20
de agosto
San
Bernardo de Claraval (Clairvaux)
Lippi,
Fra. Filippo: Aparición de la Virgen a San Bernardo
(1090-1153)
Abad
Cisterciense, Doctor de la Iglesia
“No
eres mas santo porque no eres mas devoto de María”
Etim.
de Bernardo: "Batallador y valiente". (Bern=batallador;
Nard=valiente)
Breve
Nacido
en Borgoña, Francia. Llamado "Mellifluous Doctor" (boca de
miel) por su elocuencia. Famoso por su gran amor a la Virgen María.
Compuso muchas oraciones marianas. Fundador del Monasterio
Cisterciense del Claraval, y muchos otros.
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San
Bernardo, abad es, cronológicamente, el último de los Padres de la
Iglesia, pero uno de los que más impacto ha tenido. Nace en Borgoña,
Francia (cerca de Suiza) en el año 1090. Con sus siete hermanos
recibió una excelente formación en la religión, el latín y la
literatura.
Bernardo
tenía un extraordinario carisma de atraer a todos para Cristo.
Amable, simpático, Inteligente, bondadoso y alegre. Todo esto más
el vigor juvenil le causaba un reto en las tentaciones contra la
castidad y santidad. Por eso durante algún tiempo se enfrió en su
fervor, y empezó a inclinarse hacia lo mundano. Pero las amistades
mundanas, por más atractivas y brillantes que fueran, lo dejaban
vacío y lleno de hastío. Después de cada fiesta se sentía más
desilusionado del mundo y de sus placeres.
Como
sus pasiones sexuales lo atacaban violentamente, una noche se revolcó
sobre el hielo hasta sufrir profundamente el frío. Sabía
que a la carne le gusta el placer, y comprendió que si la castigaba
así, no vendrían tan fácilmente las tentaciones. Aquel tremendo
remedio le trajo liberación y paz.
Una
noche de Navidad, mientras celebraban las ceremonias religiosas en el
templo se quedó dormido, y le pareció ver al Niño Jesús en Belén
en brazos de María, y que la Santa Madre le ofrecía a su Hijo para
que lo amara, y lo hiciera amar mucho por los demás. Desde este día
ya no pensó sino en consagrarse a la religión y al apostolado.
Bernardo
se fue al convento de monjes benedictinos llamado Cister, y pidió
ser admitido. El superior, San Esteban, lo aceptó con gran alegría
pues, en aquel convento, hacía 15 años que no llegaban religiosos
nuevos.
Bernardo
volvió a su familia a contar la noticia, y todos se opusieron. Los
amigos le decían que esto era desperdiciar una gran personalidad,
para ir a sepultarse vivo en un convento. La familia no aceptaba de
ninguna manera. Pero Bernardo les habló tan
maravillosamente de las ventajas y cualidades que tiene la vida
religiosa, que logró llevarse al convento a sus cuatro hermanos
mayores, a su tío y 31 compañeros.
Dicen
que cuando llamaron a Nirvardo el hermano menor para anunciarle que
se iban de religiosos, el muchacho les respondió: "¡Ajá!
¿Conque ustedes se van a ganarse el cielo, y a mí me dejan aquí en
la tierra?. Esto no lo puedo aceptar". Y un tiempo después,
también él se fue de religioso.
Antes
de entrar al monasterio, Bernardo llevó a su finca a todos los que
deseaban entrar al convento para prepararlos por varias semanas,
entrenándolos acerca del modo como debían comportarse para ser unos
fervorosos religiosos.
En
el año 1112, a la edad de 22 años, entra en el monasterio de
Cister. Mas tarde, habiendo muerto su madre, entra en el monasterio
su padre. Su hermana y el cuñado, de mutuo acuerdo decidieron
también entrar en la vida religiosa. Vemos
en la historia la gran influencia de las relaciones tanto para bien
como para mal.
En
la historia de la Iglesia es difícil encontrar otro hombre que haya
sido dotado por Dios de un poder de atracción tan grande para llevar
gentes a la vida religiosa, como el que recibió Bernardo. Las
muchachas tenían terror de que su novio hablara con el santo.
En
las universidades, en los pueblos, en los campos, los jóvenes al
oírle hablar de las excelencias y ventajas de la vida en un
convento, se iban en numerosos grupos a que él los instruyera y los
formara como religiosos.
Durante
su vida fundó más de 300 conventos para hombres, e hizo llegar a
gran santidad a muchos de sus discípulos. Lo llamaban "el
cazador de almas y vocaciones". Con su apostolado consiguió que
900 monjes hicieran profesión religiosa.
En
el convento del Cister demostró tales cualidades de líder y de
santo, que a los 25 años (con sólo tres de religioso) fue enviado
como superior a fundar un nuevo convento. Escogió un sitio apartado
en el bosque, donde sus monjes tuvieran que derramar el sudor de su
frente para poder cosechar algo, y le puso
el nombre de Claraval, que significa valle claro, ya que allí el sol
ilumina fuerte todo el día.
Supo
infundir del tal manera fervor y entusiasmo a sus religiosos de
Claraval, que habiendo comenzado con sólo 20 compañeros a los pocos
años tenía 130 religiosos; de este convento de Claraval salieron
monjes a fundar otros 63 conventos.
Lo
llamaban "El Doctor boca de miel"
(doctor melífluo). Su inmenso amor a Dios y a la Virgen Santísima,
y su deseo de salvar almas, lo llevaban a estudiar por horas y horas
cada sermón que iba a pronunciar, y luego como sus palabras iban
precedidas de mucha oración y de grandes penitencias, el efecto era
fulminante en los oyentes. Escuchar a San Bernardo era ya sentir un
impulso fortísimo a volverse mejor.
Su
amor a la Virgen Santísima
Los
que quieren progresar en su amor a la Madre de Dios, necesariamente
tienen que leer los escritos de San Bernardo por la claridad y el
amor con que habla de ella.
Él
fue quien compuso aquellas últimas palabras de la Salve: "Oh
clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María". Y
repetía la bella oración que dice: "Acuérdate
oh Madre Santa, que jamás se oyó decir, que alguno a Ti haya
acudido, sin tu auxilio recibir".
El
pueblo vibraba de emoción cuando le oía clamar desde el púlpito
con su voz sonora e impresionante: “Si
se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella,
invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la
barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella,
invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte
al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del
cielo, y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en
el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella
llegarás seguramente al Puerto Celestial”.
Sus
bellísimos sermones son leídos hoy, después de varios siglos, con
verdadera satisfacción y gran provecho.
