Quinta Feria, 1 de agosto
San
Alfonso María de Ligorio
(1696-1787)
Obispo
Doctor
de la Iglesia, por sus escritos sobre la moral
Fundador
de la Congregación del Santísimo Redentor (los Redentoristas)
Patrón
de confesores y moralistas
“Abandona
el mundo, y entrégate a Mí”
“Cuando
el Señor castiga a un pueblo, el castigo empieza por los sacerdotes,
por ser ellos la primera causa, de los pecados del pueblo, ya por su
mal ejemplo, ya por la negligencia, en cultivar la viña, encomendada
a sus desvelos”
Breve
Nació
en Nápoles, en el año 1696; obtuvo el doctorado en ambos derechos,
recibió la ordenación sacerdotal, e instituyó la Congregación
llamada del Santísimo Redentor.
Para
fomentar la vida cristiana en el pueblo, se dedicó a la predicación,
y a la publicación de diversas obras, sobre todo de teología moral,
materia en la que es considerado, un auténtico maestro.
Fue
elegido obispo de Sant’ Agata de´ Goti, pero algunos años
después, renunció a dicho cargo, y murió entre los suyos, en
Pagami, cerca de Nápoles, en el año 1787.
Las
enseñanzas de San Alfonso, son muy útiles para que las lean,
quienes se preparan para una vida sacerdotal, o ya son ministros de
Dios. Por eso, transcribo muy extensamente sus enseñanzas, en este
documento. Muchos males que aquejan a nuestra sociedad, provienen de
los malos sacerdotes, que como pastores mudos, permanecen en
silencio, para defender sus comodidades materiales, o directamente
son secuaces del Maligno.
Bilocación
"El
venerable siervo de Dios, San Alfonso, cuanto residía en Arionzo, un
pequeño pueblo de su diócesis, el 21 de septiembre de 1774, sufrió
un desmayo. Quedó por casi dos días, sentado en una silla de
brazos, sumergido en dulce y profundo sueño.
Uno
de los empleados quería despertarlo, pero su Vicario General, Don
Rubino, ordenó que no lo tocasen, y que se quedasen vigilándolo
constantemente, en un cuarto próximo. Cuando al final se despertó,
y tocó una campanilla, todas las personas de la casa acudieron.
Al
verlas pasmadas, les preguntó el porqué. Respondieron: "Oy!,
Monseñor, ya hace dos días que Ud. no habla, ni come, ni da señal
alguna de vida!".
-
"Entonces", - respondió él, - "Uds. pensaban que yo
estaba durmiendo, pero no fue bien eso; Uds.
no saben que fui a asistir al Papa, que ahora ya no se encuentra más,
en la lista de los vivos".
En
efecto, después de breve lapso de tiempo, se supo que Clemente XIV,
partió a los Cielos el 22 de septiembre, a las ocho de la mañana,
esto es, exactamente en la hora, en que el siervo de Dios había
tocado la campanilla.
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San
Alfonso nació en Nápoles, el 27 de Septiembre de 1696. Sus padres
Don José de Liguori y Doña Ana Cavalieri, eran de familias nobles y
distinguidas.
Era
un "niño prodigio", con gran facilidad para los idiomas,
ciencias, arte, música y demás disciplinas. Empezó a estudiar
leyes a los 13 años, y a los 16 años, presentó el examen de
doctorado, en derecho civil y canónico, en la Universidad de
Nápoles. A los 19 años, ya era un abogado famoso.
Conversión
Según
se cuenta, en su profesión como abogado, no perdió ningún caso en
8 años, hasta que un día, después de su brillante defensa, un
documento demostró, que él había apoyado, aunque sin saberlo, algo
que era falso. Eso cambió su vida radicalmente.
Hizo
un retiro en el convento de los lazaristas, y se confirmó en la
cuaresma de 1722. Estos dos eventos, reavivaron su fervor. Al año
siguiente, en dos ocasiones, oyó una voz que le decía: "abandona
el mundo, y entrégate a Mí". Hizo voto de
celibato, y abandonó completamente su profesión. Muy pronto, Dios
le confirmó cuál era su voluntad.
Se
fue a la iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia, a pedir ser
admitido en el oratorio. Su padre trató de impedirlo, pero al verlo
tan decidido, le dio permiso de hacerse sacerdote, pero con la
condición, de que se fuese a vivir a su casa. Alfonso aceptó,
siguiendo el consejo de su director espiritual, que era oratoriano.
Hizo
los estudios sacerdotales, en su casa. Fue ordenado
sacerdote, en 1726, a los 30 años. Los dos
años siguientes, se dedicó a los "vagos", de los barrios
de las afueras de Nápoles.
La
prédica sencilla desde el corazón
En
los comienzos del siglo XVIII, combatió la prédica muy florida, y
el rigorismo jansenista, en los confesionarios. Él predicaba con
sencillez. El santo decía a sus misioneros: "Emplead un
estilo sencillo, pero trabajad a fondo vuestros sermones. Un sermón
sin lógica, resulta disperso y falto de gusto. Un sermón pomposo,
no llega a la masa. Por mi parte, puedo deciros, que jamás he
predicado un sermón, que no pudiese entender la mujer más
sencilla".
San
Alfonso abandonó su casa paterna, en 1729, a los 33 años de edad, y
se fue de capellán a un seminario, donde se preparaban misioneros
para la China.
En
1730, el Obispo de Castellamare, Monseñor Falcoia, invita a Alfonso,
a predicar unos ejercicios, en un convento religioso en Scala. Este
hecho tuvo grandes consecuencias, porque ayudó a discernir a las
religiosas, una revelación que tuvo la hermana María Celeste. El
día de la transfiguración de 1731, las religiosas vistieron el
nuevo hábito, y empezaron la estricta clausura, y vida de
penitencia. Así comienza la Congregación de las Redentoristas.
En
1732, se despide de sus padres, y vuelve a Scala, y con la ayuda y
colaboración de un grupo de laicos, a los 36 años, funda la
Congregación del Santísimo Redentor, cuya primera casa, perteneció
al convento de las religiosas. San Alfonso era el superior inmediato,
y Monseñor Falcoia era el director general.
Grandes
pruebas
Al
poco tiempo, comenzaron los problemas. La congregación se dividió,
entre los dos superiores. Al poco tiempo, la hermana María Celeste,
se va a fundar otra congregación. A los 5 meses, el santo se quedó
solo con un hermano, pero más tarde, se presentaron nuevos
candidatos, y se establecieron en una casa más grande.
En
1734, funda otra casa en Villa degli Schiavi, y se dedica a misionar
allí. Su confesionario estaba siempre
lleno. Trataba a sus penitentes, como almas que era necesario salvar.
En
1737, se divulgan rumores, sobre la casa de Villa degli Schiavi, y
San Alfonso decide suprimir esa fundación. Al año siguiente,
también cierra la casa de Scala.
Organizó
misiones en Nápoles por 2 años, a pedido del Cardenal Spinelli,
arzobispo.
En
1743, al morir Mons. Falcoia, San Alfonso vuelve a ocuparse de su
congregación, como superior general, y se encarga de redactar las
constituciones. A pesar de la oposición de las autoridades
españolas, los misioneros reorganizados, fundan varias casas.
En
1748, San Alfonso publica en Nápoles, la primera edición de su
"Teología Moral". La segunda edición, apareció entre los
años 1753 y 1755.
En
1749, el papa Benedicto XIV, aprobó la congregación, y a partir de
eso, el éxito fue enorme.
En
1750, los Jansenistas comienzan a divulgar, que la devoción a la
Santísima Virgen, era una superstición. San Alfonso defiende a
Nuestra Señora, publicando "Las Glorias de María".
