10 de Julio 2024
Santos Félix, Felipe, Vital, Marcial,
Alejandro, Silano y Jenaro
Fueron los hijos de Santa
Felicitas
Mártires
(siglo I)
En
Roma, santos mártires Félix y Felipe, que están enterrados en el
cementerio de Priscila; Vital, Marcial y Alejandro, en el de los
Jordanos; Silano, en el de Máximo; y Jenaro, en el de Pretextato,
cuya memoria, recuerda y conmemora hoy, conjuntamente la Iglesia
Romana con alegría, sintiéndose honrada con sus triunfos, y
protegida por la intercesión de tantos y tan ejemplares
santos.
Como lo afirma el elogio del Martirologio Romano,
Santa Felicitas es una mártir enterrada en la catacumba de Máximo,
y que ha gozado de culto desde la antigüedad.
Sin embargo,
bien sabemos que a la tradición oral y popular no le basta con tan
pocos datos, así que ya desde muy antiguo, surgió una leyenda que
vincula muy estrechamente a esta mártir, con otros siete que se
celebran el 10 de julio, y que pasan por ser «los siete hijos de
Santa Felicitas».
Este artículo, por tanto, trata de
una forma unificada las dos memorias, la del 10 de julio y la del 23
de noviembre, sobre todo en atención, a que los ocho mártires
aparecen unidos, en la iconografía y el culto ancestral.
Según
la leyenda, Felicitas era una noble cristiana, que se había
consagrado a Dios en su viudez, y vivía dedicada a la oración, y
las obras de caridad. Su ejemplo y el de su familia, convirtió a
numerosos idólatras a la fe.
Ello enfureció a los
sacerdotes paganos, quienes se quejaron al emperador Antonino Pío,
de que las numerosas conversiones que obraba Felicitas, provocarían
la cólera de los dioses, y como consecuencia, la ciudad y todo el
país, sufriría terrible desolación.
El emperador dejó el
asunto en manos de Publio, prefecto de Roma, quien mandó que la
santa y sus hijos, compareciesen ante él. Tomó aparte a Felicitas,
y trató por todos los medios de inducirla a ofrecer sacrificios a
los dioses, para no verse obligado a imponer un castigo a ella y a
sus hijos.
Pero la santa respondió: «No trates de
atemorizarme con tus amenazas, ni de ganarme con tus halagos, porque
el Espíritu de Dios, que habita en mí, no permitirá que me venzas,
sino que me sacará victoriosa de todos tus ataques».
Publio
replicó: «¡Infeliz de ti! ¡Si lo que quieres es morir, muere
en buena hora, pero no mates a tus hijos!» «Mis hijos
-respondió Felicitas- vivirán eternamente, si permanecen
fieles a la fe, pero si ofrecen sacrificios a los ídolos, les espera
la muerte eterna».
Al día siguiente, el prefecto mandó
llamar de nuevo a Felicitas y sus hijos y dijo a ésta: «Apiádate
de tus hijos, Felicitas, pues están en la flor de la juventud».
La santa replicó: «Tu piedad es impía, y tus palabras crueles».
En seguida, se volvió hacia sus hijos y les dijo: «Hijos míos,
levantad los ojos al cielo, donde os esperan Jesucristo y sus santos.
Permaneced fieles a su amor, y luchad valientemente por vuestras
almas».
Publio montó en cólera al oír aquello, y
replicó airadamente: «Es una insolencia, que hables así a tus
hijos en mi presencia, tanto como tu desobediencia, a las órdenes
del soberano, por lo tanto serás castigada».
A
continuación, mandó que la azotaran. El prefecto llamó entonces,
por separado, a cada uno de los jóvenes, y trató de conseguir, con
promesas y amenazas, que adorasen a los dioses. Como todos se negasen
a ello, ordenó que los azotaran, y los encerraran en un calabozo.
El prefecto informó del caso al emperador, el cual mandó,
que fuesen juzgados por jueces diferentes, y condenados a diversos
géneros de muerte. Jenaro murió destrozado por los látigos; Félix
y Felipe perecieron a golpes de mazo; Silvano fue arrojado al Tíber;
Alejandro, Vidal y Marcial alcanzaron la corona por la espada.
También la madre fue decapitada, después de haber visto morir a sus
hijos.
A propósito de la muerte de Santa Felicitas, San
Agustín dice: «El espectáculo que se presenta, a los ojos de
nuestra fe es magnífico. Hemos oído y visto, con la imaginación a
esa madre, que contra todos sus instintos humanos, escoge que sus
hijos perezcan en su presencia.
Pero Felicitas no
abandonó a sus hijos, sino que los envió por delante, porque
consideraba la muerte, no como el fin, sino como el principio de la
vida. Estos mártires, renunciaron a una existencia que debía
terminar forzosamente, para pasar a una vida que no termina jamás.
Pero Felicitas no se contentó con ver morir a sus hijos,
sino que los alentó a ello, y al hacerlo, consiguió que su valor
fuese todavía más fecundo que su seno. Al verlos luchar, luchó con
ellos, y la victoria de cada uno de sus hijos, fue su propia
victoria».
San Gregorio Magno predicó una homilía, el
día de la fiesta de Santa Felicitas, en la iglesia que se erigió
sobre la tumba de la santa, en la Vía Salaria.
En dicha
homilía, dice que Felicitas, «que tenía siete hijos, temía que
alguno le sobreviviese, como otras madres temen sobrevivir a sus
hijos. Su martirio fue mayor, ya que, al ver morir a todos sus hijos,
sufrió el martirio en cada uno de ellos.
Felicitas
fue la última en morir; pero desde el primer momento sufrió, de
suerte que su martirio comenzó, con el del primero de sus hijos, y
terminó con su propia muerte. Así ganó, no sólo su corona, sino
la de todos sus hijos.
Al presenciar sus tormentos,
permaneció constante, sufrió, porque era madre, pero se regocijó,
porque poseía la esperanza. En Santa Felicitas, la fe triunfó de la
carne y de la sangre, cuando en nosotros, no es capaz de vencer las
pasiones, y arrancar nuestro corazón de este mundo
corrompido».
Fuente: «Vidas de los santos de A. Butler»,
Herbert Thurston, SI
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