Viajero
incansable
El
más profundo deseo de San Bernardo era permanecer en su convento
dedicado a la oración y a la meditación. Pero el Sumo Pontífice,
los obispos, los pueblos y los gobernantes le pedían continuamente
que fuera a ayudarles, y él estaba siempre pronto a prestar su ayuda
donde quiera que pudiera ser útil.
Con
una salud sumamente débil (porque los primeros años de religioso se
dedicó a hacer demasiadas penitencias y se le dañó la digestión)
recorrió toda Europa poniendo la paz donde había guerras,
deteniendo las herejías, corrigiendo errores, animando desanimados,
y hasta reuniendo ejércitos para defender la santa religión
católica. Era el árbitro aceptado por
todos.
Exclamaba:
“A veces no me dejan tiempo durante el día ni siquiera para
dedicarme a meditar. Pero estas gentes están tan necesitadas y
sienten tanta paz cuando se les habla, que es necesario atenderlas”
(ya en las noches pasaría luego sus horas dedicado a la oración y a
la meditación).
De
carbonero a Pontífice
Un
hombre muy bien preparado le pidió que lo recibiera en su monasterio
de Claraval. Para probar su virtud lo dedicó las primeras semanas a
transportar carbón, lo cual hizo de muy buena voluntad.
Llegó
a ser un excelente monje, y más tarde fue nombrado Sumo Pontífice:
Honorio III. El santo le escribió un famoso libro llamado
"De consideratione", en el cual propone una serie de
consejos importantísimos para que los que están en puestos
elevados, no vayan a cometer el gravísimo error de dedicarse
solamente a actividades exteriores descuidando la oración y la
meditación.
Y
llegó a decirle: "Malditas serán
dichas ocupaciones, si no te dejan dedicarle el debido tiempo a la
oración y a la meditación".
Despedida
gozosa
Después
de haber llegado a ser el hombre más famoso de Europa en su tiempo y
de haber conseguido varios milagros -como por el hacer hablar a un
mudo, el cual confesó muchos pecados que tenía sin perdonar - y
después de haber llenado varios países de monasterios con
religiosos fervorosos, ante la petición de sus discípulos para que
pidiera a Dios la gracia de seguir viviendo otros años más,
exclamaba:
"Mi
gran deseo es ir a ver a Dios, y a estar junto a Él. Pero el amor
hacia mis discípulos me mueve a querer seguir ayudándolos. Que el
Señor Dios haga lo que a Él mejor le parezca".
Y
a Dios le pareció que ya había sufrido y trabajado bastante, y que
se merecía el descanso eterno, y el premio preparado para los
discípulos fieles, y se lo llevó a su eternidad feliz el 20 de
agosto del año 1153. Tenía 63 años. El
sumo pontífice lo declaró Doctor de la Iglesia.
San
Bernardo: gran predicador, enamorado de Cristo y de la Madre
Santísima: pídele al buen Dios que nos conceda a nosotros un amor a
Dios y al prójimo, semejante al que te concedió a ti. Quiera Dios
que así sea.
Nota
interesante: San Bernardo escribió la vida de San Malaquías quién
murió en sus brazos camino a Roma.
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DE
LA CASA DE LA DIVINA SABIDURIA,
LA
VIRGEN MARÍA
1.
Como hay varias sabidurías, debemos buscar qué sabiduría
edificó para sí la casa. Hay una sabiduría
de la carne, que es enemiga de Dios, y una sabiduría de este mundo,
que es insensatez ante Dios. Estas dos, según el apóstol Santiago,
son terrenas, animales y diabólicas.
Según
estas sabidurías, se llaman sabios los que hacen el mal, y no saben
hacer el bien, los cuales se pierden y se condenan en su misma
sabiduría, como está escrito: “Cogeré a los sabios en su
astucia; Perderé la sabiduría de los sabios y reprobaré la
prudencia de los prudente”.
Y,
ciertamente, me parece que a tales sabios se adapta digna y
competentemente el dicho de Salomón: “Vi una malicia debajo del
sol: el hombre que se cree ante sí ser sabio. Ninguna de estas
sabidurías, ya sea la de la carne, ya la del mundo, edifica, más
bien destruyen cualquiera casa en que habiten”.
Pero
hay otra sabiduría que viene de arriba; la cual primero es pudorosa
demás de pacífica. Es Cristo, Virtud y Sabiduría de Dios,
de quien dice el Apóstol: “Al cual nos ha dado Dios como
sabiduría y justicia, santificación y redención”.
2.
Así, pues, esta sabiduría, que era de
Dios, vino a nosotros del seno del Padre, y edificó para sí una
casa, es a saber, a María virgen, su madre, en la que talló siete
columnas. ¿Qué significa tallar en ella siete columnas,
sino hacer de ella una digna morada con la fe y las buenas obras?.
Ciertamente,
el número ternario pertenece a la fe en la Santa Trinidad, y el
cuaternario, a las cuatro principales virtudes.
Que
estuvo la Santísima Trinidad en María (me refiero a la presencia de
la majestad), en la que sólo el Hijo estaba por la asunción de la
humanidad, lo atestigua el mensajero celestial, quien, abriendo los
misterios ocultos, dice: "Dios, te salve, llena de gracia, el
Señor es contigo"; y en seguida: "El Espíritu
Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su
sombra".
He
ahí que tienes al Señor, que tienes la virtud del Altísimo, que
tienes al Espíritu Santo, que tienes al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo. Ni puede estar el Padre sin el Hijo, o el Hijo sin el Padre, o
sin los dos el que procede de ambos, el Espíritu Santo, según lo
dice el mismo Hijo: "Yo estoy en el
Padre y el Padre está en Mí". Y otra vez: "El
Padre, que permanece en Mí, ése hace los milagros"
. Es claro, pues, que en el corazón de la Virgen estuvo la fe en la
Santísima Trinidad.
3.
Que poseyó las cuatro principales virtudes como cuatro columnas,
debemos investigarlo. Primero veamos si tuvo la fortaleza. ¿Cómo
pudo estar lejos esta virtud de aquella que, relegadas las pompas
seculares, y despreciados los deleites de la carne, se propuso vivir
sólo para Dios virginalmente?.
Si
no me engaño, ésta es la virgen de la que se lee en Salomón:
¿Quién encontrará a la mujer fuerte?. Ciertamente, su precio es de
los últimos confines. La cual fue tan valerosa, que aplastó la
cabeza de aquella serpiente a la que dijo el Señor: "Pondré
enemistad entre ti y la mujer, tu descendencia y su descendencia;
ella aplastará tu cabeza".