San
Alfonso era estricto, pero a la vez tierno y compasivo. En el proceso
de beatificación, el Padre Cajone dijo: "A mi modo de ver,
su virtud característica, era la pureza de intención. Trabajaba
siempre, y en todo, por Dios, olvidado de sí mismo. En cierta
ocasión nos dijo: 'Por la gracia de Dios, jamás he tenido que
confesarme, de haber obrado por pasión. Tal vez sea, porque no soy
capaz, de ver a fondo en mi conciencia, pero en todo caso, nunca me
he descubierto ese pecado, con claridad suficiente, para tener que
confesarlo' ".
Esto
es realmente admirable, teniendo en cuenta que San Alfonso, era un
Napolitano de temperamento apasionado y violento, que podía haber
sido presa fácil, de la ira, el orgullo, y de la precipitación.
Obispo
A
los 60 años, fue elegido obispo de Sant' Agata de' Goti, diócesis
pequeña con 30,000 habitantes, diecisiete casas religiosas, y
cuatrocientos sacerdotes, entre los cuales habían varios, que no
practicaban su ministerio sacerdotal, o llevaban una mala vida.
Algunos
celebraban la misa, en 15 minutos. San Alfonso los suspendió "ipso
facto", a no ser que se corrigiesen, y escribió un tratado
sobre ese punto: "En
el altar, el sacerdote representa a Jesucristo, como dice San
Cipriano. Pero muchos sacerdotes actuales, al celebrar la misa,
parecen más bien saltimbanquis, que se ganan la vida en la plaza
pública. Lo más lamentable, es que aun los religiosos de ordenes
reformadas, celebran la misa con tal prisa, y mutilando tanto los
ritos, que los mismos paganos, quedarían escandalizados….Ver
celebrar así el Santo Sacrificio, es para perder la fe".
Poco
tiempo después, se desata en su diócesis, una terrible epidemia que
San Alfonso, había profetizado 2 años antes. Se morían por
millares. El santo, para ayudar a las víctimas, vendió todo lo que
tenía, y La Santa Sede le autoriza, a usar fondos de la diócesis, y
contrae grandes deudas.
Sus
esfuerzos por reformar la moralidad pública, le atrajo a numerosos
enemigos, que lo amenazaron de muerte. Solía decir: "Cada
obispo está obligado, a velar por su propia diócesis. Cuando los
que infringen la ley, se vean en desgracia, arrojados de todas
partes, sin techo y sin medios de subsistencia, entrarán en razón,
y abandonarán su vida de pecado".
Dirigió
la diócesis de Santa Agata, por 19 años.
Más
pruebas
En
Junio de 1767, sufre un terrible ataque de reumatismo, que casi lo
lleva a la muerte. Al terminar de celebrar la misa, el 21 de
septiembre de 1774, San Alfonso se desmayó, y quedó inconsciente
por 48 horas. Cuando regresó en sí, dijo a los presentes: "Fui
a asistir al Papa, que acaba de morir". El Papa Clemente
XIV, muere el 22 de Septiembre de 1774.
En
1775, San Alfonso pidió a Pío VI, que le permitiera renunciar, al
gobierno de su sede. El Papa se lo concede, teniendo en cuenta su
enfermedad. San Alfonso se retiró
temporalmente ciego y sordo. Fue a pedir hospitalidad
a sus hijos espirituales, en Nocera, cerca de Nápoles, pensando así
acabar tranquilamente sus días.
En
1777, los Redentoristas son atacados de nuevo. El Santo sufre con
paciencia muchas humillaciones, a causa de la traición de Monseñor
Testa, que era Capellán del Rey. El Santo se vio excluido de la
congregación, que había fundado.
Dios
le reservaba, una prueba aún más dura. Entre 1784 y 1785, el santo
atraviesa por un terrible periodo de "noche
oscura del alma", sufre tentaciones sobre su fe,
y sus virtudes. Se ve abrumado por sus escrúpulos, temores y
alucinaciones diabólicas. Le duró 18
meses, con intervalos de luz y reposo. A esto le siguió, un periodo
de éxtasis, profecías y milagros.
Gran
escritor
Sus
últimos 12 años de vida, se dedicó a escribir, aumentando así,
sus obras ascéticas y teológicas. Sus más conocidos libros son: La
Práctica de amar a Jesucristo, la Preparación para la muerte, las
Glorias de María.
La
Teología Moralis, fue una obra que influyó, en la formación del
clero, hasta hace pocos años.
El
santo murió, 2 meses antes de cumplir 91 años, la noche del 31 de
julio al 1 de agosto de 1787.
El
Papa Pío VI en 1796, decreta la introducción de la causa de
beatificación de Alfonso María Ligorio. La beatificación se
da en 1816. Fue canonizado en 1839.
En
1871, fue declarado Doctor de la Iglesia, y propuesto como patrono de
los confesores, y de los teólogos de moral.
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Del
oficio de lectura, 1 de Agosto, San Alfonso María de Ligorio
El
amor a Cristo
De las obras de San Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia. Tratado sobre la práctica del amor a Jesucristo, edición latina, Roma 1909, pp.9-14.
De las obras de San Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia. Tratado sobre la práctica del amor a Jesucristo, edición latina, Roma 1909, pp.9-14.
Toda
la santidad y la perfección del alma, consiste en el amor a
Jesucristo, nuestro Dios, nuestro sumo Bien, y nuestro Redentor.
La caridad, es la que da unidad y consistencia, a todas las virtudes,
que hacen al hombre perfecto. ¿Por ventura, Dios no merece todo
nuestro amor?.
Él
nos ha amado desde toda la eternidad. «Considera,
oh hombre –así nos habla–, que yo he sido el primero en amarte.
Aún no habías nacido, ni siquiera existía el mundo, y yo ya te
amaba. Desde que existo, yo te amo».
Dios,
sabiendo que al hombre, se lo gana con beneficios, quiso llenarlo de
dones, para que se sintiera obligado a amarlo: «Quiero
atraer a los hombres a mi Amor, con los mismos lazos, con que
habitualmente se dejan seducir: con los vínculos del amor».
Y éste es el motivo, de todos los dones que concedió al hombre.
Además
de haber dado un alma dotada, a imagen suya, de memoria,
entendimiento y voluntad, y un cuerpo con sus sentidos, no contento
con esto, creó en beneficio suyo, el cielo y la tierra, y tanta
abundancia de cosas, y todo ello por amor al hombre, para que todas
aquellas criaturas, estuvieran al servicio del hombre, y así el
hombre lo amara a Él, en atención a tantos beneficios.
Y
no sólo quiso darnos aquellas criaturas, con toda su hermosura, sino
que además, con el objeto de conquistarse nuestro amor, llegó al
extremo de darse a sí mismo por entero, a nosotros. El Padre Eterno,
llegó a darnos a su Hijo único, viendo que todos nosotros,
estábamos muertos por el pecado, y privados de su gracia.
Llevado
por su amor inmenso, mejor aún, excesivo, como dice el Apóstol, nos
envió a su Hijo amado, para redimir nuestros pecados, y para
restituirnos a la vida, que habíamos perdido por el pecado.
Dándonos
al Hijo, al que no perdonó, para perdonarnos a nosotros, nos dio con
Él todo bien: la gracia, la caridad y el paraíso, ya que todas
estas cosas, son ciertamente menos que el Hijo: El que no perdonó a
su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no
nos dará todo con Él?.
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EL
TRIUNFO GLORIOSO DE MARÍA SANTISIMA
San
Alfonso María de Ligorio
“Cuando
entran los monarcas, a tomar posesión de su reino, no pasan por las
puertas de la ciudad, sino que, o se quitan del todo las puertas, o
pasan por encima de ellas.
Por
eso, así como los Ángeles, cuando entró Jesucristo decían
(S.23,7): Abrid príncipes vuestras puertas, y levantaos puertas
eternas, para que entre el Rey de la Gloria; así, ahora que María,
va a tomar posesión del Reino de los Cielos, los Ángeles que la
acompañan, claman a los que están adentro: “Abrid,
príncipes, vuestras puertas, y levantaos puertas eternas, y entrará
la Reina de la gloria”.
