17
de Agosto
SANTA
BEATRIZ DA SILVA
Fundadora
de las Monjas Franciscanas de la Santísima Concepción de María
(†
1491)
Atributos:
Lirio, báculo pastoral, carta, estrella sobre la frente
Ver
también: www.SantaBeatriz.net
Breve
Cuenta
la leyenda que la bula papal que traía de Roma estas noticias
viajaba en un barco que naufragó, pero Beatriz la encontró en su
celda milagrosamente. Pasaron varios meses hasta que se reconoció la
validez del documento hallado y se hizo público; siete años en
total de gestiones en los Palacios de Galiana para establecer la
nueva Orden, y cuando todo estaba a punto de concluir felizmente,
muere Beatriz en olor de santidad a los 69 años de edad, el 17 de
agosto de 1492, víspera del octavario de San Lorenzo mártir.
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Don
Rui Gomes da Silva, bravo caballero portugués, participó en la toma
de Ceuta, y permaneció allí –territorio Luso en África, como
Alcaide de la fortaleza y villa fronteriza de Campo Mayor.
Por
su heroísmo y coraje, recibió allí en matrimonio a Doña Isabel de
Menezes, hija del Conde de Villa Real Santa Beatriz de Silva ilustre
descendiente del primer monarca portugués Don Alfonso Henriques. Fue
en el seno de aquel matrimonio que nació en 1426 Beatriz da Silva e
Menezes, octava hija del noble matrimonio. A su elevado origen, unía
Doña Isabel singulares virtudes de virtud y madre, que supo educar
con profundo sentido católico sus numerosos hijos.
Calmada
e inocente hasta los 23 años
Desde
su más tierna edad, Beatriz demostró cualidades excepcionales:
Docilidad, rectitud de conciencia,
inclinación a las virtudes, y atracción por las cosas elevadas y
espirituales. En cierta ocasión su padre le encomendó a
un pintor un cuadro de la Santísima Virgen María. Escogida para
posar como modelo, Beatriz se mantuvo todo el tiempo con los ojos
bajos, por humildad. El cuadro todavía existe, y es conocido como La
Virgen de los Ojos Cerrados.
Hasta
la edad de sus 23 años vivió calmadamente en el seno de su familia,
pero fue en 1447 cuando su vida sufrió un gran cambio. La
Princesa Doña Isabel –su prima hermana de 19 años de edad,
posteriormente madre de Isabel la Católica -, iba a contraer
matrimonio con Don Juan II de Castilla, y la escogía para que fuera
una de sus damas de honor en la Corte española.
Beatriz
confió entonces a Nuestra Señora la perspectiva abierta por tal
invitación, y aunque todavía en aquella época no estuviese
definido el dogma de la Inmaculada Concepción, era por ese nombre
que Beatriz gustaba siempre de invocar a la Virgen.
Una
voz interior le inspiraba el ideal de emprender algo verdaderamente
grande para la mayor gloria de la Madre de Dios, pero ella no sabía
cómo realizarlo. Pero ahora, parecía brillar una luz: ¿No sería
su ida para la Corte, un medio para poner en práctica ese ideal?.
Consta
que ni le pasó por la mente las honras, la posición social y la
relevancia que podría tener en la Corte. Su
preocupación era, sobre todo, la glorificación de Dios.
Virtud
intacta en medio de las tentaciones de la Corte
Beatriz
partió a la Corte pero encontró allá un ambiente muy diferente de
aquel en el que había sido educada y formada moralmente. La Corte
tenía la costumbre de desplazarse continuamente de Tordesillas hasta
Madrigal de las Altas Torres y viceversa, según las necesidades y
circunstancias.
El
Fausto y el lujo de las cortes del siglo XV, estaban alcanzado su
apogeo: banquetes, torneos, cacerías, bailes, fiestas, profusión de
hermosas joyas y vestidos, palacios ricamente decorados, todo eso
influenciaba negativamente sobre la clase noble, porque con ello no
faltaban las envidias, las comparaciones, las competencias, las
intrigas, la ambición y la hipocresía.
Y
Beatriz poseía una belleza, dignidad, gentileza y trato que
impresionaban extraordinariamente. Todo mundo en la Corte afirmaba
que nunca se había visto mujer noble más bella y recatada en
tierras de España y Portugal.
