domingo, 2 de agosto de 2020

1 de agosto

San Alfonso María de Ligorio

(1696-1787)


Obispo

Doctor de la Iglesia, por sus escritos sobre la moral

Fundador de la Congregación del Santísimo Redentor (los Redentoristas)

Patrón de confesores y moralistas

Abandona el mundo y entrégate a Mí”

Cuando el Señor castiga a un pueblo, el castigo empieza por los sacerdotes, por ser ellos la primera causa, de los pecados del pueblo, ya por su mal ejemplo, ya por la negligencia en cultivar la viña, encomendada a sus desvelos”


Breve

Nació en Nápoles, en el año 1696; obtuvo el doctorado en ambos derechos, recibió la ordenación sacerdotal, e instituyó la Congregación llamada del Santísimo Redentor.

Para fomentar la vida cristiana en el pueblo, se dedicó a la predicación, y a la publicación de diversas obras, sobre todo de teología moral, materia en la que es considerado, un auténtico maestro.

Fue elegido obispo de Sant’ Agata de´ Goti, pero algunos años después, renunció a dicho cargo, y murió entre los suyos en Pagami, cerca de Nápoles, en el año 1787.

Las enseñanzas de San Alfonso, son muy útiles para que las lean, quienes se preparan para una vida sacerdotal, o ya son ministros de Dios. Por eso, transcribo muy extensamente sus enseñanzas en este documento. Muchos males que aquejan a nuestra sociedad, provienen de los malos sacerdotes, que como pastores mudos, permanecen en silencio, para defender sus comodidades materiales, o directamente son secuaces del Maligno.

Bilocación

"El venerable siervo de Dios, San Alfonso, cuando residía en Arionzo, un pequeño pueblo de su diócesis, el 21 de septiembre de 1774, sufrió un desmayo. Quedó por casi dos días, sentado en una silla de brazos, sumergido en dulce y profundo sueño.

Uno de los empleados quería despertarlo, pero su Vicario General, Don Rubino, ordenó que no lo tocasen, y que se quedasen vigilándolo constantemente, en un cuarto próximo. Cuando al final se despertó y tocó una campanilla, todas las personas de la casa acudieron.

Al verlas pasmadas, les preguntó el porqué. Respondieron: "Oy!, Monseñor, ya hace dos días que Ud. no habla, ni come, ni da señal alguna de vida!".

- "Entonces", - respondió él, - "Uds. pensaban que yo estaba durmiendo, pero no fue bien eso; Uds. no saben que fui a asistir al Papa, que ahora ya no se encuentra más, en la lista de los vivos".

En efecto, después de breve lapso de tiempo, se supo que Clemente XIV, partió a los Cielos el 22 de septiembre, a las ocho de la mañana, esto es exactamente en la hora, en que el siervo de Dios había tocado la campanilla.

-----------------------------------------------------------------------------

San Alfonso nació en Nápoles, el 27 de Septiembre de 1696. Sus padres Don José de Liguori y Doña Ana Cavalieri, eran de familias nobles y distinguidas.

Era un "niño prodigio", con gran facilidad para los idiomas, ciencias, arte, música y demás disciplinas. Empezó a estudiar leyes a los 13 años, y a los 16 años presentó el examen de doctorado, en derecho civil y canónico, en la Universidad de Nápoles. A los 19 años ya era un abogado famoso.

Conversión

Según se cuenta, en su profesión como abogado, no perdió ningún caso en 8 años, hasta que un día, después de su brillante defensa, un documento demostró, que él había apoyado, aunque sin saberlo, algo que era falso. Eso cambió su vida radicalmente.

Hizo un retiro en el convento de los lazaristas, y se confirmó en la cuaresma de 1722. Estos dos eventos reavivaron su fervor. Al año siguiente, en dos ocasiones, oyó una voz que le decía: "abandona el mundo y entrégate a Mí". Hizo voto de celibato, y abandonó completamente su profesión. Muy pronto, Dios le confirmó cuál era su voluntad.

Se fue a la iglesia de Nuestra Señora de la Misericordia, a pedir ser admitido en el oratorio. Su padre trató de impedirlo, pero al verlo tan decidido, le dio permiso de hacerse sacerdote, pero con la condición, de que se fuese a vivir a su casa. Alfonso aceptó, siguiendo el consejo de su director espiritual, que era oratoriano.

Hizo los estudios sacerdotales en su casa. Fue ordenado sacerdote en 1726, a los 30 años. Los dos años siguientes, se dedicó a los "vagos", de los barrios de las afueras de Nápoles.

La prédica sencilla desde el corazón

En los comienzos del siglo XVIII, combatió la prédica muy florida, y el rigorismo jansenista en los confesionarios. Él predicaba con sencillez. El santo decía a sus misioneros: "Emplead un estilo sencillo, pero trabajad a fondo vuestros sermones. Un sermón sin lógica, resulta disperso y falto de gusto. Un sermón pomposo, no llega a la masa. Por mi parte, puedo deciros, que jamás he predicado un sermón, que no pudiese entender la mujer más sencilla".

San Alfonso abandonó su casa paterna, en 1729, a los 33 años de edad, y se fue de capellán a un seminario, donde se preparaban misioneros para la China.

En 1730, el Obispo de Castellamare, Monseñor Falcoia, invita a Alfonso a predicar unos ejercicios, en un convento religioso en Scala. Este hecho tuvo grandes consecuencias, porque ayudó a discernir a las religiosas, una revelación que tuvo la hermana María Celeste. El día de la transfiguración de 1731, las religiosas vistieron el nuevo hábito, y empezaron la estricta clausura y vida de penitencia. Así comienza la Congregación de las Redentoristas.

En 1732, se despide de sus padres y vuelve a Scala, y con la ayuda y colaboración de un grupo de laicos, a los 36 años, funda la Congregación del Santísimo Redentor, cuya primera casa, perteneció al convento de las religiosas. San Alfonso era el superior inmediato, y Monseñor Falcoia era el director general.

Grandes pruebas

Al poco tiempo comenzaron los problemas. La congregación se dividió, entre los dos superiores. Al poco tiempo, la hermana María Celeste, se va a fundar otra congregación. A los 5 meses, el santo se quedó solo con un hermano, pero más tarde, se presentaron nuevos candidatos, y se establecieron en una casa más grande.

En 1734, funda otra casa en Villa degli Schiavi, y se dedica a misionar allí. Su confesionario estaba siempre lleno. Trataba a sus penitentes, como almas que era necesario salvar.

En 1737, se divulgan rumores, sobre la casa de Villa degli Schiavi, y San Alfonso decide suprimir esa fundación. Al año siguiente, también cierra la casa de Scala.

Organizó misiones en Nápoles por 2 años, a pedido del Cardenal Spinelli, arzobispo.

En 1743, al morir Mons. Falcoia, San Alfonso vuelve a ocuparse de su congregación, como superior general, y se encarga de redactar las constituciones. A pesar de la oposición de las autoridades españolas, los misioneros reorganizados fundan varias casas.

En 1748, San Alfonso publica en Nápoles, la primera edición de su "Teología Moral". La segunda edición, apareció entre los años 1753 y 1755.

En 1749, el papa Benedicto XIV, aprobó la congregación, y a partir de eso el éxito fue enorme.

En 1750, los Jansenistas comienzan a divulgar, que la devoción a la Santísima Virgen, era una superstición. San Alfonso defiende a Nuestra Señora, publicando "Las Glorias de María".

