martes, 17 de diciembre de 2019


Tercera Feria, 17 de diciembre

SAN LÁZARO DE BETANIA


Mártir y Amigo de Jesús

Lázaro significa “Dios Ayuda”

"De la misma manera, que el sol brilla sobre el barro y lo endurece, y brilla sobre la cera y la ablanda, así este gran milagro de nuestro Señor, resucitando a Lázaro, endureció algunos corazones para la incredulidad, y ablandó a otros para la fe" (Fulton Sheen)

Breve
San Lázaro, es a quien Jesús resucitó al cuarto día. Este milagro se encuentra consignado, en el Evangelio de San Juan. Murió mártir en Marsella, junto a sus dos hermanas Santa Marta y Santa María.
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De dos fuentes de información, disponemos de material, para trazar la semblanza de San Lázaro: el Santo Evangelio, y algunas actas de carácter legendario.

De entre los evangelistas, es San Juan, el que más se ha ocupado de nuestro Santo, y si bien no es pródigo en describirnos, demasiadas facetas del mismo, nos proporciona algunos trazos, que por sí solos, enmarcan los hechos más salientes de su vida.

Era Lázaro un judío de buena posición social, perteneciente a una familia muy conocida en toda Palestina, y muy relacionado, con familias distinguidas de Jerusalén. Vivía en Betania, pequeña aldea, situada a quince estadios de Jerusalén, junto al camino que unía, la capital teocrática con el valle del Jordán.

La familia se componía de tres miembros: Lázaro y sus dos hermanas, Marta y María. Nunca se habla de sus padres, ni de otros familiares, señal de que aquellos, habían pasado a mejor vida, y de que los tres hermanos vivían solos en la casa.

De vez en cuando, se aumentaba la familia, con la llegada de Cristo y de sus Apóstoles, que encontraban en casa de Lázaro, amplio y cariñoso acogimiento. Esto le era muy importante, ya que Jesús no tenía casa propia, “ni siquiera una piedra, donde recostar su cabeza” (Lc 9,58) . En sus viajes de Jericó a Jerusalén, pasaba Jesús junto a Betania, y no dejaba nunca, de entrar a saludar a su familia amiga.

Otras veces, cansado de luchar en Jerusalén, contra los escribas y fariseos, tomaba al anochecer, el camino de Betania, y descansaba allí de sus fatigas apostólicas. No era Lázaro el jefe de familia, o al menos, no era él el encargado de obsequiar a los visitantes, y de llevar el peso de la casa.

Estas funciones de amo y dueño de casa, las ejercía su hermana Marta, acaso porque Lázaro, fuera mucho más joven que ella, o porque la enfermedad, le imposibilitaba ejercerlas por sí mismo.

Entre la familia de Lázaro y Jesús, existía una amistad sincera y profunda. No especifican los evangelistas, en qué radicaba esta confraternidad, pero una piadosa tradición afirma, que ello se debía, a que Lázaro llevaba una vida profundamente religiosa, ajustando su conducta a las prescripciones de la ley mosaica, de manera que podían aplicársele las palabras, que pronunció Cristo a propósito de Natanael: “He aquí un verdadero israelita, en quien no hay dolo” (Jn 1,47).

Apenas hubo oído hablar del Salvador, y le hubo visto, se prendó del mismo, convirtiéndose en su verdadero discípulo. Tanto Lázaro como sus hermanas, formaban parte, muy probablemente, de un grupo de piadosos israelitas, que esperaban la redención de Israel. Eran muchos, los que anhelaban oír la voz del Mesías, tantas veces preanunciado por los profetas, para deshacerse de la antigua ley, desfigurada por los fariseos, y abrazar la ley de la gracia.

Es también posible, que la familia de Lázaro, formara parte del movimiento religioso, capitaneado por un grupo monástico, residente en la región de Qumrán, al noroeste del mar Muerto, que se obligaba, entre otras cosas, a ejercer la hospitalidad.

El mejor elogio que puede hacerse de Lázaro, lo hallamos en una frase, que nos ha legado el evangelista San Juan, al relatar las incidencias de la enfermedad de Lázaro. Afirma el evangelista, que habiendo enfermado Lázaro, sus hermanas enviaron un recado a Jesús, diciéndole: “Señor, el que amas está enfermo” (Jn 11,3).

La mencionada frase, entraña un profundo contenido. El amor que sentía Jesús hacia Lázaro, está patente en las pocas palabras que pronuncia. No es posible que el divino Maestro, tuviese predilección por él, si no hubiese atesorado Lázaro en su corazón, el fascinante talismán de la santidad.

Entre Jesús y las almas, podría establecerse este paralelismo: Jesús ama a las almas, en la medida que éstas, atesoran más grados de perfección, de tal manera que a mayor santidad, más predilección por parte de Cristo.

Jesús, frente a la tumba de Lázaro, se estremece y llora. Las lágrimas son palabras del corazón. Manda Jesús que se quite la losa del sepulcro, y con voz fuerte exclama: “¡Lázaro sal fuera!”. Salió el muerto, atado de pies y manos, y el rostro envuelto en un sudario. El Dominador de la muerte, ante la estupefacción de los presentes, añadió: “¡Soltadle y dejadle ir!” (Jn 11,17-44). Las delicadas manos de sus dos hermanas, se apresuran a cumplir el mandato de Cristo, soltando las trabas, que oprimían el cuerpo redivivo, del que hacía cuatro días que había muerto.