Recibía
por eso innumerables elogios muy frecuentes tanto de damas como de
caballeros. Pero Beatriz atraía mucho sobre
todo por la belleza espiritual. Su grandeza de alma la
mantenía notoriamente muy por encima de todas las frivolidades
mundanas, cualidad que al mismo tiempo la hacía ser muy
condescendiente y bondadosa con todos, excepto, claro está, con
aquellos o aquellas que ella notaba la podían desviar de su recto
camino.
Víctima
de los celos de la Soberana
Ya
habían pasado tres años desde la llegada de Beatriz a la Corte. Sus
virtudes que antes produjeron admiración comenzaron a volverse causa
de celos y comparaciones, de lo que incluso la propia reina Isabel no
quedó exenta.
Malvados
rumores comenzaron a salpicar dudas sobre la virtud de Beatriz, esto
porque el rey Don Juan II, hombre de carácter tímido e inseguro,
algunas veces buscaba aliento para gobernar su reino, en las elevadas
conversaciones que mantenía con ella. Surgieron entonces
en la mente de la reina ideas fantasiosas a cerca de la fidelidad
conyugal del rey, su esposo.
Poseída
de un odio que se fue haciendo cada vez más profundo, la reina
comenzó a maltratar y a humillar a Beatriz. Además de
reprenderla severamente en público, la aislaba del conjunto de sus
nobles damas de compañía, despreciándola por medio de palabras
ásperas y cortantes.
Aunque
la santa soportaba todas estas humillaciones con ejemplar humildad y
redoblase sus manifestaciones de amor y lealtad para con su reina,
esta decidió de una vez por todas librase de ella, pero no
simplemente apartándola de su compañía.
Cierta
noche, habiendo llegada muy cansada a sus aposentos, Beatriz derramó
abundantes lágrimas a los pies de una imagen de Nuestra Señora
implorándole fuerzas para mantenerse fiel en aquella dramática
situación, y poder cumplir el llamado que sentía en el fondo de su
alma.
De
repente oyó unos fuertes golpes en la puerta. ¿Quién podría ser a
esas horas?. Era la reina Doña Isabel que la fulminaba con una
mirada desorbitada, llevando en la mano una lámpara encendida.
“¡Sígame!”,
le ordenó con voz firme la soberana. La joven dama dejando pronto
sus aposentos, siguió a la reina que a pasos rápidos comenzó a
dirigirse a la parte inferior del castillo.
Atravesaron
largos corredores, y descendieron empinadas escaleras que conducían
a un subterráneo. Allí la oscuridad era completa, y las paredes
frías y húmedas. Beatriz tuvo miedo de las intenciones de la
soberana, que se detuvo ante un cofre grande, alto y estrecho y con
extraña y sarcástica carcajada, como si hubiese perdido la razón,
le dio:
“¡Ja!
Me has engañado hasta ahora. Pretendes conquistar al rey y librarte
de mí para subir al trono de Castilla. ¡No lo conseguirás!. Entra
ahí, o yo misma te arrojaré allá adentro”.
Mirándola
firmemente, Beatriz le respondió:
“Señora,
queréis matarme pero sabéis que soy inocente de las culpas que me
imputáis. Dios, justo juez, sea testigo de este vuestro acto. Que Él
os perdone esta locura, prima mía, dándoos la gracia del
arrepentimiento para purificar vuestra alma”.
Doña
Isabel la empujó con violencia dentro del cofre, y cerró la tapa
con una gran llave. Esperaba que la falta de oxígeno asfixiase a la
que torpemente creía su “rival”.
Entre
el pavor y la oscuridad brilla la Inmaculada
La
noble dama se vio entonces sin posibilidades de salvación. Moriría
sin los Sacramentos, sin ayuda de nadie, en una larga, lenta y
pavorosa agonía. Comenzaba a sentir ya la falta de aire. Solamente
un milagro podría ayudarle. Confiada, se dirigió entonces a su
Inmaculada:
“¡Oh
María Inmaculada, valedme!”. Y al momento, más
resplandeciente que el propio sol, apareció Nuestra Señora vestida
de blanco, con un manto azul y llevando al Niño Jesús en los
brazos.
“Hija
mía, no morirás. Te conservaré la vida para la realización de lo
que tanto has deseado. Fundarás una gran orden religiosa con el
título de la Inmaculada Concepción. Tus hijas vestirán un hábito
similar al que llevo – hábito blanco y capa azul -, y se dedicarán
a servir a Dios en unión conmigo”.
Arrebatada
por tal visión, Beatriz permaneció tres días en el cofre, llena de
consolación y alegría sin sentir pasar el tiempo.