San Alfonso era estricto, pero a la vez tierno y compasivo. En el proceso de beatificación, el Padre Cajone dijo: "A mi modo de ver, su virtud característica, era la pureza de intención. Trabajaba siempre, y en todo, por Dios, olvidado de sí mismo. En cierta ocasión nos dijo: 'Por la gracia de Dios, jamás he tenido que confesarme, de haber obrado por pasión. Tal vez sea, porque no soy capaz, de ver a fondo en mi conciencia, pero en todo caso, nunca me he descubierto ese pecado, con claridad suficiente, para tener que confesarlo' ".

Esto es realmente admirable, teniendo en cuenta que San Alfonso, era un Napolitano de temperamento apasionado y violento, que podía haber sido presa fácil, de la ira, el orgullo y de la precipitación.

Obispo

A los 60 años, fue elegido obispo de Sant' Agata de' Goti, diócesis pequeña con 30,000 habitantes, diecisiete casas religiosas y cuatrocientos sacerdotes, entre los cuales habían varios, que no practicaban su ministerio sacerdotal, o llevaban una mala vida.

Algunos celebraban la misa en 15 minutos. San Alfonso los suspendió "ipso facto", a no ser que se corrigiesen, y escribió un tratado sobre ese punto: "En el altar, el sacerdote representa a Jesucristo, como dice San Cipriano. Pero muchos sacerdotes actuales, al celebrar la misa, parecen más bien saltimbanquis, que se ganan la vida en la plaza pública. Lo más lamentable, es que aun los religiosos de ordenes reformadas, celebran la misa con tal prisa, y mutilando tanto los ritos, que los mismos paganos quedarían escandalizados….Ver celebrar así el Santo Sacrificio, es para perder la fe".

Poco tiempo después, se desata en su diócesis una terrible epidemia, que San Alfonso había profetizado 2 años antes. Se morían por millares. El santo, para ayudar a las víctimas, vendió todo lo que tenía, y La Santa Sede le autoriza a usar fondos de la diócesis, y contrae grandes deudas.

Sus esfuerzos por reformar la moralidad pública, le atrajo a numerosos enemigos, que lo amenazaron de muerte. Solía decir: "Cada obispo está obligado, a velar por su propia diócesis. Cuando los que infringen la ley, se vean en desgracia, arrojados de todas partes, sin techo y sin medios de subsistencia, entrarán en razón y abandonarán su vida de pecado".

Dirigió la diócesis de Santa Agata, por 19 años.

Más pruebas

En Junio de 1767, sufre un terrible ataque de reumatismo, que casi lo lleva a la muerte. Al terminar de celebrar la misa, el 21 de septiembre de 1774, San Alfonso se desmayó, y quedó inconsciente por 48 horas. Cuando regresó en sí, dijo a los presentes: "Fui a asistir al Papa, que acaba de morir". El Papa Clemente XIV, muere el 22 de Septiembre de 1774.

En 1775, San Alfonso pidió a Pío VI, que le permitiera renunciar al gobierno de su sede. El Papa se lo concede, teniendo en cuenta su enfermedad. San Alfonso se retiró temporalmente ciego y sordo. Fue a pedir hospitalidad a sus hijos espirituales, en Nocera, cerca de Nápoles, pensando así acabar tranquilamente sus días.

En 1777, los Redentoristas son atacados de nuevo. El Santo sufre con paciencia muchas humillaciones, a causa de la traición de Monseñor Testa, que era Capellán del Rey. El Santo, se vio excluido de la congregación que había fundado.

Dios le reservaba, una prueba aún más dura. Entre 1784 y 1785, el santo atraviesa por un terrible período de "noche oscura del alma", sufre tentaciones sobre su fe y sus virtudes. Se ve abrumado por sus escrúpulos, temores y alucinaciones diabólicas. Le duró 18 meses, con intervalos de luz y reposo. A esto le siguió, un periodo de éxtasis, profecías y milagros.

Gran escritor

Sus últimos 12 años de vida, se dedicó a escribir, aumentando así, sus obras ascéticas y teológicas. Sus más conocidos libros son: La Práctica de amar a Jesucristo, la Preparación para la muerte, y las Glorias de María.

La Teología Moralis, fue una obra que influyó, en la formación del clero hasta hace pocos años.

El santo murió, 2 meses antes de cumplir 91 años, en la noche del 31 de julio al 1 de agosto de 1787.

El Papa Pío VI en 1796, decreta la introducción de la causa de beatificación, de Alfonso María Ligorio. La beatificación se da en 1816. Fue canonizado en 1839.

En 1871, fue declarado Doctor de la Iglesia, y propuesto como patrono de los confesores, y de los teólogos de moral.

------------------------------------------------------------------

Del oficio de lectura, 1 de Agosto, San Alfonso María de Ligorio

El amor a Cristo

De las obras de San Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia. Tratado sobre la práctica del amor a Jesucristo, edición latina, Roma 1909, pp.9-14.

Toda la santidad y la perfección del alma, consiste en el amor a Jesucristo, nuestro Dios, nuestro sumo Bien y nuestro Redentor. La caridad, es la que da unidad y consistencia, a todas las virtudes, que hacen al hombre perfecto. ¿Por ventura, Dios no merece todo nuestro amor?.

Él nos ha amado desde toda la eternidad. «Considera, oh hombre –así nos habla–, que yo he sido el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo».

Dios, sabiendo que al hombre se lo gana con beneficios, quiso llenarlo de dones, para que se sintiera obligado a amarlo: «Quiero atraer a los hombres a mi Amor, con los mismos lazos, con que habitualmente se dejan seducir: con los vínculos del amor». Y éste es el motivo, de todos los dones que concedió al hombre.

Además de haber dado un alma dotada, a imagen suya, de memoria, entendimiento y voluntad, y un cuerpo con sus sentidos, no contento con esto, creó en beneficio suyo, el cielo y la tierra y tanta abundancia de cosas, y todo ello por amor al hombre, para que todas aquellas criaturas, estuvieran al servicio del hombre, y así el hombre lo amara a Él, en atención a tantos beneficios.

Y no sólo quiso darnos aquellas criaturas, con toda su hermosura, sino que además, con el objeto de conquistarse nuestro amor, llegó al extremo de darse a sí mismo por entero, a nosotros. El Padre Eterno, llegó a darnos a su Hijo único, viendo que todos nosotros, estábamos muertos por el pecado y privados de su gracia.

Llevado por su amor inmenso, mejor aún, excesivo, como dice el Apóstol, nos envió a su Hijo amado, para redimir nuestros pecados, y para restituirnos a la vida, que habíamos perdido por el pecado.

Dándonos al Hijo, al que no perdonó, para perdonarnos a nosotros, nos dio con Él todo bien: la gracia, la caridad y el paraíso, ya que todas estas cosas, son ciertamente menos que el Hijo: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?.

-----------------------------------------------------------------

EL TRIUNFO GLORIOSO DE MARÍA SANTISIMA

San Alfonso María de Ligorio

Cuando entran los monarcas, a tomar posesión de su reino, no pasan por las puertas de la ciudad, sino que, o se quitan del todo las puertas, o pasan por encima de ellas.

Por eso, así como los Ángeles, cuando entró Jesucristo decían (S.23,7): Abrid príncipes vuestras puertas, y levantaos puertas eternas, para que entre el Rey de la Gloria; así, ahora que María, va a tomar posesión del Reino de los Cielos, los Ángeles que la acompañan, claman a los que están adentro: “Abrid, príncipes, vuestras puertas, y levantaos puertas eternas, y entrará la Reina de la gloria”.