Ved
que ya entra María, en la patria bienaventurada. Mas al entrar, y
verla tan hermosa y gloriosa, los espíritus celestiales, preguntan a
los que vienen de fuera, como contempla Orígenes (Cant.8,5): “¿Quién
es esta criatura tan bella, que viene del desierto de la tierra,
lugar de espinas y abrojos, mas Ella viene tan pura y tan rica de
virtudes, apoyada en su amado Señor, que se digna acompañarla Él
mismo, con tanto honor?” “Quién es?”.
Y
los Ángeles que la acompañan, responden: “Esta es la Madre de
nuestro Rey, es nuestra Reina, es la bendita entre las mujeres, la
llena de gracia, la santa de los santos, la predilecta de Dios, la
inmaculada, la paloma, la más bella de todas las criaturas”.
Entonces,
todos aquellos espíritus bienaventurados, comenzaron a bendecirla y
alabarla, cantando mejor que los hebreos a Judit (15,10): “Tú
eres la gloria de Jerusalén, Tú la alegría de Israel, Tú el honor
de nuestro pueblo, Señora y Reina nuestra. Vos sois la gloria del
cielo, la alegría de nuestra patria, el honor de todos nosotros. Sed
por siempre bienvenida, sed por siempre bendita. Éste es vuestro
reino, y todos nosotros somos vasallos vuestros, prontos a cumplir
vuestras órdenes”.
Luego
se acercaron a darle la bienvenida, y saludarla como a su Reina,
todos los santos, que hasta entonces estaban en el cielo. Llegaron
todas las santas vírgenes, y dijeron: “Santísima Señora,…Vos
sois nuestra Reina, porque fuisteis la primera en consagrar a Dios,
vuestra virginidad; todas nosotras te bendecimos y damos gracias”.
Llegaron
también los mártires, a saludarla como a su Reina, porque con su
gran constancia, en los dolores de la Pasión de su Hijo, les había
enseñado e impetrado, con sus méritos, la fortaleza para dar la
vida por la fe.
Llegó
Santiago el Mayor, el único de los Apóstoles que hasta entonces,
había subido al cielo, y en nombre de todos los Apóstoles, le dio
gracias por todo el consuelo y la asistencia, que les había
prestado, durante su permanencia en la tierra. Llegaron luego a
saludarla, los Profetas, y le decían: “Vos, Señora, sois la
que vislumbramos en nuestras profecías”.
Llegaron
los Santos Patriarcas, y le decían: “Vos, María, fuisteis
nuestra esperanza, y por tantos siglos tan suspirada”. Y entre
éstos, llegaron con mayor afecto a darle gracias, nuestros primeros
padres, Adán y Eva, y le decían: “Hija predilecta, Tú has
reparado el daño, que nosotros hicimos al género humano. Tú
devolviste al mundo, la bendición perdida por nuestra culpa; por Ti
somos salvos; ¡Seas por siempre Bendita!”.
Llegó
después a besarle los pies San Simeón, y le recordó con júbilo,
el día en que recibió de sus manos, a Jesús niño. Llegaron San
Zacarías y Santa Isabel, y de nuevo le dieron gracias, por aquella
amorosa visita, que con tanta humildad y caridad les hizo en su casa,
y por la cual recibieron, tantos tesoros de gracias.
Con
mayor afecto, llegó San Juan Bautista, a darle las gracias, por
haberlo santificado por medio de su voz. ¿Y qué le dirían, cuando
llegaron a saludarla, sus queridos padres San Joaquín y Santa Ana?.
¡Oh Dios!. Con cuánta ternura, la debieron bendecir diciendo: “Hija
amada, ¡y qué dicha la nuestra, la de tener una hija como Tú!.
Ahora eres nuestra Reina, porque eres la Madre de nuestro Dios; por
tal te saludamos, y te veneramos”.
Más,
¿Quién puede comprender el afecto, con que llegó a saludarla, su
querido esposo San José?. ¿Quién podrá explicar la alegría, que
sintió el Santo Patriarca, al ver a su esposa, entrar en el cielo
con tanto triunfo, y ser proclamada Reina de todos los cielos?. ¡Con
cuanta ternura le debió decir!: “Señora y esposa mía, ¿Cuándo
podré yo agradecer, lo que debo a nuestro Dios, por haberme hecho
esposo vuestro, que sois su verdadera Madre?. Por Vos, merecí en la
tierra, asistir en su infancia al Verbo encarnado, tenerle tantas
veces en mis brazos, y recibir de Él, tantas gracias especiales.
¡Benditos sean los momentos que empleé en la vida, en servir a
Jesús y a Vos, mi santa esposa!“.
Por
fin, todos los Ángeles llegaron a saludarla, y Ella, la gran Reina,
a todos dio las gracias, por la asistencia que le habían prestado en
la tierra; singularmente a San Gabriel Arcángel, feliz embajador de
todas sus dichas, cuando bajó a darle la nueva, de que era elegida
para Madre de Dios.
Luego,
arrodillada la humilde y Santa Virgen, adoró a la divina Majestad, y
toda abismada en el conocimiento de su nada, dio gracias por todos
los dones, que su bondad le había concedido, y especialmente, por
haberla hecho Madre del Verbo Eterno.
No
hay quien pueda comprender, con cuánto amor la bendijo, la Santísima
Trinidad; qué acogida hizo el Padre a su Hija, el Hijo a su Madre,
el Espíritu Santo a su Esposa. El Padre la coronó, comunicándole
su poder; el Hijo la Sabiduría; el Espíritu Santo el Amor.
Y
todas las tres Personas, colocando su trono a la diestra de Jesús,
la proclamaron Reina universal del cielo y de la tierra, y mandaron a
los Ángeles, y a todas las criaturas, que la reconocieran como su
Reina, y como a tal, la obedecieran y sirvieran.
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Del
libro de San Alfonso María de Ligorio:
LA
DIGNIDAD Y SANTIDAD SACERDOTAL
Capitulo
III
DE
LA SANTIDAD QUE HA DE TENER EL SACERDOTE
I.
Cuál debe ser la santidad del sacerdote, por razón de su dignidad.
Grande
es la dignidad de los sacerdotes, pero no menor, la obligación que
sobre ellos pesan. Los sacerdotes suben a gran altura,
pero se impone que a ella vayan, y estén sostenidos por
extraordinaria virtud; de otro modo, en lugar de recompensa, se les
reservará gran castigo, como opina San Lorenzo Justiniano (...). San
Pedro Crisólogo, dice a su vez, que el sacerdocio es un honor, y es
también una carga, que lleva consigo, gran cuenta y responsabilidad,
por las obras que conviene a su dignidad (...).
Todo
cristiano, ha de ser perfecto y santo, porque todo cristiano, hace
profesión de servir a un Dios Santo. Según
San León, cristiano es el que se despoja del hombre terreno, y se
reviste del hombre celestial (...). Por eso, dijo
Jesucristo: “Seréis pues vosotros, perfectos, como vuestro Padre
Celestial es perfecto” [Mt 5, 48].
Pero
la santidad del sacerdote, ha de ser distinta, de la del resto de los
seglares, observa San Ambrosio (...), y añade que, así como la
gracia otorgada a los sacerdotes, es superior, así la vida del
sacerdote tiene que sobrepujar en santidad a los seglares (…), y
San Pedro Pelusio afirma, que entre la santidad del sacerdote y la
del seglar, ha de haber tanta distancia, como del cielo a la tierra
(...).
Santo
Tomás enseña, que todos estamos obligados a observar, cuantos
deberes van aparejados al estado elegido.
Por
otra parte, el clérigo, dice San Agustín, está obligado a aspirar
a la santidad (...). Y Casiodoro escribe: “El
eclesiástico, está obligado a vivir una vida celestial”.
