Quinta
Feria, 21 de Noviembre
Presentación
de la Virgen María en el Templo
“He
visto durante todo el tiempo, a los ángeles en torno a ella, que le
sugerían y guiaban, en todos los casos”
No
confundir esta fiesta, con la Presentación de Jesús en el Templo
La
Virgen, es presentada en el Templo de Jerusalén, por sus padres,
Joaquín y Ana. En este día, en que se recuerda la dedicación, en
el año 543, de la iglesia de Santa María la Nueva, construida cerca
del templo de Jerusalén, celebramos junto con los cristianos de la
Iglesia oriental, la "dedicación", que María hizo de sí
misma a Dios, ya desde su infancia, movida por el Espíritu Santo, de
cuya gracia, estaba llena desde su Concepción
Inmaculada.
Según
la tradición, sus padres llevaron a la Virgen María al Templo, a la
edad de tres años, para que formase parte de las doncellas, que allí
eran consagradas a Dios, e instruídas en la piedad.
Esta
fiesta, ya se celebraba en el siglo VI, en el Oriente. En el año
1372, el Papa Gregorio XI, informado por el canciller de la corte de
Chipre, sobre la gran celebración que en Grecia, se hacía para esta
fiesta, el 21 de noviembre, la introdujo en Aviñón. Sixto V
promulgó la fiesta, para la Iglesia Universal.
La
Beata Ana Catalina Emmerick, escribe místicamente las revelaciones,
que incluyen la presentación de María en el Templo.
Oración:
Te rogamos, Dios y Señor nuestro, que a cuantos hoy honramos, la gloriosa memoria de la Santísima Virgen María, nos concedas, por su intercesión, consagrarnos también nosotros a tu servicio, y así alcanzar la plenitud de tu gracia, bendición y entendimiento. Por nuestro Señor Jesucristo, Ayer, Hoy y Siempre. Amén.
Te rogamos, Dios y Señor nuestro, que a cuantos hoy honramos, la gloriosa memoria de la Santísima Virgen María, nos concedas, por su intercesión, consagrarnos también nosotros a tu servicio, y así alcanzar la plenitud de tu gracia, bendición y entendimiento. Por nuestro Señor Jesucristo, Ayer, Hoy y Siempre. Amén.
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Visiones
de Santa Ana Catalina Emmerich
Esta
Santa fue un alma víctima. Estando postrada en su cama, cumpliendo
arresto domiciliario, que le fuera impuesto por el Emperador
Napoleón, escribía todas estas visiones. Con seguridad fué un
designio del Señor, ya que al estar apostada la policía secreta de
éste, en su puerta, Santa Ana Catalina estaba segura y protegida, en
medio de un tiempo terrible de guerra, desorden y saqueo, que
asolaban a Prusia y Austria, luego de la derrota histórica de ésta
en la batalla de Austerlitz, a manos de Napoleón.
Los
comentarios personales, se encuentran con letras en itálica y tamaño
reducido. Leer por completo estas visiones, es un tiempo
excelentemente aprovechado, ya que la Paz y Serenidad que emanan de
ellas, te ayudarán a aquietar tu espíritu, y olvidar por un
momento, todas las ingratitudes y ofensas, frivolidades
insoportables, o duras tribulaciones que estemos padeciendo. Leer
estos fragmentos, es entrar en el Portal Eterno de la Gloria de Dios.
Muy
Breve destaco el relato, de cuando María estaba en el Templo
Vi
una gloria luminosa, debajo del corazón de María, y comprendí que
Ella encerraba, la promesa de la sacrosanta bendición de Dios. Esta
gloria, aparecía rodeada por el arca de Noé, de manera que la
cabeza de María, se alzaba por encima; y el arca tomaba a su vez, la
forma del Arca de la Alianza, viendo luego a ésta, corno encerrada
en el Templo.
Luego
vi que todas estas formas desaparecían, mientras el cáliz de la
Santa Cena, se mostraba fuera de la gloria, delante del pecho de
María, y más arriba, ante la boca de la Virgen, aparecía un pan,
marcado con una cruz.
A
los lados brillaban rayos, de cuyas extremidades, surgían figuras
con símbolos místicos de la Santísima Virgen, como todos los
nombres de las Letanías, que le dirige la Iglesia. Subían,
cruzándose desde sus hombros, dos ramas de olivo y de ciprés, o de
cedro y de ciprés, por encima de una hermosa palmera, junto con un
pequeño ramo, que vi aparecer detrás de ella.
En
los espacios de las ramas, pude ver todos los instrumentos de la
pasión de Jesucristo. El Espíritu Santo, representado por una
figura alada, que parecía más forma humana que paloma, se hallaba
suspendido sobre el cuadro, por encima del cual, ví el cielo
abierto, el centro de la celestial Jerusalén, la ciudad de Dios, con
todos sus palacios, jardines, y lugares de los futuros santos. Todo
estaba lleno de ángeles, y la gloria que ahora rodeaba a la Virgen
Santísima, lo estaba con cabezas de estos espíritus. ¡Ah, quién
pudiera describir estas cosas, con palabras humanas!...
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XVIII
Preparativos para la presentación de María en el Templo
Preparativos para la presentación de María en el Templo
(Ésta
fue una preparación ceremonial en la casa de María)
María era de tres años de edad y tres meses, cuando hizo el voto de presentarse en el templo, entre las vírgenes que allí moraban. Era de complexión delicada, cabellera clara, un tanto rizada hacia abajo; tenía ya la estatura, que hoy en nuestro país, tiene un niño de cinco a seis años. La hija de María Helí, era mayor en algunos años, y más robusta.
He
visto en casa de Ana, los preparativos de María, para ser conducida
al templo. Era una fiesta muy grande. Estaban presentes, cinco
sacerdotes de Nazaret, de Séforis y de otras regiones, entre ellos
Zacarías, y un hijo del hermano del padre de Ana. Ensayaban una
ceremonia con la niña María. Era una especie de examen, para ver si
estaba madura, para ser recibida en el templo.
Además
de los sacerdotes, estaban presentes, la hermana de Ana de Séforis,
y su hija, María Helí y su hijita, y algunas pequeñas niñas y
parientes. Los vestidos, en parte cortados por los sacerdotes, y
arreglados por las mujeres, le fueron puestos en esta ocasión a la
niña, en diversos momentos, mientras le dirigían preguntas.
Esta
ceremonia tenía un aire de gravedad y de seriedad, aun cuando
algunas preguntas, estaban hechas por el anciano sacerdote, con
infantil sonrisa, las cuales eran contestadas siempre por la niña,
con admiración de los sacerdotes, y lágrimas de sus padres.
Había
para María, tres clases de vestidos, que se pusieron en tres
momentos.
Esto
tenía lugar en un gran espacio, junto a la sala del comedor, que
recibía la luz, por una abertura cuadrangular abierta en el techo, a
menudo cerrada con una cortina. En el suelo, había un tapete rojo, y
en medio de la sala, un altar cubierto de paño rojo, y encima blanco
transparente. Sobre el altar, había una caja con rollos escritos, y
una cortina, que tenía dibujada, o bordada, la imagen de Moisés,
envuelto en su gran manto de oración, y sosteniendo en sus brazos,
las tablas de la ley.
He
visto a Moisés, siempre de anchas espaldas, cabeza alta, nariz
grande y curva, y en su gran frente dos elevaciones, vueltas un tanto
una hacia otra, todo lo cual, le daba un aspecto muy particular.
Estas especies de cuernos, los tuvo ya Moisés desde niño, como dos
verrugas. El color de su rostro oscuro de fuego, y los cabellos
rubios. He visto a menudo, semejante especie de cuernos, en la frente
de antiguos profetas y ermitaños, y a veces una sola de estas
excrecencias, en medio de la frente.
Sobre
el altar, estaban los tres vestidos de María; había también paños
y lienzos, obsequiados por los parientes, para el arreglo de la niña.
Frente al altar se veía, sobre gradas, una especie de trono.
Joaquín, Ana y los miembros de la familia, se encontraban reunidos.
Las mujeres estaban detrás, y las niñas al lado de María. Los
sacerdotes, entraron con los pies descalzos. Había cinco, pero sólo
tres de ellos, llevaban vestiduras sacerdotales, e intervenían en la
ceremonia.
Un
sacerdote tomó del altar, las diversas prendas de la vestimenta,
explicó su significado, y las presentó a la hermana de Ana, Maraha
de Séforis, la cual vistió con ellas, a la niña María. Le
pusieron primero un vestidito amarillo, y encima, sobre el pecho,
otra ropa bordada con cintas, que se ponía por el cuello, y se
sujetaba al cuerpo.