Su
tío, Don Juan de Menezes, que también residía en la Corte, notando
la ausencia de su sobrina, fue a pedirle noticias a Doña Isabel.
Entonces la reina, recuperando algo de cordura, y profundamente
arrepentida de lo que hizo, lo condujo hasta el lugar del cofre,
seguramente implorando al cielo un milagro para remediar su error. Y
así fue. Al abrir el cofre, salió Beatriz bella y reluciente como
un diamante.
Preparación
para una gran fundación
Beatriz
perdonó a su prima, pero resolvió alejarse de las intrigas de la
Corte, y buscar refugio en el monasterio de Santo Domingo el Real
situado en Toledo. En aquellos tiempos era común que los conventos
alojaran personas de alta categoría que, sin obligación de
someterse al reglamento, llevaran sin embargo vida monacal. Y era ese
el estilo de vida que Beatriz anhelaba. No
le serviría más a una reina de la tierra, sino a la Reina de los
Cielos.
Doña
Isabel, para reparar todo lo que había hecho, le preparó lo
necesario para hacer aquel largo, arriesgado y penoso viaje. En el
camino se encontró con dos frailes franciscanos que le hablaron
proféticamente sobre el futuro de la fundación.
Ella
los convidó a cenar en la próxima posada donde se detendrían, pero
a los ojos de todos, los dos frailes desaparecieron.
Comprendió entonces Beatriz que se trataba nada menos que de San
Francisco de Asís y San Antonio de Padua, que se le aparecieron para
fortalecerla y animarla a seguir en su emprendimiento.
Después
de trasponer los umbrales de la clausura del monasterio, la noble
dama cubrió para siempre su bello rostro con un velo blanco, que
usaría hasta el fin de su vida para ocultar su hermosura a los ojos
del mundo, y ofrecérsela solamente a Dios. Nunca más aquella
bella fisonomía –que conservaría su lozanía frescura hasta la
muerte, volvería a ser vista por las criaturas.
El
silencio, el recogimiento y el ceremonial del monasterio, la
prepararon para enfrentar las dificultades que serían la base de su
fundación. La visión que había tenido dentro de aquel bendito
cofre nunca la abandonaba… pero ¿cuándo llegaría el día de
vestir aquel hábito azul y blanco, símbolo de la Inmaculada?
Frutos
de una larga espera
Las
largas esperas anuncian que Dios será generoso en el momento de dar.
Pasaron más de treinta años. Vistiendo siempre un simple sayal
religioso, Beatriz, apenas como huésped del monasterio, se
comportaba de la manera como perfecta religiosa, tanto que muchas
monjas profesas la tomaban como modelo.
El
1484 –Beatriz ya de 58 años de edad, una importante visita llega
al monasterio: era la reina Isabel la Católica,
hija de aquella otra Isabel que había querido quitarle la vida a
Beatriz.
La
actual reina de España, venía a pedir oraciones a las monjas, dada
la difícil situación política en que se encontraba el reino.
Habiendo tenido oportunidad de conversar con la reina, ésta, al
final de la conversación, muy interesada en lo que le contara
Beatriz, le ofreció un palacio de su propiedad junto a la iglesia de
la Santa Fe en el propio Toledo, para que iniciara allí su tan
anhelada obra. Beatriz vio en esa oferta la mano de la Divina
Providencia y aceptó: ¡Había llegado el momento de la fundación!.
La
fundación
La
noticia de la fundación del nuevo monasterio corrió rápidamente
por todas partes. Bien pronto se presentaron varias candidatas, la
gran mayoría provenientes de familias de la nobleza, que quería
vincularse a esa nueva orden religiosa femenina perteneciente a las
Concepcionistas Franciscanas, pues se había
decidido que sería una rama de la Orden de los Frailes Menores o
Franciscanos. A todas las candidatas Beatriz las instruiría sobre la
austeridad de la vida monacal, la clausura rigurosa, el silencio y el
espíritu de mortificación.
Doce
de esas jóvenes perseveraron en sus piadosos deseos, incluida Filipa
da Silva, sobrina de Santa Beatriz, quien se empeñó totalmente en
la formación de sus hijas espirituales, tomando como modelo y
maestra a su Santa Madre, logrando que todas se moldearan por ese
gran espíritu.
Vivían
en contemplación vistiendo el hábito blanco y la capa azul de la
aparición y además ceñían el cordón franciscano. Usaban también
un gran broche con la imagen de la Inmaculada rodeada de rayos y
coronada por doce estrellas.
