martes, 13 de agosto de 2019


Tercera Feria, 13 de agosto

San Ponciano, 18ª Papa y San Hipólito, sacerdote




Mártires +235. Condenados a trabajos forzados.

En todo debemos proceder, no según nuestro arbitrio, ni según nuestros propios sentimientos, ni haciendo violencia a los deseos de Dios, sino según los caminos, que el mismo Señor nos ha dado a conocer, en las Santas Escrituras

San Ponciano fue ordenado obispo de Roma, en el año 231. El emperador Maximino, lo desterró a Cerdeña, a trabajos forzados en las minas, en el año 235, junto con el presbítero Hipólito. San Ponciano fue el primer Papa, que abdicó su pontificado. Juntos murieron Mártires en el año 235.

Prefirieron extremos sufrimientos, que renunciar a Jesucristo. El Cuerpo de Ponciano, fue sepultado en el cementerio de Calixto, y el de Hipólito en el de la vía Tiburtina. La Iglesia romana, ya tributaba culto a ambos mártires, a principios del siglo IV.

El 13 de agosto, celebramos el trasladado de los restos, de San Ponciano Papa, a la cripta de los Papas, en el cementerio de San Calixto, y de San Hipólito, sacerdote, al cementerio de la vía Tiburtina.

El Papa Pablo VI, el 13 de Agosto de 1969, autorizó que la celebración de ambos mártires, se realizara el mismo día, 13 de agosto.

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Liturgia de las horas, 23 de diciembre

PRIMERA LECTURA
Del Libro del Profeta Isaías 51, 1-11

SEGUNDA LECTURA
Del Tratado de San Hipólito, Presbítero, contra la herejía de Noeto
(Caps. 9-12: PG 10, 815-819)

Manifestación del misterio escondido

Hay un único Dios, hermanos, que sólo puede ser conocido, a través de las Escrituras Santas. Por ello, debemos esforzarnos, por penetrar en todas las cosas, que nos anuncian las divinas Escrituras, y procurar profundizar, en lo que nos enseñan.

Debemos conocer al Padre, como Él desea ser conocido; debemos glorificar al Hijo, como el Padre desea que lo glorifiquemos; debemos recibir al Espíritu Santo, como el Padre desea dárnoslo.

En todo debemos proceder, no según nuestro arbitrio, ni según nuestros propios sentimientos, ni haciendo violencia a los deseos de Dios, sino según los caminos, que el mismo Señor nos ha dado a conocer, en las Santas Escrituras.

Cuando sólo existía Dios, y nada había aún que coexistiera con Él, el Señor quiso crear al mundo. Lo creó por su inteligencia, por su voluntad y por su palabra; y el mundo llegó a la existencia, tal como Él lo quiso, y cuando Él lo quiso. Nos basta por tanto saber, que al principio, nada coexistía con Dios, nada había fuera de Él.

Pero Dios, siendo único, era también múltiple. Porque con Él estaba su sabiduría, su razón, su poder y su consejo; todo esto estaba en Él, y Él era todas estas cosas. Y cuando quiso, y como quiso, y en el tiempo, por Él mismo predeterminado, manifestó al mundo su Palabra, por quien fueron hechas todas las cosas.

Y como Dios contenía en sí mismo, a la Palabra, aunque ella fuera invisible para el mundo creado, cuando Dios hizo oír su voz, la Palabra se hizo entonces visible; así, de la luz que es el Padre, salió la luz que es el Hijo, y la imagen del Señor, fue como reproducida, en el ser de la criatura; de esta manera, el que al principio era, sólo visible para el Padre, empezó a ser visible también para el mundo, para que éste, al contemplarlo, pudiera alcanzar la salvación.

El sentido de todo esto, es que al entrar en el mundo, la Palabra quiso aparecer como Hijo de Dios; pues, en efecto, todas las cosas, fueron hechas por el Hijo, pero Él engendrado únicamente por el Padre.

Dios dio la ley y los profetas, impulsando a éstos a hablar, bajo la moción del Espíritu Santo, para que habiendo recibido, la inspiración del poder del Padre, anunciaran su consejo y su voluntad.

La Palabra pues, se hizo visible, como dice San Juan. Y repitió en síntesis, todo lo que dijeron los profetas, demostrando así, que es realmente la Palabra, por quien fueron hechas todas las cosas.

Dice: “En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. Y más adelante: “El mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron”.

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Del oficio de lectura, 8 de Enero

El Agua y el Espíritu
Del Sermón en la Santa Teofanía, atribuido a San Hipólito, presbítero. Núms. 2.6-8. 10

Jesús fue adonde estaba Juan, y recibió de él el bautismo. Cosa realmente admirable. La corriente inextinguible, que alegra la ciudad de Dios, es lavada con un poco de agua. La fuente inalcanzable, que hace germinar la vida para todos los hombres, y que nunca se agota, se sumerge en unas aguas pequeñas y temporales.

El que se halla presente en todas partes, y jamás se ausenta, el que es incomprensible para los ángeles, y está lejos de las miradas de los hombres, se acercó al bautismo cuando Él quiso. Se abrió el cielo, y vino una voz del cielo, que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto».

El amado produce Amor, y la luz inmaterial, genera una luz inaccesible: «Éste es el que se llamó hijo de José, es mi Unigénito según la esencia divina».

Éste es mi Hijo, el Amado: aquel que pasó hambre, y dio de comer a innumerables multitudes; que trabajaba, y confortaba a los que trabajaban; que no tenía dónde reclinar su cabeza, y lo había creado todo con su mano; que padeció y curaba, todos los padecimientos; que recibió bofetadas, y dio al mundo la libertad; que fue herido en el costado, y curó el costado de Adán.