Ved que ya entra María, en la patria bienaventurada. Mas al entrar, y verla tan hermosa y gloriosa, los espíritus celestiales, preguntan a los que vienen de fuera, como contempla Orígenes (Cant.8,5): “¿Quién es esta criatura tan bella, que viene del desierto de la tierra, lugar de espinas y abrojos, mas Ella viene tan pura y tan rica de virtudes, apoyada en su amado Señor, que se digna acompañarla Él mismo, con tanto honor?” “Quién es?”.

Y los Ángeles que la acompañan, responden: “Esta es la Madre de nuestro Rey, es nuestra Reina, es la bendita entre las mujeres, la llena de gracia, la santa de los santos, la predilecta de Dios, la inmaculada, la paloma, la más bella de todas las criaturas”.

Entonces, todos aquellos espíritus bienaventurados, comenzaron a bendecirla y alabarla, cantando mejor que los hebreos a Judit (15,10): “Tú eres la gloria de Jerusalén, Tú la alegría de Israel, Tú el honor de nuestro pueblo, Señora y Reina nuestra. Vos sois la gloria del cielo, la alegría de nuestra patria, el honor de todos nosotros. Sed por siempre bienvenida, sed por siempre bendita. Éste es vuestro reino, y todos nosotros somos vasallos vuestros, prontos a cumplir vuestras órdenes”.

Luego se acercaron a darle la bienvenida, y saludarla como a su Reina, todos los santos, que hasta entonces estaban en el cielo. Llegaron todas las santas vírgenes, y dijeron: “Santísima Señora,…Vos sois nuestra Reina, porque fuisteis la primera en consagrar a Dios, vuestra virginidad; todas nosotras te bendecimos y damos gracias”.

Llegaron también los mártires, a saludarla como a su Reina, porque con su gran constancia, en los dolores de la Pasión de su Hijo, les había enseñado e impetrado con sus méritos, la fortaleza para dar la vida por la fe.

Llegó Santiago el Mayor, el único de los Apóstoles que hasta entonces, había subido al cielo, y en nombre de todos los Apóstoles le dio gracias, por todo el consuelo y la asistencia que les había prestado, durante su permanencia en la tierra. Llegaron luego a saludarla los Profetas, y le decían: “Vos, Señora, sois la que vislumbramos en nuestras profecías”.

Llegaron los Santos Patriarcas, y le decían: “Vos María, fuisteis nuestra esperanza, y por tantos siglos tan suspirada”. Y entre éstos, llegaron con mayor afecto a darle gracias, nuestros primeros padres, Adán y Eva, y le decían: “Hija predilecta, Tú has reparado el daño, que nosotros hicimos al género humano. Tú devolviste al mundo, la bendición perdida por nuestra culpa; por Ti somos salvos; ¡Seas por siempre Bendita!”.

Llegó después a besarle los pies San Simeón, y le recordó con júbilo, el día en que recibió de sus manos, a Jesús niño. Llegaron San Zacarías y Santa Isabel, y de nuevo le dieron gracias, por aquella amorosa visita, que con tanta humildad y caridad les hizo en su casa, y por la cual recibieron tantos tesoros de gracias.

Con mayor afecto, llegó San Juan Bautista, a darle las gracias, por haberlo santificado por medio de su voz. ¿Y qué le dirían, cuando llegaron a saludarla, sus queridos padres San Joaquín y Santa Ana?. ¡Oh Dios!. Con cuánta ternura, la debieron bendecir diciendo: “Hija amada, ¡y qué dicha la nuestra, la de tener una hija como Tú!. Ahora eres nuestra Reina, porque eres la Madre de nuestro Dios; por tal te saludamos y te veneramos”.

Más, ¿Quién puede comprender el afecto, con que llegó a saludarla, su querido esposo San José?. ¿Quién podrá explicar la alegría, que sintió el Santo Patriarca, al ver a su esposa, entrar en el cielo con tanto triunfo, y ser proclamada Reina de todos los cielos?. ¡Con cuanta ternura le debió decir!: “Señora y esposa mía, ¿Cuándo podré yo agradecer, lo que debo a nuestro Dios, por haberme hecho esposo vuestro, que sois su verdadera Madre?. Por Vos, merecí en la tierra, asistir en su infancia al Verbo encarnado, tenerle tantas veces en mis brazos, y recibir de Él, tantas gracias especiales. ¡Benditos sean los momentos que empleé en la vida, en servir a Jesús y a Vos, mi santa esposa!“.

Por fin, todos los Ángeles llegaron a saludarla, y Ella, la gran Reina, a todos dio las gracias, por la asistencia que le habían prestado en la tierra; singularmente a San Gabriel Arcángel, feliz embajador de todas sus dichas, cuando bajó a darle la nueva, de que era elegida para Madre de Dios.

Luego, arrodillada la humilde y Santa Virgen, adoró a la divina Majestad, y toda abismada en el conocimiento de su nada, dio gracias por todos los dones, que su bondad le había concedido, y especialmente, por haberla hecho Madre del Verbo Eterno.

No hay quien pueda comprender, con cuánto amor la bendijo la Santísima Trinidad; qué acogida hizo el Padre a su Hija, el Hijo a su Madre, el Espíritu Santo a su Esposa. El Padre la coronó comunicándole su poder; el Hijo la Sabiduría; el Espíritu Santo el Amor.

Y todas las tres Personas, colocando su trono a la diestra de Jesús, la proclamaron Reina universal del cielo y de la tierra, y mandaron a los Ángeles, y a todas las criaturas, que la reconocieran como su Reina, y como a tal, la obedecieran y sirvieran.

------------------------------------------------------------------

Del libro de San Alfonso María de Ligorio:

LA DIGNIDAD Y SANTIDAD SACERDOTAL

Capitulo III

DE LA SANTIDAD QUE HA DE TENER EL SACERDOTE

I. Cuál debe ser la santidad del sacerdote, por razón de su dignidad.

Grande es la dignidad de los sacerdotes, pero no menor, la obligación que sobre ellos pesan. Los sacerdotes suben a gran altura, pero se impone que a ella vayan, y estén sostenidos por extraordinaria virtud; de otro modo, en lugar de recompensa, se les reservará gran castigo, como opina San Lorenzo Justiniano (...). San Pedro Crisólogo, dice a su vez, que el sacerdocio es un honor, y es también una carga que lleva consigo, gran cuenta y responsabilidad, por las obras que conviene a su dignidad (...).

Todo cristiano ha de ser perfecto y santo, porque todo cristiano, hace profesión de servir a un Dios Santo. Según San León, cristiano es el que se despoja del hombre terreno, y se reviste del hombre celestial (...). Por eso, dijo Jesucristo: “Seréis pues vosotros perfectos, como vuestro Padre Celestial es perfecto” [Mt 5, 48].

Pero la santidad del sacerdote, ha de ser distinta de la del resto de los seglares, observa San Ambrosio (...), y añade que, así como la gracia otorgada a los sacerdotes es superior, así la vida del sacerdote, tiene que sobrepujar en santidad a los seglares (…), y San Pedro Pelusio afirma, que entre la santidad del sacerdote y la del seglar, ha de haber tanta distancia, como del cielo a la tierra (...).

Santo Tomás enseña, que todos estamos obligados a observar, cuantos deberes van aparejados al estado elegido.

Por otra parte, el clérigo, dice San Agustín, está obligado a aspirar a la santidad (...). Y Casiodoro escribe: “El eclesiástico, está obligado a vivir una vida celestial”. “El sacerdote está obligado a mayor perfección, mayor perfección que el que no lo es”, como asegura Tomás de Kempis (...), pues su estado, es más sublime que todos los demás. Y añade Salviano, que Dios aconseja la perfección a los seglares, al paso que la impone a los clérigos (...).