¿Con
la fundación de ese convento entonces quedaba ya establecida la
Orden de la Inmaculada Concepción?. No tan rápido. Faltaba
todavía la aprobación definitiva del instituto con su reglamento,
con su tipo de hábito, y su título de Orden de la Inmaculada
Concepción. Y todo esto era preciso solicitarlos ante la
Santa Sede. De todo esto se encargaría la propia reina Isabel la
Católica que gozaba de mucho aprecio y estima ante el Pontífice
reinante Su Santidad Inocencio VIII.
Pasado
algún tiempo, una vez Beatriz fue llamada al locutorio del convento
por un caballero, que solicitaba comunicarle algo especial. Le traía
la noticia que el papa había ya aprobado la fundación de la Orden,
y que la respectiva Bula Pontificia ya venía de camino en un barco.
Entonces se cuenta que hubo alegría y fiesta no solo en el convento
sino en el mismo Toledo. Pero pasados ya unos días, el mismo
caballero regresó con una muy mala noticia: el barco había
naufragado, y por lo tanto la Bula se había perdido.
Beatriz
-muy sensible a este tipo de acontecimientos, llevó un duro golpe
moral. ¿Sería alguna señal de la Divina Providencia?. Puesta en
oración delante del sagrario, sus hijas espirituales la acompañaban
orando todas por el futuro de la Fundación. Permaneciendo en
imbatible confianza –pues la Santísima Virgen nunca deja inacabado
algo que comienza -, rezaban mucho porque el tiempo de la demora era
difícil de calcular.
Confianza
equivale a milagro
Después
de tres días de oración continua, Beatriz buscando algo en la
gaveta de un mueble del que solamente ella tenía la llave, encontró
de repente un pergamino que incluso olía a sal marina.
Estremecido su corazón con el olor de mar, alcanzó a pensar que
aquello era nada menos que la propia Bula, cogiéndolo notó que un
sello pendía de una cinta y lo desenrolló inmediatamente.
Percibiendo algunas palabras en latín, se dio cuenta que aquello
podría fácilmente ser la esperada Bula.
Para
garantizarse y certificar que se trataba de un verdadero milagro,
Beatriz envió inmediatamente al Obispo el documento para que le
diera su parecer: Efectivamente se trataba de la Bula Inter Universa
con la aprobación Pontificia de la Orden de la Inmaculada Concepción
fechada 30 de abril de 1489. ¡Quedó conocida con el nombre de la
Bula del Milagro!.
Beatriz
fue muy devota del Arcángel San Rafael, desde la infancia y siempre
estuvo convencida que aquel caballero que le había traído las
noticias de la Bula había sido él, y él mismo quien la recuperó
del naufragio.
Un
sacrificio y renuncia
En
el mes de agosto de 1490, cuando todas las religiosas hacían el
retiro para la solemne profesión de los votos religiosos y la
recepción oficial del tan deseado bello hábito, Santa Beatriz de
Silva, la propia Santísima Virgen se le apareció a Santa Beatriz, y
le dijo:
“Hijita,
no es mi voluntad ni la de mi Hijo que goces aquí en la tierra lo
que tanto has deseado. De hoy en diez días estarás conmigo ya en el
Paraíso”.
Entonces
Beatriz cayó enferma de gravedad, e informó a su confesor acerca de
la visión que había tenido. Manteniéndose calma y confiada,
ofreció a Dios Nuestro Señor aquello que siempre había querido:
ver la realización de la fundación de su Orden religiosa. Enferma
recibió el hábito, e hizo los respectivos votos.
Para
suministrarle el Sacramento de la extrema unción de los enfermos, se
tuvo que proceder al descubrirle el rostro, lo cual dejó a todos
asombrados por su extrema belleza, y una pequeña estrella que
refulgía sobre su frente iluminándole la sonrisa. La estrella
permaneció hasta que Santa Beatriz, exhaló su último suspiro el
día 16 de agosto de 1491.
La
estrella sigue refulgiendo
Continúa
en los Cielos de la Santa Iglesia brillando la estrella de la
Inmaculada. Los ecos de la santidad de Beatriz, que ya se hacían oír
durante su vida, se propagaron rápidamente después de su santa
muerte. El propio crecimiento de la nueva Orden –que célebremente
se expandió con tremendas dificultades, es prueba de la intercesión
de Santa Beatriz.
El
Papa Paulo VI la canonizó en octubre de 1976. Sus reliquias son
veneradas actualmente en el monasterio de la Concepción de Toledo.