Después,
un mantito oscuro, con aberturas en los brazos; por arriba colgaban
algunos retazos de género. Este manto, estaba abierto por arriba, y
cerrado por debajo del pecho. Le calzaron sandalias oscuras, con
suelas gruesas de color amarillo. Tenía los cabellos rubios
peinados, y una corona de seda blanca, con variadas plumas. Le
colocaron sobre la cabeza, un velo cuadrado de color ceniza, que se
podía recoger bajo los brazos, para que éstos descansaran, como
sobre dos nudos. Este velo parecía de penitencia, o de oración.
Los
sacerdotes, le dirigieron toda clase de preguntas, relacionadas con
la manera de vivir, de las jóvenes en el templo. Le dijeron, entre
otras cosas: “Tus padres, al consagrarte al templo, han hecho
voto, de que no beberás ni vino ni vinagre, ni comerás uvas ni
higos. ¿Qué quieres agregar a este voto?... Piénsalo durante la
comida”. A los judíos, especialmente a las jóvenes judías,
les gusta mucho el vinagre, y María también tenía gusto en
beberlo.
Le
hicieron otras preguntas, y le pusieron un segundo género de
vestido. Constaba éste de uno azul celeste, con mantito blanco
azulado, y un adorno sobre el pecho, y un velo transparente de
seda blanca, con pliegues detrás, como usan las monjas. Sobre la
cabeza, le pusieron una corona de cera, adornada con flores y
capullos, de hojas verdes.
Los
sacerdotes, le pusieron otro velo para la cara: por arriba parecía
una gorra, con tres broches a diversa distancia, de modo que se podía
levantar un tercio, una mitad, o todo el velo, sobre la cabeza. Se le
indicó el uso del velo: cómo tenía que recogerlo para comer, y
bajarlo cuando fuese preguntada.
Con
este vestido, se presentó María con los demás a la mesa: la
colocaron entre los dos sacerdotes, y uno enfrente. Las mujeres, con
otros niños, se sentaron en un extremo de la mesa, separadas de los
hombres. Durante la comida, probaron los sacerdotes a la niña María,
en el uso del velo. Hubo preguntas y respuestas. También se le
instruyó, acerca de otras costumbres que debía observar.
Le
dijeron que podía comer de todo, por ahora, dándole diversas
comidas para tentarla. María los dejó a todos maravillados, con su
forma de proceder, y con las respuestas que les daba. Tomó muy poco
alimento, y respondía con sabiduría infantil, que admiraba a todos.
He visto durante todo el tiempo, a los
ángeles en torno a ella, que le sugerían y la guiaban, en todos los
casos.
Después
de la comida, fue llevada a la otra sala, delante del altar, donde le
quitaron los vestidos de la segunda clase, para ponerle los de la
tercera. La hermana de Santa Ana, y un sacerdote, la revistieron de
los nuevos vestidos de fiesta. Era un vestido de color violeta,
con adorno de paño bordado sobre el pecho. Se ataba de costado con
el paño de atrás; formaba rizos, y terminaba en punta por debajo.
Le
pusieron un mantito violeta, más amplio y más festivo, redondeado
por detrás, que parecía una casulla de misa. Tenía mangas anchas
para los brazos, y cinco líneas de adornos de oro. La del medio
estaba partida, y se recogía y cerraba con botones. El manto, estaba
también bordado en las extremidades. Luego se le puso un velo
grande: de una parte caía en blanco, y de otra en blanco violeta
sobre los ojos.
Sobre
esto, le colocaron una corona cerrada, con cinco broches, que
constaba de un círculo de oro; más ancho arriba, con picos y
botones. Esta corona, estaba revestida de seda por fuera, con rositas
y cinco perlas de adorno; los cinco arcos terminales eran de seda, y
tenían un botón. El escapulario del pecho, estaba unido por detrás;
por delante, tenía cintas. El manto estaba sujeto por delante sobre
el pecho.
Revestida
en esta forma, fue la niña María, llevada sobre las gradas del
altar. Las niñas rodeaban el altar, de uno y otro lado. María dijo
que no pensaba comer carne ni pescado, ni tomar leche; que sólo
tomaría una bebida hecha de agua, y de médula de junco, que usaban
los pobres, y que pondría a veces en el agua, un poco de zumo de
terebinto. Esta bebida, es como un aceite blanco, se expande, y es
muy refrescante, aunque no tan fina como el bálsamo.
Prometió
no gustar especias, y no comer en frutas, más que unas bayas
amarillas, que crecen como uvas. Conozco estas bayas: las comen los
niños, y la gente pobre. También dijo, que
quería descansar sobre el suelo, y levantarse tres veces durante la
noche, para rezar.
Las
personas piadosas, Ana y Joaquín, lloraban al oír estas cosas. El
anciano Joaquín, abrazando a su hija, le decía: "¡Ah,
hija! Esto es muy duro de observar. Si quieres vivir en tanta
penitencia, creo que no te podré ver más, a causa de mi avanzada
edad". Era una escena muy conmovedora.
Los
sacerdotes, le dijeron que se levantara a la noche sólo una vez,
como las demás, y le hicieron otras propuestas, para mitigar sus
abstinencias. Le impusieron comer otros alimentos, como el pescado,
en las grandes festividades.
Había
en Jerusalén, en la parte baja de la ciudad, un gran mercado de
pescados, que recibía el agua de la piscina de Bethseda. Un día qué
faltó el agua, Herodes el Grande, quiso construir allí un
acueducto, vendiendo, para lograr dinero, vestiduras sacerdotales y
vasos sagrados del templo.
Por
este motivo, hubo un intento de sublevación, pues los esenios,
encargados de la inspección de las vestiduras sacerdotales,
acudieron a Jerusalén, de todas partes del país, y se opusieron
firmemente. Recordé en este momento, estas cosas.
Por
último dijeron los sacerdotes: "Muchas de las otras niñas
que van al templo, sin pagar su manutención y sus vestidos, se
comprometen, con el consentimiento de sus padres, a lavar los
vestidos de los sacerdotes, manchados con la sangre de las víctimas,
y otros paños burdos, trabajo muy pesado que lastima las manos. Tú
no necesitas hacer esto, porque tus padres te costean tu
manutención".
María
respondió prontamente, que quería hacer también eso, si era tenida
por digna de hacerlo. Joaquín se emocionó grandemente al
oírla. Mientras se hacían estas ceremonias, vi que María, en
varias ocasiones, había crecido de tal modo ante ellos, que los
superaba en altura. Era una señal de la gracia, y de su sabiduría.
Los sacerdotes se mostraron serios, con grata admiración.
Por
último, fue bendecida la niña María, por el sacerdote. La he visto
de pie, sobre el tronito resplandeciente. Dos sacerdotes estaban a su
lado; otro, delante. Los sacerdotes, tenían rollos en las manos, y
rezaban preces sobre ella, con las manos extendidas. Tuve
una admirable visión de María. Me parecía que por la bendición,
se hacía transparente. Vi una gloria de
indescriptible esplendor, y dentro de ella, el misterio del Arca de
la Alianza, como si estuviese en un brillante vaso de cristal,
Luego
ví el corazón de María, que se abría en dos, como una puertecita
del templete, y el misterio sacramental del Arca de la Alianza,
penetró en su corazón. En torno de este misterio, había formado
un tabernáculo de variadas, y muy significativas piedras preciosas.
Entró en el corazón, como el Arca en el Santísimo, como el
Ostensorio en el tabernáculo.
Vi
a la niña María, como transformada, flotando en el aire. Con
la entrada del sacramento, en el corazón de María, que se cerró
luego, lo que era figura, pasó a ser realidad y posesión, y vi que
la niña estuvo desde entonces, como penetrada de una ardorosa
concentración interior. Vi también,
durante esta visión, que Zacarías (el
padre de San Juan Bautista),
recibió una interna persuasión, o una celestial revelación, de que
María, era el vaso elegido del misterio, o sacramento. Había
recibido él un rayo de luz, que yo vi salir de María.
Después
de esto, condujeron los sacerdotes a la niña, adonde estaban sus
padres. Ana levantó a su hija en alto, y estrechándola contra su
pecho, la besó con intensa dulzura y afecto, mezclada de veneración.
Joaquín, muy conmovido, le dio la mano, lleno de admiración y
veneración.
