13 De Agosto de 2024
Santos Mártires de Barbastro
(1936)
«Adiós
hermanos, hasta el cielo»
Todo
comenzó con la sublevación del 17 de julio de 1936. En la ciudad de
Barbastro (Huesca) se vivía en una serena tensión. 59 misioneros
claretianos, la mayoría jóvenes estudiantes, confiaban en las
palabras del coronel Villalba: «Las tropas están acuarteladas.
En el momento dado responderán».
El día 20, lunes, a
las 5,30 de la tarde llegó el registro a la casa. Todos fueron
enviados a la cárcel, entre insultos y amenazas. Ésta estaba a
tope. En la misma plaza, se alzaba el colegio de los Escolapios, con
un salón relativamente amplio. Esa sería la prisión de los
claretianos. Todavía escuchaban de los escolapios, palabras de
esperanza, pero pronto se iría ensombreciendo el paisaje.
Los
pocos colchones se los llevaron, no podían cambiarse, y debían
lavar los pañuelos en el agua que les daban para beber. En tres
semanas y media, sólo pudieron afeitarse tres veces. Todos sumados,
eran 49 personas, en un local de 25 metros de largo por 6 de ancho.
Aquel agosto era especialmente caluroso. Dos estudiantes argentinos,
liberados unos días antes de los fusilamientos, nos han transmitido
los momentos de sufrimiento moral a los que fueron sometidos.
Parussini, uno de ellos, escribía:
«Cierto
día nos dijeron que la cena sería nuestra última comida. Oída la
feliz nueva, busqué un trozo de papel, y escribí unas líneas de
despedida…». Más de cuatro veces recibieron la absolución
general, creyendo que la muerte era inminente.
Los largos
días de encierro, dieron tiempo para muchas cosas, también para los
recuerdos anecdóticos y el humor. Siempre llenos de paz,
tranquilidad y alegría. Uno de los estudiantes argentinos declaraba:
«Nos lo repetían constantemente: No odiamos vuestras personas.
Odiamos vuestra profesión, vuestro hábito negro, vuestra sotana».
La causa de la detención y la ejecución estaba
clara.
El lunes 10 de agosto, aunque no lo sabían, comenzaba
la última semana de su vida. Hacía 8 días que habían fusilado ya
al P. Superior, y a los dos consejeros junto con otros sacerdotes y
seglares del pueblo. También habían fusilado al obispo de Barbastro
D. Asensio Barroso.
El día 11 de agosto, recibieron la visita
de un representante del comité. Las acusaciones de posesión de
armas y de complots, no conseguían abrirse paso, ante la inocencia
de los jóvenes religiosos. Les prohibieron hablar en voz alta, y
agruparse más de dos. El Rector de los Escolapios, les bajó unos
libros, pero ya no era tiempo de leer, sino de prepararse para
morir.
El 12 de agosto, sería un día inolvidable para
nuestros jóvenes. Eran las siete de la mañana. Uno del comité,
irrumpía en el salón pidiendo los nombres. La lista negra ya estaba
confeccionada.
Uno de los dos estudiantes argentinos escribía
después:
«Todos se confesaron por última vez, y pasaron el
día en oración…Todos estaban contentos de sufrir algo por la
causa de Dios. Todos perdonaban a sus verdugos, y prometían rogar
por ellos en el cielo».
Leer sus escritos produce
escalofríos. En libretas de música, en el taburete del piano, en
los papeles de chocolate: «Con el corazón henchido de santa
alegría, espero confiado el momento cumbre de mi vida: el martirio».
«No se nos ha encontrado ninguna causa política. No se nos ha
habido ningún juicio. Morimos todos contentos por Cristo, por su
iglesia y por la fe de España». «Queridos padres: muero mártir
por Cristo y por la Iglesia. Muero tranquilo cumpliendo mi sagrado
deber. Adiós, hasta el cielo».
Aquel día se llevaron a
los seis mayores. En una envoltura de chocolate, se conservan las
últimas palabras de todos a la madre Congregación. Las encabeza un
nombre decisivo: Faustino Pérez, estudiante. Y dice así:
«Agosto,
12 de 1936, en Barbastro. Seis de nuestros compañeros son ya
mártires: Pronto esperamos serlo nosotros también. Pero antes
queremos hacer constar, que morimos perdonando a los que nos quitan
la vida, y ofreciéndola por la ordenación cristiana del mundo
obrero, el reinado definitivo de la Iglesia Católica, por nuestra
querida Congregación, y por nuestras queridas familias.¡LA OFRENDA
ULTIMA A LA CONGREGACIÓN, DE SUS HIJOS MÁRTIRES!» (Y a
continuación cuarenta firmas, precedidas de Vivas a Cristo, y al
Corazón de María).