De ellas exhala comprobadamente en algunas ocasiones un agradable
perfume. La Orden de la Concepcionistas fue la primea
institución religiosa femenina que se estableció en América hacia
el año de 1530 en la hoy ciudad de Quito, Ecuador. Actualmente ella
cuenta con algo más de 200 conventos esparcidos por los cuatro
continentes: Europa, América, Asia y África.
El
humilde árbol nacido en la oscuridad de un húmedo cofre, habría de
extender su ramaje por toda la tierra, y amparar bajo su protectora
sombra todas aquellas almas deseosas de servir a Aquella que es
“Bella como la luna, brillante como el
sol, y terrible como un ejército en orden de batalla”
(Ct 6, 10).
(Revista
Heraldos del Evangelio, Dic/2008, n. 84, pag. 30 a 33)
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Homilía
de S.S. Pablo VI en la misa de su canonización (3-X-76)
El día 3
de octubre de 1976, el Papa Pablo VI canonizó a Beatriz de Silva,
Fundadora de las Monjas Franciscanas de la Santísima Concepción de
María. Durante la Misa, pronunció la siguiente homilía:
Nos
resulta imposible tejer el breve elogio de la nueva Santa,
acostumbrado en el momento de una canonización, que parece proyectar
los rasgos de una faz gloriosa ante nuestra mirada jubilosa, porque,
de la misma manera que el rostro extraordinariamente bello y puro de
Beatriz de Silva permaneció oculto durante largos años de su vida
terrena, hasta su bienaventurada muerte, así también demasiados
aspectos de su biografía sólo han llegado hasta nosotros de forma
refleja, en la documentación histórica, como «per speculum in
aenigmate», a través de la cual se trasparenta como figura
inocente, humilde y luminosa, a pesar de no conceder a nuestra
humana, pero legítima curiosidad, ningún signo de expresión
personal.
Vienen a
los labios las palabras de Dante: «¿Dónde está Beatriz?» (Par.
32,85); o aquellas otras palabras bíblicas, en las que se percibe el
eco de un amor místico: «Paloma mía,...
muéstrame tu rostro, déjame oír tu voz, porque tu voz es suave y
hermoso tu rostro» (Cant 2,14).
De hecho,
ninguna palabra de esta Santa ha llegado hasta nosotros en sus
sílabas textuales y, por tanto, ningún eco de su voz; y tampoco
ningún escrito de su mano, ningún retrato de su rostro, demasiado
bello según se dijo, para que en sus años jóvenes no fuera causa
de turbación. Ni siquiera un estatuto definitivo de la Regla para la
familia religiosa que ella fundó, inaugurando con su muerte el
nacimiento de la misma.
Surge así
un interrogante en el ánimo de quien dirige la atención y la
devoción a esta ciudadana del cielo: ¿será su vida una leyenda?.
¿Será su obra un mito?. No, no. Beatriz de Silva, antes de estar en
el reino eterno del cielo, fue ciudadana de la tierra; y los
documentos, relativos a su origen, más aún, su obra de fundadora y
una nueva y siempre floreciente familia religiosa, la de las Monjas
Franciscanas de la Santísima Concepción de María, no dejan duda
alguna, sino que confieren particular certeza y edificante
ejemplaridad a la historia hagiográfica de esta espléndida figura.
Santa
Beatriz de Silva, portuguesa de origen, pasó la mayor parte de su
existencia terrena en tierra de España. Séanos, pues, permitido
rendir homenaje a estas dos nobles naciones utilizando sus lenguas
para trazar, con rápidas pinceladas, el perfil biográfico de una
mujer que habla a nuestro corazón de creyentes, si no con escritos,
sí con la elocuencia más convincente de la vida.
Beatriz de
Silva nació en Ceuta, ciudad del norte de África asomada al
Mediterráneo, y que en aquella época se encontraba bajo el dominio
de la corona de Portugal. El feliz acontecimiento tuvo lugar con
mucha probabilidad en 1426, aunque algunos biógrafos hablen de 1424.
Nació
portuguesa, por tanto. Su padre, don Ruy Gomes de Silva, aún joven,
combatió en la conquista de la referida ciudad de Ceuta, en 1415; y
se portó con tanto denuedo y valor, que el capitán de la plaza, de
nombre don Pedro de Meneses, le premió concediéndole en matrimonio
a su propia hija Isabel. Ésta, por diversos enlaces, estaba
emparentada con las casas reales de España y Portugal.