La
hermana mayor de María Santísima, María de Helí, abrazó a la
niña con más vivacidad que Santa Ana, que era una mujer muy
reservada, moderada y muy medida en todos sus actos. La sobrinita,
María Cleofás, le echó los brazos al cuello, como hacen las
criaturas.
Después,
los sacerdotes tomaron a la niña de nuevo, le quitaron los vestidos
simbólicos, y le pusieron sus acostumbrados vestidos. Todavía los
he visto de pie, tomando algún líquido de un recipiente, y luego
partir.
XIX
Partida al Templo de Jerusalén
Partida al Templo de Jerusalén
He
visto a Joaquín, a Ana, y a su hija mayor, María de Helí, ocupados
toda la noche, preparando paquetes y utensilios. Ardía una lámpara,
con varias mechas.
A
María Helí, la veía con una luz, ir de un lado a otro. Unos días
antes, Joaquín había mandado a sus siervos, que eligieran cinco, de
cada especie de los animales de sacrificio, entre los mejores, y los
había despachado para el templo: formaban estos animales una hermosa
majada. Después tomó dos animales de carga, y los fue cargando con
toda clase de paquetes: vestidos para la niña, y regalos para el
templo.
Sobre
el lomo del animal, acomodó un ancho asiento, para que se pudiera
sentar cómodamente. Los objetos que se cargaron, estaban
acondicionados en bultos y atados, fáciles de llevar. Vi cestas de
diversas formas, sujetas a los flancos del animal. En una de ellas,
había pájaros del tamaño de las perdices; otros cestos, semejantes
a cuévanos de uvas, contenían frutas de toda clase. Cuando el asno
estuvo cargado completamente, tendieron encima una gran manta de la
que colgaban gruesas borlas.
Todavía
quedaban dos sacerdotes. Uno de ellos era muy anciano, que llevaba un
capuz, terminado en punta sobre la frente y dos vestiduras; la de
arriba más corta que la de abajo. Este sacerdote, es el que se había
ocupado el día anterior, en el examen de María, y le he visto dar
otras instrucciones adicionales a la niña. Tenía una especie de
estola colgante. El otro sacerdote era más joven.
María
tenía en aquel momento, algo más de tres años de edad: era bella y
delicada, y estaba tan adelantada, como un niño de cinco años de
nuestro país. Sus cabellos lisos, rizados en sus
extremos, eran de un rubio dorado, y más largos, que los de María
Cleofás, de siete años, cuya rubia cabellera era corta y crespa.
Casi todas las personas mayores, llevaban largas ropas de lana sin
teñir.
Yo
notaba la presencia de dos niños, que no eran de este mundo: estaban
allí en una forma espiritual y figurativa, como profetas; no
pertenecían a la familia, y no conversaban con nadie. Parecía que
nadie notaba su presencia. Eran hermosos y amables; tenían
largos cabellos rubios y rizados. Mirando a uno y otro lado, me
dirigieron la palabra.
Llevaban
libros, probablemente para su instrucción. La pequeña María, no
poseía libro alguno, a pesar de que sabía leer. Los libros no eran
como los nuestros, sino largas tiras, de más o menos media vara de
ancho, enrolladas en un bastón, cuyas extremidades asomaban por cada
lado.
El
más alto de los dos niños, se me acercó, con uno de los rollos
desplegados en la mano, y leyó algo, explicándomelo luego. Eran
letras de oro, totalmente desconocidas para mí, escritas al revés,
y cada una de ellas, parecía representar una palabra entera. La
lengua me era completamente desconocida también, y sin embargo, la
entendía perfectamente. Lástima que haya olvidado la explicación.
Se
trataba de un texto de Moisés, sobre la zarza ardiente. Me declaró:
"Como la zarza ardía, y no se consumía, así arde el fuego
del Espíritu Santo, en la niña María; y en su humildad es, como si
nada supiera de ello. Significa también la divinidad y humanidad de
Jesús, y como el fuego de Dios, se une con la niña María".
El
descalzarse, lo explicó como que la ley se cumplía, la corteza
caía, y llegaba ahora la sustancia. La pequeña bandera, que traía
la extremidad del bastoncito, significaba que María empezaba su
camino, su misión para ser Madre del Redentor. El otro niño, jugaba
con su rollo inocentemente, representando con esto, el candor
infantil de María, sobre la cual reposaba, una promesa muy grande,
la cual, no obstante tan alto destino, jugaba ahora como una
criatura.
Me
explicaron aquellos niños, siete pasajes de sus rollos; pero a causa
del estado en que me encuentro, se me ha ido de la memoria. ¡Oh,
Dios mío!.
Cuando
se me aparece todo esto, ¡qué bello y profundo es, y al mismo
tiempo, qué simple y claro!... Al rayar el alba, ví que se ponían
en camino para Jerusalén. La pequeña María deseaba vivamente
llegar al templo, y salió apresuradamente de la casa, acercándose a
la bestia de carga.
Los
niños profetas, me mostraron todavía algunos textos de sus rollos.
Uno de éstos, decía que el templo era magnífico, pero que la niña
María, encerraba en sí, algo más admirable aún. Había dos
bestias de carga. Uno de los asnos, el más cargado, iba conducido
por un servidor, y debía ir siempre delante de los viajeros.
El
otro, que estaba delante de la casa, cargado con más bultos, tenía
preparado un asiento, y María fue colocada sobre él. Joaquín
conducía el asno. Llevaba un bastón largo, con un grueso pomo
redondo en la extremidad: parecía un cayado de peregrino. Un poco
más adelante, iba Ana con la pequeña María Cleofás, y una criada,
que debía acompañarla en todo el camino.
Al
empezar el viaje, se juntaron con ellas unas mujeres y niñas: se
trataba de parientas, que en los diversos cruces del camino, se
separaban de la comitiva, para volver a sus casas. Uno de los
sacerdotes, acompañó a la comitiva, durante algún tiempo.
He
visto unas seis mujeres parientas, con sus hijos, y algunos hombres.
Llevaban una linterna, y vi que la luz desaparecía totalmente, ante
aquella otra claridad, que derramaban las santas personas sobre el
camino, en su viaje nocturno, sin que al parecer, lo notaran los
demás.
Al
principio, me pareció que el sacerdote, iba detrás de la pequeña
María, con los niños profetas. Más tarde, cuando ella bajó del
asno, para seguir a pie, yo estuve a su lado. Más de una vez, oí a
mis jóvenes compañeros, cantando el salmo "Eructavit cor
meum" y el "Deus deorum Dominus locutus est".
Supe por ellos, que estos salmos serían cantados, a doble coro,
cuando la Niña fuera admitida en el templo. Lo escucharé cuando
lleguen al templo.
Al
principio, vi que el camino descendía en pendiente de una colina,
para volver a subir después. Siendo temprano, y habiendo buen
tiempo, el cortejo se detuvo cerca de un manantial, del que nacía un
arroyo.
Había
allí una pradera, y los caminantes descansaron, sentándose junto a
un cerco de plantas de bálsamo. Debajo de estos frágiles arbustos,
solían poner vasos y recipientes de piedra, para recoger el bálsamo,
que iba cayendo gota a gota.
Los
viajeros bebieron bálsamo, y echaron un poco en el agua, llenando
pequeños recipientes. Comieron bayas de ciertas plantas que allí
había, con panecillos que traían en las alforjas. En
ese momento, desaparecieron los dos niños profetas. Uno de ellos era
Elías; el otro me pareció que era Moisés. La pequeña María los
había visto; pero no habló de ello con nadie.
Así
sucede que a veces, vemos en nuestra infancia a santos niños, y en
edad más madura, a santas jóvenes o muchachos, y callamos estas
visiones, sin comunicarlas a los demás, por ser tal momento, un
instante de gozo celestial y de recogimiento.
Más
tarde, vi a los viajeros entrar en una casa aislada, en la que fueron
bien recibidos, y tomaron provisiones, pues los moradores, parecían
ser de la familia. En aquel sitio, se despidieron de la niña
Cleofás, que debía volver a su casa. Durante el día, vi el curso
del camino, que suele ser bastante penoso, pues hay muchas subidas y
bajadas. En los valles, hay a menudo neblina y rocío; con todo, veo
algunos lugares mejor situados, donde brotan flores.