“El sacerdote está obligado a mayor perfección, mayor perfección
que el que no lo es”, como asegura Tomás de Kempis (...), pues su
estado, es más sublime que todos los demás. Y añade Salviano, que
Dios aconseja la perfección a los seglares, al paso que la impone a
los clérigos (...).
Los
sacerdotes de la antigua ley, llevaban escritas estas palabras, en la
tiara que coronaba su frente: SANTIDAD PARA YAHVEH (Ex 39, 29), para
recordar la santidad que debían confesar. Las
víctimas que ofrecían los sacerdotes, habían de consumirse
completamente. ¿Por qué?. Pregunta Teodoreto, y responde. “Para
inculcar a aquellos sacerdotes, la integridad de la vida que han de
tener, los que se han consagrado completamente a Dios
(...).
Decía
San Ambrosio, que el sacerdote, para ofrecer dignamente el
sacrificio, primero se ha de sacrificarse a sí mismo, ofreciéndose
enteramente a Dios (...). Y Esiquio escribe, que el sacerdote debe
ser, un continuo holocausto de perfección, desde la juventud a la
muerte (...).
Por
eso, decía Dios, a los sacerdotes de la antigua ley: “Os he
separado entre los pueblos, para que seáis míos” (Lev 20, 26).
Con mayoría de razón, en la Ley nueva, quiere el Señor, que los
sacerdotes dejen a un lado los negocios seculares, y se dediquen solo
a complacer a Dios, a quien se ha dedicado: “quien se dedica a la
milicia, se ha de enredar en los negocios de la milicia, a fin de
contentar, al que lo alistó en el ejército” [2 Tm 2, 4).
Y
es precisamente la promesa, que la Iglesia exige, de los que ponen el
pie en el santuario, por medio de la tonsura: hacerles declarar que
en adelante, no tendrán más heredad que a Dios: “El Señor, es
la parte de mi heredad y mi copa. Tú mi suerte tienes” (Salmo
15 5). Escribe San Jerónimo que “Hasta el mismo traje talar, y
el propio estado, claman y piden la santidad de la vida” (...).
De
aquí, que el sacerdote, no solo ha de estar alejado de todo vicio,
sino que se debe esforzar continuamente, por llegar a la perfección,
que es aquella, a que sólo pueden llegar los viadores (criatura
racional que está en esta vida, y aspira y camina a la eternidad)
(...).
(...).
Deplora San Bernardo el ver tantos, como corren a las órdenes
sagradas, sin considerar la santidad que se requiere, en quienes
quieren subir a tales alturas. Y San Ambrosio escribe: “Búsquese
quien pueda decir: El Señor es mi herencia, y no los deseos
carnales, las riquezas, la vanidad” (...).
El
Apóstol San Juan dice: “Hizo de nosotros un reino, sacerdotes
para el Dios, y Padre suyo” (Apoc 1, 6). Los intérpretes
(Menoquio, Gagne y Tirino) explican la palabra, diciendo que los
sacerdotes, son el reino de Dios, porque en ellos
reina Dios en esta vida, con la gracia, y en la otra con la gloria; o
también porque son reyes para resinar – hacer una escisión en un
árbol, para extraer la resina - sobre los vicios.
Dice
San Gregorio que “el sacerdote, ha
de estar muerto al mundo, y a todas las pasiones, para vivir una vida
por completo divina” (...) El sacerdocio actual,
es el mismo que Jesucristo, recibió de su Padre (Jn 17, 22); por lo
tanto, exclama San Juan Crisóstomo: “Si el sacerdote representa
a Jesucristo, ha de ser lo suficientemente puro, para que merezca
estar, en medio de los ángeles (...)”.
San
Pablo exige del sacerdote tal perfección, que esté al abrigo de
todo reproche: “Es necesario que el obispo, sea irreprensible (1
Tm 3, 2)”. Aquí, por obispo pasa el santo, a hablar de los
diáconos: “Que los diáconos, así mismo, sean respetables”
(Ib 8), sin nombrar a los sacerdotes; de donde se deduce, que el
Apóstol tenía la idea, de comprender al sacerdote, bajo el nombre
de obispo, como lo entienden precisamente San Agustín, y San Juan
Crisóstomo, que opina que lo que aquí se dice de los obispos, se
aplica también a los sacerdotes (...). La palabra 'rreprehensibilem'
todos con San Jerónimo, están de acuerdo, en que significa,
poseedor de todas las virtudes (...).
Durante
once siglos, estuvo excluido del estado de clérigo, todo el que
hubiera cometido un solo pecado mortal, después del bautismo, como
lo recuerdan los concilios de Nicea (Can. 9, 10), de Toledo (1can.
.2), de Elvira (Can. 76) y de Cartago (Can .68). ,
Y
si un clérigo, después de las ordenes sagradas, caía en pecado,
era depuesto para siempre, y encerrado en un monasterio, como se lee
en muchas cánones (Cor, Iu. Can, dist. 81); y he aquí la razón
aducida: porque la Santa Iglesia, quiere en todas las cosas, lo
irreprensible. Quienes no son santos, no
deben tratar las cosas santas (...).
Y
en el concilio de Cartago, se lee: “Los clérigos que tienen por
heredad al Señor, han de vivir apartados de la compañía del
siglo”. Y el concilio Tridentino, va aún más lejos, cuando
dice que “los clérigos han de vivir de tal modo, que su habito,
maneras, conversaciones, etc., todo sea grave, y lleno de unción
(...).
Decía
San Crisóstomo, que “el sacerdote ha de ser tan perfecto, que
todos lo puedan contemplar, como modelo de santidad, porque para
esto, puso Dios en la tierra a los sacerdotes, para vivir como
ángeles, y ser luz y maestros de virtud, para todos los demás”
(...).
El
nombre de clérigo, según enseña San Jerónimo, significa que tiene
a Dios por su porción; lo que le hace decir, que el clérigo se
compenetre, de la significación de su nombre, y adapte a él su
conducta (…), y si Dios es su porción, viva tan solo para Dios
(...).
El
sacerdote es ministro de Dios, encargado de desempeñar dos
funciones, en extremo nobles y elevadas, a saber: honrarlo
con sacrificios, y santificar las almas. Todo
pontífice escogido de entre los hombres, es constituido en pro de
los hombres, cuanto a las cosas que miran a Dios, para ofrecer dones
y sacrificios, por los pecados [Hebr. 5, 1].
Santo
Tomás escribe, acerca de este texto: “Todo
sacerdote es elegido por Dios, y colocado en la tierra para atender,
no a la ganancia y riquezas , ni de estimas, ni de diversiones, ni de
mejoras domésticas, sino a los interés de la gloria de Dios”
(In Hebr., 5, lect. I).
Por
eso las escrituras, llaman al sacerdote, hombre de Dios [1 Tm 6, 11],
hombre que no es del mundo, ni de sus familiares, ni siquiera de sí
mismo, sino tan solo de Dios, y que no busca más que a Dios.
A
los sacerdotes se aplican, por tanto las palabras de David: “Tal
de los que le buscan, es la estirpe” (Sal 25, 6); esta es la
estirpe, de los que buscan a Dios solamente. Así como en el cielo,
destinó Dios a ciertos ángeles, para que lo asistiesen a su Trono,
así en la tierra, entre los demás hombres, destinó a los
sacerdotes, para procurar su gloria.
Por
esto, les dice el Levítico: “Os he separado de entre los
pueblos, para que seáis míos” [Lev 20, 26]. San Juan
Crisóstomo dice: “Dios nos eligió, para que seamos en la
tierra, como ángeles entre los hombres” (...).
Y
el mismo Dios dice: “En los cercanos a Mí, me mostraré que
soy, santo” [Lev 10, 3]; es decir, como añade el interprete
“Mi santidad, será conocida por la
santidad de mis ministros”.