Nacieron
de este matrimonio once hijos, criados y educados con amor y con la
esclarecida prudencia de un alma profundamente cristiana como la de
los progenitores, sobre todo la madre. Además de Beatriz, descolló
entre ellos el beato Amadeo de Silva, que abrazó en Italia la Orden
de San Francisco y dio origen a una rama de la Orden de Frailes
Menores, reformados, conocidos con el nombre de Amadeos.
Hacia
1433, el padre de Beatriz de Silva Meneses fue nombrado alcalde
principal de la villa de Campo Mayor, en Portugal, a donde se
trasladó con toda su familia. En Portugal, por tanto, pasó la nueva
Santa los tiempos de su infancia y juventud, cultivando las excelsas
cualidades de su alma privilegiada, y preparándose para las pruebas
futuras. La experiencia de sufrimientos
físicos y morales, como prueba de amor, es frecuente en el camino
que deben recorrer aquellos a quienes el Señor quiere dar la corona
de la vida, prometida a quienes lo aman (cf. Santiago 1,12).
En el año
1447, al casarse Isabel, hija de Juan príncipe de Portugal, con Juan
II rey de Castilla, llevó consigo a tierras de Castilla a Beatriz,
la cual había cumplido los veinte años.
Sin
embargo, pasado cierto tiempo, debido a que su belleza provocaba la
admiración de los nobles o, quizás, porque la misma reina temía
ver en ella una peligrosa rival, Beatriz abandonó la corte real que
estaba en Tordesillas (Valladolid) e ingresó en el monasterio
cisterciense de Santo Domingo de Silos, en Toledo, en el que durante
treinta años se dedicó únicamente a Dios.
Después
de estos casi treinta años de dedicación a Dios, decidió fundar un
nuevo monasterio, u Orden de la Inmaculada Concepción, en honor del
Misterio de la Inmaculada Concepción y para la propagación de su
culto. Así, pues, el año 1484 abandonó el monasterio de Santo
Domingo y pasó, con algunas compañeras, a una casa llamada Palacio
de Galiana, que le había donado la reina Isabel la Católica.
El día
treinta de abril de 1489, a petición de Beatriz y de la misma reina
Isabel, el Papa Inocencio VIII autorizó la fundación del nuevo
monasterio, y aprobó las principales reglas que, entre tanto,
habrían de observarse en el mismo.
Sin
embargo, antes de que, conforme al permiso pontificio, se iniciara a
la vida regular en el nuevo monasterio, Beatriz subió a los cielos.
No obstante, su Instituto no desapareció y, a pesar de algunas
dificultades, se convirtió en una verdadera Orden religiosa, y
obtuvo su propia regla el año 1511.
Esto es lo
que, en síntesis, nos dicen las fuentes históricas sobre Santa
Beatriz de Silva. Y ahora el alma se queda pensativa ante esta frágil
figura de mujer velada, a la que un cierto hálito de misterio hace
más sugestiva, y se pregunta si ella tiene un mensaje para el hombre
actual, tan alejado, psicológicamente, de aquel mundo poblado de
caballeros, príncipes y damas, en el que ella naciera. Debemos
contestar que sí ciertamente.
Está,
desde luego, el mensaje representado por la obra misma de Santa
Beatriz, la Orden de las Concepcionistas, esbozado por su corazón
enamorado de Dios.
La nueva
familia religiosa se difundió rápidamente por las diversas naciones
europeas y después también por el Nuevo Mundo, que se acababa de
descubrir (la primera fundación Concepcionista en Méjico se remonta
a 1540), y está en nuestros días bien representada en la Iglesia:
con sus cerca de 3.000 monjas, que pueblan los actuales 150
monasterios esparcidos por el mundo, la Orden da testimonio de su
presencia vital en la Iglesia, una presencia que se califica por el
empeño de la penitencia y de la contemplación.
En una
sociedad permisiva como la actual, la estricta clausura, determinada
por la Regla en todos sus detalles con bastantes años de
anticipación sobre la reforma tridentina, y observada aún en
nuestros tiempos por las Concepcionistas, que han preferido estar
físicamente ausentes de esta celebración para estar en Dios
espiritualmente más próximas a su Madre, pretende precisamente
favorecer el íntimo recogimiento, necesario para un más intenso y
continuado coloquio con Dios.
¿Cómo no
recordar a este respecto las palabras, de sabor claramente
franciscano, con las que el capítulo X de la Regla insiste en la
dimensión orante y contemplativa de la Orden? «Consideren
atentamente las hermanas que, sobre todo, deben desear tener el
Espíritu del Señor, y su santa operación, con pureza de corazón y
oración devota; purificar la conciencia de los deseos terrenos, y de
las vanidades del siglo, y hacerse un solo espíritu con Cristo, su
Esposo, mediante el amor».
