17 de Agosto 2024
Santa Juana Delanoue
Virgen y
fundadora
(1666 - 1736)
«El
rey de Francia, no va a abriros sus tesoros; pero los tesoros del Rey
del cielo, estarán siempre a vuestra disposición».
En
la localidad de Saumur, cerca de Angers, en Francia, Santa Juana
Delanoue, virgen, que confiada totalmente en la ayuda de la divina
Providencia, acogió primeramente en su casa, a huérfanas, ancianas
y mujeres enfermas, y de mala vida, y después fundó con algunas
compañeras, el Instituto de Hermanas de Santa Ana y de la
Providencia.
La historia del cristianismo, presenta numerosos
casos de penitentes que, en cooperación con la gracia de Dios,
consiguieron volver las espaldas, a una vida de pecado y miseria
espiritual, y llegar a las alturas de la santidad.
La vida de
pecado, de muchos de esos santos penitentes, llega a veces a extremos
verdaderamente inauditos, de maldad y depravación. Santa Juana
Delanoue no tuvo que ser arrancada de una vida de pecados enormes,
sino de una vida de mundanidad y egoísmo, a las pequeñeces y
ridículas vanidades del materialismo, de una existencia burguesa.
Su padre, que era originario de Saumur, ciudad de Anjou,
vendía telas, piezas de alfarería y objetos de devoción, ya que
por la ciudad pasaban los peregrinos, que iban al santuario de
Nuestra Señora des Ardilliers.
Aunque el negocio prosperaba,
la situación de la familia Delanoue, no era precisamente desahogada,
pues el matrimonio tenía doce hijos. Juana, que era la menor, nació
en 1666.
La madre de Juana murió veinticinco años más
tarde, después de largos años de viudez, y Juana heredó la casa y
la tienda, con poca mercancía y menos capital. Asoció
inmediatamente al negocio, a su sobrina de diecisiete años, llamada
también Juana Delanoue, quien no sólo se parecía a ella en el
nombre.
El primer objetivo de ambas jóvenes era ganar dinero,
y los vecinos empezaron a notar pronto, la diferencia con la época
en la que la madre de Juana, regenteaba la tienda y ayudaba
generosamente a los mendigos, que llamaban a la puerta. Ahora se daba
a los mendigos con ella en las narices, y la tienda estaba abierta
aún los domingos, lo cual no era sólo, una violación escandalosa
del tercer mandamiento, sino también una injusticia para con los
otros comerciantes.
Por otra parte, las jóvenes alquilaban
como posada a los peregrinos, la habitación de la trastienda, que
era una especie de cueva, excavada en la falda de una colina. En una
palabra, Juana empezó a internarse por el camino de «los negocios»,
sin darse cuenta de que se enredaba, cada vez más, en toda clase de
triquiñuelas y pecados, más o menos leves.
De niña había
sido muy devota, y aún había tendido un tanto a los escrúpulos.
Pero la atmósfera religiosa del lugar, era seca y formalista:
prácticamente se confundía el amor de Dios, con una serie de
devociones, y se reducía el cumplimiento de la voluntad divina, a
una cuestión de reglas y prescripciones.
Juana ya no era una
niña, y en su nueva posición social, de dueña de un comercio, no
podía ignorar esa sustitución, del espíritu por la letra; así,
todo el mundo estaba al corriente de que Juana Delanoue, mandaba a su
sobrina a comprar los víveres poco antes de la comida, para poder
decir a los mendigos con conciencia tranquila, que no tenía nada que
darles.
La víspera de la Epifanía de 1693, se presentó por
primera vez en Saumur, una extraña mujer, ya entrada en edad, que
durante varios años, iba a desempeñar en la vida de Juana, un papel
curioso y difícil de definir. Francisca Souchet era una viuda,
originaria de Rennes, que pasaba su tiempo, en peregrinar de un
santuario a otro.
Unos la calificaban de loca, otros de santa
visionaria, y otros más de simplona. El hecho es que la viuda,
relataba a todo el mundo sus «visiones celestiales» con el lenguaje
oscuro y misterioso de los oráculos, y empezando siempre por las
palabras: «Él (Dios) me ha dicho ... » En un arranque de
generosidad, Juana ofreció posada a la viuda por un precio
irrisorio. Lo único que le dijo la viuda en aquella ocasión fue:
«Dios me ha enviado por vez primera a conocer el camino».
Como
quiera que fuese, Juana se mostró particularmente inquieta y
nerviosa, mientras la viuda estuvo hospedada en su casa, y durante la
cuaresma siguiente, fue a escuchar a los predicadores de diversas
iglesias, con la esperanza de encontrar algún consuelo a su
intranquilidad.
Finalmente, abrió su corazón al P.
Geneteau, que era un hombre experimentado en la dirección de
conciencias, y ejercía el cargo de capellán, del hospital
municipal. El primer fruto de la dirección del P. Geneteau, fue que
Juana cesó de abrir la tienda los domingos.