Cual
debe ser la santidad del sacerdote como ministro del altar
Dice
Santo Tomas, que de los sacerdotes se exige mayor santidad, que a los
simples religiosos, por razón de las sublimes funciones que ejercen,
especialmente, en la celebración del sacrificio de la misa: “Porque,
al recibir las ordenes sagradas, el hombre se eleva al ministerio
elevadísimo, en que ha de servir a Cristo, en el sacramento del
altar, cosa que se requiere mayor santidad, que la del religioso, que
no está elevado a la dignidad del sacerdocio. Por lo que añade, en
igualdad de circunstancia, el sacerdote peca más gravemente que el
religioso, que no lo es” (...). Célebre la sentencia de San
Agustín “No por ser buen monje, es uno buen clérigo”
(...); de lo que sigue que ningún clérigo, puede ser tenido por
bueno, si no sobrepuja en virtud al buen monje.
Escribe
San Ambrosio que “el verdadero
ministro del altar, ha nacido para Dios, y no para sí (...).
Es decir, que el sacerdote, ha de olvidarse de sus comodidades,
ventajas y pasatiempos, para pensar en el día, en que recibió el
sacerdocio, recordando desde entonces, que su vida ya no es suya,
sino de Dios, por lo que no debe ocuparse más, que en los intereses
de Dios.
El
Señor tiene sumo empeño, en que los sacerdotes sean santos y puros,
para que puedan presentarse ante Él, libres de toda mancha, cuando
se le acerquen a ofrecerle sacrificios: “Se sentarán para
fundir y purificar la plata, y purificará a los hijos de Leví, los
acrisolará como el oro y la plata, y luego podrán ofrecer a Yahveh,
oblaciones con justicia” [Mal. 3, 3].
Y
en el Levítico se lee: “Permanecerán santos para su Dios, y no
profanarán el nombre de su divinidad, pues son ellos, quienes han de
ofrecer los sacrificios ígneos a Yahveh, alimento de su Dios; por
eso han de ser santos” [Lev 21, 6].
De
donde se sigue, que si los sacerdotes de la antigua ley, solo porque
ofrecían a Dios el incienso, y los panes de la proposición, simple
figura del Santísimo sacramento del altar, habían de ser santos,
¡con cuánta mayor razón, habrán de ser puros y santos, los
sacerdotes de la nueva (ley), que ofrecen a Dios, el Cordero
Inmaculado, su mismísimo Hijo!.
“Nosotros
no ofrecemos, dice Escío, corderos e incienso, como los sacerdotes
de la antigua Ley, sino el mismo Cuerpo del Señor, que pendió en el
ara de la cruz, y por eso se nos pide la santidad, que consiste en la
pureza del corazón, sin la cual, nos acercaríamos en estado
inmundo” (...) al altar”.
Por
eso decía Belarmino: “Desgraciado de nosotros, que llamados a
tan altísimo ministerio, distamos tanto del fervor que exigía el
Señor, de los sacerdotes de la antigua Ley (...).
Hasta
quienes habían de llevar los vasos sagrados, quería el Señor, que
estuviesen libres de toda mancha (...), pues “¡cuánto más
puros han de ser los sacerdotes, que lleven en sus manos, y en el
pecho, a Jesucristo!”, dice Pedro de Blois (...). Ya San
Agustín había dicho: “No debe ser puro, tan solo quien ha de
tocar los vasos de oro, sino también aquellos, en quien se renueva
la muerte del Señor”.
La
Santísima Virgen María, hubo de ser santa y pura de toda mancha,
porque hubo de llevar en su seno, al Verbo encarnado, y tratarlo como
Madre: y según esto, exclama San Juan Crisóstomo, “¿no
se impone que brille con santidad más fúlgida que el sol, la mano
del sacerdote, que toca la carne de un Dios, la boca que respira
fuego celestial, y la lengua que se enrojece, con la sangre de
Jesucristo?” (...).
El
sacerdote hace en el altar, las veces de Jesucristo, por lo que como
dice San Lorenzo Justiniano, “debe acercarse a celebrar, como el
mismo Jesucristo, imitando en cuanto sea posible su santidad (...).
¡Qué perfección requiere en la religiosa su confesor, para
permitirle comulgar diariamente!, y ¿por qué no buscará en sí
mismo, tal perfección el sacerdote, que comulga también a diario?”
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Capitulo
IV
DE
LA GRAVEDAD DE LOS PECADOS DEL SACERDOTE
I.
GRAVEDAD DE LOS PECADOS DEL SACERDOTE
Gravísimo
es el pecado del sacerdote, porque peca a plena luz, ya que pecando,
sabe bien lo que hace. Por esto, decía Santo Tomás, que el
pecado de los fieles, es más grave que el de los infieles,
“precisamente porque
conocen la verdad” (...).
El
sacerdote, está de tal modo instruido en la ley, que la enseña a
los demás: “Pues los labios del sacerdote, deben guardar la
ciencia, y la doctrina han de buscar su boca” [Malaquías 2,
7]. Por esta razón, dice San Ambrosio, que el pecado de quien conoce
la ley, es en extremo grande, no tiene la excusa de la ignorancia
(...).
Los
pobres seglares pecan, pero pecan en medio de las tinieblas, del
mundo alejado de los sacramentos, poco instruidos en materia
espiritual; sumergidos en los asuntos temporales, y con el débil
conocimiento de Dios, no se dan cuenta de lo que hacen pecando, pues
“flechan entre las sombras” [Sal 10, 3], para hablar con el
lenguaje de David. Los sacerdotes, por el contrario, están tan
llenos de luces, que son antorchas destinadas a iluminar a los
pueblos. “Vosotros
sois la luz del mundo” [Mt 5, 14].
A
la verdad, los sacerdotes han de estar muy instruidos, al cabo de
tanto libro leído, de tantas predicaciones oídas, de tantas
reflexiones meditadas, de tantas advertencias recibidas de sus
superiores; en una palabra, que a los sacerdotes, se les ha dado
conocer a fondo, los divinos misterios [Lc 8, 10].
De
aquí que sepan perfectamente, cuánto merece Dios ser amado y
servido, y conozcan toda la malicia del pecado mortal, enemigo tan
opuesto de Dios, que si fuera capaz de destrucción, un solo pecado
mortal, lo destruiría, según dice San Bernardo: “El
pecado, tiende a la destrucción de la bondad divina”
(...); y en otro lugar; “El pecado aniquila a Dios, en cuanto
puede” (ib). De modo que, como dice el autor de la “Obra
imperfecta”, el pecado hace morir a Dios, en cuanto depende de su
voluntad (...). En efecto, añade el Padre Medina “el pecado
mortal, causa tanta deshonra y disgusto a Dios, que si fuera
susceptible a la tristeza, lo haría morir de dolor” (...).
Harto
conocido es esto del sacerdote, y la obligación que sobre él pesa,
como sacerdote, de servirle y amarle, después de tantos favores de
Dios recibidos. Por esto, “cuanto mejor conoce, la enormidad de
la injuria hecha a Dios por el pecado, tanto crece de punto de
gravedad de su culpa”, dice San Gregorio.
Todo
pecado del sacerdote, es pecado de malicia, como lo fue el pecado de
los ángeles, que pecaron a plena luz. “En
un ángel del Señor, dice San Bernardo, su pecado, es pecado contra
el cielo (...).
Peca
en medio de la luz, por lo que su pecado, como se ha dicho, es pecado
de malicia, ya que no puede alegar ignorancia, pues conoce el mal del
pecado mortal; ni puede alegar flaqueza, pues conoce los medios para
fortalecerse, si quiere, y si no lo quiere, suya es la culpa:
Cuerdo
dejó de ser para obrar bien [Salmo 35, 4]. “Pecado de malicia,
enseña Santo Tomás, es el que se comete a sabiendas (...); y en
otro lugar, afirma que “todo pecado de
malicia, es pecado contra el Espíritu Santo”, y
dice San Mateo, no se le perdonará ni en este mundo, ni en el
venidero [Mt 12, 32]; y quiere con ello significar, que tal pecado
será difícilmente perdonado, a causa de la ceguera que lleva
consigo, por cometerse maliciosamente.
