habían puesto todas sus propiedades en común, y cada uno las utilizaba, según sus necesidades. Aunque San Agustín no pensaba en el sacerdocio, fue ordenado en el año 391, por el Obispo de Hipona, Valerio, quien le tomó por asistente.

Así pues, el santo se trasladó a dicha ciudad, y estableció una especie de monasterio, en una casa próxima a la iglesia, como lo había hecho en Tagaste. San Alipio, San Evodio, San Posidio y otros, formaban parte de la comunidad, y vivían, "según la regla de los Santos Apóstoles".

El obispo, que era griego, y tenía además cierto impedimento de la lengua, nombró predicador a San Agustín. En el oriente, era muy común la costumbre, de que los obispos, tuviesen un predicador, a cuyos sermones asistían; pero en el occidente eso constituía una novedad.

Más todavía, San Agustín obtuvo permiso de predicar, aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado. Desde entonces, el santo no dejó de predicar, hasta el fin de su vida. Se conservan casi cuatrocientos sermones de San Agustín, la mayoría de los cuales, no fueron escritos directamente por él, sino tomados por sus oyentes.

En la primera época de su predicación, San Agustín se dedicó a combatir el maniqueísmo, y los comienzos del donatismo, y consiguió extirpar la costumbre, de efectuar festejos, en las capillas de los mártires. El santo predicaba siempre en latín, a pesar de que los campesinos de ciertos distritos de la diócesis, sólo hablaban el púnico, y era difícil encontrar sacerdotes, que les predicasen en su lengua.

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El donatismo fue un movimiento religioso cristiano, iniciado en el siglo IV en Numidia (la actual Argelia), que nació como una reacción, ante el relajamiento de las costumbres de los fieles. Iniciado por Donato, obispo de Cartago, en el norte de África, aseguraba que sólo aquellos sacerdotes, cuya vida fuese intachable, podían administrar los sacramentos, entre ellos, el de la conversión del pan y el vino, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo (eucaristía), y que los pecadores, no podían ser miembros de la Iglesia.

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Obispo de Hipona
En el año 395, San Agustín fue consagrado Obispo coadjutor de Valerio. Poco después, murió este último, y el santo le sucedió en la sede de Hipona. Procedió inmediatamente, a establecer la vida común regular en su propia casa, y exigió que todos los sacerdotes, diáconos y subdiáconos que vivían con él, renunciasen a sus propiedades, y que se atuviesen a las reglas.

Por otra parte, no admitía a las órdenes, sino a aquellos que aceptaban esa forma de vida.

San Posidio, su biógrafo, cuenta que los vestidos y los muebles eran modestos, pero decentes y limpios. Los únicos objetos de plata que había en la casa, eran las cucharas; los platos eran de barro, o de madera. El santo era muy hospitalario, pero la comida que ofrecía era frugal; el uso mesurado del vino, no estaba prohibido.

Durante las comidas, se leía algún libro, para evitar las conversaciones ligeras. Todos los clérigos comían en común, y se vestían con un fondo común. Como lo dijo el Papa Pascual XI, "San Agustín adoptó con fervor, y contribuyó a regularizar, la forma de vida común, que la primitiva Iglesia había aprobado, como instituida por los Apóstoles". El santo fundó también, una comunidad femenina. A la muerte de su hermana, que fue la primera "abadesa", escribió una carta, sobre los primeros principios ascéticos de la vida religiosa.

En esa epístola, y en dos sermones, se halla comprendida la llamada "Regla de San Agustín", que constituye la base de las constituciones, de tantos canónigos y canonesas regulares. El santo obispo, empleaba las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con su patrimonio, en el socorro de los pobres. Posidio refiere que en varias ocasiones, mandó fundir los vasos sagrados, para rescatar cautivos, como antes lo había hecho San Ambrosio.

San Agustín menciona en varias de sus cartas y sermones, la costumbre que había impuesto a sus fieles, de vestir una vez al año a los pobres de cada parroquia, y algunas veces, llegaba hasta a contraer deudas, para ayudar a los necesitados. Su caridad y celo, por el bien espiritual de su prójimo, era ilimitado.

Así decía a su pueblo, como un nuevo Moisés, o un nuevo San Pablo: "No quiero salvarme sin vosotros". "¿Cuál es mi deseo? ¿Para qué soy Obispo?. ¿Para qué he venido al mundo?. Sólo para vivir en Jesucristo, para vivir en Él con vosotros. Esa es mi pasión, mi honor, mi gloria, mi gozo, y mi riqueza".