A las pocas
semanas, la vida religiosa de Juana, empezó a enfervorizarse, aunque
el espíritu de avaricia, seguía profundamente arraigado en ella. La
Sra. Souchet volvió a Saumur en Pentecostés, y al salir de la misa,
empezó a referir a Juana sus visiones: «Él dice esto; Él dice
lo otro ...»
Lo que «Él» decía era
absolutamente ininteligible. Sin embargo, Juana escuchaba atentamente
a la viuda, pues empezó a sospechar, que Dios podía valerse de
aquella mujer andrajosa, para comunicarle algo, y aún empezó a
entrever, qué era lo que Dios quería decirle: «Tuve hambre y no
me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber; era yo un
forastero, y no me recibiste en tu casa; estaba yo desnudo y no me
vestiste; estaba enfermo y no me visitaste ...»
Y
súbitamente Juana, comprendió que su verdadera vocación no era el
comercio, sino el servicio de los pobres; que no estaba hecha para
recibir, sino para dar, y para dar sin distinción. Inmediatamente se
dirigió a su guardarropa y sacó sus mejores vestidos: «Este es
para la señora de tal. Sé perfectamente que no lo necesita, pero
Dios ha dicho que se lo regale».
Esta notable conversión
se confirmó, por decirlo así, un par de semanas más tarde. Cuando
la sobrina llegó a la tienda un día, encontró a Juana de pie,
perfectamente inmóvil, e insensible a cuanto sucedía a su
alrededor. Cualquiera que haya sido la naturaleza de aquel éxtasis,
el hecho es que duró tres días y tres noches.
Durante este
éxtasis, vio Juana que estaba llamada al servicio de los más
abandonados, que otras personas la seguirían en esa ardua empresa, y
que el P. Geneteau sería su director, y la Madre de Dios su guía.
El tiempo demostró la veracidad de la visión.
¿Pero dónde
estaban esos seres abandonados, de los que Juana debía ocuparse?.
Francisca Souchet se lo indicó: «Él me ha dicho, que debéis
transladaros a Saint-Florent, y consagraros al cuidado de seis niños,
que encontraréis en un establo».
Así lo hizo Juana, y
encontró en Saint-Florent, en un establo, una familia compuesta del
padre, la madre y seis hijos, todos enfermos de hambre y de frío.
Juana llenó una carreta con alimentos, vestidos y cobertores, y
durante dos meses, dedicó dos o tres días de la semana al cuidado
de aquella familia.
Pero eso fue sólo el comienzo. Pronto
empezaron a llegarle noticias, sobre otros miserables, y en 1698,
Juana acabó por cerrar la tienda. Su vocación no era recibir sino
dar. Tres años má tarde, tenía ya una docena de huérfanos en su
casa, y en el antiguo local.
Las gentes empezaron a Ilamar a
la obra «La Casa de la Providencia», pues no comprendían,
de dónde sacaba Juana dinero para sostenerla. La respuesta la dio
Francisca Souchet: «El rey de Francia,
no va a abriros sus tesoros; pero los tesoros del Rey del cielo,
estarán siempre a vuestra disposición».
Las
malas lenguas no faltaban. Y los hechos justificaron aparentemente
sus malos augurios, ya que una mañana de otoño de 1702, la casa de
Juana se vino abajo, debido a una falla del terreno, y uno de los
niños pereció en la catástrofe.
«¡Buena está la casa
de la Providencia!», murmuraron los detractores. Y aún los
partidarios de Juana, se expresaron en términos más propios de Job
que de Jesucristo. La santa se transladó con sus huérfanos, al
establo de la casa de los padres del oratorio.
Pero los
mendigos y pícaros, que empezaron entonces a frecuentar el lugar,
turbaban la paz religiosa de la casa, de suerte que tres meses más
tarde, Juana tuvo que emigrar.
Durante los tres años
siguientes, se alojó con su gran familia, en una casa que constaba
de tres habitaciones, una cocina y una cueva anexa. Por entonces se
unieron a Juana y su sobrina, otras dos jóvenes, Juana Bruneau y Ana
María Tenneguin. La santa les abrió su corazón, y les explicó que
el Señor le había revelado, que iba a fundar una congregación
religiosa, consagrada al cuidado de los pobres y de los enfermos.
Según el testimonio del P. Cever, Juana poseía una elocuencia
sencilla, más eficaz que los sonoros párrafos de los predicadores.
El hecho es que las tres jóvenes, se mostraron prontas a
seguirla.
El 26 de julio de 1704, con la aprobación del P.
Geneteau, las nuevas religiosas, vistieron el hábito por primera
vez. Como era el día de la fiesta de Santa Ana, tomaron el nombre de
Hermanas de Santa Ana.
Por falta de sitio, la santa tenía
que rechazar constantemente, a huérfanos y ancianos, que necesitaban
de sus cuidados. Juana había soñado durante años, en ver su
pequeña Casa de la Providencia, transformada en una gran mansión.