Los sacerdotes de la antigua ley, llevaban escritas estas palabras, en la tiara que coronaba su frente: SANTIDAD PARA YAHVEH (Ex 39, 29), para recordar la santidad que debían confesar. Las víctimas que ofrecían los sacerdotes, habían de consumirse completamente. ¿Por qué?. Pregunta Teodoreto, y responde. “Para inculcar a aquellos sacerdotes, la integridad de la vida que han de tener, los que se han consagrado completamente a Dios (...).

Decía San Ambrosio, que el sacerdote para ofrecer dignamente el sacrificio, primero se ha de sacrificar a sí mismo, ofreciéndose enteramente a Dios (...). Y Esiquio escribe, que el sacerdote debe ser, un continuo holocausto de perfección, desde la juventud a la muerte (...).

Por eso decía Dios, a los sacerdotes de la antigua ley: “Os he separado entre los pueblos, para que seáis míos” (Lev 20, 26). Con mayoría de razón, en la Ley nueva, quiere el Señor que los sacerdotes, dejen a un lado los negocios seculares, y se dediquen solo a complacer a Dios, a quien se ha dedicado: “quien se dedica a la milicia, se ha de enredar en los negocios de la milicia, a fin de contentar, al que lo alistó en el ejército” [2 Tm 2, 4).

Y es precisamente la promesa que la Iglesia exige, de los que ponen el pie en el santuario, por medio de la tonsura: hacerles declarar que en adelante, no tendrán más heredad que a Dios: “El Señor, es la parte de mi heredad y mi copa. Tú mi suerte tienes” (Salmo 15 5). Escribe San Jerónimo que, “Hasta el mismo traje talar y el propio estado, claman y piden la santidad de la vida” (...).

De aquí que el sacerdote, no solo ha de estar alejado de todo vicio, sino que se debe esforzar continuamente, por llegar a la perfección, que es aquella, a que sólo pueden llegar los viadores (criatura racional que está en esta vida, y aspira y camina a la eternidad) (...).

(...). Deplora San Bernardo el ver tantos, como corren a las órdenes sagradas, sin considerar la santidad que se requiere, en quienes quieren subir a tales alturas. Y San Ambrosio escribe: “Búsquese quien pueda decir: El Señor es mi herencia, y no los deseos carnales, las riquezas, la vanidad” (...).

El Apóstol San Juan dice: “Hizo de nosotros un reino, sacerdotes para el Dios, y Padre suyo” (Apoc 1, 6). Los intérpretes (Menoquio, Gagne y Tirino) explican la palabra, diciendo que los sacerdotes son el reino de Dios, porque en ellos reina Dios en esta vida, con la gracia, y en la otra con la gloria; o también porque son reyes para resinar – hacer una escisión en un árbol, para extraer la resina - sobre los vicios.

Dice San Gregorio que “el sacerdote, ha de estar muerto al mundo, y a todas las pasiones, para vivir una vida por completo divina” (...) El sacerdocio actual, es el mismo que Jesucristo recibió de su Padre (Jn 17, 22); por lo tanto, exclama San Juan Crisóstomo: “Si el sacerdote representa a Jesucristo, ha de ser lo suficientemente puro, para que merezca estar en medio de los ángeles (...)”.

San Pablo exige del sacerdote tal perfección, que esté al abrigo de todo reproche: “Es necesario que el obispo, sea irreprensible (1 Tm 3, 2)”. Aquí, por obispo pasa el santo, a hablar de los diáconos: “Que los diáconos, así mismo, sean respetables” (Ib 8), sin nombrar a los sacerdotes; de donde se deduce, que el Apóstol tenía la idea, de comprender al sacerdote, bajo el nombre de obispo, como lo entienden precisamente San Agustín, y San Juan Crisóstomo, que opina que lo que aquí se dice de los obispos, se aplica también a los sacerdotes (...). La palabra 'rreprehensibilem' todos con San Jerónimo, están de acuerdo, en que significa, poseedor de todas las virtudes (...).

Durante once siglos, estuvo excluido del estado de clérigo, todo el que hubiera cometido un solo pecado mortal, después del bautismo, como lo recuerdan los concilios de Nicea (Can. 9, 10), de Toledo (1can. .2), de Elvira (Can. 76) y de Cartago (Can .68). ,

Y si un clérigo, después de las ordenes sagradas, caía en pecado, era depuesto para siempre, y encerrado en un monasterio, como se lee en muchas cánones (Cor, Iu. Can, dist. 81); y he aquí la razón aducida: porque la Santa Iglesia, quiere en todas las cosas, lo irreprensible. Quienes no son santos, no deben tratar las cosas santas (...).

Y en el concilio de Cartago, se lee: “Los clérigos que tienen por heredad al Señor, han de vivir apartados de la compañía del siglo”. Y el concilio Tridentino, va aún más lejos, cuando dice que “los clérigos han de vivir de tal modo, que su habito, maneras, conversaciones, etc., todo sea grave y lleno de unción (...).

Decía San Crisóstomo, que “el sacerdote ha de ser tan perfecto, que todos lo puedan contemplar, como modelo de santidad, porque para esto, puso Dios en la tierra a los sacerdotes, para vivir como ángeles, y ser luz y maestros de virtud, para todos los demás” (...).

El nombre de clérigo, según enseña San Jerónimo, significa que tiene a Dios por su porción; lo que le hace decir, que el clérigo se compenetre, de la significación de su nombre, y adapte a él su conducta (…), y si Dios es su porción, viva tan solo para Dios (...).

El sacerdote es ministro de Dios, encargado de desempeñar dos funciones, en extremo nobles y elevadas, a saber: honrarlo con sacrificios y santificar las almas. Todo pontífice escogido de entre los hombres, es constituido en pro de los hombres, cuanto a las cosas que miran a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados [Hebr. 5, 1].

Santo Tomás escribe, acerca de este texto: “Todo sacerdote es elegido por Dios, y colocado en la tierra para atender, no a la ganancia y riquezas , ni de estimas, ni de diversiones, ni de mejoras domésticas, sino a los intereses de la gloria de Dios” (In Hebr., 5, lect. I).

Por eso las escrituras, llaman al sacerdote hombre de Dios [1 Tm 6, 11], hombre que no es del mundo, ni de sus familiares, ni siquiera de sí mismo, sino tan solo de Dios, y que no busca más que a Dios.

A los sacerdotes se aplican, por tanto las palabras de David: “Tal de los que le buscan, es la estirpe” (Sal 25, 6); esta es la estirpe, de los que buscan a Dios solamente. Así como en el cielo, destinó Dios a ciertos ángeles, para que lo asistiesen a su Trono, así en la tierra, entre los demás hombres, destinó a los sacerdotes para procurar su gloria.

Por esto, les dice el Levítico: “Os he separado de entre los pueblos, para que seáis míos” [Lev 20, 26]. San Juan Crisóstomo dice: “Dios nos eligió, para que seamos en la tierra, como ángeles entre los hombres” (...).

Y el mismo Dios dice: “En los cercanos a Mí, me mostraré que soy santo” [Lev 10, 3]; es decir, como añade el interprete “Mi santidad, será conocida por la santidad de mis ministros”.