Pocos hombres han poseído, un corazón tan afectuoso y fraternal, como el de San Agustín. Se mostraba amable, con quienes no profesaban el cristianismo, y frecuentemente, los invitaba a comer con él; en cambio, se rehusaba a comer, con los cristianos de conducta públicamente escandalosa, y les imponía con severidad, las penitencias canónicas, y las censuras eclesiásticas.

Aunque jamás olvidaba la caridad, la mansedumbre y las buenas maneras, se oponía a todas las injusticias, sin excepción de personas. San Agustín se quejaba, de que la costumbre, había hecho tan comunes ciertos pecados, que en caso de oponerse abiertamente a ellos, haría más mal que bien, y seguía fielmente las tres reglas de San Ambrosio: no meterse a hacer matrimonios; no incitar a nadie, a entrar en la carrera militar; y no aceptar invitaciones en su propia ciudad, para no verse obligado a salir demasiado.

Generalmente, la correspondencia de los grandes hombres es muy interesante, por la luz que arroja sobre su vida, y su pensamiento íntimos. Así sucede, particularmente con la correspondencia de San Agustín.

En la quincuagésima cuarta, dirigida a Januario, alaba la comunión diaria, con tal de que se la reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió a Cristo en su casa; pero también alaba la costumbre de los que, siguiendo el ejemplo del humilde centurión, sólo comulgan los sábados, los domingos, y los días de fiesta, para hacerlo con mayor devoción.

En la carta a Ecdicia, explica las obligaciones de la mujer respecto de su esposo, diciéndole que no se vista de negro, puesto que eso desagrada a su marido, y que practique la humildad y la alegría cristianas, vistiéndose ricamente por complacer a su esposo. También la exhorta a seguir el parecer de su marido, en todas las cosas razonables, particularmente en la educación de su hijo, en la que debe dejarle la iniciativa. En otras cartas, el santo habla del respeto, el afecto y la consideración, que el marido debe a la mujer.

La modestia y humildad de San Agustín, se muestran en su discusión con San Jerónimo, sobre la interpretación de la epístola a los Gálatas. A consecuencia de la pérdida de una carta, San Jerónimo, que no era muy paciente, se dio por ofendido.

San Agustín le escribió: "Os ruego que no dejéis de corregirme con toda confianza, siempre que creáis que lo necesito; porque aunque la dignidad del episcopado, supera a la del sacerdocio, Agustín es inferior, en muchos aspectos, a Jerónimo".

El santo Obispo lamentaba la actitud de la controversia, que sostuvieron San Jerónimo y Rufino, pues temía en esos casos, que los adversarios sostuviesen su opinión, más por vanidad que por amor de la verdad. Como él mismo escribía, "sostienen su opinión porque es la propia, no porque sea la verdadera; no buscan la verdad, sino el triunfo".

La Verdad ante el error
Durante los treinta y cinco años de su episcopado, San Agustín tuvo que defender la fe católica contra muchas herejías. Una de las principales, fue la de los donatistas, quienes sostenían que la Iglesia católica había dejado de ser la Iglesia de Cristo, por mantener la comunión con los pecadores, y que a los herejes no se les podían conferir válidamente ningún sacramento. Los donatistas eran muy numerosos en África, donde no retrocedieron, ni ante el asesinato de los católicos, y todas las otras formas de violencia.

Sin embargo, gracias a la ciencia, y el infatigable celo de San Agustín, y a su santidad de vida, los católicos ganaron terreno paulatinamente. Ello exasperó tanto a los donatistas, que algunos de ellos afirmaban públicamente, que quien asesinara al santo, prestaría un servicio insigne a la religión, y alcanzaría gran mérito ante Dios.

En el año 405, San Agustín tuvo que recurrir a la autoridad pública, para defender a los católicos contra los excesos de los donatistas, y en el mismo año, el emperador Honorio publicó severos decretos contra ellos. El santo desaprobó al principio esas medidas, aunque más tarde cambió de opinión, excepto en cuanto a la pena de muerte.

En el año 411, se llevó a cabo en Cartago, una conferencia entre los católicos y los donatistas, que fue el principio de la decadencia del donatismo. Pero por la misma época, empezó la gran controversia pelagiana.