Pero prestadme cuidadosamente atención: quiero acudir a la fuente de la vida, quiero contemplar esa fuente medicinal.

El Padre de la Inmortalidad, envió al mundo a su Hijo, Palabra Inmortal, que vino a los hombres, para lavarlos con el Agua y el Espíritu: y para regenerarnos, con la incorruptibilidad del alma y del cuerpo, insufló en nosotros el espíritu de vida, y nos vistió con una armadura incorruptible.

Si pues, el hombre ha sido hecho inmortal, también será dios. Y si se ve hecho dios, por la regeneración del baño del bautismo, en virtud del Agua y del Espíritu Santo, resulta también, que después de la resurrección de entre los muertos, será coheredero de Cristo.

Por lo cual, grito con voz de pregonero: Venid las tribus, todas de las gentes, al bautismo de la inmortalidad. Ésta es el agua unida con el Espíritu, con la que se riega el paraíso, se fecunda la tierra, las plantas crecen, los animales se multiplican; y en definitiva, el agua por la que el hombre regenerado, se vivifica, con la que Cristo fue bautizado, sobre la que descendió el Espíritu Santo, en forma de paloma.

Y el que desciende con fe, a este baño de regeneración, renuncia al diablo, y se entrega a Cristo; reniega del enemigo, y confiesa que Cristo es Dios; se libra de la esclavitud, y se reviste de la adopción, y vuelve del bautismo tan espléndido como el sol, fulgurante de rayos de justicia; y lo que es el máximo don, se convierte en hijo de Dios, y coheredero de Cristo.

A Él la gloria y el poder, junto con el Espíritu Santo, bueno y vivificante, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.

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Del Oficio de Lectura, 13 de agosto, San Ponciano, Papa y San Hipólito, Presbítero. Mártires

Fe inquebrantable
De las cartas de San Cipriano, Obispo y Mártir
Carta 10, 2-3. 5

¿Con qué alabanzas podré ensalzaros, hermanos valerosísimos?. ¿Cómo podrán mis palabras, expresar debidamente, vuestra fortaleza de ánimo, y vuestra fe perseverante?. Tolerasteis una durísima lucha, hasta alcanzar la gloria, y no cedisteis ante los suplicios, sino que fueron más bien, los suplicios, quienes cedieron ante vosotros.

En las coronas de vuestra victoria, hallasteis el término de vuestros sufrimientos, término que no hallabais en los tormentos. La cruel laceración de vuestros miembros, duró tanto, no para hacer vacilar vuestra fe, sino para haceros llegar con más presteza al Señor.

La multitud de los presentes, contempló admirada, la celestial batalla por Dios, y el espiritual combate por Cristo; vio cómo sus siervos, confesaban abiertamente su fe, con entera libertad, sin ceder en lo más mínimo, con la fuerza de Dios, enteramente desprovistos de las armas de este mundo, pero armados, como creyentes, con las armas de la fe.

En medio del tormento, su fortaleza superó la fortaleza de aquellos, que los atormentaban, y los miembros golpeados y desgarrados, vencieron a los garfios que los golpeaban y desgarraban.

Las heridas, aunque reiteradas una y otra vez, y por largo tiempo, no pudieron con toda su crueldad, superar su fe inquebrantable, por más que abiertas sus entrañas, los tormentos recaían, no ya en los miembros, sino en las mismas heridas, de aquellos siervos de Dios.

Manaba la sangre, que había de extinguir el incendio de la persecución, que había de amortecer, las llamas y el fuego del infierno. ¡Qué espectáculo a los ojos del Señor, cuán sublime, cuán grande, cuán aceptable a la presencia de Dios, que veía la entrega y la fidelidad de su soldado, al juramento prestado, tal como está escrito en los salmos, en los que nos amonesta el Espíritu Santo, diciendo. “Es valiosa a los ojos del Señor, la muerte de sus fieles. Es valiosa una muerte semejante, que compra la inmortalidad, al precio de su sangre, que recibe la corona, de mano de Dios, después de haber dado la máxima prueba de fortaleza”.

Con qué alegría estuvo allí Cristo; cuán de buena gana, luchó y venció, en aquellos siervos suyos, como protector de su fe, y dando a los que en Él confiaban tanto, cuanto cada uno, confiaba en recibir. Estuvo presente en su combate; sostuvo, fortaleció, animó, a los que combatían y defendían el honor de su nombre. Y el que por nosotros venció a la muerte, de una vez para siempre, continúa venciendo en nosotros.

Dichosa Iglesia nuestra, a la que Dios se digna honrar, con semejante esplendor; ilustre en nuestro tiempo, por la sangre gloriosa de los mártires. Antes era blanca, por las obras de los hermanos; ahora se ha vuelto roja, por la sangre de los mártires.

Entre sus flores no faltan, ni los lirios ni las rosas. Que cada uno de nosotros, se esfuerce ahora, por alcanzar el honor, de una y otra altísima dignidad, para recibir así, las coronas blancas de las buenas obras, o las rojas del martirio.

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, que por los méritos e intercesión de San Ponciano Papa, e Hipólito sacerdote, podamos testimoniar nuestro Amor y Agradecimiento, a Tu Santo Nombre, sabiéndolo glorificar todos los días de nuestra vida. A Tí Señor, que con tu Palabra, hiciste nuestro mundo, con sus cielos, mares y montañas. Amén.

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