Cual debe ser la santidad del sacerdote, como ministro del altar

Dice Santo Tomas, que de los sacerdotes se exige mayor santidad, que a los simples religiosos, por razón de las sublimes funciones que ejercen, especialmente, en la celebración del sacrificio de la misa:

Porque al recibir las ordenes sagradas, el hombre se eleva al ministerio elevadísimo, en que ha de servir a Cristo, en el sacramento del altar, cosa que se requiere mayor santidad que la del religioso, que no está elevado a la dignidad del sacerdocio. Por lo que añade, en igualdad de circunstancia, el sacerdote peca más gravemente que el religioso, que no lo es” (...). Célebre la sentencia de San Agustín “No por ser buen monje, es uno buen clérigo” (...); de lo que sigue que ningún clérigo, puede ser tenido por bueno, si no sobrepuja en virtud al buen monje.

Escribe San Ambrosio que “el verdadero ministro del altar, ha nacido para Dios, y no para sí (...). Es decir que el sacerdote, ha de olvidarse de sus comodidades, ventajas y pasatiempos, para pensar en el día en que recibió el sacerdocio, recordando desde entonces, que su vida ya no es suya sino de Dios, por lo que no debe ocuparse más, que en los intereses de Dios.

El Señor tiene sumo empeño, en que los sacerdotes sean santos y puros, para que puedan presentarse ante Él, libres de toda mancha, cuando se le acerquen a ofrecerle sacrificios: “Se sentarán para fundir y purificar la plata, y purificará a los hijos de Leví; los acrisolará como el oro y la plata, y luego podrán ofrecer a Yahveh, oblaciones con justicia” [Mal. 3, 3].

Y en el Levítico se lee: “Permanecerán santos para su Dios, y no profanarán el nombre de su divinidad, pues son ellos, quienes han de ofrecer los sacrificios ígneos a Yahveh, alimento de su Dios; por eso han de ser santos” [Lev 21, 6].

De donde se sigue, que si los sacerdotes de la antigua ley, solo porque ofrecían a Dios el incienso, y los panes de la proposición, simple figura del Santísimo sacramento del altar, habían de ser santos, ¡con cuánta mayor razón, habrán de ser puros y santos, los sacerdotes de la nueva (ley), que ofrecen a Dios, el Cordero Inmaculado, su mismísimo Hijo!.

Nosotros no ofrecemos, dice Escío, corderos e incienso, como los sacerdotes de la antigua Ley, sino el mismo Cuerpo del Señor, que pendió en el ara de la cruz, y por eso se nos pide la santidad, que consiste en la pureza del corazón, sin la cual, nos acercaríamos en estado inmundo” (...) al altar”.

Por eso decía Belarmino: “Desgraciado de nosotros, que llamados a tan altísimo ministerio, distamos tanto del fervor que exigía el Señor, de los sacerdotes de la antigua Ley (...).

Hasta quienes habían de llevar los vasos sagrados, quería el Señor, que estuviesen libres de toda mancha (...), pues “¡cuánto más puros han de ser los sacerdotes, que lleven en sus manos y en el pecho, a Jesucristo!”, dice Pedro de Blois (...). Ya San Agustín había dicho: “No debe ser puro, tan solo quien ha de tocar los vasos de oro, sino también aquellos, en quien se renueva la muerte del Señor”.

La Santísima Virgen María, hubo de ser santa y pura de toda mancha, porque hubo de llevar en su seno, al Verbo encarnado y tratarlo como Madre: y según esto, exclama San Juan Crisóstomo, “¿no se impone que brille con santidad más fúlgida que el sol, la mano del sacerdote, que toca la carne de un Dios, la boca que respira fuego celestial, y la lengua que se enrojece, con la sangre de Jesucristo?” (...).

El sacerdote hace en el altar, las veces de Jesucristo, por lo que como dice San Lorenzo Justiniano, “debe acercarse a celebrar, como el mismo Jesucristo, imitando en cuanto sea posible su santidad (...). ¡Qué perfección requiere en la religiosa su confesor, para permitirle comulgar diariamente!, y ¿por qué no buscará en sí mismo, tal perfección el sacerdote, que comulga también a diario?

------------------------------------------------------

Capitulo IV

DE LA GRAVEDAD DE LOS PECADOS DEL SACERDOTE

I. GRAVEDAD DE LOS PECADOS DEL SACERDOTE

Gravísimo es el pecado del sacerdote, porque peca a plena luz, ya que pecando, sabe bien lo que hace. Por esto, decía Santo Tomás, que el pecado de los fieles, es más grave que el de los infieles, precisamente porque conocen la verdad” (...).

El sacerdote, está de tal modo instruido en la ley, que la enseña a los demás: “Pues los labios del sacerdote, deben guardar la ciencia, y la doctrina han de buscar su boca” [Malaquías 2, 7]. Por esta razón, dice San Ambrosio, que el pecado de quien conoce la ley, es en extremo grande, y no tiene la excusa de la ignorancia (...).

Los pobres seglares pecan, pero pecan en medio de las tinieblas, del mundo alejado de los sacramentos, poco instruidos en materia espiritual; sumergidos en los asuntos temporales, y con el débil conocimiento de Dios, no se dan cuenta de lo que hacen pecando, pues “flechan entre las sombras” [Sal 10, 3], para hablar con el lenguaje de David. Los sacerdotes, por el contrario, están tan llenos de luces, que son antorchas destinadas a iluminar a los pueblos. Vosotros sois la luz del mundo” [Mt 5, 14].

A la verdad, los sacerdotes han de estar muy instruidos, al cabo de tanto libro leído, de tantas predicaciones oídas, de tantas reflexiones meditadas, de tantas advertencias recibidas de sus superiores; en una palabra, que a los sacerdotes, se les ha dado conocer a fondo, los divinos misterios [Lc 8, 10].

De aquí que sepan perfectamente, cuánto merece Dios ser amado y servido, y conozcan toda la malicia del pecado mortal, enemigo tan opuesto de Dios, que si fuera capaz de destrucción, un solo pecado mortal lo destruiría, según dice San Bernardo: “El pecado, tiende a la destrucción de la bondad divina” (...); y en otro lugar; “El pecado aniquila a Dios, en cuanto puede” (ib). De modo que, como dice el autor de la “Obra imperfecta”, el pecado hace morir a Dios, en cuanto depende de su voluntad (...). En efecto, añade el Padre Medina “el pecado mortal, causa tanta deshonra y disgusto a Dios, que si fuera susceptible a la tristeza, lo haría morir de dolor” (...).

Harto conocido es esto del sacerdote, y la obligación que sobre él pesa, como sacerdote, de servirle y amarle, después de tantos favores de Dios recibidos. Por esto, “cuanto mejor conoce, la enormidad de la injuria hecha a Dios por el pecado, tanto crece de punto de gravedad de su culpa”, dice San Gregorio.

Todo pecado del sacerdote, es pecado de malicia, como lo fue el pecado de los ángeles, que pecaron a plena luz. “En un ángel del Señor, dice San Bernardo, su pecado, es pecado contra el cielo (...).

Peca en medio de la luz, por lo que su pecado, como se ha dicho, es pecado de malicia, ya que no puede alegar ignorancia, pues conoce el mal del pecado mortal; ni puede alegar flaqueza, pues conoce los medios para fortalecerse, si quiere, y si no lo quiere, suya es la culpa:

Cuerdo dejó de ser para obrar bien [Salmo 35, 4]. “Pecado de malicia, enseña Santo Tomás, es el que se comete a sabiendas (...); y en otro lugar, afirma que “todo pecado de malicia, es pecado contra el Espíritu Santo”, y dice San Mateo, no se le perdonará ni en este mundo, ni en el venidero [Mt 12, 32]; y quiere con ello significar, que tal pecado será difícilmente perdonado, a causa de la ceguera que lleva consigo, por cometerse maliciosamente.