Pelagio era originario de la Gran Bretaña. San Jerónimo le describía como “un hombre alto y gordo, repleto de avena de Escocia". Algunos historiadores afirman, que era irlandés. En todo caso, lo cierto es que había rechazado, la doctrina del pecado original, y afirmaba que la gracia no era necesaria para salvarse; como consecuencia de su opinión sobre el pecado original, sostenía que el bautismo era un mero título de admisión en el cielo.

Pelagio pasó de Roma a África, en el año 411, junto con su amigo Celestio, y aquel mismo año, el sínodo de Cartago condenó por primera vez su doctrina. San Agustín no asistió al concilio, pero desde ese momento, empezó a hacer la guerra al pelagianismo, tanto en sus cartas como en sus sermones.

A fines del mismo año, el tribuno San Marcelino, le convenció de que escribiese su primer tratado contra los pelagianos. Sin embargo, el santo no nombró en él, a los autores de la herejía, con la esperanza de así ganárselos, y aun tributó ciertas alabanzas a Pelagio: "Según he oído decir, es un hombre santo, muy ejercitado en la virtud cristiana, un hombre bueno y digno de alabanza".

Desgraciadamente, Pelagio se obstinó en sus errores. San Agustín le acosó implacablemente, en toda una serie de disputas, subterfugios y condenaciones que siguieron. Después de Dios, la Iglesia debe a San Agustín, el triunfo sobre el pelagianismo. A raíz del saqueo de Roma por Alarico, en el año 410, los paganos renovaron sus ataques contra el cristianismo, atribuyéndole todas las calamidades del Imperio.

Para responder a esos ataques, San Agustín empezó a escribir su gran obra, 'La Ciudad de Dios', en el año de 413, y no la terminó hasta el año 426. 'La Ciudad de Dios' es, después de las "Confesiones", la obra más conocida del santo. No se trata simplemente de una respuesta a los paganos, sino de toda una filosofía de la historia providencial del mundo.

En las 'Confesiones", San Agustín había expuesto con la más sincera humildad y contrición, los excesos de su conducta. A los setenta y dos años, en las "Retractaciones", expuso con la misma sinceridad, los errores que había cometido en sus juicios.

En dicha obra, revisó todos sus numerosísimos escritos, y corrigió leal y severamente, los errores que había cometido, sin tratar de buscarles excusas. A fin de disponer de más tiempo, para terminar ése y otros escritos, y para evitar los peligros de la elección de su sucesor, después de su muerte, el santo propuso al clero y al pueblo que eligiesen a Heraclio, el más joven de sus diáconos, quien fue efectivamente elegido por aclamación, en el año 426. A pesar de esa precaución, los últimos días de San Agustín fueron muy borrascosos.

El conde Bonifacio, que había sido general imperial en África, cayó injustamente en desgracia, de la regente Placidia, quien incitó a Genserico, rey de los vándalos, a invadir África. San Agustín, escribió una carta maravillosa a Bonifacio, para recordarle su deber, y el conde trató de reconciliarse con Placidia. Pero era demasiado tarde, para impedir la invasión de los vándalos.

San Posidio, por entonces Obispo de Calama, describe los horribles excesos que se cometieron, y la desolación que causaron a su paso. Las ciudades quedaban en ruinas, las casas de campo eran arrasadas, y los habitantes que no lograban huir, morían asesinados. Las alabanzas a Dios no se oían ya en las iglesias, muchas de las cuales habían sido destruidas.

La misa se celebraba en las casas particulares, cuando llegaba a celebrarse, porque en muchos sitios no había alma viviente, a quien darle los sacramentos; por otra parte, los pocos cristianos que sobrevivían, no encontraban un solo sacerdote a quien pedírselos. Los obispos y clérigos que sobrevivieron, habían perdido todos sus bienes, y se veían reducidos a pedir limosna.

De las numerosas diócesis de África, las únicas que quedaban en pie, eran Cartago, Hipona y Cirta, gracias a que dichas ciudades no habían sucumbido aún.

El conde Bonifacio, huyó a Hipona. Ahí se refugiaron también San Posidio, y varios obispos de los alrededores. Los vándalos sitiaron la ciudad, en mayo del año 430. El sitio se prolongó durante catorce meses.

Tres meses después de establecido ese asedio, San Agustín cayó presa de la fiebre, y desde el primer momento, comprendió que se acercaba la hora de su muerte. Desde que se había apartado del mundo, la muerte, había sido uno de los temas constantes de su meditación.