Que
fue templada, prudente y justa, lo comprobamos con luz más clara en
la alocución del ángel y en la respuesta de ella. Habiendo saludado
tan honrosamente el ángel diciéndole: "Dios
te salve, llena de gracia", no se ensoberbeció
por ser bendita con un singular privilegio de la gracia, sino que
calló, y pensó dentro de sí qué sería este insólito saludo.
¿Qué otra cosa brilla en esto sino la templanza?.
Mas
cuando el mismo ángel la ilustraba sobre los misterios celestiales,
preguntó diligentemente cómo concebiría y daría a luz la que no
conocía varón; y en esto, sin duda ninguna, fue prudente. Da
una señal de justicia cuando se confiesa esclava del Señor.
Que
la confesión es de los justos, lo atestigua el que dice: Con todo
eso, los Justos confesarán tu nombre, y los rectos habitarán en tu
presencia. Y en otra parte se dice de los mismos: Y diréis en la
confesión: “Todas las obras del Señor
son muy buenas”.
4.
Fue, pues, la bienaventurada Virgen María
fuerte en el propósito, templada en el silencio, prudente en la
interrogación, justa en la confesión. Por tanto, con
estas cuatro columnas, y las tres predichas de la fe, construyó en
ella la Sabiduría celestial una casa para sí. La cual Sabiduría de
tal modo llenó la mente, que de su Plenitud se fecundó la carne, y
con ella cubrió la Virgen, mediante una gracia singular, a la misma
sabiduría, que antes había concebido en la mente pura.
También
nosotros, si queremos ser hechos casa de esta sabiduría, debemos
tallar en nosotros las mismas siete columnas, esto es, nos debemos
preparar para ella con la fe y las costumbres.
Por
lo que se refiere a las costumbres, pienso que basta la justicia, mas
rodeada de las demás virtudes. Así, pues, para que el error no
engañe a la ignorancia, haya una previa prudencia; haya también
templanza y fortaleza para que no caiga ladeándose a la derecha o a
la izquierda.
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Oficio
de Lectura, 29 de Diciembre
En
la plenitud de los tiempos vino la plenitud de la divinidad
De
los sermones de San Bernardo, abad
Sermón
1 en la Epifanía del Señor, 1-2
Ha
aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre.
Gracias sean dadas a Dios, que ha hecho abundar en nosotros el
consuelo en medio de esta peregrinación, de este destierro, de esta
miseria.
Antes
de que apareciese la humanidad de nuestro Salvador, su bondad se
hallaba también oculta, aunque ésta ya existía, pues la
misericordia del Señor es eterna. ¿Pero cómo, a pesar de ser tan
inmensa, iba a poder ser reconocida?.
Estaba
prometida, pero no se la alcanzaba a ver; por lo que muchos no creían
en ella. Efectivamente, en distintas ocasiones y de muchas maneras
habló Dios por los profetas. Y decía: “Yo
tengo designios de paz y no de aflicción”.
Pero,
¿qué podía responder el hombre que sólo experimentaba la
aflicción e ignoraba la paz?. ¿Hasta cuándo vais a estar diciendo:
«Paz, paz», y no hay paz?.
A
causa de lo cual los mensajeros de paz lloraban amargamente,
diciendo: Señor, ¿quién creyó nuestro anuncio?. Pero ahora los
hombres tendrán que creer a sus propios ojos, y que los testimonios
de Dios se han vuelto absolutamente creíbles. Pues para que ni una
vista perturbada puede dejar de verlo, puso su tienda al sol.
Pero
de lo que se trata ahora no es de la promesa de la paz, sino de su
envío; no de la dilatación de su entrega, sino de su realidad; no
de su anuncio profético, sino de su presencia.
Es
como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su
misericordia; un saco que habría de desfondarse en la pasión, para
que se derramara nuestro precio, oculto en él; un saco pequeño,
pero lleno. Y que un niño se nos ha dado, pero en quien habita toda
la plenitud de la divinidad.
Ya
que, cuando llegó la plenitud del tiempo, hizo también su aparición
la plenitud de la divinidad. Vino en carne mortal para que, al
presentarse así ante quienes eran carnales, en la aparición de su
humanidad se reconociese su bondad.
Porque,
cuando se pone de manifiesto la humanidad de Dios, ya no puede
mantenerse oculta su bondad. ¿De qué manera podía manifestar mejor
su bondad que asumiendo mi carne?. La mía, no la de Adán, es decir,
no la que Adán tuvo antes del pecado.
¿Hay
algo que pueda declarar más inequívocamente la misericordia de Dios
que el hecho de haber aceptado nuestra miseria?. ¿Qué hay más
rebosante de piedad que la Palabra de Dios convertida en tan poca
cosa por nosotros?. Señor, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes
de él, el ser humano, para darle poder?. Que deduzcan de aquí los
hombres lo grande que es el cuidado que Dios tiene de ellos; que se
enteren de lo que Dios piensa y siente sobre ellos.
No
te preguntes, tú, que eres hombre, por que has sufrido, sino por lo
que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en cuánto te
tasó, y así su bondad se te hará evidente por su humanidad. Cuanto
más bueno se hizo en su humanidad, tanto más grande se reveló en
su bondad; y cuanto más se dejó envilecer por mí, tanto más
querido me es ahora.
Ha
aparecido –dice el Apóstol– la bondad de Dios, nuestro Salvador,
y su amor al hombre. Grandes y manifiestos son, sin duda, la bondad y
el amor de Dios, y gran indicio de bondad reveló quien se preocupó
de añadir a la humanidad el nombre Dios.
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Oficio
de lectura, 20 de agosto, San Bernardo Abad y doctor de la Iglesia
Amo
porque amo, amo por amar
De
los sermones de San Bernardo, abad, sobre el libro del Cantar de los
cantares
Sermón
83, 4-6: Opera omnia, edición cisterciense
El
amor basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí.
Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El
amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún
provecho; su fruto consiste en
su misma práctica.
Amo porque amo, amo por amar.
Gran
cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con
tal de que vuelva siempre a su fuente y sea una continua emanación
de la misma.
Entre
todas las mociones, sentimientos y afectos del alma, el amor es lo
único con que la criatura puede corresponder a su Creador, aunque en
un grado muy inferior, lo único con que puede restituirle algo
semejante a lo que Él le da. En efecto,
cuando Dios ama, lo único que
quiere es ser amado: si Él
ama, es para que nosotros lo amemos a Él, sabiendo que el amor mismo
hace felices a los que se aman entre sí.