Nuestro
Salvador, rogó en la cruz por sus perseguidores, diciendo: “Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen” [Lc 23,
34]; y esta oración no vale a favor de los
sacerdote malos, sino que al contrario, los condena, pues
los sacerdotes, saben lo que hacen. Se lamentaba
Jeremías, exclamando: “¡Ay, como se ha oscurecido el oro, ha
degenerado el mejor oro!” [Lam. 4, 1].
Este
oro degenerado, dice el cardenal Hugo, es precisamente el sacerdote
pecador, que tendría que resplandecer de amor divino, y con el
pecado, se trueca en negro y horrible de ver, hecho objeto de honor,
hasta del mismo infierno, y más odioso a los ojos de todos, que el
pecado del resto de los pecadores.
San
Juan Crisóstomo dice, que “el Señor
nunca es tan ofendido, como cuando le ofenden, quienes están
revestidos, de la dignidad sacerdotal” (...).
Lo
que aumenta la malicia del pecado del sacerdote, es la ingratitud con
que paga a Dios, después de haberlo exaltado tanto.
Enseña Santo Tomas, que el pecado, crece de peso y proporción de la
ingratitud. “Nosotros mismos, dice San Basilio, por ninguna
ofensa nos sentimos tan heridos, como la que nos infieren nuestros
amigos y allegados (...).
San
Cirilo, llama precisamente a los sacerdotes: familiares intimos de
Dios. “¿Cómo pudiera Dios exaltar más
al hombre, que haciéndolo sacerdote?”, pregunta San
Efrén. ¿Qué mayor nobleza, qué mayor honor puede otorgarle, de
llegar a las almas, y ser dispensador de los sacramentos?.
Dispensadores de la casa real, llama San Prospero, a los sacerdotes.
El
Señor eligió al sacerdote, entre tantos hombres, para que fuera su
ministro, y para que ofreciese sacrificios, a su propio Hijo [Eclo
45, 20]. Le dio omnímodo sobre el Cuerpo de
Jesucristo; le puso en las manos las llaves del paraíso; lo
enalteció sobre todos los reyes de la tierra, y sobre todos los
ángeles del cielo, y en una palabra, lo
hizo Dios en la tierra.
Parece
que Dios, dice solamente al sacerdote: “¿Qué más cabía hacer
a mi viña, que yo no hiciera con ella?” [Is 5, 4]. Además,
¡qué horrible ingratitud, cuando el sacerdote tan amado de Dios, le
ofende en su propia casa!. “¿Qué significa mi amado en mi
casa, mientras comete maldades?” [Jer 11, 15], pregunta el
Señor, por boca de Jeremías. Ante esta consideración, se lamenta
San Gregorio, diciendo: “¡Ay
Señor!”, que los primeros en perseguirnos, son los que ocupan el
primer rango en vuestra Iglesia “(...).
Precisamente
de los malos sacerdotes, parece se queja el Señor, cuando clama al
cielo y a la tierra, para que sean testigos, de la ingratitud de sus
hijos para con Él: “Escuchad cielos, y presta oído tierra,
pues es Yahveh quien habla; hijos he criado y engrandecido, pero se
han rebelado contra Mí” [1S 1, 2].
¿Quiénes
en efecto, son estos hijos más que los sacerdotes, que habiendo sido
sublimados por Dios, a tal altura, y alimentados en su mesa con su
misma carne, se atrevieron luego, a despreciar su amor y su gracia?.
También
de esto se quejó el Señor, por boca de David, con estas palabras:
“Si la afrenta me la hiciera un enemigo, yo lo soportaría”
[Salmo 54, 3]. Si un enemigo mío, un idólatra, un hereje, un
seglar, me ofendiera, todavía lo podría soportar; pero, ¿cómo
habré de poder sufrir, el verme ultrajado por ti, sacerdote, amigo
mío y mi comensal?. Mas fuiste tú el compañero mío, mi amigo y
confidente; con quien en dulce amistad me unía” [Sal 54,
14.15].
Se
lamentaba de esto Jeremías, diciendo: “Quienes comían manjares
delicados, han perecido por las calles: los llevados envueltos en
púrpura, abrazaron las basuras” [1 Pedro 11, 9; Ex 19, 6].
“¡Qué miseria y que horror!, exclama el profeta; el que se
alimentaba con alimentos celestiales, y vestía de púrpura, se vio
luego cubierto, de un manto manchado por los pecados, alimentándose
de basuras estercolares”...
Y
San Juan Crisóstomo, o sea el autor de la “Obra imperfecta”,
añade: «Los seglares se corrigen
fácilmente, en cuanto que los sacerdotes, si son malos, son a la vez
incorregibles»
II.
CASTIGOS DEL PECADO DEL SACERDOTE
Consideremos
ahora, el castigo reservado al sacerdote pecador, castigo que ha de
ser proporcionado, a la gravedad de su pecado. Mandará
que lo azoten en su presencia, con golpes en número proporcional, a
su culpabilidad [Deut 25, 2], dice el Señor en el
Deuteronomio.
San
Juan Crisóstom, tiene ya por condenado al sacerdote, que durante su
ministerio, cometa un solo pecado mortal: “Si pecas siendo
hombre particular, tu castigo será menor, pero si pecas siendo
sacerdote, estás perdido”. Y a la verdad, que son por boca de
Jeremías, contra los sacerdotes pecadores: “Porque incluso el
profeta y el sacerdote, se han hecho impíos; hasta en mi propia
casa, he descubierto su maldad”, declara Yahveh.
“Por
esto, su camino será para ellos resbaladizo, en medio de las
tinieblas: serán empujados, y caerán en él” [Jer. 23,
11-12]. ¿Qué esperanza de vida le daríais a alguien, que camina
sobre un terreno resbaladizo, sin luz para ver donde pone el pie.
mientras de vez en cuando, le van dando fuertes empujones, para
hacerlo despeñar?. Tal es el desgraciado estado, en que se halla el
sacerdote, que comete un pecado mortal.
Resbaladizo
en las tinieblas: el sacerdote al pecar,
pierde la luz, y queda ciego: Mejor les fuera, dice
San Pedro, “no haber conocido el camino de la justicia, que
después de haberlo conocido, volverse atrás de la ley santa, a
ellos enseñada” [2 Petr. 2, 21].
Más
le hubiese valido al sacerdote que peca, ser un sencillo aldeano
ignorante, que no entendiese de letras. Porque después de tantos
sermones oídos, y de tantos directores, y de tantas luces recibidas
de Dios, el desgraciado al pecar, y hollar bajo sus plantas, todas
las gracias de Dios recibidas, merece que la luz que le ilustró, no
sirva más que para cegarlo, y perderlo en la propia ruina.
Dice San Juan Crisóstomo, que “a mayor conocimiento corresponde
mayor castigo, añade que por eso, el sacerdote que cometa las mismas
faltas que sus ovejas, no recibirá el mismo castigo, sino uno mucho
más duro” (...).
El
sacerdote, cometerá el mismo pecado que muchos seglares, pero su
castigo será mucho mayor, y quedará más obcecado que esos
seglares, siendo castigado precisamente, como lo anuncia el profeta :
Escuchan, pero sin comprender, y ven, más sin entender [Lc 8,
10]. Esto es lo que nos enseña la experiencia, dice el autor de la
“Obra imperfecta”:
El
seglar, en cambio, después del pecado se arrepiente. En efecto, si
asiste a una misión, oye algún sermón fuerte, o medita las
verdades eternas, acerca de la malicia del pecado, de la certidumbre
de la muerte, del rigor del juicio divino, o de las penas del
infierno, entra fácilmente en sí mismo, y vuelve a Dios, porque,
como dice el Santo, “esas verdades, le conmueven y le aterran,
como algo nuevo”, al paso que al sacerdote, que ha pisoteado la
gracia de Dios, y todas las gracias de Él recibida, ¿qué impresión
le pueden causar, las verdades eternas, y las amenazas de las divinas
Escrituras?.