Nuestro Salvador, rogó en la cruz por sus perseguidores, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” [Lc 23, 34]; y esta oración no vale a favor de los sacerdote malos, sino que al contrario, los condena, pues los sacerdotes saben lo que hacen. Se lamentaba Jeremías, exclamando: “¡Ay, como se ha oscurecido el oro, ha degenerado el mejor oro!” [Lam. 4, 1].

Este oro degenerado, dice el cardenal Hugo, es precisamente el sacerdote pecador, que tendría que resplandecer de amor divino, y con el pecado, se trueca en negro y horrible de ver, hecho objeto de honor hasta del mismo infierno, y más odioso a los ojos de todos, que el pecado del resto de los pecadores.

San Juan Crisóstomo dice, que “el Señor nunca es tan ofendido, como cuando le ofenden, quienes están revestidos de la dignidad sacerdotal” (...).

Lo que aumenta la malicia del pecado del sacerdote, es la ingratitud con que paga a Dios, después de haberlo exaltado tanto. Enseña Santo Tomas, que el pecado, crece de peso y proporción de la ingratitud. “Nosotros mismos, dice San Basilio, por ninguna ofensa nos sentimos tan heridos, como la que nos infieren nuestros amigos y allegados (...).

San Cirilo, llama precisamente a los sacerdotes: familiares intimos de Dios. “¿Cómo pudiera Dios exaltar más al hombre, que haciéndolo sacerdote?”, pregunta San Efrén. ¿Qué mayor nobleza, qué mayor honor puede otorgarle, de llegar a las almas, y ser dispensador de los sacramentos?. Dispensadores de la casa real, llama San Próspero, a los sacerdotes.

El Señor eligió al sacerdote, entre tantos hombres, para que fuera su ministro, y para que ofreciese sacrificios a su propio Hijo [Eclo 45, 20]. Le dio omnímodo sobre el Cuerpo de Jesucristo; le puso en las manos las llaves del paraíso; lo enalteció sobre todos los reyes de la tierra, y sobre todos los ángeles del cielo, y en una palabra, lo hizo Dios en la tierra.

Parece que Dios, dice solamente al sacerdote: “¿Qué más cabía hacer a mi viña, que yo no hiciera con ella?” [Is 5, 4]. Además, ¡qué horrible ingratitud, cuando el sacerdote tan amado de Dios, le ofende en su propia casa!. “¿Qué significa mi amado en mi casa, mientras comete maldades?” [Jer 11, 15], pregunta el Señor, por boca de Jeremías. Ante esta consideración, se lamenta San Gregorio, diciendo: “¡Ay Señor!”, que los primeros en perseguirnos, son los que ocupan el primer rango en vuestra Iglesia “(...).

Precisamente de los malos sacerdotes, parece se queja el Señor, cuando clama al cielo y a la tierra, para que sean testigos, de la ingratitud de sus hijos para con Él: “Escuchad cielos y presta oído tierra, pues es Yahveh quien habla; hijos he criado y engrandecido, pero se han rebelado contra Mí” [1S 1, 2].

¿Quiénes en efecto, son estos hijos más que los sacerdotes, que habiendo sido sublimados por Dios a tal altura, y alimentados en su mesa con su misma carne, se atrevieron luego, a despreciar su amor y su gracia?.

También de esto se quejó el Señor, por boca de David, con estas palabras: “Si la afrenta me la hiciera un enemigo, yo lo soportaría” [Salmo 54, 3]. Si un enemigo mío, un idólatra, un hereje, un seglar, me ofendiera, todavía lo podría soportar; pero, ¿cómo habré de poder sufrir, el verme ultrajado por ti, sacerdote, amigo mío y mi comensal?. Mas fuiste tú el compañero mío, mi amigo y confidente; con quien en dulce amistad me unía” [Sal 54, 14.15].

Se lamentaba de esto Jeremías, diciendo: “Quienes comían manjares delicados, han perecido por las calles: los llevados envueltos en púrpura, abrazaron las basuras” [1 Pedro 11, 9; Ex 19, 6]. “¡Qué miseria y que horror!, exclama el profeta; el que se alimentaba con alimentos celestiales, y vestía de púrpura, se vio luego cubierto, de un manto manchado por los pecados, alimentándose de basuras estercolares”...

Y San Juan Crisóstomo, o sea el autor de la “Obra imperfecta”, añade: «Los seglares se corrigen fácilmente, en cuanto que los sacerdotes, si son malos, son a la vez incorregibles»

II. CASTIGOS DEL PECADO DEL SACERDOTE

Consideremos ahora, el castigo reservado al sacerdote pecador, castigo que ha de ser proporcionado, a la gravedad de su pecado. Mandará que lo azoten en su presencia, con golpes en número proporcional a su culpabilidad [Deut 25, 2], dice el Señor en el Deuteronomio.

San Juan Crisóstomo, tiene ya por condenado al sacerdote, que durante su ministerio, cometa un solo pecado mortal: “Si pecas siendo hombre particular, tu castigo será menor; pero si pecas siendo sacerdote, estás perdido”. Y a la verdad, que son por boca de Jeremías, contra los sacerdotes pecadores: “Porque incluso el profeta y el sacerdote, se han hecho impíos; hasta en mi propia casa, he descubierto su maldad”, declara Yahveh.

Por esto, su camino será para ellos resbaladizo, en medio de las tinieblas: serán empujados y caerán en él” [Jer. 23, 11-12]. ¿Qué esperanza de vida le daríais a alguien, que camina sobre un terreno resbaladizo, sin luz para ver donde pone el pie. mientras de vez en cuando, le van dando fuertes empujones, para hacerlo despeñar?. Tal es el desgraciado estado, en que se halla el sacerdote, que comete un pecado mortal.

Resbaladizo en las tinieblas: el sacerdote al pecar, pierde la luz y queda ciego: Mejor les fuera, dice San Pedro, “no haber conocido el camino de la justicia, que después de haberlo conocido, volverse atrás de la ley santa, a ellos enseñada” [2 Petr. 2, 21].

Más le hubiese valido al sacerdote que peca, ser un sencillo aldeano ignorante, que no entendiese de letras. Porque después de tantos sermones oídos, y de tantos directores, y de tantas luces recibidas de Dios, el desgraciado al pecar, y hollar bajo sus plantas, todas las gracias de Dios recibidas, merece que la luz que le ilustró, no sirva más que para cegarlo y perderlo en la propia ruina. Dice San Juan Crisóstomo, que “a mayor conocimiento corresponde mayor castigo, añade que por eso, el sacerdote que cometa las mismas faltas que sus ovejas, no recibirá el mismo castigo, sino uno mucho más duro” (...).

El sacerdote cometerá el mismo pecado que muchos seglares, pero su castigo será mucho mayor, y quedará más obcecado que esos seglares, siendo castigado precisamente, como lo anuncia el profeta : Escuchan, pero sin comprender, y ven, más sin entender [Lc 8, 10]. Esto es lo que nos enseña la experiencia, dice el autor de la “Obra imperfecta”:

El seglar en cambio, después del pecado se arrepiente. En efecto, si asiste a una misión, oye algún sermón fuerte, o medita las verdades eternas, acerca de la malicia del pecado, de la certidumbre de la muerte, del rigor del juicio divino, o de las penas del infierno, entra fácilmente en sí mismo, y vuelve a Dios, porque como dice el Santo, “esas verdades, le conmueven y le aterran, como algo nuevo”, al paso que al sacerdote, que ha pisoteado la gracia de Dios, y todas las gracias de Él recibida, ¿qué impresión le pueden causar las verdades eternas, y las amenazas de las divinas Escrituras?.

