28 de Julio 2024
Santa Catalina Thomas
Palma de Mallorca,
España
(† 1574)
Su santidad fue sencilla, pequeña,
escondida. Cuerpo incorrupto
Hay
vidas de santos realmente espectaculares. Santos que producían o
calmaban tempestades. Santos que desencadenaban plagas tremendas.
Santos que obraban prodigios con las multitudes.
Como la
santidad, es más un camino que un esquema, resulta que los santos,
marchan por ese camino, con muy distinta andadura. Y junto a ese
santo taumaturgo, de los fantásticos prodigios, están los santos
como esta muchachita mallorquina, Catalina Thomás.
Su
santidad es sencilla, pequeña, escondida. La inteligencia humana,
que anda siempre comparando la gloria de Dios, con las hermosuras de
acá abajo, falta de un conocimiento que dé punto de comparación,
quiere suponer —al menos la mía— a Catalina Thomás en un
paisaje sencillo, como ella misma. Un pequeño valle con torrentes,
en una isla llena de sol y de flor de rocalla. Una ventana con
cortina y una maceta. Y ella misma, una muchacha sonriente y humilde,
que quiso serlo todo para Dios, como Dios fue todo para ella.
Sí
alguna vez van ustedes a Mallorca, será obligado que visiten
Valldemosa. El turismo se basa, por desgracia, en lo espectacular. Y
así, les enseñarán la Cartuja, con sus celdas, y aquellas donde
vivieron, el pobre Federico Chopin, y la escritora George Sand, una
bien pobre aventura humana.
O en La Foradada, la mancha de
humo de aquella hoguera, que encendió Rubén Darío, cuando quiso
hacer una paella junto al mar. Salvo que ustedes pregunten, nadie o
casi nadie les hablará de Catalina Thomás, aquella "santita
mucama", como la llamó un escritor viajero español.
Pues
allí, en Valldemosa, nació la chiquilla. En 1531, según unos
historiadores. O en 1533, según otros. Hija de Jaime Thomás y
Marquesina Gallard. Y desde su niñez, la leyenda dorada, que
acompaña piadosamente, a los santos con milagros candorosos y
prodigios extraños.
Las biografías de Catalina Thomás,
recogen un sinfín de estos datos, que muestran que la Santa tuvo, ya
en vida, una admiración popular fervorosa: mientras recoge espigas,
Catalina recibe la visión de Jesús crucificado.
Otra vez,
huyendo de una fiesta popular que no le gustaba, es Nuestra Señora
misma, quien baja a decirle que está escogida por su Hijo. Hasta
prodigios candorosos: una vez, llorando arrepentida, por haber
deseado unos vestidos como los de su hermana, dice la tradición que
Santa Práxedes y Santa Catalina mártir —que será siempre fiel
protectora suya— bajan del cielo para consolarla.
Pocos
prodigios tan poéticos, tan bellos como el de aquella noche, en que
al despertarse, vio Catalina la habitación inundada de una luz
hermosa y clara. Era la luz blanca, azulada, del plenilunio. Catalina
piensa que está amaneciendo, y se levanta a por agua a una cercana
fuente.
Estando allí, dieron las doce de la noche en la
Cartuja, y luego la campana que llamaba a coro a los frailes del
convento. Catalina se asusta entonces, al encontrarse perdida, en
aquella noche de luz tan misteriosa. Como es una chiquilla, empieza a
llorar. Y San Antonio Abad, dicen, bajó del cielo, y la tomó de la
mano para llevarla a casa.
Hay en Catalina una portentosa
amistad con los santos. Dialogará con ellos, como si estuviesen en
la misma habitación. Ellos la ayudarán, en momentos difíciles de
su existencia. Y todo esto, tendrá un aire de profunda y encantadora
naturalidad. Otro día, acompañando a su abuelo, muy achacoso, va a
misa en la Cartuja, y ayudándole a subir una pendiente, el anciano
se conmovió, por el amor y la ternura de la niña al ayudarle. Y
deseoso de complacerla, le dijo su esperanza: "Quiera Dios
que te cases pronto, y bien acomodada". Y entonces es San
Bruno, quien se aparece a Catalina para sonreírla: "No, tu
abuelo te verá acomodada, mas no del modo que él piensa, porque
serás esposa de Cristo".
Y naturalmente, la
castidad. La tradición cuenta a este propósito, muy diversas
anécdotas y sucesos. Santa Catalina y el mismo Jesús, acudían muy
prestamente a apoyar su gran firmeza en la virtud.
Catalina va
a conocer una gran amargura muy joven. A los tres años, murió su
padre. Ella se puso a rogar por su alma, y un ángel vino a decirle
que estuviese contenta, porque su padre estaba en la gloria de Dios.