Antes
de llegar al sitio, donde debían pasar la noche, hallaron un pequeño
arroyo. Se hospedaron en una posada, al pie de una
montaña, en la cual se veía una ciudad. Por desgracia, no recuerdo
el nombre de esa ciudad, pues la he visto durante otros viajes de la
Sagrada Familia, por lo cual confundo los nombres. Lo que puedo
decir, es que ellos siguieron el camino, que tomó Jesús en el mes
de septiembre, cuando tenía treinta años, e iba de Nazaret a
Betania, y luego al bautismo de Juan, y aun esto lo digo sin
certidumbre completa.
La
Sagrada Familia, hizo más tarde este camino, en la época de la
huida a Egipto. La primera etapa fue Nazara, pequeño
lugar entre Massaloth, y otra ciudad ubicada en la altura, más
cercana a esta última. Veo por todas partes, tantas poblaciones,
cuyos nombres oigo pronunciar, que luego confundo unos con otros.
La
ciudad cubre la ladera de una montaña, y se divide en varias partes,
si es que realmente todas forman una misma ciudad. Allí falta agua,
y tienen que hacerla subir desde el llano, con la ayuda de cuerdas.
Veo allí torres antiguas en ruinas. Sobre la cumbre de la montaña,
hay una torre que parece un observatorio, con un aparato de
mampostería, que tiene vigas y cuerdas, como para hacer subir algo
desde la ciudad.
Hay
una cantidad tan grande de estas cuerdas, que el conjunto aparenta
mástiles de buques. Debe haber como una hora de camino, desde abajo
a la cumbre de la montaña, desde donde se disfruta de una espléndida
vista, muy extensa. Los caminantes, entraron en una posada situada en
la llanura.
En
una parte de la ciudad había paganos, considerados como esclavos por
los judíos, debiendo someterse a rudos trabajos en el templo, y en
otras construcciones. Esta noche, he visto a la pequeña María,
llegando con sus padres, a una ciudad situada a seis leguas más o
menos de Jerusalén, en dirección noroeste. Esta ciudad, se llama
Bet-Horon, y se encuentra al pie de una montaña.
Durante
el viaje, atravesaron un pequeño río, que desemboca en el mar en
los alrededores de Jopé, donde enseñó San Pedro, después de la
venida del Espíritu Santo. Cerca de Bet-Horon, tuvieron
lugar grandes batallas, que he visto y olvidado.
Faltaban
aún dos leguas, para llegar a un punto del camino, desde donde se
podía divisar a Jerusalén; he oído el nombre de este lugar, que
ahora no puedo precisarlo. Bet-Horon, es una ciudad de Levitas de
cierta importancia: produce hermosas uvas, y gran cantidad de frutas.
La
santa comitiva, entró en la casa de unos amigos, que estaba muy bien
situada. Su dueño, era maestro en una escuela de Levitas, y había
allí algunos niños. Me admira ver allí a varias parientas de Ana,
con sus hijas pequeñas, que yo creía que habían regresado a sus
casas, al principio del viaje: ahora advierto que llegaron antes,
tomando algún atajo, quizás para anunciar la llegada, de la santa
comitiva.
Los
parientes de Nazaret, de Séforis y de Zabulón, que habían asistido
al examen de María, se hallaban allí con sus hijas: vi, por
ejemplo, a la hermana mayor de María, con su hija María de Cleofás,
y a la hermana de Ana venida de Séforis, con sus hijas.
Con
motivo de la llegada de la pequeña María, hubo grandes fiestas.
María fue llevada, en compañía de otras niñas, a una gran sala, y
puesta en un asiento alto, a semejanza de un trono, dispuesto para
ella. El maestro de escuela, y otras personas, hicieron toda clase de
preguntas a María, y le pusieron guirnaldas en la cabeza.
Todos
estaban asombrados, por la sabiduría que manifestaba en sus
respuestas. Oí hablar en esta ocasión, del juicio y prudencia de
otra niña, que había pasado por allí poco antes, volviendo de la
escuela del templo, a la casa de sus padres. Esta niña se llamaba
Susana, y más tarde figuró, entre las santas mujeres que seguían a
Jesús.
María
ocupó su puesto vacante en el templo, pues había un número fijo de
plazas para estas jóvenes. Susana tenía quince años, cuando dejó
el templo, es decir, cerca de once más que la niña María. También
Santa Ana (la
madre de la Virgen María)
había sido educada allí, a la edad de cinco años. La
pequeña María, estaba llena de júbilo, por hallarse tan cerca del
templo.
He visto a
Joaquín, que la estrechaba entre sus brazos, llorando y diciéndole:
"Hija mía, ya no volveré a verte". Habían
preparado comida, y mientras estaban en la mesa, vi a María ir de un
lado a otro, apretarse contra su madre, llena de gracia, o
deteniéndose detrás de ella, y echarle los bracitos al cuello.
Esta
mañana muy temprano, ví a los viajeros salir de Bet-Horon, para
dirigirse a Jerusalén. Todos los parientes con sus criaturas, se
habían juntado a ellos, y lo mismo los dueños de la casa.
Llevaban
regalos para la niña, consistentes en ropas y frutas. Me parece ver
una fiesta en Jerusalén. Supe que María, tenía en ese momento tres
años y tres meses. En su viaje, no fueron a Ussen Sheera, ni a
Gofna, a pesar de tener allí amistades; pasaron sólo por los
alrededores.
Vi que el
maestro de los Levitas con su familia, los acompañó a Jerusalén.
Cuanto más se acercaban a la ciudad, tanto más se mostraba María,
contenta y ansiosa. Solía correr delante de sus padres.
XX
Jerusalén
Hoy
al mediodía, he visto llegar a la comitiva que acompañaba a María,
al templo de Jerusalén. Jerusalén es una ciudad extraña. No hay
que pensar que sea, como una de nuestras ciudades, con tanta gente en
las calles. Muchas calles bajas y altas, corren alrededor de los
muros de la ciudad, y no tienen salida ni puertas.
Las
casas de las alturas, detrás de las murallas, están orientadas
hacia el otro lado, pues se han edificado barrios distintos, y se han
formado nuevas crestas de colinas, y los antiguos muros quedaron
allí.
Muchas
veces se ven las calles de los valles, sobreedificadas con sólidas
bóvedas. Las casas tienen sus patios y piezas, orientadas hacia el
interior; hacia la calle sólo hay puertas y terrazas sobre los
muros. Generalmente las casas son cerradas. Cuando la gente no va a
las plazas o mercados, o al templo, está generalmente entretenida,
en el interior de sus casas.
Hay
silencio en las calles, fuera de los lugares de mercado, o de ciertos
palacios, donde se ve ir y venir, a soldados y viajeros. En ciertos
días, en que están casi todos en el templo, las calles parecen como
muertas. A causa de las calles solitarias, de los profundos
valles, y de la costumbre de permanecer las gentes en sus casas, es
que Jesús podía ir y venir con sus discípulos, sin ser molestado.
Por
lo general, falta agua en la ciudad: frecuentemente se ven edificios
altos, adonde es llevada, y torres hacia las cuales es bombeada el
agua. En el templo, se tiene mucho cuidado con el agua, porque hay
que purificar muchos vasos, y lavar las ropas sacerdotales.
Se
ven grandes maquinarias y artefactos, para bombear el agua, a los
lugares elevados. Hay muchos mercaderes y vendedores en la ciudad:
están casi siempre en los mercados, o en lugares abiertos, bajo
tiendas de campaña.
Veo
por ejemplo, no lejos de la Puerta de las Ovejas, a mucha gente que
negocia con alhajas, oro, objetos brillantes, y piedras preciosas.
Las casitas que habitan son muy livianas, pero sólidas, de color
pardo, como si estuviesen cubiertas, con pez o betún.
Adentro
hacen sus negocios; entre una tienda y otra, están extendidas lonas,
debajo de las cuales, muestran sus mercaderías. Hay sin embargo,
otras partes de la ciudad, donde hay mayor movimiento, y se ven
gentes que van y vienen, cerca de ciertos palacios.
Comparada
Jerusalén, con la Roma antigua que he visto, esta ciudad era mucho
más bulliciosa en las calles; tenía aspecto más agradable, y no
era tan desigual ni empinada. La montaña sobre la cual se halla el
templo, está rodeada, por el lado en que la pendiente es más suave,
de casas que forman varias calles, detrás de espesos muros. Estas
casas están construidas sobre terrazas, colocadas unas sobre otras.