En su última enfermedad, el santo habló de ella con gozo: "¡Dios es inmensamente misericordioso!". Con frecuencia, recordaba la alegría con que San Ambrosio recibió la muerte, y mencionaba las palabras que Cristo había dicho a un obispo que agonizaba, según cuenta San Cipriano: "Si tienes miedo de sufrir en la tierra, y de ir al cielo, no puedo hacer nada por ti".

El santo escribió entonces: "Quien ama a Cristo, no puede tener miedo de encontrarse con Él. Hermanos míos, si decimos que amamos a Cristo, y tenemos miedo de encontrarnos con Él, deberíamos cubrirnos de vergüenza".

Durante su última enfermedad, pidió a sus discípulos, que escribiesen los salmos penitenciales, en las paredes de su habitación, y los cantasen en su presencia, y no se cansaba de leerlos con lágrimas de gozo.

San Agustín conservó todas sus facultades, hasta el último momento, en tanto que la vida se iba escapando lentamente de sus miembros. Por fin, el 28 de agosto del año 430, exhaló apaciblemente el último suspiro, a los setenta y dos años de edad, de los cuales había pasado casi cuarenta consagrado al servicio de Dios.

San Posidio comenta: "Los presentes ofrecimos a Dios, el santo sacrificio por su alma, y le dimos sepultura". Con palabras muy semejantes, había comentado San Agustín la muerte de su madre. Durante su enfermedad, el santo había curado a un enfermo, sólo con imponerle las manos. Posidio afirma: "Yo sé de cierto, que tanto como sacerdote, que como obispo, San Agustín había pedido a Dios que librase a ciertos posesos, por quienes se le había encomendado que rogase, y los malos espíritus los dejaron libres".

Las principales fuentes sobre la vida y carácter de San Agustín, son sus propios escritos, especialmente las Confesiones, el De Civitate Dei, la correspondencia y los sermones .

Adaptado de "Vidas de los Santos de Butler, ed. española".

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Benedicto XVI habla de San Agustín, 16-I-08

También nosotros le "encontramos vivo"


Resumen
Joseph Ratzinger, defendió su tesis doctoral sobre San Agustín. Ahora, como papa, habla de él. Recuerda los últimos días del santo, durante la invasión de los bárbaros. Él oraba, hacía penitencia, enseñaba y estudiaba. Todos nos beneficiamos de lo que él nos legó.

«Cuando leo los escritos de San Agustín, no tengo la impresión de que sea un hombre muerto, hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo, que me habla, que nos habla con su fe fresca y actual»

El Papa citó a su biógrafo, Posidio: «Dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres, llenos de personas dedicadas a la continencia, y a la obediencia de sus superiores, junto con las bibliotecas que contenían los libros y discursos de él, y de otros santos, por los que se conoce cuál ha sido por gracia de Dios, su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre le encuentran vivo». 

Añade el Papa: «Es un juicio al que podemos asociarnos: en sus escritos también nosotros le "encontramos vivo"» 

«En San Agustín, que nos habla --me habla a mí en sus escritos--, vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, del Verbo Eterno Encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre»

«Y podemos ver que esta fe, no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque realmente Cristo es ayer, hoy y para siempre. Él es el Camino, la Verdad y la Vida»

«De este modo, San Agustín nos anima a confiar, en este Cristo siempre vivo, y a encontrar así el camino de la vida»

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BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 9 de enero de 2008


Queridos hermanos y hermanas:

Después de las grandes festividades navideñas, quiero volver a las meditaciones sobre los Padres de la Iglesia, y hablar hoy del Padre más grande de la Iglesia latina, San Agustín: hombre de pasión y de fe, de altísima inteligencia, y de incansable solicitud pastoral.

Este gran santo y doctor de la Iglesia, a menudo es conocido, al menos de fama, incluso por quienes ignoran el cristianismo, o no tienen familiaridad con él, porque dejó una huella profundísima en la vida cultural de Occidente, y de todo el mundo.

Por su singular relevancia, San Agustín ejerció una influencia enorme, y podría afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura latina cristiana, llevan a Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), lugar donde era obispo; y por otra, que de esta ciudad del África romana, de la que San Agustín fue obispo desde el año 395, hasta su muerte, en el año 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo, y de la misma cultura occidental.