Todo cuanto encierra la Escritura, continua el mismo autor, todo para él está gastado y sin valor; por lo que concluye, que no hay cosa más imposible, que esperar la enmienda, del que lo sabe todo, y a pesar de ello peca (...). “Muy grande es, dice San Jerónimo, la dignidad del sacerdote; pero muy grande es también su ruina, si en semejante estado, vuelve la espalda a Dios” (...). “Cuánto mayor es la altura, a que le sublimó Dios, dice San Bernardo, tanto mayor será el precipicio” (...). “Quien se cae del mismo suelo, dice San Ambrosio, no se suele hacerse mucho daño; pero quien cae de lo alto, no se dice que cae, sino que se precipita, y por eso la caída es mortal” (...).

Alegrémonos, dice San Jerónimo, nosotros los sacerdotes, al vernos en tal altura, pero temamos por ello tanto más la caída” [In Ez. 44].

Se diría que Dios, habla solamente a los sacerdotes, cuando dice por boca de Ezequiel: “Te había colocado en la santa montaña de Dios, y te he destruído” [Ez. 28, 14. 16]. ¡Oh sacerdote!. Dice el Señor, yo te había colocado en mi monte santo, para que fueras la luz del mundo: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede esconderse una ciudad, puesta sobre la cima de un monte” [Mt 5, 14].

Sobrada razón, por lo tanto, tenía San Lorenzo Justiniano, para afirmar que, “cuanto mayor es la gracia concedida por Dios, a los sacerdotes, tanto más digno de castigo es su pecado; y que cuanto más alto es el estado, a que se le ha sublimado, tanto será más mortal la caída”. “El que se cae al río, tanto más profundo cae, cuanto de más arriba fue la caída” (...).

Sacerdote mío, mira que habiéndote Dios exaltado tan alto al estado sacerdotal, te ha sublimado hasta el cielo, haciéndote hombre no ya terreno, sino celestial, si pecas cae del cielo, por lo que has de pensar, cuán funesta será tu caída, como te lo advierte San Pedro Crisólogo: “¿Qué cosa más alta hay que el cielo?; pues del cielo cae, quien peca entre las cosas celestiales” (...). “Tu caída, dice San Bernardo, será como la del rayo, que se precipita impetuoso” (...); es decir, que tu perdición será irreparable [Jer 21, 12].

Así, desgraciado, se verificará contigo, la amenaza con que el Señor conminó a Cafarnaúm. “Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar?. ¡Hasta el infierno serás hundida!” [Lc 10, 15]. Tan gran castigo merece el sacerdote pecador, por la suma ingratitud con que trata a Dios. “El sacerdote está obligado, a ser tanto más agradecido, cuanto mayores beneficios ha recibido”, dice San Gregorio (...). “El ingrato merece, que se le prive de todos los bienes recibidos”, como observa un sabio autor.

Y el propio Jesucristo dijo: “A todo el que tiene se le dará, y andará sobrado; más al que no tiene, aún lo que tiene le será quitado” [Mt 25, 29]. Quien es agradecido con Dios, obtendrá aún más abundante gracias; pero el sacerdote, que después de tantas luces, tantas comuniones, vuelve la espalda, desprecia todos los favores recibidos de Dios, y renuncia a su gracia, será con toda justicia, privado de todo. El Señor es liberal con todos, pero no con los ingratos. “La ingratitud, dice San Bernardo, seca la fuente de la bondad divina (...).

De aquí nace, lo que dice San Jerónimo, que “no hay en el mundo, bestia tan cruel como el mal sacerdote, porque no quiere dejarse corregir” (...). Y San Juan Crisóstomo, o sea el autor de la “Obra imperfecta”, añade: “Los seglares se corrigen fácilmente, en cuanto que los sacerdotes, si son malos, son a la vez incorregibles” (...).

A los sacerdotes que pecan, se aplican de modo especial, según el parecer de San Pedro Damiano (...), estas palabras del Apóstol: “A los que una vez fueron iluminados, y fueron hechos participes del Espíritu Santo, y gustaron la hermosa palabra de Dios... y recayeron, es imposible renovarlos por segunda vez, convirtiéndolos a penitencia, cuando ello, cuanto es de su parte, crucifican de nuevo al Hijo de Dios” [Hebr 6, 4, 6].

¿Quién es en efecto, más iluminado que el sacerdote, ni paladeó como él, los dones celestiales, ni participó tanto del Espíritu Santo?. Dice Santo Tomás, que “los ángeles rebeldes, quedaron obstinados en su pecado en plena luz”; y “así también”, añade San Bernardo, “será tratado por Dios el sacerdote, hecho como ángel del Señor, y como él, elegido o reprobado” (...).

Reveló el Señor a Santa Brígida, que atendía a los paganos y a los judíos, pero que no encontraba nada peor, que los malos sacerdotes, pues su pecado es como el que precipitó a Lucifer (...). Nótense aquí las palabras de Inocencio III: “Muchas cosas que son veniales, tratándose de seglares, son mortales entre los eclesiásticos” (...).

A los sacerdotes también se aplican, estas otras palabras de San Pablo: “La tierra que bebe la lluvia, que frecuentemente cae sobre ella; si produce plantas provechosas a aquellos, por quienes es además labrada, participa de la bendición de parte de Dios; más la que lleva espinas y abrojos, son reprobadas, y cerca de ser maldecida, cuyo paradero es ir a las llamas” [Hebr 6, 7.8].

¡Qué lluvia de gracias ha recibido continuamente, el sacerdote de Dios!; y luego, en vez de frutos, produce abrojos y espinas; y de recibir maldición final, para ir en el fuego del infierno. Pero, ¿y qué temor tendrá del fuego del infierno, el sacerdote que tantas veces, volvió las espaldas a Dios?. Los sacerdotes pecadores, pierden la luz, como hemos visto, y con ella, pierden el temor de Dios, como el propio Señor lo da a entender: Y si soy Señor, ¿dónde está el temor que me es debido?, dice Yahveh Sebaot a vosotros, sacerdotes, menospreciadores de mi nombre” [Mal. 1, 6].

Dice San Bernardo, que “los sacerdotes, como caen de gran altura, quedan sumergidos en su malicia, pierden el recuerdo de Dios y se vuelven sordos, a todas las amenazas de la justicia divina, hasta el punto de que ni siquiera, el peligro de su condenación llegue a conmoverlos” (...).

Pero, ¿a qué extrañarse de ello?. El sacerdote pecador, cae al fondo del abismo, donde privado de luz, llega a despreciarlo todo, aconteciéndole lo que dice el sabio: “Cuando llega el mal, viene el desprecio, y con la ignominia, el oprobio” [Pro. 18. 3]. Este mal, es el del sacerdote que peca por malicia, cae en lo profundo de la miseria, y queda ciego, por lo que desprecia los castigos, las admoniciones, la presencia de Jesucristo que tiene junto así en el altar, y no se avergüenza de ser peor, que el traidor Judas, como el Señor se lamentó con Santa Brígida: “Tales sacerdotes, no son sacerdotes míos, sino verdaderos traidores (...).

Sí, porque abusan de la celebración de la misa, para ultrajar más cruelmente a Jesucristo con el sacrilegio. Y ¿cuál será finalmente, el término infeliz de tal sacerdote?. “Helo aquí: En país, cosas de justas cometerá iniquidad, y no verá la Majestad de Yahveh” [Is 26, 10]. Su fin será, en una palabra, el abandono de Dios, y luego el infierno.