Para
el hombre moderno, encarcelado en el torbellino de las impresiones
sensoriales, multiplicadas por los «mass-media» hasta límites
obsesivos, la presencia de estas almas silenciosas y vigilantes,
entregadas al mundo de las realidades «no visibles» (cf. 2 Cor
4,18; Rm 8,24ss), ¿no representa quizá una llamada providencial a
no perder una dimensión constitutiva de su naturaleza, la de la
vocación a caminar por los horizontes ilimitados de lo divino?.
Pero hay,
además, un segundo mensaje que acerca a Santa Beatriz a nuestra
experiencia, haciéndonos apreciar toda la actualidad del testimonio
que ella nos presenta.
Vivimos
en una sociedad permisiva, que parece no reconocer frontera alguna.
El resultado está a la vista de todos: la expansión del vicio en
nombre de una malentendida libertad, que, ignorando el grito
indignado de las conciencias rectas, se burla y conculca los valores
de la honestidad, del pudor, de la dignidad, del derecho de los
demás, es decir, de los valores sobre los que se basa cualquier
convivencia civil ordenada.
Ahora
bien, la sociedad nobiliaria del período del renacimiento, aquellos
ambientes cortesanos, tal como se nos describen en las crónicas de
la época, presentan con mucha frecuencia, aunque con nobles
excepciones, un panorama en el cual se reflejan bastante bien algunas
tristes experiencias de hoy.
Fue
aquel ambiente en el que Santa Beatriz maduró su opción: habiéndose
dado cuenta pronto de las pasiones que su excepcional belleza
suscitaba en torno, como flor que, germinaba en terreno pantanoso,
eleva hacia lo alto su intacta corola a fin de acoger el primer rayo
de sol, así la noble muchacha «sin más dilación en determinarse
-es su primer biógrafo el que narra el episodio-, tomó su camino, y
dejó la inquietud de la corte, huyendo de ella, para venir a recibir
la ley de la conversión saludable, después de cuyo cumplimiento
entrase a la tierra prometida de los santos».
Pero
no se limitó a esto la generosidad de su determinación virginal:
«Acordándose -sigue siendo el primer biógrafo el que narra- de la
hermosura que de Dios había recibido, determinó que ningún hombre
ni mujer le viese el rostro mientras viviese».
¿Exageración?.
Los santos representan siempre
una provocación para el conformismo de nuestras costumbres,
consideradas sabias sencillamente porque nos resultan cómodas.
El radicalismo de su testimonio quiere ser una sacudida para nuestra
pereza, y una invitación al redescubrimiento de algún valor
olvidado; el valor, por ejemplo, de la castidad como valeroso
autocontrol de los instintos y gozosa experiencia de Dios, en la
límpida transparencia del espíritu. ¿No es acaso ésta una lección
de la máxima actualidad para los hombres de hoy?
Santa
Beatriz de Silva quiere decirnos todavía una última palabra esta
mañana. Es quizá la palabra más importante, porque en ella está
encerrado el secreto de su experiencia espiritual, y el de su
santidad.
Esta
palabra es el nombre de María, y más concretamente el de María
Inmaculada. La blanca limpieza de la Virgen fue el ideal de su vida;
lo subraya su primer biógrafo: «Se le
fue acrecentando la gracia de una singular devoción a la Concepción
sin mancilla de la Reina del Cielo, de la cual, desde que algo supo,
fue entrañablemente devota».
Aquella
devoción la legó, como herencia significativa, a sus hijas
espirituales, disponiendo que ella fuera la característica de la
nueva Orden, «una Orden -y usamos ahora las expresiones de otro
antiguo biógrafo suyo- en la que por deber, no menos que por
significación de hábito y Regla, aprobada por la santa Iglesia de
Roma, fuese esta Santísima Concepción de la Virgen gloriosa,
honrada, afirmada y ensalzada con continuas alabanzas».
De esta
forma, no pocos siglos antes de la proclamación del dogma, y
mientras todavía hervían las discusiones teológicas, la Inmaculada
Concepción se manifestaba como fuerza viva en la historia de la
salvación y en la vida de la Iglesia, suscitando una Orden
contemplativa que se inspiraba en el níveo fulgor de la «Toda pura»
y recibía de ella energías para una más generosa consagración a
Cristo, en el cotidiano esfuerzo para no apartar nada de la dulce
soberanía de su amor.