Allí
viven los sacerdotes, y los servidores subalternos del templo, que
hacen los trabajos más rudos, como la limpieza de los fosos, donde
se echan los desperdicios, provenientes de los sacrificios de
animales. Hay un costado norte creo, donde la montaña del templo, es
muy escarpada. En todo lo alto, alrededor de la cumbre, se halla una
zona verde, formada por pequeños jardines, pertenecientes a los
sacerdotes.
Aun
en tiempos de Jesucristo, se trabajaba siempre en alguna parte del
templo. Este trabajo no cesaba nunca. En la montaña del templo,
había mucho mineral, que se fue sacando y empleando, en la
construcción del mismo edificio.
Debajo
del templo hay fosos y lugares, donde funden el metal. No pude
encontrar en este gran templo, un lugar donde poder rezar a gusto.
Todo el edificio es admirablemente macizo, alto y sólido. Los
numerosos patios, son estrechos y sombríos, llenos de andamios y de
asientos.
Cuando
hay mucha gente, causa miedo encontrarse apretado, entre los espesos
muros y las gruesas columnas. Tampoco me gustan los continuos
sacrificios, y la sangre derramada en abundancia, a pesar de que
esto, se hace con orden, e increíble limpieza. Hacía mucho tiempo,
que no había visto con tanta claridad como hoy, los edificios, los
caminos y los pasajes. Pero son tantas las cosas que hay aquí, que
me es imposible describirlas con detalle.
Los
viajeros llegaron con la pequeña María, por el norte, a Jerusalén:
con todo, no entraron por ese lado, sino que dieron vuelta alrededor
de la ciudad, hasta el muro oriental, siguiendo una parte del valle
de Josafat.
Dejando
a la izquierda el Monte de los Olivos, y el camino de Betania,
entraron en la ciudad, por la Puerta de las Ovejas, que conducía al
mercado de las bestias. No lejos de esta puerta, hay un estanque,
donde se lava por primera vez a las ovejas, destinadas al sacrificio.
No es ésta la piscina de Bethseda.
La
comitiva, después de haber entrado en la ciudad, torció de nuevo a
la derecha, y entró en otra barriada, siguiendo un largo valle
interno, dominado de un lado, por las altas murallas, de una zona más
elevada de la ciudad, llegando a la parte occidental, en los
alrededores del mercado de los peces, donde se halla la casa paterna
de Zacarías de Hebrón.
Se
encontraba allí un hombre, de avanzada edad: creo que el hermano de
su padre. Zacarías solía volver a la casa, después de haber
cumplido su servicio en el templo.
En
esos días se encontraba en la ciudad, y habiendo acabado su tiempo
de servicio, quería quedarse sólo unos días en Jerusalén, para
asistir a la entrada de María al templo. Al llegar la comitiva,
Zacarías no se encontraba allí.
En
la casa se hallaban presentes otros parientes, de los contornos de
Belén y de Hebrón, entre ellos, dos hijas de la hermana de Isabel.
Isabel tampoco se encontraba allí en ese momento. Estas personas se
habían adelantado, para recibir a los caminantes, hasta un cuarto de
legua, por el camino del valle. Varias jóvenes los acompañaban,
llevando guirnaldas y ramas de árboles.
Los
caminantes, fueron recibidos con demostraciones de alegría, y
conducidos hasta la casa de Zacarías, donde se festejó la llegada.
Se les ofreció refrescos, y todos se prepararon, para llevarlos a
una posada contigua al templo, donde los forasteros se hospedan los
días de fiesta.
Los
animales, que Joaquín había destinado para el sacrificio, habían
sido conducidos ya, desde los alrededores de la plaza del ganado, a
los establos situados cerca de esta casa. Zacarías acudió también
para guiar a la comitiva, desde la casa paterna hasta la posada.
Pusieron
a la pequeña María, su segundo vestidito de ceremonias, con el
peplo celeste. Todos se pusieron en marcha, formando una ordenada
procesión.
Zacarías
iba adelante con Joaquín y Ana; luego la niña María, rodeada de
cuatro niñas vestidas de blanco, y las otras chicas con sus padres,
cerraban la marcha. Anduvieron por varias calles, y pasaron delante
del palacio de Herodes, y de la casa, donde más tarde, habitó
Pilatos.
Se
dirigieron hacia el ángulo Nordeste del templo, dejando atrás, la
fortaleza Antonia, edificio muy alto, situado al Noroeste. Subieron
por unos escalones, abiertos en una muralla alta. La pequeña María
subió sola, con alegre prisa, sin permitir que nadie la ayudara.
Todos la miraban con asombro.
La
casa donde se alojaron, era una posada para días de fiesta, situada
a corta distancia del mercado del ganado.
Había
varias posadas de este género, alrededor del templo, y Zacarías
había alquilado una. Era un gran edificio, con cuatro galerías en
torno de un patio extenso. En las galerías se hallaban los
dormitorios, así como largas mesas muy bajas. Había una sala
espaciosa, y un hogar para la cocina.
El
patio para los animales, enviados por Zacarías, estaba muy cerca. A
ambos lados del edificio, habitaban los servidores del templo, que se
ocupaban de los sacrificios.
Al
entrar los forasteros, se les lavaron los pies, como se hacía con
los caminantes; los de los hombres fueron lavados por hombres; y las
mujeres, hicieron este servicio con las mujeres.
Entraron
luego en una sala, en medio de la cual, se hallaba suspendida, una
gran lámpara de varios brazos, sobre un depósito de bronce, lleno
de agua, donde se lavaron la cara y las manos. Cuando hubieron
quitado la carga, al asno de Joaquín, un sirviente lo llevó a la
cuadra.
Joaquín
había dicho que sacrificaría, y siguió a los servidores del
templo, hasta el sitio donde se hallaban los animales, a los cuales
examinaron. Joaquín y Ana, se dirigieron luego con María, a la
habitación de los sacerdotes, situada más arriba. Aquí la niña
María, como elevada por el espíritu interior, subió
ligerísimamente los escalones, con un impulso extraordinario.
Los
dos sacerdotes, que se hallaban en la casa, los recibieron con
grandes muestras de amistad: uno era anciano, y el otro más joven.
Los dos habían asistido al examen de la niña en Nazaret, y
esperaban su llegada.
Después
de haber conversado del viaje, y de la próxima ceremonia de la
presentación, hicieron llamar a una de las mujeres del Templo. Era
ésta una viuda anciana, que debía encargarse de velar por la niña.
Habitaba
en la vecindad, con otras personas de su misma condición, haciendo
toda clase de labores femeninas, y educando a las niñas. Su
habitación, se encontraba más apartada del templo, que las salas
adyacentes, donde habían sido dispuestos, para las mujeres y las
jóvenes consagradas, al servicio del Templo; pequeños oratorios,
desde los cuales podían ver el santuario, sin ser vistas por los
demás.
La
matrona que acababa de llegar, estaba tan bien envuelta en su ropaje,
que apenas podía vérsele la cara. Los sacerdotes y los padres de
María, se la presentaron, confiándola a sus cuidados. Ella estuvo
dignamente afectuosa, sin perder su gravedad. La niña María, se
mostró humilde y respetuosa. La instruyeron en todo lo que se
relacionaba con la niña, y su entrada solemne en el templo.
Aquella
mujer bajó con ellos a la posada, tomó el ajuar que pertenecía a
la niña, y se lo llevó, a fin a prepararlo todo, en la habitación
que le estaba destinada. La gente que había acompañado a la
comitiva, desde la casa de Zacarías, regresó a su domicilio,
quedando en la posada, solamente los parientes. Las mujeres se
instalaron allí, y prepararon la fiesta, que debía tener lugar al
día siguiente.
Joaquín
y algunos hombres, condujeron a las víctimas al Templo, al despuntar
el nuevo día, y los sacerdotes las revisaron nuevamente. Algunos
animales fueron desechados, y llevados en seguida, a la plaza del
ganado. Los aceptados, fueron conducidos al patio, donde habrían de
ser inmolados. Vi allí muchas cosas, que ya no es posible decirlas
en orden.
Recuerdo
que antes de inmolar, Joaquín colocaba su mano, sobre la cabeza de
la víctima, debiendo recibir la sangre en un vaso, y también
algunas partes del animal. Había varias columnas, mesas y vasos. Se
cortaba, se repartía y ordenaba todo.
Se
quitaba la espuma de la sangre, y se ponía aparte la grasa, el
hígado, el bazo, salándose todo esto. Se limpiaban los intestinos
de los corderos, rellenándolos con algo, y volviéndolos a poner
dentro del cuerpo, de modo que el animal parecía entero, y se ataban
las patas en forma de cruz.
