viernes, 1 de noviembre de 2019


Sexta Feria, 1 de noviembre

Solemnidad de Todos los Santos


«La santidad no es un lujo, es una necesidad» Madre Teresa de Calcuta

« No hay sino una tristeza: la de no ser santos». León Bloy.

La santidad no reside en las manos, sino en el corazón; no se decide fuera, sino dentro del hombre y de la mujer, y se resume en la caridad. Es fruto del compromiso personal.

El padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia.

Esto es mi cuerpo: la Eucaristía, a la luz del Adoro Devote y del Ave Verum

Los santos, que la liturgia celebra en esta solemnidad, no son sólo aquellos canonizados por la Iglesia, y que se mencionan en nuestros calendarios. Son todos los salvados, que forman la Jerusalén celeste. Hablando de los santos, San Bernardo decía: «No seamos perezosos, en imitar a quienes estamos felices de celebrar». Es por lo tanto, la ocasión ideal para reflexionar, en la «llamada universal de todos los cristianos, a la santidad».

Lo primero que hay que hacer, cuando se habla de santidad, es liberar esta palabra del miedo que inspira, debido a ciertas representaciones equivocadas, que nos hemos hecho de ella. La santidad, puede comportar fenómenos extraordinarios, pero no se identifica con ellos. Si todos están llamados a la santidad, es porque, entendida adecuadamente, está al alcance de todos, forma parte de la normalidad de la vida cristiana.

Dios es el «único santo», y «la fuente de toda santidad». Cuando uno se aproxima a ver, cómo entra el hombre, en la esfera de la santidad de Dios, y qué significa ser santo, aparece inmediatamente la preponderancia, en el Antiguo Testamento, de la idea ritualista.

Los medios de la santidad de Dios son objetos, lugares, ritos, prescripciones. Se escuchan, es verdad, especialmente en los profetas y en los salmos, voces diferentes, exquisitamente morales, pero son voces que permanecen aisladas.

Todavía en tiempos de Jesús, prevalecía entre los fariseos, la idea de que la santidad y la justicia, consisten en la pureza ritual, y en la observancia escrupulosa de la Ley.

Al pasar al Nuevo Testamento, asistimos a cambios profundos. La santidad no reside en las manos, sino en el corazón; no se decide fuera, sino dentro del hombre y de la mujer, y se resume en la caridad.

Los mediadores de la santidad de Dios, ya no son lugares (el templo de Jerusalén, o el monte de las Bienaventuranzas), ritos, objetos y leyes, sino una persona, Jesucristo. En Jesucristo, está la santidad misma de Dios, que nos llega en persona, no en una lejana reverberación suya. Él es «el Santo de Dios» (Jn 6, 69).

De dos maneras, entramos en contacto con la santidad de Cristo, y ésta se comunica a nosotros: por apropiación y por imitación. La santidad es ante todo, don, gracia. Ya que pertenecemos a Cristo, más que a nosotros mismos, habiendo sido «comprados a gran precio», de ello se sigue de que inversamente, la santidad de Cristo, nos pertenece más que nuestra propia santidad. Es éste el aletazo en la vida espiritual.

San Pablo nos enseña, cómo se da este «golpe de audacia», cuando declara solemnemente, que no quiere ser hallado con una justicia suya, o santidad, derivada de la observancia de la ley, sino únicamente con aquella, que deriva de la fe en Cristo (Flp 3, 5-10). Cristo, dice, se ha hecho para nosotros «justicia, santificación y redención» (1 Co 1, 30). «Para nosotros»: por lo tanto, podemos reclamar su santidad, como nuestra, a todos los efectos.

Junto a este medio fundamental, de la fe y de los sacramentos, debe encontrar también lugar la imitación, esto es, el esfuerzo personal y las buenas obras. No como medio desgajado y diferente, sino como el único medio adecuado, para manifestar la fe, traduciéndola en acto. Cuando San Pablo escribe: «Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación», está claro que entiende precisamente esta santidad, que es fruto del compromiso personal.

Añade de hecho, como para explicar, en qué consiste la santificación, de la que está hablando: «que os alejéis de la fornicación, que cada uno sepa poseer su cuerpo con santidad y honor» (1 Ts 4, 3-9).

« No hay sino una tristeza: la de no ser santos», decía León Bloy; y tenía razón la Madre Teresa, cuando le respondió a un periodista, que le preguntó a quemarropa, qué se sentía, al ser aclamada santa por todo el mundo: «La santidad no es un lujo, es una necesidad».

Oración: Señor y Dios nuestro, que por la intercesión de Todos Los Santos, podamos siempre conservar nuestro cuerpo y alma a tu servicio, no apartándonos nunca del Cuerpo Místico de Tu Hijo. Por nuestro Señor Jesucristo, Ayer, Hoy y Siempre. Amén.

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