Y terminaba: «Vive inmortal,
Congregación querida. Mientras tengas en las cárceles, hijos como
los que tienes en Barbastro, no dudes de que tus destinos son
eternos. ¡Quisiera haber luchado en tus filas: Bendito sea Dios!».
La noche del 12 al 13, iba a ser para algunos la última.
Todos se habían confesado y rezado. Los estudiantes extranjeros
habían oído las últimas confidencias, y enjugado las últimas
lágrimas. Todos se habían acostado. Aún no habían pasado las dos
horas cuando, a media noche, se abrieron las puertas, entrando
milicianos con cuerdas ya ensangrentadas. «Atención, bajen del
escenario los que tengan más de 26 años!». Como nadie los
tenía nadie se movió. Tampoco de 25.
Entonces mandaron
encender las luces, y leyeron los primeros veinte nombres. Detrás de
cada nombre una voz firme: «¡Presente!», y bajaban del
escenario. Formaban una sola fila en la pared, mientras les ataban
las manos a la espalda y los codos de dos en dos.
«Todos
estaban tranquilos y resignados: sus rostros tenían algo de
sobrenatural que no es posible describir. En todos se notaba el mismo
valor, el mismo entusiasmo; ninguno desfalleció ni mostró
cobardía».
Los que quedaban en el escenario,
contemplaban estupefactos la escena. Oyeron a algunos perdonar a los
que les ataban, a otros les vieron coger del suelo las cuerdas,
besarlas y dárselas a los que les ataban. Alguno gritó: «Adiós
hermanos, hasta el cielo».
Uno de los
guardias comentó, dirigiéndose a los que quedaban en el escenario:
«Vosotros todavía tenéis un día entero para comer, reír,
divertiros, bailar y hacer lo que queráis. Mañana a esta misma
hora, vendremos a buscaros como a esos, y os daremos un paseíto a la
fresca hasta el cementerio. Ahora, apagad las luces y a dormir».
Las detonaciones fueron oídas, por los que quedaban en el
salón.
Por fin, a las 5,30 de la tarde, dejaron libres a los
dos estudiantes argentinos, Hall y Parussini, que se despidieron con
lágrimas, de los que poco después morirían mártires. Es necesario
ahora citar un nombre: Faustino Pérez. En él, el heroísmo aparecía
con caracteres más vehementes. A él se debe, entre otras cosas, la
despedida que dedicó a la Congregación, una despedida que no se
puede leer, sin sentir un profundo escalofrío de emoción:
«Querida
Congregación. Anteayer, día 11, murieron, con la generosidad con
que mueren los mártires, 6 de nuestros hermanos; hoy, 13, han
alcanzado la palma de la victoria 20, y mañana, 14, esperamos morir
los 21 restantes. ¡Gloria a Dios! ¡Gloria a Dios! ¡Y qué nobles y
heroicos se están mostrando tus hijos, Congregación querida!.
Pasamos el día animándonos para el martirio y rezando por
nuestros enemigos y por nuestro querido Instituto; cuando llega el
momento de designar las víctimas hay en todos serenidad santa y
ansia de oír el nombre para adelantarse y ponerse en las filas de
los elegidos; esperamos el momento con generosa impaciencia, y cuando
ha llegado, hemos visto a unos besar los cordeles con que les ataban,
y a otros dirigir palabras de perdón a la turba armada; cuando van
en el camión hacia el cementerio, les oímos gritar ¡Viva Cristo
Rey! El populacho responde ¡Muera! ¡Muera! Pero nada los
intimida.
¡SON TUS HIJOS, CONGREGACIÓN QUERIDA, estos
que entre pistolas y fusiles, se atreven a gritar serenos, cuando van
a la muerte VIVA CRISTO REY!. Mañana iremos los restantes, y ya
tenemos la consigna de aclamar, aunque suenen los disparos, al
Corazón de nuestra Madre, a Cristo Rey, a la Iglesia Católica y a
Ti, MADRE COMÚN DE TODOS NOSOTROS.