Pocas veces una civilización, ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger sus valores, y de exaltar su riqueza intrínseca, inventando ideas y formas, de las que se alimentarían las generaciones posteriores, como subrayó también Pablo VI: «Se puede afirmar, que todo el pensamiento de la antigüedad, confluye en su obra, y que de ella derivan corrientes de pensamiento que empapan, toda la tradición doctrinal de los siglos posteriores» (AAS, 62, 1970, p. 426: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de mayo de 1970, p. 10).

San Agustín es además, el Padre de la Iglesia, que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice que parecía imposible, que un hombre pudiera escribir tanto durante su vida. En un próximo encuentro, hablaremos de estas diversas obras.

Hoy nuestra atención se centrará en su vida, que puede reconstruirse a través de sus escritos, y en particular de las Confesiones, su extraordinaria autobiografía espiritual, escrita para alabanza de Dios, que es su obra más famosa.

Las Confesiones, precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología, constituyen un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la modernidad. Esta atención a la vida espiritual, al misterio del yo, al misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre, por decirlo así, como una "cumbre" espiritual.

Pero volvamos a su vida. San Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre del año 354. Era hijo de Patricio, un pagano que después fue catecúmeno, y de Santa Mónica, cristiana fervorosa. Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo, una enorme influencia, y lo educó en la fe cristiana.

San Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado, por la figura de Jesucristo; más aún, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más, de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como sucede también hoy, a muchos jóvenes.

San Agustín tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, cuyo nombre desconocemos, la cual, tras quedar viuda, fue superiora de un monasterio femenino. El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue un estudiante ejemplar.

En cualquier caso, estudió bien la gramática, primero en su ciudad natal, y después en Madaura; y a partir del año 370, retórica en Cartago, capital del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo dominio del griego, ni aprendió el púnico, la lengua de sus paisanos.

Precisamente en Cartago, San Agustín leyó por primera vez el Hortensius, obra de Cicerón, que después se perdió, y que se sitúa en el inicio de su camino hacia la conversión. Ese texto ciceroniano, despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá, siendo ya obispo, en las Confesiones: «Aquel libro cambió mis aficiones, hasta el punto de que, «de repente me pareció vil toda vana esperanza, y con increíble ardor de corazón, deseaba la inmortalidad de la sabiduría» (III, 4, 7).

Pero dado que estaba convencido, de que sin Jesús, no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante, faltaba ese nombre, al acabar de leerlo, comenzó a leer la Escritura, la Biblia.

Pero se quedó decepcionado, no sólo porque el estilo latino de la traducción de la Sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido, no le pareció satisfactorio. En las narraciones de la Escritura, sobre guerras y otras vicisitudes humanas, no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad, propio de la filosofía. Sin embargo, no quería vivir sin Dios; buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad, y también a su deseo de acercarse a Jesús.

De esta manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos, y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo, se divide en dos principios: el bien y el mal. Así se explicaría, toda la complejidad de la historia humana. También la moral dualista atraía a San Agustín, pues implicaba una moral muy elevada para los elegidos; quienes, como él, se adherían a esa moral, podían llevar una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente los jóvenes.

Por tanto, se hizo maniqueo, convencido en ese momento, de que había encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad, y amor a Jesucristo. Y sacó también una ventaja concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos, abría fáciles perspectivas de carrera. Adherirse a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer, y progresar en su carrera.

De esa mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, muy inteligente, que después estaría presente en su preparación para el bautismo, junto al lago de Como, participando en los Diálogos, que San Agustín nos dejó. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.

Cuando tenía alrededor de veinte años, fue profesor de gramática en su ciudad natal, pero pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica.

Con el paso del tiempo, sin embargo, comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron, precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas; se trasladó a Roma, y después a Milán, donde residía entonces la corte imperial, y donde había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán, San Ambrosio.

En Milán, San Agustín adquirió la costumbre de escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo San Ambrosio, que había sido representante del emperador, para el norte de Italia. El retórico africano, quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; y no sólo por su retórica, sobre todo, porque el contenido, fue tocando cada vez más su corazón.

El gran problema del Antiguo Testamento, de la falta de belleza retórica, y de altura filosófica, se resolvió con las predicaciones de San Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo Testamento: San Agustín comprendió, que todo el Antiguo Testamento, es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave, para comprender la belleza, la profundidad, incluso filosófica, del Antiguo Testamento; y comprendió toda la unidad, del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.

Pronto San Agustín, se dio cuenta, de que la interpretación alegórica de la Escritura, y la filosofía neoplatónica, del obispo de Milán, le permitían resolver las dificultades intelectuales, que cuando era más joven, en su primer contacto, con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.