Luego,
una gran parte de la carne, era llevada al patio, donde las jóvenes
del Templo, debían hacer algo con ella: quizás prepararla para
alimento de los sacerdotes, o para ellas mismas. Todo esto se
hacía con un orden increíble. Los sacerdotes y levitas, iban y
venían, siempre de dos en dos. Este trabajo complicado y penoso, se
hacía fácilmente, como si se efectuase por sí solo. Los trozos
destinados al sacrificio, quedaban impregnados en sal, hasta el día
siguiente, en que debían ser ofrecidos sobre el altar.
Hubo
hoy una gran fiesta en la posada, seguida de una comida solemne.
Habría unas cien personas, contados los niños. Estaban presentes
unas veinticuatro niñas, de diversas edades, entre ellas Serapia,
que fue llamada Verónica, después de la muerte de Jesús: era
bastante crecida, como de unos diez o doce años (esta
es la Mujer que enjugó el rostro de Jesús camino al calvario, y que
era parienta de Jesús – era una mujer de elevada estatura y
complexión intimidante, y por eso los soldados no se animaron a
detenerla, cuando se acercó a Jesús; eso fue relatado por esta
misma Santa, cuando habla de la crucifixión del amado Maestro y
Señor).
Se
tejieron coronas y guirnaldas de flores, para María y sus
compañeras, adornándose también siete candelabros, en forma de
cetro sin pedestal.
En
cuanto a la llama que brillaba en su extremidad, no sé si estaba
alimentada con aceite, cera u otra materia. Durante la fiesta
entraron y salieron, numerosos sacerdotes y levitas. Tomaron parte en
el banquete, y al expresar su asombro por la gran cantidad de
víctimas ofrecidas para el sacrificio, Joaquín les dijo que era en
recuerdo, de la afrenta recibida en el templo, al ser rechazado su
sacrificio, y a causa de la misericordia de Dios, que había
escuchado su oración (la
de poder tener descendencia), había querido
demostrar su gratitud de acuerdo con sus medios. Hoy pude ver a la
pequeña María, paseando con las otras jóvenes, en torno de su
casa. Otros detalles, los he olvidado completamente.
XXI
Presentación de la Niña María en el Templo
Presentación de la Niña María en el Templo
Esta
mañana fueron al Templo: Zacarías, Joaquín y otros hombres. Más
tarde, fue llevada María por su madre, en medio de un acompañamiento
solemne. Ana y su hija, María Helí, con la pequeña María Cleofás,
marchaban delante; iba luego la Santa niña María, con su vestidito
y su manto azul celeste, los brazos y el cuello, adornados con
guirnaldas: llevaba en la mano, un cirio ceñido de flores.
A
su lado, caminaban tres niñitas, con cirios semejantes. Tenían
vestidos blancos, bordados de oro y peplos celestes, como María, y
estaban rodeadas de guirnaldas de flores; llevaban otras pequeñas
guirnaldas, alrededor del cuello y de los brazos. Iban en seguida,
las otras jóvenes y niñas vestidas de fiesta, aunque no
uniformemente. Todas llevaban pequeños mantos. Cerraban el cortejo
las demás mujeres.
Como
no se podía ir en línea recta, desde la posada al Templo, tuvieron
que dar una vuelta, pasando por varias calles. Todo el mundo se
admiraba, de ver el hermoso cortejo, y en las puertas de varias
casas, les rendían honores.
En
María se notaba algo de santo, y de conmovedor. A la
llegada de la comitiva, he visto a varios servidores del Templo,
empeñados en abrir con gran esfuerzo, una puerta muy alta y muy
pesada, que brillaba como oro, y que tenía grabadas varias figuras:
cabezas, racimos de uvas, y gavillas de trigo. Era
la Puerta Dorada.
La
comitiva entró por esa puerta. Para llegar a ella, era preciso subir
cincuenta escalones; creo que había entre ellos algunos descansos.
Quisieron llevar a María de la mano; pero ella no lo permitió:
subió los escalones rápidamente, sin tropiezos, llena de alegre
entusiasmo. Todos se hallaban profundamente conmovidos.
Bajo
la Puerta Dorada, fue recibida María por Zacarías, Joaquín y
algunos sacerdotes, que la llevaron hacia la derecha, bajo la amplia
arcada de la puerta, a las altas salas, donde se había preparado una
comida, en honor de alguien.
Aquí
se separaron las personas de la comitiva. La mayoría de las mujeres
y de las niñas, se dirigieron al sitio del Templo, que les estaba
reservado para orar. Joaquín y Zacarías, fueron al lugar del
sacrificio.
Los
sacerdotes hicieron todavía, algunas preguntas a María en una sala,
y cuando se hubieron retirado, asombrados de la sabiduría de la
niña, Ana vistió a su hija, con el tercer traje de fiesta, que era
de color azul violáceo, y le puso el manto, el velo y la corona ya
descritos por mí, al relatar la ceremonia que tuvo lugar en la casa
de Ana.
Entre
tanto, Joaquín había ido al sacrificio con los sacerdotes. Luego de
recibir un poco de fuego, tomado de un lugar determinado, se colocó
entre dos sacerdotes cerca del altar. Estoy demasiada enferma y
distraída, para dar la explicación del sacrificio, en el orden
necesario.
Recuerdo
lo siguiente: no se podía llegar al altar, más que por tres lados.
Los trozos preparados para el holocausto, no estaban todos en el
mismo lugar, sino puestos alrededor, en distintos sitios.
En
los cuatro extremos del altar, había cuatro columnas de metal
huecas, sobre las cuales, descansaban cosas, que parecían caños de
chimenea. Eran anchos embudos de cobre, terminados en tubos, en forma
de cuernos, de modo que el humo, podía salir pasando por sobre la
cabeza de los sacerdotes, que ofrecían el sacrificio.
Mientras
se consumía sobre el altar, la ofrenda de Joaquín, Ana fue con
María, y las jóvenes que la acompañaban, al vestíbulo reservado a
las mujeres. Este lugar, estaba separado del altar del sacrificio por
un muro, que terminaba en lo alto en una reja.
En
medio de este muro, había una puerta. El atrio de las mujeres, a
partir del muro de separación, iba subiendo, de manera que por lo
menos, las que se hallaban más alejadas, podían ver hasta cierto
punto, el altar del sacrificio. Cuando la puerta del muro estaba
abierta, algunas mujeres podían ver el altar.
María
y las otras jóvenes, se hallaban de pie, delante de Ana, y las demás
parientas, estaban a poca distancia de la puerta. En sitio aparte,
había un grupo de niños del Templo, vestidos de blanco, que tañían
flautas y arpas.
Después
del sacrificio, se preparó bajo la puerta de separación, un altar
portátil cubierto, con algunos escalones para subir. Zacarías y
Joaquín, fueron con un sacerdote desde el patio hasta este altar,
delante del cual, estaba otro sacerdote y dos levitas con rollos, y
todo lo necesario para escribir.
Un
poco atrás, se hallaban las doncellas, que habían acompañado a
María. María se arrodilló sobre los escalones; Joaquín y Ana
extendieron las manos, sobre su cabeza. El sacerdote cortó un
poco de sus cabellos, quemándolos luego sobre un brasero. Los
padres pronunciaron algunas palabras, ofreciendo a su hija, y los
levitas las escribieron.
Entretanto,
las niñas cantaban el salmo "Eructavit cor meum verbum
bonum", y los sacerdotes, el salmo "Deus deorum
Dominus locutus est", mientras los niños tocaban sus
instrumentos.
Observé
entonces, que dos sacerdotes tomaron a María de la mano, y la
llevaron por unos escalones, hacia un lugar elevado del muro, que
separaba el vestíbulo del Santuario.
Colocaron
a la niña, en una especie de nicho, en el centro de aquel muro, de
manera que ella pudiera ver, el sitio donde se hallaban; y puestos en
fila, varios hombres, que me parecieron consagrados al Templo. Dos
sacerdotes estaban a su lado; había otros dos en los escalones,
recitando en alta voz, oraciones escritas en rollos.
Del
otro lado del muro, se hallaba de pie un anciano, príncipe de los
sacerdotes, cerca del altar, en un sitio bastante elevado, que
permitía vérsele el busto. Yo lo vi presentando el incienso, cuyo
humo se esparció alrededor de María.