Cuatro años más tarde, tenía siete la chiquilla, se le
aparece su madre: "Hija mía, acabo de expirar en este mismo
momento. Estoy esperando tus oraciones, para entrar en la gloria."
Y tres horas más tarde, Catalina recibía el consuelo de que
su madre estaba en el cielo. Huérfana, Catalina fue recogida por
unos tíos suyos, quienes la llevaron al predio "Son Gallart".
Durante once años, Catalina vivió en aquella finca, a seis o siete
kilómetros de Valldemosa.
Es éste un momento duro para
Catalina, pues la ausencia de Valldemosa, significa dificultad para
ir al templo, para oír misa y para las prácticas religiosas, en la
casa de Dios. Los domingos, al fin, podía asistir a misa, en el
oratorio de la Trinidad.
Es aquella zona, donde los eremitas
buscaban la paz de Dios, frente a la paz de aquel mar inolvidable;
frente a esos crepúsculos de Mallorca, en los que el sol parece
incendiar finalmente las aguas, teñirlas de rojo; o cuando está en
lo alto, revela desde la cornisa valldemosina, el fondo limpísimo
del mar.
Pero Catalina, no tenía mucho tiempo para la
contemplación poética. Una finca como "Son Gallart" exige
mucho trabajo. Hay en ella muchos peones, y ganado, y faenas de
labranza que realizar.
Catalina es una muchacha activa. Ya es
la criadita. Va a donde trabajan unos peones, a llevarles la comida
de mediodía, trabaja en la casa, fregando, cosiendo, barriendo;
guarda algún rebaño, cuando lo manda tío Bartolomé.
Y
tiene siempre buen semblante, sonrisa a punto, corazón abierto. A
pesar de esa misteriosa lejanía, que la tiene todo el día y toda la
noche, como ausente de este mundo. Porque allá en el campo, mientras
las ovejas o las cabras, mordisquean la hierba, Catalina se pone de
rodillas, y asiste milagrosamente, a la misa de los cartujos de
Valldemosa. Otra vez, se pierde al regreso de un recado, en el campo,
y Santa Catalina mártir acude a ella, seca sus lágrimas, y la lleva
de la mano hasta cerca de Son Gallart.
Aparece entonces en la
vida de Catalina, un personaje importante y muy decisivo. Uno de
aquellos ermitaños, el venerable padre Castañeda. Es un hombre que
ha abandonado el mundo, buscando la total entrega de su alma al
Señor. Vive en las colinas y de limosna. Un día pasa por el predio
a pedir, y Catalina le conoce.
Surge entre ambos, una
corriente de simpatía y de afecto. Recomendada más tarde por Ana
Más, Catalina va a visitar al padre Castañeda, al oratorio de la
Trinidad. Catalina se le confía: ella quiere ser religiosa. A la
segunda entrevista, el padre Castañeda está convencido. La
dirección espiritual del religioso, hará todavía un gran bien a la
muchacha. Pero entonces, empieza un largo episodio: el de las
dificultades.
Los tíos, al saber la vocación de su sobrina,
se oponen decididamente. Por aquellas fechas, una muchacha
valldemosina, que había ingresado en un convento de Palma, se sale,
reconociéndose sin verdadera vocación. Es, pues, mal momento
político para que nadie ayude a Catalina.
Por otra parte,
Catalina era una muchacha guapa y muy atractiva. Es natural que
muchos jóvenes de los alrededores, se fijaran en ella, con el deseo
de entablar relaciones y casarse. Catalina espera pacientemente. Y
otra dificultad llega. El padre Castañeda decide marcharse de
Mallorca.
Catalina se despide de él, con una sonrisa
misteriosa. No, el padre se irá, pero volverá, porque Dios quiere
que él, sea su apoyo para entrar en el convento. Efectivamente, el
barco que llevaba al religioso sale de Sóller, con una fuerte
tormenta que le impide llegar a Barcelona. Y regresa de nuevo a
Valldemosa.
El religioso ve, que la profecía de la muchacha
se ha cumplido, y decide ayudarla plenamente. Va a hablar con los
tíos y los convence. Catalina se marcha a Palma, para ir realizando
las gestiones previas, a su ingreso en un convento. Y en tanto, se
coloca como sirvienta, en la casa de don Mateo Zaforteza Tagamanent,
y en concreto, al servicio de una hija de este señor, llamada
Isabel.
Las dos muchachas se cobran un fuerte cariño. Isabel
la enseña a leer, escribir, bordar y otros trabajos. Catalina da
más; Catalina habla de Dios, permanentemente, a Isabel. Y lleva una
vida tan heroica, tan mortificada, que cae enferma. Los señores y
sus hijos, se turnan celosamente, junto al lecho de la criada. Como
si la criada fuese ahora la señora, y ellos los honrados en
servirla.