Todo
cuanto encierra la Escritura, continua el mismo autor, todo para él
está gastado y sin valor; por lo que concluye, que no hay cosa más
imposible, que esperar la enmienda, del que lo sabe todo, y a pesar
de ello peca (...). “Muy grande es, dice San Jerónimo, la
dignidad del sacerdote; pero muy grande es también su ruina, si en
semejante estado, vuelve la espalda a Dios” (...). “Cuánto
mayor es la altura, a que le sublimó Dios, dice San Bernardo, tanto
mayor será el precipicio” (...). “Quien
se cae del mismo suelo, dice San Ambrosio, no se suele hacerse mucho
daño; pero quien cae de lo alto, no se dice que cae, sino que se
precipita, y por eso la caída es mortal” (...).
Alegrémonos,
dice San Jerónimo, nosotros los sacerdotes, al vernos en tal altura,
pero temamos por ello, tanto más la caída” [In Ez. 44].
Se
diría que Dios, habla solamente a los sacerdotes, cuando dice por
boca de Ezequiel: “Te había colocado en la santa montaña de
Dios, y te he destruído” [Ez. 28, 14. 16]. ¡Oh sacerdote!.
Dice el Señor, yo te había colocado en mi monte santo, para que
fueras la luz del mundo: “Vosotros sois la luz del mundo. No
puede esconderse una ciudad, puesta sobre la cima de un monte”
[Mt 5, 14].
Sobrada
razón, por lo tanto, tenía San Lorenzo Justiniano, para afirmar
que, “cuanto mayor es la gracia concedida por Dios, a los
sacerdotes, tanto más digno de castigo es su pecado; y que cuanto
más alto es el estado, a que se le ha sublimado, tanto será más
mortal la caída”. “El que se cae al río, tanto más
profundo cae, cuanto de más arriba fue la caída” (...).
Sacerdote
mío, mira que habiéndote Dios exaltado tan alto, al estado
sacerdotal, te ha sublimado hasta el cielo, haciéndote hombre no ya
terreno, sino celestial; si pecas cae del cielo, por lo que has de
pensar, cuán funesta será tu caída, como te lo advierte San Pedro
Crisólogo: “¿Qué cosa más alta hay que el cielo?; pues del
cielo cae, quien peca entre las cosas celestiales” (...). “Tu
caída, dice San Bernardo, será como la del rayo, que se precipita
impetuoso” (...); es decir, que tu
perdición será irreparable [Jer 21, 12].
Así,
desgraciado, se verificará contigo, la amenaza con que el Señor
conminó a Cafarnaúm. “Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te
vas a encumbrar?. ¡Hasta el infierno serás hundida!” [Lc 10,
15]. Tan gran castigo, merece el sacerdote pecador, por la suma
ingratitud con que trata a Dios. “El sacerdote está obligado, a
ser tanto más agradecido, cuanto mayores beneficios ha recibido”,
dice San Gregorio (...). “El ingrato merece, que se le prive de
todos los bienes recibidos”, como observa un sabio autor.
Y
el propio Jesucristo dijo: “A todo el que tiene se le dará, y
andará sobrado; más al que no tiene, aún lo que tiene le será
quitado” [Mt 25, 29]. Quien es agradecido con Dios, obtendrá
aún más abundante gracias; pero el sacerdote, que después de
tantas luces, tantas comuniones, vuelve la espalda, desprecia todos
los favores recibidos de Dios, y renuncia a su gracia, será con toda
justicia, privado de todo. El Señor es
liberal con todos, pero no con los ingratos. “La
ingratitud, dice San Bernardo, seca la fuente de la bondad divina
(...).
De
aquí nace, lo que dice San Jerónimo, que “no hay en el mundo,
bestia tan cruel, como el mal sacerdote, porque no quiere dejarse
corregir” (...). Y San Juan Crisóstomo, o sea el autor de la
“Obra imperfecta”, añade: “Los seglares se corrigen
fácilmente, en cuanto que los sacerdotes, si son malos, son a la vez
incorregibles” (...).
A
los sacerdotes que pecan, se aplican de modo especial, según el
parecer de San Pedro Damiano (...), estas palabras del Apóstol: “A
los que una vez fueron iluminados, y fueron hechos participes del
Espíritu Santo, y gustaron la hermosa palabra de Dios... y
recayeron, es imposible renovarlos por segunda vez, convirtiéndolos
a penitencia, cuando ello, cuanto es de su parte, crucifican de nuevo
al Hijo de Dios” [Hebr 6, 4, 6].
¿Quién
es en efecto, más iluminado que el sacerdote, ni paladeó como él,
los dones celestiales, ni participó tanto del Espíritu Santo?. Dice
Santo Tomás, que “los ángeles rebeldes, quedaron obstinados en
su pecado en plena luz”; y “así también”, añade San
Bernardo, “será tratado por Dios el sacerdote, hecho como ángel
del Señor, y como él, elegido o reprobado” (...).
Reveló
el Señor a Santa Brigida, que atendía a los paganos y a los judíos,
pero que no encontraba nada peor, que los malos sacerdotes, pues su
pecado es como el que precipitó a Lucifer (...). Nótense
aquí las palabras de Inocencio III: “Muchas
cosas que son veniales, tratándose de seglares, son mortales entre
los eclesiásticos” (...).
A
los sacerdotes, también se aplican, estas otras palabras de San
Pablo: “La tierra que bebe la lluvia, que frecuentemente cae
sobre ella; si produce plantas provechosas a aquellos, por quienes es
además labrada, participa de la bendición de parte de Dios; más la
que lleva espinas y abrojos, son reprobadas, y cerca de ser
maldecida, cuyo paradero es ir a las llamas” [Hebr 6, 7.8].
“¡Qué
lluvia de gracias, ha recibido continuamente, el sacerdote de Dios!;
y luego, en vez de frutos, produce abrojos y espinas; y de recibir
maldición final, para ir en el fuego del infierno. Pero, ¿y qué
temor tendrá del fuego del infierno, el sacerdote que tantas veces,
volvió las espaldas a Dios?. Los sacerdotes pecadores, pierden la
luz, como hemos visto, y con ella, pierden el temor de Dios, como el
propio Señor lo da a entender: Y si soy Señor, ¿dónde está el
temor que me es debido?, dice Yahveh Sebaot a vosotros, sacerdotes,
menospreciadores de mi nombre” [Mal. 1, 6].
Dice
San Bernardo, que “los sacerdotes, como caen de gran altura,
quedan sumergidos en su malicia, pierden el recuerdo de Dios, y se
vuelven sordos, a todas las amenazas de la justicia divina, hasta el
punto de que ni siquiera, el peligro de su condenación, llegue a
conmoverlos” (...).
Pero,
¿a qué extrañarse de ello?. El sacerdote pecador, cae al fondo del
abismo, donde privado de luz, llega a despreciarlo todo,
aconteciéndole lo que dice el sabio: “Cuando llega el mal,
viene el desprecio, y con la ignominia el oprobio” [Pro. 18.
3]. Este mal, es el del sacerdote que peca por malicia, cae en lo
profundo de la miseria, y queda ciego, por lo que desprecia los
castigos, las admoniciones, la presencia de Jesucristo, que tiene
junto así en el altar, y no se avergüenza de ser peor, que el
traidor Judas, como el Señor se lamentó con Santa Brígida: “Tales
sacerdotes, no son sacerdotes míos, sino verdaderos traidores”
(...).
Sí,
porque abusan de la celebración de la misa, para ultrajar más
cruelmente a Jesucristo, con el sacrilegio. Y ¿cuál será,
finalmente, el término infeliz de tal sacerdote?. “Helo aquí:
En país, cosas de justas cometerá iniquidad, y no verá la Majestad
de Yahveh” [Is 26, 10]. Su fin será, en una palabra, el
abandono de Dios, y luego el infierno.