Pero Padre, dirá alguien, este lenguaje, es en extremo aterrador. ¿Qué?. ¿Nos quieres hacer desesperar?. Responderé con San Agustín: “Si aterro, es que yo mismo estoy aterrado” (...). Pues dirá el sacerdote que por desgracia, hubiera ofendido a Dios en el sacerdocio, ¿ya no habrá para mí esperanza de perdón?. No; lejos de mí afirmar esto; hay esperanza si hay arrepentimiento, y se aborrece el mal cometido.

Sea este sacerdote, sumamente agradecido al Señor, si uno se ve asistido de su gracia, y apresúrese a entregarse, cuando le llama, según aquello de San Agustín: “Oigamos su voz cuando nos llama, no sea que no nos oiga, cuando esté pronto a juzgarnos (...).

III EXHORTACIÓN

Sacerdotes míos, estimemos en adelante nuestra nobleza, y por ser ministros de Dios, avergoncémonos de hacernos esclavos del pecado, y del demonio. El sacerdote, dice San Pedro Damiano “debe abundar en nobles sentimientos, y avergonzarse, como ministro del Señor, de cambiarse esclavo del pecado” (...). No imitemos la locura de los mundanos, que no piensan más que en el presente.Está reservado a los hombres, morir una sola vez, y tras esto, el juicio” [Hebr 9, 27].

Todos hemos de comparecer en este juicio, para que reciba cada cual, el pago de lo hecho, viviendo en el cuerpo” [2 Cor 5, 10]. Entonces se nos dirá: “Ríndeme cuenta de tu administración” [Lc 16, 2], es decir, de tu sacerdocio; como lo ejerciste, y para qué fines te serviste de él.

Sacerdote mío, ¿estarías conmigo, si hubiera ahora de ser juzgado?, o ¿tendrías que decir: “Cuando inspeccione [Dios], ¿qué le responderé?” [Job 31, 14]. Cuando el Señor castiga a un pueblo, el castigo empieza por los sacerdotes, por ser ellos, la primera causa de los pecados del pueblo, ya por su mal ejemplo, ya por la negligencia en cultivar, la viña encomendada a sus desvelos.

De aquí que entonces diga el Señor. “Tiempo es de que comience el juicio, por la casa de Dios” [1 Pedro 4, 17]. En la mortandad, descrita por Ezequiel, quiso el Señor, que los primeros castigados sean los sacerdotes: “Y comenzaréis por mi Santuario [Ez 9, 6]; es decir, como lo explica Orígenes, por mis sacerdotes” (...).

En otro lugar se lee; “Los poderosos, poderosamente serán enjuiciados” [Sab . 6, 7]. “A todo aquel, a quien mucho se dio, mucho se le exigirá” [Lc 12, 48]. El autor de la Obra imperfecta, dice: “En el día del juicio, se verá al seglar con la estola sacerdotal, y al sacerdote pecador, despojado de su dignidad, se le verá entre los infieles e hipócritas” (...). “Escuchad esto, ¡oh sacerdotes!... porque a vosotros, afecta esta sentencia” [Os 5, 1].

Y como el juicio de los sacerdotes, será más riguroso, su condenación será también más terrible” [Jer 17, 18]. Un concilio de París, dice que “la dignidad del sacerdote es grande; también su ruina, si llega a pecar” [In Ez 44]. Sí, dice San Juan Crisóstomo: “si el sacerdote, comete los mismos pecados que sus feligreses, no padecerá el mismo castigo, sino uno mucho mayor (...).

Se le reveló a Santa Brigida, que los sacerdotes pecadores, serán hundidos en el infierno más profundamente, que todos los demonios en el infierno: Todo el infierno se pondrá en movimiento (...). ¿Cómo festejarán los demonios, la entrada de un sacerdote, para salir a su encuentro [Is 14, 9]. Todos los príncipes de aquella miserable región, se alzarán en primer lugar en los tormentos, al sacerdote condenado; y continua diciendo Isaías que en el seol se dirá: “También tú te has debilitado como nosotros; a nosotros te has hecho semejante” [ Is 14, 11]. “¡Oh sacerdote!. Tiempo hubo, en que ejerciste dominio sobre nosotros, cuando hiciste bajar tantas veces, al verbo encarnado sobre los altares, y libraste a tantas almas del infierno; pero ahora te has hecho semejante a nosotros, y estás atormentado como nosotros: has descendido al seol tu resplandor [Is 14, 11]. La soberbia con que despreciaste a Dios, es la que por fin, te ha traído aquí. Debajo de ti, hace cama la gusanera, y gusanos son tu cobertor” [Ib. 11]. “Pues bien, dado que eres rey, aquí tienes tu estrado regio, y tu vestido de púrpura; mira el fuego, y los gusanos que devorarán continuamente, tu cuerpo y alma. ¡Cómo se burlarán entonces los demonios, de las misas, de los sacramentos, y de las funciones sagradas del sacerdote!. Le miraron sus adversarios, y se burlaron de su ruina” [Lam. 1, 7].

Mirad sacerdotes míos, que los demonios se esfuerzan por tentar a un sacerdote, puesto que en su condena, arrastra a muchos tras de sí. Y San Crisóstomo dice: “Quien consigue quitar de en medio al pastor, dispersa a todo el rebaño” (...); y otro autor insiste, “con matar más a los jefes, que a los soldados” (...); por eso añade San Jerónimo, que “el diablo no busca tanto la pérdida de los infieles, y de los que están fuera del santuario, sino que se esfuerza, por ejercer sus rapiñas en la Iglesia de Jesucristo, lo que constituye su manjar predilecto”, como dice Habacuc (...). “No hay pues, manjar más delicioso para el demonio, que las almas de los eclesiásticos”.

(Lo siguiente puede servir, para excitar la compunción, en el acto de contrición).

Sacerdote mío, figúrate que el Señor te dice, lo que al pueblo judío: “Dime qué mal hice, o mejor, que bien dejé de hacerte. Te saqué de en medio del mundo, y te elegí entre tantos seglares, para hacerte mi sacerdote, ministro mío y mi familiar; y tú, por míseros intereses, por viles placeres, me crucificaste de nuevo; Yo, en el desierto de esta tierra, te alimenté cada mañana con el maná celestial, es decir, con mi carne y mi sangre divinas, y tú me abofeteaste, con aquellas palabras y acciones inmodestas”.

Yo te elegí por viña, que había de formar mis delicias, plantando en ti tantas luces, y tantas gracias, para que me rindiesen frutos suaves y queridos, y no coseché de ti, más que frutos amargos”.

Yo te constituí rey, hasta ser más grande que los reyes de la tierra, y tú me coronaste con la corona de espinas, de tus malos pensamientos consentidos. Yo te elevé a la dignidad de vicario mío, y te di las llaves del cielo, constituyéndote así, como rey de la tierra, y tú despreciándolo todo, mis gracias y mi amistad, me crucificaste nuevamente”, etc. (...) [San Alfonso María de Ligorio, «La dignidad y santidad sacerdotal».

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, te pedimos que nos des fuerza y perseverancia en la oración, para que nuestros pastores, se mantengan firmes en su Fe y su Devoción hacia Tí, resistiendo toda tentación, y llevando a tu rebaño a las verdes praderas espirituales, en donde el pan y el agua bendita, brotan incesantemente de tu pecho. Te pedimos por las vocaciones sacerdotales, religiosas y misioneras en todo el mundo, y así mantener a la Iglesia, como lugar seguro y digna de tu Santo Nombre, a la espera de tu venida. Amén.





No hay comentarios:

Publicar un comentario