Así, tras la lectura de los escritos de los filósofos, San Agustín se dedicó a hacer, una nueva lectura de la Escritura, y sobre todo de las cartas de San Pablo. Por tanto, la conversión al cristianismo, el 15 de agosto del año 386, llegó al final de un largo y agitado camino interior, del que hablaremos en otra catequesis.

Se trasladó al campo, al norte de Milán, junto al lago Como, con su madre Mónica, su hijo Adeodato, y un pequeño grupo de amigos, para prepararse para el bautismo. Así, a los 32 años, San Agustín fue bautizado por San Ambrosio, el 24 de abril del año 387, durante la Vigilia pascual, en la catedral de Milán.

Después del bautismo, San Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, al estilo monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre repentinamente se enfermó, y poco más tarde murió, destrozando el corazón de su hijo.

Tras regresar finalmente a su patria, el convertido se estableció en Hipona, para fundar allí un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de resistirse, fue ordenado presbítero en el año 391, y comenzó con algunos compañeros la vida monástica, en la que pensaba desde hacía bastante tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación.

Quería dedicarse sólo, al servicio de la verdad; no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió, que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás, y así ofrecerles el don de la verdad. En Hipona, cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.

Al seguir profundizando en el estudio de las Escrituras, y de los textos de la tradición cristiana, San Agustín se convirtió en un obispo ejemplar, por su incansable compromiso pastoral: predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, cuidaba de la formación del clero, y la organización de monasterios femeninos y masculinos.

En poco tiempo, el antiguo retórico, se convirtió en uno de los exponentes más importantes del cristianismo de esa época: muy activo en el gobierno de su diócesis, también con notables implicaciones civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona, influyó notablemente, en la dirección de la Iglesia católica del África romana; y más en general, en el cristianismo de su tiempo, confrontando a muchas tendencias religiosas, y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana, en el Dios único, y rico en misericordia.

Y San Agustín se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su vida: afectado por la fiebre, mientras la ciudad de Hipona se encontraba asediada, desde hacía casi tres meses por los vándalos invasores, como cuenta su amigo Posidio, en la Vita Augustini: el obispo pidió que le transcribieran con letras grandes los salmos penitenciales, "y pidió que colgaran las hojas en la pared de enfrente, de manera que desde la cama, durante su enfermedad, los podía ver y leer, y lloraba intensamente sin interrupción" (31, 2).

Así pasaron los últimos días de la vida de San Agustín, que falleció el 28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. A sus obras, a su mensaje y a su experiencia interior, dedicaremos los próximos encuentros.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, a la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, a la parroquia Nuestra Señora de los Milagros de Alange, a los capitulares de la Congregación de San Pedro "ad vincula", así como a los demás grupos venidos de España, México, Brasil y otros países latinoamericanos. Os invito a imitar la confianza en Dios de San Agustín, y a acogeros a su intercesión. Muchas gracias.

(En polaco)
La vida de San Agustín, es un ejemplo de la obra de la gracia divina, que dirige las complicadas vicisitudes del hombre, hacia el conocimiento de la Verdad definitiva, hacia la unión con Cristo, y el servicio a su Iglesia. Que esta gracia, transforme nuestra vida diaria, a fin de que culmine en la felicidad eterna. ¡Que Dios os bendiga!.

(En italiano)
Mi pensamiento se dirige, por último, a los jóvenes, a los enfermos, y a los recién casados. Queridos hermanos, en estos días sucesivos a la fiesta de la Epifanía, seguimos meditando en la manifestación de Jesús a todos los pueblos. Queridos jóvenes, la Iglesia os invita a ser testigos entusiastas de Cristo, entre vuestros coetáneos; a vosotros, queridos enfermos, os exhorta a difundir cada día, su luz con serena paciencia; y a vosotros, queridos recién casados, os estimula a ser signo de su presencia renovadora, con vuestro amor fiel.

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, que sepamos recibir, como San Agustín, el llamado constante del “toma y lee”, profundizando constantemente, en las Sagradas Escrituras; en la oración y la penitencia, de nuestros apegos mundanos, y así poder despojarnos de toda concupiscencia, alcanzando las alturas celestiales, ya mismo, a partir de nuestro peregrinaje sobre la Tierra. A Tí Señor, que siempre buscaste la soledad, para orar por todos nosotros al Padre, y que Vives y Reinas, por los Siglos de los Siglos. Amén.


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