Cuarta
Feria, 15 de marzo
Santa
LUISA DE MARILLAC
Fundadora,
con San Vicente de Paúl, de la Hijas de la Caridad
Breve
"Sed
empeñosas en el servicio de los pobres... amad a los pobres,
honradlos, hijas mías, y honraréis al mismo Cristo"
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Nació
en París en 1591, Hija de Louis de Marillac, señor de Ferrieres.
Perdió a su madre desde temprana edad, pero tuvo una buena
educación, gracias, en parte, a los monjes de Poissy, a cuyos
cuidados fue confiada por un tiempo, y en parte, a la instrucción
personal de su propio padre, que murió cuando ella tenía poco más
de quince años.
Luisa
había deseado hacerse hermana capuchina, pero el que entonces era su
confesor, capuchino él mismo, la disuadió de ello a causa de su
endeble salud. Finalmente se le encontró un esposo digno: Antonio Le
Gras, hombre que parecía destinado a una distinguida carrera, y que
ella aceptó. Tuvieron un hijo. En el período en que Antonio estuvo
gravemente enfermo, ella lo cuidó con esmero y completa dedicación.
Desgraciadamente,
Luisa sucumbió a la tentación de considerar esta enfermedad como un
castigo por no haber mostrado su agradecimiento a Dios, que la
colmaba de bendiciones, y estas angustias de conciencia fueron
motivos de largos períodos de dudas y aridez espiritual.
Tuvo,
sin embargo, la buena fortuna de conocer a San Francisco de Sales,
quien pasó algunos meses en París, durante el año 1619. De él
recibió la dirección más sabia y comprensiva. Pero París no era
el lugar del santo.
Un
poco antes de la muerte de su esposo, Luisa hizo voto de no contraer
matrimonio de nuevo, y dedicarse totalmente al servicio de Dios.
Después tuvo una extraña visión espiritual, en la que sintió
disipadas sus dudas, y comprendió que había sido escogida para
llevar a cabo una gran obra en el futuro, bajo la guía de un
director a quien ella no conocía aun. Antonio Le Gras, su esposo,
murió en 1625.
Pero
ya para entonces Luisa había conocido a "Monsieur Vicente",
quien mostró al principio cierta renuencia en ser su confesor, pero
al fin consintió. San Vicente en aquel tiempo estaba organizando sus
"Conferencias de Caridad", con el objeto de remediar la
espantosa miseria que existía entre la gente del campo, para ello
necesitaba una buena organización, y un gran numero de cooperadores.
La
supervisión y la dirección de alguien que infundiera absoluto
respeto, y que tuviera, a la vez, el tacto suficiente para ganarse
los corazones y mostrarles el buen camino con su ejemplo era
esencial. A medida que fue conociendo más profundamente a
"Mademoiselle Le Gras", San Vicente descubrió que tenía a
la mano el preciso instrumento que necesitaba.
Era
una mujer decidida y valiente, dotada de clara inteligencia, y una
maravillosa constancia, a pesar de la debilidad de salud, y quizás
lo más importante de todo, tenía la virtud de olvidarse
completamente de sí misma por el bien de los demás. Tan pronto como
San Vicente le habló de sus propósitos, Luisa comprendió que se
trataba de una obra para la gloria de Dios.
Quizás
nunca existió una obra religiosa tan grande o tan firme, llevada a
cabo con menos sensacionalismo, que la fundación de la sociedad, que
fue conocida como "Hijas de la Caridad", y que se ha ganado
el respeto de los hombres de la más diversas creencias en todas
partes del mundo.
Solamente
después de cinco años de trato personal con Mlle. Le Gras, Monsieur
Vicente, que siempre tenía paciencia para esperar la oportunidad
enviada por Dios, mandó a esta dama devota, en mayo de 1629, a hacer
lo que podríamos llamar una visita a "La Caridad" de
Montmirail. Ésta fue la precursora de muchas misiones similares, y a
pesar de la mala salud de la señora, tomada muy en cuenta por San
Vicente, ella no retrocedió ante las molestias y sacrificios.
En
1633, fue necesario establecer una especie de centro de entrenamiento
o noviciado, en la calle que entonces se conocía como
Fosses-Saint-Victor. Ahí estaba la vieja casona que Le Gras había
alquilado para sí misma, después de la muerte de su esposo, donde
dio hospitalidad a las primeras candidatas que fueron aceptadas para
el servicio de los pobres y enfermos; cuatro sencillas personas cuyos
verdaderos nombres quedaron en el anonimato.
Éstas,
con Luisa como directora, formaron el grano de mostaza que ha crecido
hasta convertirse en la organización mundialmente conocida como
Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl. Su
expansión fue rápida. Pronto se hizo evidente que convendría tener
alguna regla de vida, y alguna garantía de estabilidad.