Y llega el momento de intentar, ya en serio, el
ingreso en alguno de los conventos de Palma. El padre Castañeda los
recorre, uno tras otro. Hay un grave inconveniente: Catalina carece
de dote. Es totalmente pobre. Pero estos conventos son también
necesitados. No pueden acoger a una aspirante que no traiga alguna
ayuda... Convento de Santa Magdalena, de San Jerónimo, de Santa
Margarita... Las noticias que el padre va llevando a Catalina, son
descorazonadoras.
Catalina se refugia en la oración. Y reza
tan intensamente que, cuando ya todo aparece perdido, los tres
conventos a la vez, interesados por la descripción que de la joven
les ha hecho el religioso, deciden pasar por alto el requisito de la
dote. Y los tres conventos están dispuestos a admitir a Catalina
Thomás.
Una tradición representa a Santa Catalina, sentada
en una piedra del mercado, llorando tristemente su soledad. Y en
aquella piedra, según la misma tradición, recibe Catalina la
noticia, de que ha sido admitida. Aún se conserva esta piedra,
adosada al muro exterior de la sacristía, en la parroquia de San
Nicolás, con una lápida —colocada en 1826— que lo acredita.
Catalina, entonces, decide ingresar en el primero de los tres
conventos visitados, el de Santa Magdalena.
A los dos meses y
doce días de su ingreso, Catalina toma el velo blanco. Media ciudad
de Palma, con su nobleza al frente, acude al acto, pues tanta es ya
la fama de la muchacha, en Enero de 1553.
Los años que
vive Catalina en el convento palmesano serán casi ocultos. Pero como
es tan difícil, que la santidad pueda estar bajo el celemín, toda
la ciudad acude a verla, a consultarle sus problemas, a encomendarse
a sus oraciones, a pedirle consejo.
Ella se resiste a salir al
locutorio, se negaba a recibir regalos, y cuando tenía que
recibirlos, los daba a las demás monjas. Practicaba la pobreza, la
obediencia, la castidad, siempre en grado heroico. La prelada decidió
un día, someterla a una prueba bien dura. En pleno verano, le ordenó
que se saliese al patio, y estuviera bajo el sol hasta nueva orden.
Catalina no dice una sola palabra: va al lugar indicado, y permanece
allí varias horas, hasta que la superiora, admirada de su fortaleza,
la manda llamar.
Catalina crece en amor y sabiduría. Sus
éxtasis son cada vez más frecuentes e intensos. Algunos duran hasta
días. En su celda, se conserva aún la piedra sobre la que se
arrodillaba, y que muestra las hendiduras, practicadas por tantísimas
horas de oración en hinojos. Aunque ella procuraba ocultar, por
humildad, estos regalos de Dios, era natural que sus hermanas se
enterasen. Y la fama crecía.
Un día, Catalina recibe el
aviso de Dios. Diez años antes de su muerte, supo cuándo sería
llamada por el Señor. Y estuvo esperando ansiosamente este momento.
La Dominica de Pasión de 1574, el 28 de marzo,
Catalina
entró en el locutorio, donde estaba una hermana suya con una visita.
Iba a despedirse —dijo—, pues se marchaba al cielo. Y
efectivamente, al día siguiente, después de comulgar en éxtasis,
mandó llamar al sacerdote, porque se sentía morir.
Los
médicos dijeron que no la encontraban grave, pero el sacerdote
acudió y apenas recibidos los sacramentos, mientras la superiora
rezaba con ella las oraciones, tras haber pedido perdón a la madre y
a las hermanas, cayó en un éxtasis al final, del cual entregó su
alma a Dios.
Lo demás, vendría por sus pies contados. El
proceso de beatificación, y el proceso siguiente, y por fin la
gloria de los altares. Con una particularidad. El fervor popular por
Santa Catalina Thomás, iría creciendo y manteniéndose, de tal modo
que, aunque ella murió en 1574, la beatificación se dicta —por
Pío VI— en 1792 y la canonización —por Pío XI— en 1930. El
cuerpo de Catalina Thomás, se ha conservado incorrupto.
La
vida de esta muchacha mallorquina es, ya lo decimos, un distinto
camino de la santidad, Una santidad vivida con impresionante
sencillez, con rotunda eficacia. Una santidad hecha, de la elevación
de la virtud al grado heroico. Y al mismo tiempo, una santidad
popular. En el alma de Mallorca, sigue bien recio el amor por su
santita criada, su santita pastora, su santita monja. Aunque el
turismo no muestre su itinerario, está en el corazón de los
mallorquines.
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