Durante
esta ceremonia, ví en torno de María, un cuadro simbólico que
pronto llenó el Templo, y lo oscureció. Vi
una gloria luminosa, debajo del corazón de María, y comprendí que
ella encerraba, la promesa de la sacrosanta bendición de Dios. Esta
gloria aparecía rodeada, por el arca de Noé, de manera que la
cabeza de María, se alzaba por encima, y el arca tomaba a su vez, la
forma del Arca de la Alianza, viendo luego a ésta, corno encerrada
en el Templo.
Luego
vi que todas estas formas desaparecían, mientras el cáliz de la
Santa Cena, se mostraba fuera de la gloria, delante del pecho de
María, y más arriba, ante la boca de la Virgen, aparecía un pan
marcado con una cruz.
A
los lados brillaban rayos, de cuyas extremidades, surgían figuras,
con símbolos místicos de la Santísima Virgen, como todos los
nombres de las Letanías, que le dirige la Iglesia.
Subían, cruzándose desde sus hombros, dos
ramas de olivo y de ciprés, o de cedro y de ciprés, por encima de
una hermosa palmera, junto con un pequeño ramo, que vi aparecer
detrás de ella.
En
los espacios de las ramas, pude ver todos los instrumentos de la
pasión de Jesucristo. El Espíritu Santo, representado por una
figura alada, que parecía más forma humana que paloma, se hallaba
suspendido sobre el cuadro, por encima del cual, vi el cielo abierto,
el centro de la celestial Jerusalén, la ciudad de Dios, con todos
sus palacios, jardines, y lugares de los futuros santos.
Todo
estaba lleno de ángeles, y la gloria que ahora rodeaba a la Virgen
Santísima, lo estaba con cabezas de estos espíritus. ¡Ah, quién
pudiera describir estas cosas, con palabras humanas!...
Se
veía todo, bajo formas tan diversas y tan multiformes, derivando
unas de las otras, en tan continuada transformación, que he olvidado
la mayor parte de ellas.
Todo
lo que se relaciona con la Santísima Virgen, en la Antigua y en la
Nueva Alianza, y hasta en la eternidad, se hallaba allí
representado. Sólo puedo comparar esta visión, a otra menor que
tuve hace poco, en la cual vi en toda su magnificencia, el
significado del Santo Rosario.
Muchas
personas, que se creen sabias, comprenden esto menos, que los pobres
y humildes, que lo recitan con simplicidad, pues éstos acrecientan
el esplendor, con su obediencia, su piedad y su sencilla confianza en
la Iglesia, que recomienda esta oración.
Cuando
vi todo esto, las bellezas y magnificencias del Templo, con los muros
elegantemente adornados, me parecían opacos y ennegrecidos, detrás
de la Virgen Santísima. El Templo mismo,
parecía esfumarse y desaparecer: sólo María y la gloria que la
rodeaba, lo llenaba todo.
Mientras
estas visiones, pasaban delante de mis ojos, dejé de ver a la Virgen
Santísima, bajo forma de niña: me pareció
entonces grande, y como suspendida en el aire.
Con
todo veía también, a través de María, a los sacerdotes, al
sacrificio del incienso, y a todo lo demás de la ceremonia. Parecía
que el sacerdote estaba detrás de ella, anunciando
el porvenir, e invitando al pueblo, a agradecer y a orar a Dios,
porque de esta niña, habría de salir algo muy grandioso.
Todos
los que estaban en el Templo, aunque no veían lo que yo veía,
estaban recogidos y profundamente conmovidos. Este cuadro se
desvaneció gradualmente, de la misma manera que lo había visto
aparecer.
Al
fin, sólo quedó la gloria, bajo el corazón de María, y la
bendición de la promesa, brillando en su interior. Luego desapareció
también, y sólo vi a la niña María, adornada entre los
sacerdotes.
Los
sacerdotes tomaron las guirnaldas, que estaban alrededor de sus
brazos, y la antorcha que llevaba en la mano, y se las dieron a las
compañeras. Le pusieron en la cabeza un velo pardo, y la hicieron
descender las gradas, llevándola a una sala vecina, donde seis
vírgenes del Templo, de mayor edad, salieron a su encuentro,
arrojando flores ante ella.
Detrás
iban sus maestras, Noemí, hermana de la madre de Lázaro, la
profetisa Ana, y otra mujer. Los sacerdotes recibieron a la pequeña
María, retirándose luego.
Los
padres de la Niña, así como sus parientes más cercanos, se
encontraban allí. Una vez terminados los cantos sagrados, se
despidió María de sus padres. Joaquín, que estaba profundamente
conmovido, tomó a María entre sus brazos, y apretándola contra su
corazón, dijo en medio de las lágrimas: "Acuérdate
de mi alma ante Dios".
María
se dirigió luego con las maestras, y varias otras jóvenes, a las
habitaciones de las mujeres, al Norte del Templo. Éstas habitaban
salas abiertas, en los espesos muros del Templo, y podían a través
de pasajes y escaleras, subir a los pequeños oratorios, colocados
cerca del Santuario, y del Santo de los Santos.
Los
deudos de María, volvieron de la sala contigua a la Puerta Dorada,
donde antes se habían detenido, quedándose a comer, en compañía
de los sacerdotes. Las mujeres comían en sala aparte.
He
olvidado, entre otras muchas cosas, por qué la fiesta había sido
tan brillante y solemne. Sin embargo, sé que fue a consecuencia, de
una revelación de la voluntad de Dios. Los
padres de María, eran personas de condición acomodada, y si vivían
pobremente, era por espíritu
de mortificación, y para poder dar más limosnas a los pobres.
Así
es cómo Ana, no sé por cuánto tiempo, sólo comió alimentos
fríos. A pesar de esto, trataban a la servidumbre con generosidad, y
la dotaban de lo que necesitaban. He visto a muchas personas, orando
en el Templo. Otras habían seguido a la comitiva, hasta la puerta
misma.
Algunos
de los presentes, debieron tener cierto presentimiento, de los
destinos de la Niña, pues recuerdo unas palabras que Santa Ana, en
un momento de entusiasmo jubiloso, dirigió a las mujeres, cuyo
sentido era: "He aquí el Arca de la Alianza, el vaso de la
Promesa, que entra ahora en el Templo". Los padres de María,
y los demás parientes, regresaron ese día a Bet-Horon.
XXII
María en el Templo
María en el Templo
He
visto una fiesta, en las habitaciones de las vírgenes del Templo.
María pidió a las maestras, y a cada doncella en particular, si
querían admitirla entre ellas, pues esta era la costumbre que se
practicaba. Hubo una comida, y una pequeña fiesta, en la que algunas
niñas, tocaron instrumentos de música.
Por
la noche vi a Noemí, una de las maestras, que conducía a la niña
María, hasta la pequeña habitación que le estaba reservada, y
desde la cual, podía ver el interior del Templo. Había en ella una
mesa pequeña, un escabel, y algunos estantes en los ángulos.
Delante de esta habitación, había lugar para la alcoba, el
guardarropa, y el aposento de Noemí.
María
habló a Noemí, de su deseo de levantarse, varias veces durante la
noche, pero ésta no se lo permitió. Las mujeres del Templo,
llevaban largas y amplias vestiduras blancas, ceñidas con fajas y
mangas muy anchas, que recogían para trabajar. Siempre un velo
cubría sus rostros.
No
recuerdo haber visto nunca a Herodes, que haya hecho reconstruir de
nuevo, la totalidad del Templo. Sólo vi que durante su reinado, se
hicieron diversos cambios. Cuando María entró en el Templo, once
años antes del nacimiento del Salvador, no se hacían trabajos
propiamente dichos; pero como siempre, se trabajaba en las
construcciones exteriores: esto no dejó de hacerse nunca.
He
visto hoy, la habitación de María en el Templo. En el costado
Norte, frente al Santuario, se hallaban en la parte alta, varias
salas que comunicaban con las habitaciones de las mujeres. El
dormitorio de María, era uno de los más retirados, frente al Santo
de los Santos. Desde el corredor, levantando una cortina, se pasaba a
una sala anterior, separada del dormitorio, por un tabique de forma
convexa, o terminada en ángulo.
En
los ángulos de la derecha e izquierda, estaban las divisiones, para
guardar la ropa y los objetos de uso; frente a la puerta abierta de
este tabique, algunos escalones, llevaban arriba hasta una abertura,
delante de la cual, había un tapiz, pudiéndose ver desde allí, el
interior del Templo.
A
izquierda, contra el muro de la habitación, había una alfombra
enrollada, que cuando estaba extendida, formaba el
lecho sobre el cual reposaba la niña María.