Es
éste un mensaje válido también para nosotros, artífices de un
progreso que nos exalta y nos asusta al mismo tiempo por su
intrínseca ambigüedad, dado que somos portadores de aspiraciones
nobilísimas, y al mismo tiempo estamos sometidos a humillantes
debilidades; para nosotros, hombres modernos «atormentados entre la
esperanza y la angustia» (Gaudium et spes, 4).
¿Cómo no
sentir la fascinación de María, que «con
su materna caridad se preocupa por los hermanos de su Hijo, que
peregrinan aún, y están puestos en medio de peligros y afanes»
(Lumen Gentium, 62)?. ¿Cómo no sentir la necesidad de extender a
Ella nuestras manos, inciertas las más de las veces y titubeantes, a
fin de que Ella nos afiance y nos conduzca por los caminos seguros
que llevan a su Hijo?.
Esta
es la invitación que, como síntesis de toda su experiencia
espiritual, nos dirige hoy Santa Beatriz de Silva: mirar a María
Inmaculada, seguir su ejemplo, invocar su protección, porque en el
providente designio de salvación «la Madre de Jesús... brilla en
este mundo... ante el Pueblo de Dios peregrino, como signo de segura
esperanza y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor» (Lumen
Gentium, 68).
¡Honor y gloria a Portugal, noble país de hidalga tradición de fidelidad a la Iglesia, hoy en fiesta con la fiesta de la Iglesia, al ser canonizada una hija suya, que es llamada y estímulo particular para los portugueses!. A vosotros, amados hijos presentes, y en particular a los familiares de la nueva Santa, nuestro cordial saludo con deseos de todo bien, con la celeste protección de Santa Beatriz de Silva para el querido Portugal.
¡Honor y gloria a Portugal, noble país de hidalga tradición de fidelidad a la Iglesia, hoy en fiesta con la fiesta de la Iglesia, al ser canonizada una hija suya, que es llamada y estímulo particular para los portugueses!. A vosotros, amados hijos presentes, y en particular a los familiares de la nueva Santa, nuestro cordial saludo con deseos de todo bien, con la celeste protección de Santa Beatriz de Silva para el querido Portugal.
¡Honor
y alabanza a España, que ha sabido cultivar y
conservar con tanto esmero este nuevo brote de santidad!. Él viene a
acrecentar el rico patrimonio espiritual de esta Nación bendecida,
que ha dado al mundo ejemplares tan eximios en el camino de la
virtud, del seguimiento de Cristo, de fidelidad a la Iglesia.
Pueda
el ejemplo de la nueva Santa suscitar, sobre todo en las jóvenes
generaciones, una floración abundante de espiritualidad.
Así lo pedimos a Santa Beatriz de Silva, mientras le suplicamos que
proteja constantemente a España y a la Iglesia.
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Recordamos
con Amor y Agradecimiento a:
-SAN
JACINTO DE POLONIA († 1257)
-Santos
Liberato, Bonifacio, Siervo, Rústico, Rogato, Séptimo y
Máximo, martirizados por Hunerico, rey de los vándalos, Cartago,
483.
-San
Mirón, Obispo de Zizico, Grecia, 253.
-Santos
Estratán, Filipe y Eutiquio, mártires, Nicomedia, 303.
-San
Anastasio, Obispo de Terni (Italia), 553.
-Santos
Pablo y Juliana, mártires, Tolemaida de Palestina, 260.
-Santa
Clara de Montefalco (Italia), virgen. A los seis años
entró en el convento de agustinas de Santa Cruz, y practicó las más
ásperas penitencias, mortificando su inocente cuerpo. Cuentan sus
biógrafos que fue tal su amor a la castidad, que no miró nunca el
rostro de un hombre. Mantuvo casi toda su vida relaciones con una
hermana suya, Juana, monja del mismo convento, que había muerto en
olor de santidad. Dios la favoreció
imprimiendo en su cuerpo las llagas de su sagrada pasión;
Montefalco, 1209.
-Beato
Carlomán (18 agosto), hijo de Carlos Mantel, monje de
Montecasino, 756.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que podamos aprender y apreciar
de Santa Beatriz da Silva tu llamado a la castidad, en medio de
tantas incitaciones en sentido contrario de la sociedad que nos
rodea, pero peor aún, del llamado de la carne que anida en nuestro
corazón. A Tí Señor, que nos hiciste parte de tu Cuerpo Místico
en la Última Cena. Amén.
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