Desde
hacía tiempo, Luisa había querido ligarse a este servicio con voto,
pero San Vicente, siempre prudente y en espera de una clara
manifestación de la voluntad de Dios, había contenido su ardor.
Pero
en 1634, el deseo de la santa se cumplió. San Vicente tenía
completa confianza en su hija espiritual, y fue ella misma la que
redactó una especie de regla de vida que deberían seguir los
miembros de la asociación. La sustancia de este documento forma la
médula de la observancia religiosa de las Hermanas de la Caridad.
Aunque éste fue un gran paso hacia adelante, el reconocimiento de
las Hermanas de la Caridad como un instituto de monjas, estaba
todavía lejos.
En
la actualidad, la blanca cofia y el hábito azul al que sus hijas han
permanecido fieles durante cerca de 300 años, llaman inmediatamente
la atención en cualquier muchedumbre. Este hábito es tan sólo
la copia de los trajes que antaño usaban las campesinas. San
Vicente, enemigo de toda pretensión, se opuso a que sus hijas
reclamaran siquiera una distinción en sus vestidos, para imponer ese
respeto que provoca el hábito religioso.
No
fue sino hasta 1642, cuando permitió a cuatro miembros de su
institución hacer votos anuales de pobreza, castidad y obediencia, y
solamente 13 años después, obtuvo en Roma la formal aprobación del
instituto, y colocó a las hermanas definitivamente bajo la dirección
de la propia congregación de San Vicente. Mientras tanto, las buenas
obras de las hijas de la caridad se habían multiplicado
aceleradamente.
En
el desarrollo de todas estas obras, Mlle. Le Gras soportaba la parte
más pesada de la carga. Había dado un maravilloso ejemplo en
Angers, al hacerse cargo de un hospital terriblemente descuidado.
El esfuerzo había sido tan grande, que a pesar de la ayuda enorme
que le prestaron sus colaboradores, sufrió una severa postración,
que fue diagnosticada erróneamente, como un caso de fiebre
infecciosa.
En
París había cuidado con esmero a los afectados durante una
epidemia, y a pesar de su delicada constitución, había soportado la
prueba. Los frecuentes viajes, impuestos por sus obligaciones,
habrían puesto a prueba la resistencia de un ser más robusto; pero
ella estaba siempre a la mano cuando se la requería, llena de
entusiasmo, y creando a su alrededor una
atmósfera de gozo y de paz. Como sabemos por sus
cartas a San Vicente y a otros, solamente dos cosas le preocupaban:
una era el respeto y veneración con que se le acogía en sus
visitas; la otra era la ansiedad por el bienestar espiritual de su
hijo Miguel.
En
el año de 1660, San Vicente contaba ochenta años, y estaba ya muy
débil. La santa habría dado cualquier cosa por ver una vez más a
su amado padre, pero este consuelo le fue negado. Sin embargo, su
alma estaba en paz; el trabajo de su vida había sido
maravillosamente bendecido, y ella se sacrificó sin queja alguna,
diciendo a las que la rodeaban que era feliz de poder ofrecer a Dios
esta última privación.
La
preocupación de sus últimos días fue la de siempre, como lo dijo a
sus abatidas hermanas: "Sed
empeñosas en el servicio de los pobres... amad a los pobres,
honradlos, hijas mías, y honraréis al mismo Cristo".
Santa Luisa de Marillac murió el 15 de marzo de 1660; y San Vicente
la siguió al cielo tan sólo seis meses después. Fue canonizada en
1934.
San
Vicente sobre Santa Luisa:
"De
hecho no he conocido a nadie que haya demostrado una mayor prudencia
que ella. La poseía en grado sumo, y yo desearía de todo corazón
que la Congregación descollase en esa virtud.
Tengo
la seguridad de que amaba enormemente la pobreza. vosotras mismas
visteis cuan pobremente vestía. Poseía en tal grado esa virtud, que
una y otra vez me pidió le permitiera vivir en absoluta pobreza. Y
en cuanto a la Congregación, siempre deseó que poseyera este
espíritu por tratarse de una virtud que en tal alto grado ejercitó
Nuestro Señor en la tierra, y en la que quiso que destacasen sus
apóstoles.
Si
en alguna ocasión, por debilidad humana, se mostraba un tanto
vehemente, no debe extrañarnos; los mismos santos afirman que no hay
nadie que no tenga sus imperfecciones".
Oración:
Te pedimos Señor, que a imitación de Santa Luisa de Marillac, los
pobres y las organizaciones que los ayudan, siempre estén en el
centro de nuestras acciones y ayuda fraternal. Que sepamos separar
una parte de lo que tenemos para brindarles nuestra asistencia. A Tí
Señor que nos enseñaste que toda ayuda en la Tierra que hayamos
brindado no será olvidada en el Cielo. Amén.
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