En un nicho de la muralla, estaba colocada una lámpara, cerca de la
cual, vi a la niña de pie, sobre un escabel, leyendo oraciones en un
rollo de pergamino. Llevaba un vestido de listas blancas y azules,
sembrado de flores amarillas. Había en la habitación una mesa baja
y redonda.
Vi
entrar en la habitación a la profetisa Ana, (es la
que recibió a Jesús recién nacido junto a Simeón en el Templo),
que colocó sobre la mesa, una fuente con frutas del grosor de un
haba y una anforita. María tenía una destreza superior a su edad:
desde entonces, la vi trabajar en pequeños pedazos de tela blanca,
para el servicio del Templo.
Las
paredes de su pieza, estaban sobrepuestas con piedras triangulares de
varios colores. A menudo, oía yo a la niña decir a Ana: "¡Ah,
pronto el Niño prometido nacerá!. ¡Oh, si yo pudiera ver al Niño
Redentor!"... Ana le respondía; "Yo soy ya anciana,
y debí esperar mucho a ese Niño. ¡Tú, en cambio, eres tan
pequeña!"... María lloraba a menudo, por el ansia de ver
al Niño Redentor.
Las
niñas que se educaban en el Templo, se ocupaban de bordar, adornar,
lavar y ordenar, las vestiduras sacerdotales, y limpiar los
utensilios sagrados del Templo.
En
sus habitaciones, desde donde podían ver el Templo, oraban y
meditaban. Estaban consagradas al Señor, por medio de la entrega,
que hacían sus padres en el Templo. Cuando
llegaban a la edad conveniente, eran casadas, pues había entre los
israelitas piadosos, la silenciosa esperanza, de que de una de estas
vírgenes consagradas al Señor, debía nacer el Mesías.
Algunas
Reflexiones finales de Santa Ana Catalina
Cuán
ciegos y duros de corazón, eran los fariseos y los sacerdotes del
Templo; se puede entender esto, por el poco interés y
desconocimiento, que manifestaron con las santas personas, con las
cuales trataron.
Primeramente
desecharon sin motivo, el sacrificio de Joaquín.
Sólo
después de algunos meses, por orden de Dios, fue aceptado el
sacrificio de Joaquín y de Ana. Joaquín llega a las cercanías del
Santuario, y se encuentra con Ana, sin saberlo de antemano,
conducidos por los pasajes debajo del Templo, por los mismos
sacerdotes.
Aquí
se encuentran ambos esposos, y María es concebida. Otros sacerdotes
los esperan en la salida del Templo. Todo esto sucedía, por orden e
inspiración de Dios. He visto algunas veces, que las estériles,
eran llevadas allí por orden de Dios.
María
llega al Templo, teniendo algo menos de cuatro años: en toda su
presentación, hay signos extraordinarios y desusados. La hermana de
la madre de Lázaro, viene a ser la maestra de María, la cual
aparece en el Templo con tales señales no comunes, que algunos
sacerdotes ancianos, escribían en grandes libros, acerca de esta
niña extraordinaria. Creo que estos escritos, existen aún entre
otros escritos, ocultos por ahora.
Más
tarde suceden otros prodigios, como el florecimiento de la vara, en
el casamiento con José.
Luego la extraña historia, de la venida de los
tres Reyes Magos, de los pastores, por medio de la llamada de los
ángeles. Después, en la presentación de Jesús en el Templo, el
testimonio de Simeón y de Ana; y el hecho admirable de Jesús, entre
los doctores del Templo, a los doce años.
Todo
este conjunto de cosas extraordinarias, las despreciaron los
fariseos, y las desatendieron.
Tenían las cabezas llenas de otras ideas, y de asuntos profanos y de
gobierno. Porque la Santa Familia, vivió en pobreza voluntaria, y
fue relegada al olvido, como el común del pueblo. Los pocos
iluminados, como Simeón, Ana y otros, tuvieron que callar, y ser
reservados delante de ellos.
Cuando
Jesús comenzó su vida pública, y Juan el Bautista dio testimonio
de Él, lo contradijeron con tanta obstinación en sus enseñanzas,
que los hechos extraordinarios de su juventud, si es que no los
habían olvidado, no tenían interés alguno, en darlos a conocer a
los demás.
El
gobierno de Herodes, y el yugo de los romanos, bajo el cual cayeron,
los enredó de tal manera, en las intrigas palaciegas, y en los
negocios humanos (algo
parecido al estado espiritual actual, que con frecuencia vemos en
nuestras jerarquías eclesiásticas, llenas de silencios cómplices y
cálculos humanos),
que todo espíritu huyó de ellos. Despreciaron el testimonio de
Juan, y olvidaron al decapitado. Despreciaron los milagros, y la
predicación de Jesús.
Tenían
ideas erróneas sobre el Mesías y los profetas: así pudieron
maltratarlo tan bárbaramente, darle muerte y negar luego su
resurrección, y las señales milagrosas sucedidas, como también, el
cumplimiento de las profecías, de la destrucción de Jerusalén.
Pero
si su ceguera fue grande, al no reconocer las señales de la venida
del Mesías, mayor es su obstinación, después que obró milagros, y
escucharon su predicación. Si su obstinación, no fuese tan
grandemente extraordinaria, ¿cómo
podría esta ceguera, continuar hasta nuestros días?
Cuando
voy por las calles de la presente Jerusalén, para hacer el Via
Crucis, veo a menudo, debajo de un ruinoso edificio, una gran arcada
en parte derruida, y en parte con agua que entró. El agua llega, al
presente, hasta la tabla de la mesa, del medio de la cual, se levanta
una columna, en torno de la que cuelgan cajas, llenas de rollos
escritos.
Debajo
de la mesa, hay también rollos dentro del agua. Estos subterráneos
deben ser sepulcros: se extienden hasta el monte Calvario. Creo que
es la casa que habitó Pilatos. Ese tesoro de escritos, será a su
tiempo descubierto.
He
visto a la Santísima Virgen en el Templo; unas veces en la
habitación de las mujeres, con las demás niñas; otras veces en su
pequeño dormitorio, creciendo en medio del estudio, de la oración y
del trabajo, mientras hilaba y tejía, para el servicio del Templo.
María lavaba la ropa, y limpiaba los vasos sagrados.
Como
todos los santos, sólo comía para el propio sustento,
sin probar jamás, otros alimentos que aquéllos, a los que había
prometido limitarse. Pude verla a menudo, entregada a la oración y a
la meditación. Además de las oraciones vocales, prescritas en el
Templo, la vida de María era una aspiración incesante hacia la
redención, una plegaria interior continua. Hacía todo esto con gran
serenidad, y en secreto, levantándose de su lecho, e invocando al
Señor, cuando todos dormían.
A
veces la vi llorando, resplandeciente, durante la oración.
María rezaba con el rostro velado. También se cubría, cuando
hablaba con los sacerdotes, o bajaba a una habitación vecina, para
recibir su trabajo, o entregar el que había terminado. En tres lados
del Templo, estaban estas habitaciones, que parecían semejantes a
nuestras sacristías. Se guardaban en ellas los objetos, que las
mujeres encargadas, debían cuidar o confeccionar.
He
visto a María, en estado de éxtasis continuo, y de oración
interior. Su alma no parecía hallarse en la tierra, y recibía a
menudo consuelos celestiales. Suspiraba continuamente, por
el cumplimiento de la promesa, y en su humildad, apenas podía
formular el deseo de ser la última, entre las criadas de la Madre
del Redentor.
La
maestra que la cuidaba era Noemí, hermana de la madre de Lázaro.
Tenía cincuenta años, y pertenecía a la sociedad de los esenios,
así como las mujeres agregadas, al servicio del Templo.
María
aprendió a trabajar a su lado, acompañándola cuando limpiaba las
ropas, y los vasos, manchados con la sangre de los sacrificios;
repartía y preparaba porciones de carne, de las víctimas
reservadas, para los sacerdotes y las mujeres.
Más
tarde, se ocupó con mayor actividad, de los quehaceres domésticos.
Cuando Zacarías se hallaba en el Templo, de turno, la
visitaba a menudo; Simeón también la conocía.
Los
destinos para los cuales estaba llamada María, no podían ser
completamente desconocidos por los sacerdotes. Su manera de ser, su
porte, su gracia infinita, su sabiduría extraordinaria, eran tan
notables, que ni aún su extrema humildad lograba ocultar.
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