Como decía Mons. Trochu, era la manera, de demostrar a los
detractores de la obra que aquella «burra de Balaam» sabía más
que los sabios del mundo.
En 1706, reuniendo todo su valor,
la santa pidió a los padres del oratorio, que le alquilaran la gran
«Casa de la Fuente». Los padres aceptaron el trato, no sin elevar
el precio de la renta 150%, ya que los nuevos inquilinos, eran más
sucios y revoltosos que sus predecesores.
En ese mismo año,
pasó por Saumur San Luis Grignion de Montfort (quien sería
canonizado el año de la beatificación de Juana, 1947), y la santa
decidió consultar con él, su vocación y su obra. San Luis la
reprendió al principio, diciéndole que el orgullo, la había
llevado a la exageración en la mortificación. Sin embargo, acabó
por decirle, en presencia de las otras religiosas: «Proseguid por
el mismo camino. El Espíritu del Señor os guía por el camino de la
penitencia. Escuchad su voz y no temáis».
Los siguientes
diez años, fueron un período de altibajos, de consuelos y pruebas.
El obispo de Angers, Mons. Poncet de la Riviére, aprobó las reglas
de la nueva congregación.
La santa, al hacer los primeros
votos, tomó el nombre de Juana de la Cruz. Pero los padres del
oratorio, que procedían como señores feudales, dieron a la santa no
pocos dolores de cabeza, ya que pretendían apoderarse, de la
dirección de las religiosas, y de la obra.
Embebidos en el
espíritu jansenista, los oratorianos veían con malos ojos, que el
P. Geneteau hubiese autorizado a Juana y a su comunidad, a comulgar
diariamente. No sabemos de dónde sacaba la santa, el dinero
necesario para sostener su obra.
En el año de carestía de
1709, había más de cien personas en la Casa de la Providencia. Dos
años después, el escorbuto puso en peligro, la vida de las
religiosas y de sus pupilos. En uno de los peores momentos, se
presentó inesperadamente un nuevo bienhechor, Enrique de Valliére,
gobernador de Annecy, quien estableció la obra sobre bases más
firmes, regalando a la comunidad «La Casa de los Tres Angeles».
Otros tres bienhechores, se encargaron de la construcción
de las dependencias, y del pago de las reparaciones que fue necesario
hacer. Cuando los edificios quedaron terminados, casi hacía falta un
guía para encontrar el camino, pues había sitio para los huérfanos,
los enfermos y los ancianos.
En esa forma, en 1717, la Casa
de la Providencia, se convirtió en la Gran Casa de la Providencia.
Antes de tomar posesión de la «Casa de los Tres Angeles»,
la madre Juana hizo un retiro espiritual de diez días, en el que
tuvo las experiencias místicas, más extraordinarias.
Por
entonces se retiró el P. Geneteau, y le sustituyó el P. de Tigné,
quien dirigió a las religiosas con no menor prudencia, bondad y
generosidad. También él se vio obligado a moderar a la santa en sus
penitencias, que dos siglos más tarde, Pío XI calificó de
«increíbles».
Desde la época de su conversión,
dormía sentada en una silla, o recostada en un cofre, con una piedra
por almohada. Ya en vida, se atribuyeron a la madre Juana, varias
curaciones milagrosas. Sin embargo, Dios permitió que ella sufriese
de atroces dolores de muelas y de oídos, y de un extraño mal de las
manos y los pies, cuyo origen, sin duda, no era puramente físico.
En 1721, la congregación empezó a extenderse en Francia,
donde pronto tuvo una docena de casas. Pero la santa, nunca creía
haber hecho bastante. Finalmente, en septiembre de 1735, fue presa de
una violenta fiebre, a la que siguieron cuatro meses de grandes
sufrimientos espirituales.
Dios quiso que recobrase la paz
del alma, pero no la salud del cuerpo. La madre Juana murió
apaciblemente, el 17 de agosto de 1736, a los setenta años de edad.
«Aquella modesta tendera, hizo más por los pobres de Saumur, que
todos los miembros del Consejo juntos. El rey les mandó, que
construyesen un hospicio gratuito para cien ancianos, y no lo
hicieron. Juana Delanoue, sólo con limosnas, consiguió construir un
asilo para trescientas personas.» «¡Fue una gran mujer y una gran
santa!» Tal era la opinión de los habitantes de Saumur. Y la
Iglesia proclamó ante el mundo entero, la santidad de Juana
Delanoue, con su beatificación en 1947, y su canonización por SS
Juan Pablo II en 1982.
La fuente biográfica principal son las
memorias de la hermana María Laigle, quien vivió en la comunidad de
Saumur a principios del siglo XVIII. El primer biógrafo de la beata
fue el P. Cever (Discours). La biografía oficial es la de Mons.
Trochu (1938).
Fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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