El milagro tuvo gran resonancia; el nombre de Lázaro corría de boca en boca, y su persona, se había convertido en signo de contradicción. "De la misma manera que el sol brilla sobre el barro y lo endurece, y brilla sobre la cera y la ablanda, así este gran milagro de nuestro Señor, endureció algunos corazones para la incredulidad, y ablandó a otros para la fe" (Fulton Sheen).

El pueblo sencillo acudía a Betania, llevado por la curiosidad, de ver a un ser redivivo, saludar a la familia, y congratularse con ella del gran milagro, que en su favor, había obrado Cristo. "Muchos de los judíos, que habían venido a María, y vieron lo que había hecho (Jesús), creyeron en Él" (Jn 11,45).

Debió convertirse Betania, en meta de peregrinaciones, porque según el Evangelio, una gran muchedumbre de judíos, supo que Jesús estaba allí, y vinieron no sólo por Jesús, sino por ver a Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos (Jn. 12,9). Para los que le habían visto muerto, y enterrado durante cuatro días en el sepulcro, era Lázaro una prueba irrefutable del poder taumatúrgico de Cristo.

Lo comprendieron así los príncipes de los sacerdotes, los cuales, alarmados por el número creciente de conversiones, resolvieron matar a Lázaro. Pero aún más: viendo que Jesús multiplicaba sus milagros, y temiendo que todos creyeran en Él, se reunieron en consejo, y determinaron hacerle morir.

Después de su resurrección, llevó Lázaro una vida normal. Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde estaba Lázaro, a quien Jesús había resucitado de entre los muertos (Jn. 12,1). La familia amiga, le dispuso una cena, en la cual Marta servía, y Lázaro era de los que estaban a la mesa con Él.

La historia deja a Lázaro, en el convite con que obsequió, a su celestial bienhechor y amigo Jesús, y no vuelve a ocuparse jamás de él. La leyenda nos dice, que con ocasión de un levantamiento contra los cristianos, Lázaro y sus dos hermanas, se marcharon a la ciudad de Jaffa.

Allí fueron apresados, y con el fin de que pereciesen ahogados, en las aguas del mar, los enemigos les obligaron a entrar en un navío viejo y averiado, creyendo en su inminente naufragio. Pero quiso Dios, que tras una venturosa travesía, llegaran a las costas del sur de Francia, y desembarcaran felizmente en Marsella.

Lazaro se puso inmediatamente, a predicar las doctrinas de Jesús, con tanta viveza y persuasión, que sus palabras calaban en lo íntimo de las almas, siendo muchos los que abrazaban la doctrina de Cristo.

La fama de su predicación, y el número de conversiones, alarmaron a las autoridades, que desencadenaron contra el Santo y sus seguidores, una violenta persecución. Marsella era considerada en aquel entonces, como el emporio del saber humano, debido sin duda, a la célebre Academia allí establecida, y que era frecuentada, por lo más selecto de la ciudad, de los alrededores y hasta de la misma Roma.

Las autoridades apresaron al Santo, y le invitaron con palabras halagadoras, a que ofreciese incienso a los ídolos. Les respondió con entereza, que profesaba las doctrinas de Jesucristo, con el que había convivido, y con el que le había ligado íntima amistad. "Si no adoras a nuestros dioses—le dijo el prefecto—, perderán la vida, en medio de horribles tormentos".

Le contestó el Santo: "Bien sabes tú, que tan sólo puedo ofrecer sacrificios, al Dios verdadero, y que tus dioses no merecen tales ofrendas. Y en cuanto a tus amenazas, te digo que no puede acontecerme cosa más placentera, dulce y gloriosa, que dar la vida por Aquel que me la devolvió, después de haberla perdido, y que se dignó morir por mí, para que yo pueda sobrevivir eternamente".

Indignado y lleno de rabia, ante tan heroica respuesta, dió la orden de que le despedazasen con látigos, lo que se cumplió con tan inhumana crueldad, que su cuerpo manaba sangre por todas partes.

Después de esta dolorosa tortura, sigue diciendo una de las actas del glorioso mártir, se le arrastró cruelmente por toda la ciudad, y se le encerró posteriormente, en una prisión muy obscura, esperando a que se repusiese de sus heridas, para someterle a nuevos suplicios.

El Señor le visitó en su lúgubre calabozo, le fortificó para la hora del último combate, prometiéndole hacerle partícipe en el cielo, de las delicias de que gozan los Apóstoles.

El prefecto le invitó de nuevo a abjurar de su fe; pero inútilmente. Viendo que nada ni nadie, era capaz de doblegar el ánimo de Lázaro, mandó el prefecto, que aquél fuera atado a un poste, y atravesado por una lluvia de flechas.

Como el Santo vivía aún, le aplicaron a las heridas planchas de hierro candente. En medio de este pavoroso suplicio sonreía el mártir, gozoso de sufrir por amor de su amigo Jesús. El juez puso término a su vida, cortándole la cabeza.

Oración: Te pedimos Señor y Dios nuestro, que por los méritos y la intercesión del amado San Lázaro, y de sus hermanas Marta y María, pueda nuestra casa y nuestro cuerpo, ser tu seguro refugio, preservándolos de toda corrupción, y así podamos merecer habitar las mansiones celestiales, que nos has prometido preparar. A Tí Señor, que eres nuestro Buen Pastor, y Vives y Reinas por Siempre, por los Siglos de los Siglos. Amén.


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