Me dicen mis compañeros
que yo inicie los vivas, y que ellos responderán. Yo gritaré con
toda la fuerza de mis pulmones, y en nuestros clamores entusiastas
adivina tú, Congregación querida, el amor que te tenemos, pues te
llevamos en nuestros recuerdos, hasta estas regiones de dolor y
muerte.
Morimos todos contentos, sin que nadie sienta
desmayos ni pesares; morimos todos rogando a Dios, que la sangre que
caiga de nuestras heridas, no sea sangre vengadora, sino sangre que
entrando roja y viva por tus venas, estimule su desarrollo y
expansión por todo el mundo.
¡Adiós, querida
Congregación!. Tus hijos, mártires de Barbastro, te saludan desde
la prisión, y te ofrecen sus dolorosas angustias, en holocausto
expiatorio por nuestras deficiencias, y en testimonio de nuestro amor
fiel, generoso y perpetuo.
Los mártires de mañana, 14,
recuerdan que mueren en vísperas de la Asunción; ¡y qué recuerdo
éste!. Morimos por llevar la sotana, y morimos precisamente en el
mismo día, en que nos la impusieron. Los mártires de Barbastro, y
en nombre de todos, el último y el más indigno, Faustino Pérez,
cmf. ¡Viva Cristo Rey!. ¡Viva el Corazón de María!. ¡Viva la
Congregación!. Adiós, querido Instituto. Vamos al cielo a rogar por
ti. ¡Adiós! ¡Adiós!».
A pesar de las amenazas,
transcurrió todo el día 13 y 14 sin novedad. Cuando dormían la
noche del 14 al 15 de agosto, un grupo irrumpió en el salón. Todos
se levantaron como un solo hombre. Quedó excluido el H. Ramón,
cocinero de la comunidad. Se abrazaron mientras les ataban, y les
golpeaban. Era de noche cuando salían los 17 jóvenes del
salón-cárcel. Iban cantando cuando subían al camión. De los
golpes con el fusil, uno cayó en el camión mismo. Colocados junto a
un ribazo, unos de pie, otros de rodillas, unos con los brazos en
cruz, otros con el rosario o un crucifijo entre las manos, escucharon
la última proposición: «Aún estáis a tiempo. ¿Qué preferís:
ir en libertad al frente o morir? Apagadas por las descargas se oyó:
¡MORIR! ¡VIVA CRISTO REY!».
La soledad era casi absoluta.
Desde el santuario del Pueyo, la Virgen, en su fiesta, abrió los
brazos con infinita ternura, y los recibió en su CORAZÓN. Unos
sencillos monumentos, ocupan hoy los lugares exactos de su martirio.
Sus restos reposan en la iglesia de Barbastro, en su nuevo mausoleo.
51 en total.
La historia de estos jóvenes, ha dado la vuelta
al mundo. Su Congregación, ha cuidado su memoria como un tesoro. Hoy
todos podemos, por fin, reconocer públicamente su santidad. Son
Beatos, son Bienaventurados.
Su fiesta se celebra el 13 de
agosto. Estos son sus nombres: Felipe de Jesús Munárriz, José
Amorós, José Badía, Juan Baixeras, Javier L. Bandrés, José
Blasco, José Brengaret, Rafael Briega, Manuel Buil, Antolín Calvo,
Sebastián Calvo, Tomás Capdevila, Esteban Casadeval, Francisco
Castán, Wenceslao Claris, Eusebio Codina, Juan Codinach, Pedro
Cunill, Gregorio Chirivas, Antonio Dalmau , Juan Díaz, Juan Echarri,
Luis Escalé, José Falgarona, José Figuero, Pedro García, Ramón
Illa, Luis Lladó, Hilario Llorente, Manuel Martínez, Luis
Masferrer, Miguel Masip, Alfonso Miquel, Ramón Novich, José Ormo,
Secundino Ortega, José Pavón, Faustino Pérez, Leoncio Pérez,
Salvador Pigem, Sebastián Riera, Eduardo Ripoll, José Ros,
Francisco Roura, Teodoro Ruiz de Larrinaga, Juan Sánchez, Nicasio
Sierra, Alfonso Sorribes, Manuel Torras, Atanasio Viadaurreta y
Agustín Viela.
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