Pero
Padre, dirá alguien, este lenguaje, es en extremo aterrador. ¿Qué?.
¿Nos quieres hacer desesperar?. Responderé con San Agustín: “Si
aterro, es que yo mismo estoy aterrado” (...).
Pues dirá el sacerdote, que por desgracia, hubiera ofendido a Dios
en el sacerdocio, ¿ya no habrá para mí esperanza de perdón?. No;
lejos de mí afirmar esto; hay esperanza
si hay arrepentimiento, y se aborrece el mal cometido.
Sea
este sacerdote, sumamente agradecido al Señor, si uno se ve asistido
de su gracia, y apresúrese a entregarse, cuando le llama, según
aquello de San Agustín: “Oigamos su
voz cuando nos llama, no sea que no nos oiga, cuando esté pronto a
juzgarnos (...).
III
EXHORTACIÓN
Sacerdotes
míos, estimemos en adelante nuestra nobleza, y por ser ministros de
Dios, avergoncémonos, de hacernos esclavos del pecado, y del
demonio. El sacerdote, dice San Pedro Damiano “debe abundar en
nobles sentimientos, y avergonzarse, como ministro del Señor, de
cambiarse esclavo del pecado” (...). No
imitemos la locura de los mundanos, que no piensan más que en el
presente. “Está reservado a los hombres, morir
una sola vez, y tras esto, el juicio” [Hebr 9, 27].
“Todos
hemos de comparecer en este juicio, para que reciba cada cual, el
pago de lo hecho, viviendo en el cuerpo” [2 Cor 5, 10].
Entonces se nos dirá: “Ríndeme cuenta de tu administración”
[Lc 16, 2], es decir, de tu sacerdocio; como lo ejerciste, y para qué
fines, te serviste de él.
Sacerdote
mío, ¿estarías conmigo, si hubiera ahora de ser juzgado?, o
¿tendrías que decir: “Cuando inspeccione [Dios], ¿qué le
responderé?” [Job 31, 14]. Cuando el
Señor castiga a un pueblo, el castigo empieza
por los sacerdotes, por ser ellos, la primera causa de los pecados
del pueblo, ya por su mal
ejemplo, ya por la negligencia en cultivar, la viña encomendada a
sus desvelos.
De
aquí que entonces diga el Señor. “Tiempo es de que comience el
juicio, por la casa de Dios” [1 Pedro 4, 17]. En la mortandad,
descrita por Ezequiel, quiso el Señor, que los primeros castigados
sean los sacerdotes: “Y comenzaréis por mi Santuario [Ez 9, 6];
es decir, como lo explica Orígenes, por mis sacerdotes” (...).
En
otro lugar se lee; “Los poderosos,
poderosamente serán enjuiciados” [Sab . 6, 7].
“A todo aquel, a quien mucho se dio, mucho se le exigirá”
[Lc 12, 48]. El autor de la Obra imperfecta, dice: “En
el día del juicio, se verá al seglar, con la estola sacerdotal, y
al sacerdote pecador, despojado de su dignidad, se le verá entre los
infieles e hipócritas” (...). “Escuchad esto,
¡oh sacerdotes!... porque a vosotros, afecta esta sentencia” [Os
5, 1].
“Y
como el juicio de los sacerdotes, será más riguroso, su condenación
será también más terrible” [Jer 17, 18]. Un concilio de
París, dice que “la dignidad del sacerdote es grande, también
su ruina, si llega a pecar” [In Ez 44]. Sí, dice San Juan
Crisóstomo: “si el sacerdote, comete los mismos pecados que sus
feligreses, no padecerá el mismo castigo, sino uno mucho mayor
(...).
Se
le reveló a Santa Brigida, que los sacerdotes pecadores, serán
hundidos en el infierno, más profundamente, que todos los demonios
en el infierno: Todo el infierno se pondrá en movimiento
(...). ¿Cómo festejarán los demonios, la entrada de un sacerdote,
para salir a su encuentro [Is 14, 9]. Todos los príncipes de aquella
miserable región, se alzarán en primer lugar en los tormentos, al
sacerdote condenado; y continua diciendo Isaías que en el seol se
dirá: “También tú te has debilitado como nosotros; a nosotros
te has hecho semejante” [ Is 14, 11]. “¡Oh sacerdote!.
Tiempo hubo, en que ejerciste dominio sobre nosotros, cuando hiciste
bajar tantas veces, al verbo encarnado sobre los altares, y libraste
a tantas almas del infierno; pero ahora te has hecho semejante a
nosotros, y estás atormentado como nosotros: has descendido al seol
tu resplandor [Is 14, 11]. La soberbia con que despreciaste a Dios,
es la que por fin, te ha traído aquí. Debajo de ti, hace cama la
gusanera, y gusanos son tu cobertor” [Ib. 11]. “Pues bien,
dado que eres rey, aquí tienes tu estrado regio, y tu vestido de
púrpura; mira el fuego, y los gusanos que devorarán continuamente,
tu cuerpo y alma. ¡Cómo se burlarán entonces los demonios, de las
misas, de los sacramentos, y de las funciones sagradas del
sacerdote!. Le miraron sus adversarios, y se burlaron de su ruina”
[Lam. 1, 7].
Mirad
sacerdotes míos, que los demonios se esfuerzan por tentar, a un
sacerdote, puesto que en su condena, arrastra a muchos tras de sí. Y
San Crisóstomo dice: “Quien consigue quitar de en medio al
pastor, dispersa a todo el rebaño” (...); y otro autor
insiste, “con matar más a los jefes, que a los soldados”
(...); por eso añade San Jerónimo, que “el diablo no busca
tanto la pérdida de los infieles, y de los que están fuera del
santuario, sino que se esfuerza, por ejercer sus rapiñas en la
Iglesia de Jesucristo, lo que constituye su manjar predilecto”,
como dice Habacuc (...). “No hay
pues, manjar más delicioso para el demonio, que las almas de los
eclesiásticos”.
(Lo
siguiente puede servir, para excitar la compunción, en el acto de
contrición).
Sacerdote
mío, figúrate que el Señor te dice, lo que al pueblo judío: “Dime
qué mal hice, o mejor, que bien dejé de hacerte. Te saqué de en
medio del mundo, y te elegí entre tantos seglares, para hacerte mi
sacerdote, ministro mío y mi familiar; y tú, por
míseros intereses, por viles placeres, me
crucificaste de nuevo; Yo, en el
desierto de esta tierra, te alimenté cada mañana, con el maná
celestial, es decir, con mi carne y mi sangre
divinas, y tú me abofeteaste, con aquellas palabras y acciones
inmodestas”.
“Yo
te elegí por viña, que había de formar mis delicias, plantando en
tí tantas luces, y tantas gracias, para
que me rindiesen frutos suaves y queridos, y no
coseché de ti más que frutos amargos”.
“Yo
te constituí rey, hasta ser más grande que los reyes de la tierra,
y tú me coronaste con la corona de espinas, de tus malos
pensamientos consentidos. Yo te elevé a la dignidad de vicario mío,
y te di las llaves del cielo, constituyéndote así, como rey de la
tierra, y tú despreciándolo todo, mis gracias y mi amistad, me
crucificaste nuevamente”, etc. (...) [San Alfonso María de
Ligorio, «La dignidad y santidad sacerdotal».
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, te pedimos que nos des fuerza y
perseverancia en la oración, para que nuestros pastores, se
mantengan firmes en su Fe y su Devoción hacia Tí, resistiendo toda
tentación, y llevando a tu rebaño, a las verdes praderas
espirituales, en donde el pan y el agua bendita, brotan
incesantemente de tu pecho. Te pedimos por las vocaciones
sacerdotales, religiosas y misioneras en todo el mundo, y así
mantener a la Iglesia, como lugar seguro y digna de tu Santo Nombre,
a la espera de tu venida. Amén.
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