El
amor del Esposo, mejor dicho, el Esposo que es amor, sólo quiere a
cambio amor y fidelidad. No se resista, pues, la amada en
corresponder a su amor. ¿Puede la esposa dejar de amar, tratándose
además de la esposa del Amor en persona?. ¿Puede no ser amado el
que es el Amor por esencia?.
Con
razón renuncia a cualquier otro afecto, y se entrega de un modo
total y exclusivo al amor; el alma es consciente de que la manera de
responder al amor es amar ella a su vez.
Porque,
aunque se vuelque toda ella en el amor, ¿qué es ello en comparación
con el manantial perenne de este amor?. No manan con la misma
abundancia el que ama, y el que es el Amor por esencia, el alma y el
Verbo, la esposa y el Esposo, el Creador y la criatura; hay la misma
disparidad entre ellos que entre el sediento y la fuente.
Según
esto, ¿no tendrá ningún valor ni eficacia el deseo nupcial, el
anhelo del que suspira, el ardor del que ama, la seguridad del que
confía, por el hecho de que no puede correr a la par con un gigante,
de que no puede competir en dulzura con la miel, en mansedumbre con
el cordero, en blancura con el lirio, en claridad con el sol, en amor
con aquel que es el amor mismo?. De ninguna manera.
Porque,
aunque la criatura, por ser inferior, ama menos, con todo, si ama con
todo su ser, nada falta a su amor, porque pone en juego toda su
facultad de amar.
Por
ello, este amor total equivale a las bodas
místicas, porque es
imposible que el que así ama sea poco amado, y en esta doble
correspondencia de amor consiste el auténtico y perfecto matrimonio.
Siempre en el caso de que se tenga por cierto que el Verbo es el
primero en amar al alma, y que la ama con mayor intensidad.
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MIÉRCOLES
PRIMERO DE ADVIENTO
Liturgia
de las horas
PRIMERA
LECTURA
Del
Libro del Profeta Isaías 5, 1-7
SEGUNDA
LECTURA
De
los Sermones de San Bernardo, Abad
(Sermón
5 en el Adviento del Señor, 1-3: Opera omnia, Edición Cisterciense,
4, 1966, 188-190)
Vendrá
a nosotros el Verbo de Dios
Conocemos
tres venidas del Señor. Además de la primera y de la
última, hay una venida intermedia. Aquellas son visibles, pero ésta
no. En la primera el Señor se manifestó en la tierra, y vivió
entre los hombres, cuando --como él mismo dice-- lo vieron y lo
odiaron. En la última contemplarán todos la salvación que Dios nos
envía y mirarán a quien traspasaron.
La
venida intermedia es oculta, sólo la ven los elegidos, en sí
mismos, y gracias a ella reciben la salvación. En la primera el
Señor vino revestido de la debilidad de la carne, en esta venida
intermedia viene espiritualmente, manifestando la fuerza de su
gracia; en la última vendrá en el esplendor de su gloria.
Esta
venida intermedia es como un camino que conduce de la primera a la
última. En la primera, Cristo fue nuestra redención; en la última
se manifestará como nuestra vida; en esta
venida intermedia es nuestro descanso y nuestro consuelo.
Pero,
para que no pienses que estas cosas que decimos sobre la venida
intermedia son invención nuestra, oye al mismo Señor: “El
que me ama guardará mi palabra; mi Padre lo amará y vendremos a
fijar en él nuestra morada”. He leído también en
otra parte: “El que teme al Señor obrará bien”. Pero veo
que se dice aún algo más acerca del que ama a Dios, y guarda su
palabra. ¿Dónde debe guardarla?. No hay duda que en el corazón,
como dice el profeta: “En mi corazón escondo tus consignas, así
no pecaré contra Ti”.
Conserva
tú también la palabra de Dios, porque son dichosos los que la
conservan. Que ella entre hasta lo más íntimo de tu
alma, que penetre tus afectos, y hasta tus mismas costumbres. Come lo
bueno, y tu alma se deleitara como si comiera un alimento sabroso. No
te olvides de comer tu pan, no sea que se seque tu corazón; antes
bien sacia tu alma con este manjar delicioso.
Si
guardas así la palabra de Dios es indudable que Dios te guardará a
ti. Vendrá a ti el Hijo con el Padre, vendrá el gran profeta que
renovará a Jerusalén, y Él hará nuevas todas las cosas. Gracias a
esta venida, nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos
también imagen del hombre celestial.
Y,
así como el primer Adán irrumpió en todo el hombre, y lo llenó y
envolvió por completo, así ahora lo poseerá totalmente Cristo, que
lo ha creado y redimido, y que también un día lo glorificará.
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Oficio
de lectura, Miércoles III del tiempo Ordinario
Si
creció el pecado, más desbordante fue la gracia
San
Bernardo, abad, sobre el libro del Cantar de los cantares
(Sermón
61, 3-5: Opera omnia, edición cisterciense, 2 | 1958 |, 150-151
¿Dónde
podrá hallar nuestra debilidad un descanso seguro y tranquilo, sino
en las llagas del Salvador?. En ellas habito con
seguridad, sabiendo que Él puede salvarme. Grita el mundo, me oprime
el cuerpo, el diablo me pone asechanzas, pero yo no caigo, porque
estoy cimentado sobre piedra firme.
Si
cometo un gran pecado, me remorderá mi conciencia, pero no perderé
la paz, porque me acordaré de las llagas del Señor. Él,
en efecto, fue traspasado por nuestras rebeliones. ¿Hay algo tan
mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo?. No.
Por esto, si me acuerdo que tengo a mano un remedio tan poderoso y
eficaz, ya no me atemoriza ninguna dolencia, por maligna que sea.
Por
esto, no tenía razón aquel que dijo: Mi culpa es demasiado grande
para soportarla. Es que Él no podía atribuirse ni llamar suyos los
méritos de Cristo, porque no era miembro del cuerpo cuya cabeza es
el Señor.
Pero
yo tomo de las entrañas del Señor lo que me falta, pues sus
entrañas rebosan misericordia. Agujerearon sus manos y pies, y
atravesaron su costado con una lanza; y, a través de estas
hendiduras, puedo libar miel
silvestre y aceite de las rocas de pedernal donde se derramaron,
es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor.
Sus
designios eran designios de paz, y yo lo ignoraba. Porque, ¿quién
conoció la mente del Señor?, ¿quién fue su consejero?. Pero
el clavo penetrante se ha convertido para mí en una llave que me ha
abierto el conocimiento de la voluntad del Señor. ¿Por
qué no he de mirar a través de esta hendidura?. Tanto el clavo como
la llaga proclaman que en verdad Dios está en Cristo reconciliando
al mundo consigo. Un hierro atravesó su
alma, hasta cerca del corazón, de modo que ya no es incapaz de
compadecerse de mis debilidades.
Las
heridas que su cuerpo recibió nos dejan ver los secretos de su
corazón; nos dejan ver el gran misterio de piedad, nos dejan ver la
entrañable misericordia de nuestro Dios, por la que nos ha visitado
el sol que nace de lo alto. ¿Qué dificultad hay en admitir que tus
llagas nos dejan ver tus entrañas?. No podría hallarse otro medio
más claro que estas tus llagas para comprender que tú, Señor, eres
bueno y clemente, y rico en misericordia. Nadie tiene una
misericordia más grande que el que da su vida por los sentenciados a
muerte y a la condenación.
Luego
mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en
méritos, mientras Él no lo sea en misericordia. Y,
porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis
méritos.
Y,
aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado,
más desbordante fue la gracia. Y, si la misericordia del Señor dura
siempre, yo también cantaré eternamente las misericordias del
Señor. ¿Cantaré acaso mi propia justicia?. Señor, narraré tu
justicia, tuya entera. Sin embargo, ella es también mía, pues tú
has sido constituido mi justicia de parte de Dios.
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Oficio
de lectura, VI lunes del tiempo ordinario
Hay
que buscar la sabiduría
San
Bernardo, abad
Sermón
15 sobre diversas materias: PL 183, 577-579
Trabajemos
para tener el manjar que no se consume: trabajemos en la obra de
nuestra salvación. Trabajemos en la viña del Señor,
para hacernos merecedores del denario cotidiano. Trabajemos para
obtener la sabiduría, ya que ella afirma: Los que trabajan para
alcanzarme no pecarán. El campo es el mundo –nos dice aquel que es
la Verdad–; cavemos en este campo; en él
se halla escondido un tesoro que debemos desenterrar. Tal es la
sabiduría, que ha de ser extraída de lo oculto. Todos la buscamos,
todos la deseamos.
Si
queréis preguntar –dice la Escritura–, preguntad, convertíos,
venid. ¿Te preguntas de dónde te has de convertir?. Refrena tus
deseos, hallamos también escrito. Pero, si en mis deseos no
encuentro la sabiduría –dices–, ¿dónde la hallaré?. Pues mi
alma la desea con vehemencia, y no me contento con hallarla, si es
que llego a hallarla, sino que echo en mi regazo una medida generosa,
colmada, remecida, rebosante. Y esto con razón. Porque,
dichoso el que encuentra sabiduría, el que alcanza inteligencia.
Búscala, pues, mientras puede ser encontrada; invócala, mientras
está cerca.
¿Quieres
saber cuán cerca está?. La palabra está
cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón; sólo a
condición de que la busques con un corazón sincero. Así es como
encontrarás la sabiduría en tu corazón, y tu boca estará llena de
inteligencia, pero vigila que esta abundancia de tu boca no se
derrame a manera de vómito.
Si
has hallado la sabiduría, has hallado la miel; procura no comerla
con exceso, no sea que, harto de ella, la vomites. Come de manera que
siempre quedes con hambre.
Porque
dice la misma sabiduría: El que me come tendrá más hambre. No
tengas en mucho lo que has alcanzado; no te consideres harto, no sea
que vomites y pierdas así lo que pensabas poseer, por haber dejado
de buscar antes de tiempo.
Pues
no hay que desistir en esta búsqueda y llamada de la sabiduría,
mientras pueda ser hallada, mientras esté cerca. De lo contrario,
como la miel daña –según dice el Sabio– a los que comen de ella
en demasía, así el que se mete a escudriñar la majestad será
oprimido por su gloria.
Del
mismo modo que es dichoso el que encuentra sabiduría, así también
es dichoso, o mejor, más dichoso aún, el hombre que piensa en la
sabiduría; esto seguramente se refiere a la abundancia de que hemos
hablado antes.
En
estas tres cosas se conocerá que tu boca está llena en abundancia
de sabiduría o de prudencia: si confiesas de palabra tu propia
iniquidad, si de tu boca sale la acción de gracias y la alabanza, y
si de ella salen también palabras de edificación.
En
efecto, por la fe del corazón llegamos a la justificación, y por la
profesión de los labios, a la salvación. Y
además, lo primero que hace el justo al hablar es acusarse a si
mismo: y así, lo que debe hacer en segundo lugar es ensalzar a Dios,
y en tercer lugar (si a tanto llega la abundancia de su sabiduría)
edificar al prójimo.
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Del
oficio de lectura, 26 de junio, San Pelayo, Mártir
La
castidad sin la caridad no tiene valor
De
las cartas de San Bernardo, abad
Carta
42, a Enrique, arzobispo de Sens
La
castidad, la caridad, y la humildad carecen externamente de relieve,
pero no de belleza; y, ciertamente, no es poca su belleza, ya que
llenan de gozo a la divina mirada.
¿Qué
hay más hermoso que la castidad, la cual purifica al que ha sido
concebido de la corrupción, convierte en familiar de Dios al que es
su enemigo, y hace del hombre un ángel?
El
hombre casto y el ángel son diferentes por su felicidad, pero no por
su virtud. Y, si bien la castidad del ángel es más feliz, sabemos
que la del hombre es más esforzada. Sólo la castidad significa el
estado de la gloria inmortal en este tiempo y lugar de mortalidad;
sólo la castidad reivindica para sí, en medio de las solemnidades
nupciales, el modo de vida de aquella dichosa región en la cual ni
los hombres ni las mujeres se casarán, y permite, así
en la tierra tener la experiencia de la vida celestial.
Sin
embargo, aunque la castidad sobresalga de modo tan eminente, sin la
caridad no tiene ni valor ni mérito. La castidad sin la caridad es
una lámpara sin aceite; y, no obstante, como dice el sabio, qué
hermosa es la generación casta, con caridad, con aquella caridad
que, como escribe el Apóstol, brota del corazón limpio, de la buena
conciencia y de la fe sincera.
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Oficio
de Lectura, 2 Octubre, Santos Angeles custodios
Que
te guarden en tus caminos
De
los sermones de San Bernardo abad
Sermón
12 sobre el salmo 90
A
sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos. Den
gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace
con los hombres. Den gracias y digan entre los gentiles: «El
Señor ha estado grande con ellos».
“Señor,
¿qué es el hombre para que le des importancia, para que te ocupes
de él?”. Porque te ocupas ciertamente de él, demuestras tu
solicitud y tu interés para con él. Llegas hasta enviarle tu Hijo
único, le infundes tu Espíritu, incluso le prometes la visión de
tu rostro.
Y,
para que ninguno de los seres celestiales deje de tomar parte en esta
solicitud por nosotros, envías a los espíritus bienaventurados para
que nos sirvan y nos ayuden, los constituyes nuestros guardianes,
mandas que sean nuestros ayos.
A
sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos.
Estas palabras deben inspirarte una gran reverencia, deben infundirte
una gran devoción y conferirte una gran confianza. Reverencia
por la presencia de los ángeles, devoción por su benevolencia,
confianza por su custodia. Porque ellos están presentes
junto a ti, y lo están para tu bien.
Están
presentes para protegerte, lo están en beneficio tuyo. Y, aunque lo
están porque Dios les ha dado esta orden, no por ello debemos dejar
de estarles agradecidos, pues cumplen con tanto amor esta orden, y
nos ayudan en nuestras necesidades que son tan grandes.
Seamos,
pues, devotos y agradecidos a unos guardianes tan eximios;
correspondamos a su amor, honrémoslos cuanto podamos y según
debemos. Sin embargo, no olvidemos que todo nuestro amor y honor ha
de tener por objeto a Aquel de quien procede todo, tanto para ellos
como para nosotros, gracias al cual podemos amar y honrar, ser amados
y honrados.
En
Él, hermanos, amemos con verdadero afecto a sus ángeles, pensando
que un día hemos de participar con ellos de la misma herencia, y que
mientras llega este día, el Padre los ha puesto junto a nosotros, a
manera de tutores y administradores.
En
efecto, ahora somos ya hijos de Dios, aunque ello no es aún visible,
ya que, por ser todavía menores de edad, estamos bajo tutores y
administradores, como si en nada nos distinguiéramos de los
esclavos.
Por
lo demás, aunque somos menores de edad, y aunque nos queda por
recorrer un camino tan largo y tan peligroso, nada debemos temer bajo
la custodia de unos guardianes tan eximios.
Ellos,
los que nos guardan en nuestros caminos, no pueden ser vencidos ni
engañados, y menos aún pueden engañarnos. Son fieles, son
prudentes, son poderosos: ¿por qué espantarnos?. Basta con que los
sigamos, con que estemos unidos a ellos, y viviremos así a la sombra
del Omnipotente.
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Solemnidad
de Todos los santos, 1 de Noviembre
Apresurémonos
hacia los hermanos que nos esperan
De
los sermones de san Bernardo, abad
Sermón2:
Opera omnia, edición cisterciense, 5
¿De
qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación,
esta misma solemnidad que celebramos?. ¿De qué les sirven los
honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les
había prometido verazmente el Hijo?. ¿De qué les sirven nuestros
elogios?. Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade
nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda
en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso
que, al pensar en ellos, se enciende mí un fuerte deseo.
El
primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los
santos es el de gozar de su compañía, tan deseable,
y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus
bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con
el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el
ejército incontable de los mártires, con la asociación de los
confesores con el coro de las vírgenes, para resumir, el de
asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos.
Nos
espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos
indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no
hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos
atención.
Despertémonos,
por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de
arriba, pongamos nuestro corazón en los bienes del cielo.
Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos
esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos
de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que
gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen
aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni
incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.
El
segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los
santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste
Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos
también nosotros con él, revestidos de gloria. Entretanto, aquel
que es nuestra cabeza se nos representa no tal como es, sino tal como
se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las
espinas de nuestros pecados. Teniendo a aquel que es nuestra cabeza
coronado de espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos
de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de
honor y no de irrisión.
Llegará
un día en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su
muerte, para recordaros que también nosotros estamos muertos, y
nuestra vida está oculta con Él. Se manifestará la cabeza gloriosa
y, junto con Él, brillarán glorificados sus miembros, cuando
transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso, semejante
a la cabeza, que es Él.
Deseemos,
pues, esta gloria con un afán seguro y total. Mas, para que nos sea
permitido esperar esta gloria, y aspirar a tan gran felicidad,
debemos desear también, en gran manera, la
intercesión de los santos, para que ella nos obtenga lo que supera
nuestras fuerzas.
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Oficio
de Lectura, XXIII Miércoles del Tiempo Ordinario
Sobre
los grados de la contemplación
San
Bernardo, Sermón 5 sobre diversas materias 4-5
Vigilemos
en pie, apoyándonos con todas nuestras fuerzas en la roca firmísima
que es Cristo, como está escrito: Afianzó mis pies
sobre roca, y aseguró mi paso. Apoyados y afianzados en esta forma,
veamos qué nos dice y qué decimos a quien nos pone objeciones.
Amadísimos
hermanos, éste es el primer grado de la contemplación: pensar
constantemente qué es lo que quiere el Señor, qué es lo que le
agrada, qué es lo que resulta aceptable en su presencia.
Y,
pues todos faltamos menudo, y nuestro orgullo choca contra la
rectitud de la voluntad del Señor, y no puede aceptarla ni ponerse
de acuerdo con ella, humillémonos bajo la poderosa mano de Dios
altísimo, y esforcémonos en poner nuestra miseria a la vista de su
misericordia, con estas palabras: Sáname, Señor, y quedaré sano;
sálvame y quedaré a salvo. Y también aquellas otras: Señor,
ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti.
Una
vez que se ha purificado la mirada de nuestra alma con esas
consideraciones, ya no nos ocupamos con
amargura en nuestro propio espíritu, sino en el espíritu divino, y
ello con gran deleite. Y ya no andamos pensando cuál sea
la voluntad de Dios respecto a nosotros, sino cuál sea en sí misma.
Y,
ya que la vida está en la voluntad del Señor,
indudablemente lo más provechoso y útil para nosotros será lo que
está en conformidad con la voluntad del Señor. Por
eso, si nos proponemos de verdad conservar la vida de nuestra alma,
hemos de poner también verdadero empeño en no apartarnos lo más
mínimo de la voluntad divina.
Conforme
vayamos avanzando en la vida espiritual, siguiendo los impulsos del
Espíritu, que ahonda en lo más íntimo de Dios, pensemos en la
dulzura del Señor, qué bueno es en sí mismo. Pidamos también, con
el salmista, gozar de la dulzura del Señor, contemplando, no nuestro
propio corazón, sino su templo, diciendo con el mismo salmista:
“Cuando mi alma se acongoja, te recuerdo”.
En
estos dos grados está todo el resumen de nuestra vida espiritual:
Que la propia consideración ponga inquietud y tristeza en nuestra
alma, para conducirnos a la salvación, y que nos hallemos como en
nuestro elemento en la consideración divina, para lograr el
verdadero consuelo en el gozo del Espíritu Santo. Por el primero,
nos fundaremos en el santo temor, y en la verdadera humildad; por el
segundo, nos abriremos a la esperanza y al amor.
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Oficio
de Lectura, XXIII martes del Tiempo Ordinario
Me
pondré de centinela para escuchar lo que me dice
San
Bernardo
Sermón
5 sobre diversas materias
Leemos
en el Evangelio que en cierta ocasión, al predicar el Salvador y al
exhortar a sus discípulos a participar de su pasión, comiendo
sacramentalmente su carne, hubo quienes dijeron: “Este modo de
hablar es duro”. Y dejaron ya de ir con él. Preguntados los
demás discípulos si también ellos querían marcharse,
respondieron: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes
palabras de vida eterna”.
Lo
mismo os digo yo, queridos hermanos. Hasta ahora para algunos es
evidente que las palabras que dice Cristo son Espíritu y son Vida, y
por eso lo siguen. A otros, en cambio, les parecen inaceptables y
tratan de buscar al margen de Él un mezquino consuelo. Está
llamando la sabiduría por las plazas, en el espacioso camino que
lleva a la perdición, para apartar de él a los que por él caminan.
Finalmente,
dice: Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije:
«Es un pueblo de corazón extraviado».
Y en otro salmo se lee: Dios ha hablado una vez. Es cierto: una sola
vez. Porque siempre está hablando, ya que su palabra es una sola,
sin interrupción, constante, eterna.
Esta
voz hace reflexionar a los pecadores. Acusa los desvíos del corazón:
y en él vive, y dentro de él habla. Está realizando,
efectivamente, lo que manifestó por el profeta, cuando decía:
“Hablad al corazón de Jerusalén”.
Ved,
queridos hermanos, qué provechosamente nos advierte el salmista que,
si escuchamos hoy su voz, no endurezcamos
nuestros corazones. Casi idénticas palabras
encontramos en el Evangelio y en el salmista. El Señor nos dice en
el Evangelio: Mis ovejas escuchan mi voz. Y el santo David dice en el
salmo: Su pueblo (evidentemente el del Señor), el rebaño que él
guía, ojalá escuchéis hoy su voz: «No
endurezcáis el corazón».
Escucha,
finalmente, las palabras del profeta Habacuc. No usa de eufemismos,
sino de expresiones claras, pero que expresan solicitud, para
dirigirse a su pueblo: “Me pondré de centinela, en pie
vigilaré, velaré para escuchar lo que me dice, qué responde a mis
quejas”. También nosotros, queridos hermanos, pongámonos de
centinela, porque es tiempo de lucha.
Adentrémonos
en lo íntimo del corazón, donde vive Cristo. Permanezcamos
en la sensatez, en la prudencia, sin poner la confianza en nosotros,
fiándonos de nuestra débil guardia.
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20
de diciembre
Lecturas
de la liturgia de las horas
PRIMERA
LECTURA
Del
Libro del Profeta Isaías 48, 1-11
SEGUNDA
LECTURA
De
las Homilías de San Bernardo, Abad, sobre las excelencias de la
Virgen Madre
(Homilía
4, 8-9: Opera Omnia, Edición Cisterciense, 4 [1966] 53-54)
Todo
el mundo espera la respuesta de María
Oíste,
Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será
por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el
Ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al
Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente
a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de
misericordia.
Se
pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida
seremos librados si consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos
todos creados, y a pesar de eso morimos; mas
por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados
de nuevo a la vida.
Esto
te suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del
paraíso con toda su miserable posteridad. Esto Abrahán, esto David,
con todos los santos antecesores tuyos, que están detenidos en la
región de la sombra de la muerte; esto mismo te pide el mundo todo,
postrado a tus pies.
Y
no sin motivo aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra
depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos,
la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos
los hijos de Adán, de todo tu linaje.
Da
pronto tu respuesta. Responde presta al Ángel, o, por mejor decir,
al Señor por medio del Ángel; responde una palabra, y recibe al que
es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una
palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna.
¿Por
qué tardas?. ¿Qué recelas?. Cree, di que sí y recibe. Que tu
humildad se revista de audacia, y tu modestia de confianza. De ningún
modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la
prudencia. En este asunto no temas, Virgen prudente, la presunción;
porque, aunque es buena la modestia en el silencio, más
necesaria es ahora la piedad en las palabras.
Abre,
Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento,
las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las
gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará
adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu
alma. Levántate, corre, abre.
Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el
consentimiento.
Aquí
está –dice la Virgen- la esclava del Señor; hágase en mí según
tu palabra.
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Oficio
de Lectura, 15 de Septiembre, Nuestra Señora, la Virgen de los
Dolores
La
Madre estaba junto a la cruz
De
los sermones de san Bernardo, abad
Sermón,
domingo infraoctava de la Asunción
El
martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón,
y por la misma historia de la pasión del Señor. Éste –dice el
santo anciano, refiriéndose al niño Jesús– está puesto como una
bandera discutida; y a ti –añade, dirigiéndose a María– “una
espada te traspasará el alma”.
En
verdad, Madre santa, una espada traspasó tu alma. Por lo demás,
esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar
tu alma. En efecto, después que aquel Jesús –que es de todos,
pero que es tuyo de un modo especialísimo– hubo expirado, la cruel
espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto,
cuando ya no podía hacerle mal alguno,
no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya.
Porque
el alma de Jesús ya no estaba allí, en cambio la tuya no podía ser
arrancada de aquel lugar. Por tanto, la punzada del dolor atravesó
tu alma, y, por esto, con toda razón, te llamamos más que mártir,
ya que tus sentimientos de compasión superaron las sensaciones del
dolor corporal.
¿Por
ventura no fueron peores que una espada aquellas palabras que
atravesaron verdaderamente tu alma, y penetraron hasta la separación
del alma y del espíritu: Mujer, ahí tienes a tu hijo?. ¡Vaya
cambio!. Se te entrega a Juan en sustitución de Jesús, al siervo en
sustitución del Señor, al discípulo en lugar del Maestro, al hijo
de Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, a un simple hombre en
sustitución del Dios verdadero. ¿Cómo no habían de atravesar tu
alma, tan sensible, estas palabras, cuando aún nuestro pecho, duro
como la piedra o el hierro, se parte con sólo recordarlas?.
No
os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma.
Que se admire el que no recuerde haber oído cómo San Pablo pone
entre las peores culpas de los gentiles el carecer de piedad. Nada
más lejos de las entrañas de María, y nada más lejos debe estar
de sus humildes servidores.
Pero
quizá alguien dirá: «¿Es que María no sabía que su Hijo había
de morir?» Sí, y con toda certeza. «¿Es que no sabía que había
de resucitar al cabo de muy poco tiempo?» Sí, y con toda seguridad.
«¿Y, a pesar de ello, sufría por el Crucificado?» .
Sí,
y con toda vehemencia. Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú,
hermano, o de dónde te viene esta sabiduría, que te extrañas más
de la compasión de María que de la pasión del Hijo de María?.
Éste murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su corazón?.
Aquélla fue una muerte motivada por un amor superior al que pueda
tener cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor que,
después de aquél, no tiene semejante.
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Oficio
de Lectura, 7 de Octubre, Nuestra Señora del Rosario
Conviene
meditar los misterios de salvación
De
los sermones de San Bernardo, abad
Sermón
sobre el acueducto: Opera Omnia
El
Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. ¡La fuente de la
sabiduría, la Palabra del Padre en las alturas!. Esta Palabra, por
tu mediación, Virgen Santa, se hará carne, de manera que el mismo
que afirma: Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí podrá
afirmar igualmente: Yo salí de Dios, y aquí estoy.
En
el principio –dice el Evangelio– ya existía la Palabra. Manaba
ya la fuente, pero hasta entonces sólo dentro de sí misma. Y
continúa el texto sagrado: Y la Palabra estaba junto a Dios, es
decir, morando en la luz inaccesible; y el Señor decía desde el
principio: Mis designios son de paz y no de
aflicción. Pero tus designios están escondidos en Ti, y
nosotros no los conocemos; porque ¿quién había penetrado la mente
del Señor?, o ¿quién había sido su consejero?.
Pero
llegó el momento en que estos designios de paz se convirtieron en
obra de paz: La Palabra se hizo carne y ha acampado ya entre
nosotros; ha acampado, ciertamente, por la fe en nuestros corazones,
ha acampado nuestra memoria, ha acampado en nuestro pensamiento y
desciende hasta la misma imaginación.
En
efecto, ¿qué idea de Dios hubiera podido antes formarse el hombre
que no fuese un ídolo fabricado por su corazón?. Era incomprensible
e inaccesible, invisible y superior a todo pensamiento humano; pero
ahora ha querido ser comprendido, visto, accesible a nuestra
inteligencia.
¿De
qué modo?, te preguntarás. Pues yaciendo en un pesebre, reposando
en el regazo virginal, predicando en la montaña, pasando la noche en
oración; o bien pendiente de la cruz, en la lividez de la muerte,
libre entre los muertos, y dominando sobre el poder de la muerte,
como también resucitando al tercer día, y mostrando a los apóstoles
la marca de los clavos, como signo de victoria, y subiendo
finalmente, ante la mirada de ellos, hasta lo más íntimo de los
cielos.
¿Hay
algo de esto que no sea objeto de una verdadera, piadosa y santa
meditación?. Cuando medito en cualquiera de estas cosas, mi
pensamiento va hasta Dios y, a través de todas ellas, llego hasta mi
Dios. A esta meditación la llamo sabiduría, y para mí la prudencia
consiste en ir saboreando en la memoria la dulzura que la vara
sacerdotal infundió tan abundantemente en estos frutos, dulzura de
la que María disfruta con toda plenitud en el cielo, y la derrama
abundantemente sobre nosotros.
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Oficio
de Lectura, XX martes del Tiempo Ordinario
Preparada
por el Altísimo, designada anticipadamente por los padres antiguos
San
Bernardo, Homilías sobre las excelencias de la Virgen Madre 2,1-2.4
El
único nacimiento digno de Dios era el procedente de la Virgen;
asimismo, la dignidad de la Virgen demandaba que quien naciere de
ella no fuere otro que el mismo Dios.
Por
esto, el Hacedor del hombre, al hacerse hombre, naciendo de la raza
humana, tuvo que elegir, mejor dicho, que formar para sí, entre
todas, una madre tal cual él sabía que había de serle conveniente
y agradable.
Quiso,
pues, nacer de una Virgen Inmaculada, Él, el Inmaculado, que venía
a limpiar las máculas de todos.
Quiso
que su madre fuese humilde, ya que él, manso y humilde de corazón,
había de dar a todos el ejemplo necesario y saludable de estas
virtudes. Y Él mismo, que ya antes había inspirado a la Virgen el
propósito de la virginidad, y la había enriquecido con el don de la
humildad, le otorgó también el don de la maternidad divina.
De
otro modo, ¿cómo el ángel hubiese podido saludarla después como
llena de gracia, si hubiera habido en ella algo, por poco que fuese,
que no poseyera por gracia?. Así, pues, la que había de concebir y
dar a luz al Santo de los Santos, recibió el don de la virginidad,
para que fuese santa en el cuerpo, el don de la humildad para que
fuese Santa en el espíritu.
Así,
engalanada con las joyas de estas virtudes, resplandeciente con la
doble hermosura de su alma y de su cuerpo, conocida en los cielos por
su belleza y atractivo, la Virgen regia atrajo sobre sí las miradas
de los que allí habitan, hasta el punto de enamorar al mismo Rey, y
de hacer venir al mensajero celestial.
Fue
enviado el ángel, dice el Evangelio, a la Virgen. Virgen en su
cuerpo, Virgen en su alma, Virgen por su decisión, Virgen,
finalmente, tal cual la describe el Apóstol, santa en el cuerpo y en
el alma; no hallada recientemente, y por casualidad, sino elegida
desde la eternidad, predestinada y preparada por el Altísimo, para
El mismo, guardada por los ángeles, designada anticipadamente por
los padres antiguos, prometida por los profetas.
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Oración:
Señor, Dios nuestro, tú hiciste del abad San Bernardo, inflamado en
el celo de tu casa, una lámpara ardiente y luminosa en medio de tu
Iglesia; concédenos, por su intercesión, participar de su ferviente
espíritu, y caminar siempre como hijos de la luz. A Tí Señor, que
nos enseñaste que toda luz debe ser puesta en lo alto de la
habitación para luminar a todos. Amén.
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