13
de agosto
San
Ponciano, 18ª Papa y San Hipólito, sacerdote
Mártires
+235
Ponciano
fue ordenado obispo de Roma el año 231. El emperador Maximino lo
desterró a Cerdeña, a trabajo forzado en las minas, el año 235,
junto con el presbítero Hipólito. San Ponciano fue el primer Papa
que abdicó su pontificado.
Juntos
murieron Mártires en el año 235.
Prefirieron
extremos sufrimientos que renunciar a Jesucristo. El Cuerpo de
Ponciano fue sepultado en el cementerio de Calixto, y el de Hipólito
en el de la vía Tiburtina. La Iglesia romana tributaba culto a ambos
mártires ya a principios del siglo IV.
El
13 de agosto celebramos el trasladado de los restos de San Ponciano,
Papa, a la cripta de los Papas en el cementerio de San Calixto, y de
San Hipólito, sacerdote, al cementerio de la vía Tiburtina.
El
Papa Pablo VI, el 13 de Agosto de 1969, autorizó que la celebración
de ambos mártires se realizara el mismo día 13 de agosto.
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Liturgia
de las horas, 23 de diciembre
PRIMERA
LECTURA
Del
Libro del Profeta Isaías 51, 1-11
SEGUNDA
LECTURA
Del
Tratado de San Hipólito, Presbítero, contra la herejía de Noeto
(Caps.
9-12: PG 10, 815-819)
Manifestación
del misterio escondido
Hay
un único Dios, hermanos, que sólo puede ser conocido a través de
las Escrituras santas. Por ello debemos esforzarnos por
penetrar en todas las cosas que nos anuncian las divinas Escrituras,
y procurar profundizar en lo que nos enseñan.
Debemos
conocer al Padre como Él desea ser conocido, debemos glorificar al
Hijo como el Padre desea que lo glorifiquemos, debemos recibir al
Espíritu Santo como el Padre desea dárnoslo. En todo
debemos proceder no según nuestro arbitrio, ni según nuestros
propios sentimientos, ni haciendo violencia a los deseos de Dios,
sino según los caminos que el mismo Señor
nos ha dado a conocer en las Santas Escrituras.
Cuando
sólo existía Dios, y nada había aún que coexistiera con Él, el
Señor quiso crear al mundo. Lo creó por su inteligencia,
por su voluntad y por su palabra; y el mundo llegó a la existencia
tal como Él lo quiso, y cuando Él lo quiso. Nos basta, por tanto,
saber que, al principio, nada coexistía con Dios, nada había fuera
de Él.
Pero
Dios, siendo único, era también múltiple. Porque
con Él estaba su sabiduría, su razón, su poder y su consejo; todo
esto estaba en Él, y Él era todas estas cosas. Y, cuando quiso y
como quiso, y en el tiempo por Él mismo predeterminado, manifestó
al mundo su Palabra, por quien fueron hechas todas las cosas.
Y
como Dios contenía en sí mismo a la Palabra, aunque ella fuera
invisible para el mundo creado, cuando Dios hizo oír su voz, la
Palabra se hizo entonces visible; así, de la luz que es el Padre
salió la luz que es el Hijo, y la imagen del Señor fue como
reproducida en el ser de la criatura; de
esta manera el que al principio era sólo visible para el Padre,
empezó a ser visible también para el mundo, para que éste, al
contemplarlo, pudiera alcanzar la salvación.
El
sentido de todo esto es que, al entrar en el mundo, la Palabra quiso
aparecer como Hijo de Dios; pues, en efecto, todas las cosas fueron
hechas por el Hijo, pero Él engendrado únicamente por el Padre.
Dios
dio la ley y los profetas, impulsando a éstos a hablar bajo
la moción del Espíritu Santo, para que, habiendo
recibido la inspiración del poder del Padre, anunciaran su consejo y
su voluntad.
La
Palabra, pues, se hizo visible, como dice San Juan. Y repitió en
síntesis todo lo que dijeron los profetas, demostrando así que es
realmente la Palabra, por quien fueron hechas todas las cosas.
Dice:
“En el principio ya existía la
Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.
Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de
lo que se ha hecho”.
Y más adelante: “El mundo se hizo
por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los
suyos no la recibieron”.
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Del
oficio de lectura, 8 de Enero
El
Agua y el Espíritu
Del
Sermón en la Santa Teofanía, atribuido a San Hipólito, presbítero.
Núms. 2.6-8. 10
Jesús
fue a donde Juan y recibió de él el bautismo. Cosa
realmente admirable. La corriente inextinguible que alegra la ciudad
de Dios, es lavada con un poco de agua. La fuente inalcanzable, que
hace germinar la vida para todos los hombres, y que nunca se agota,
se sumerge en unas aguas pequeñas y temporales.
El
que se halla presente en todas partes, y jamás se ausenta, el que es
incomprensible para los ángeles, y está lejos de las miradas de los
hombres, se acercó al bautismo cuando Él quiso. Se abrió el cielo,
y vino una voz del cielo que decía: «Éste
es mi Hijo, el amado, mi predilecto».
El
amado produce Amor, y la luz inmaterial genera una luz inaccesible:
«Este es el que se llamó hijo de José, es mi Unigénito según
la esencia divina».
Este
es mi Hijo, el amado: aquel que pasó hambre, y dio de comer a
innumerables multitudes; que trabajaba, y confortaba a los que
trabajaban; que no tenía dónde reclinar su cabeza, y lo había
creado todo con su mano; que padeció, y curaba todos los
padecimientos; que recibió bofetadas, y dio al mundo la libertad;
que fue herido en el costado, y curó el costado de Adán.
Pero
prestadme cuidadosamente atención: quiero acudir a la fuente de la
vida, quiero contemplar esa fuente medicinal.
El
Padre de la inmortalidad envió al mundo a su Hijo, Palabra inmortal,
que vino a los hombres para lavarlos con el Agua y el Espíritu: y,
para regenerarnos con la incorruptibilidad del alma y del cuerpo,
insufló en nosotros el espíritu de vida y nos vistió con una
armadura incorruptible.
Si,
pues, el hombre ha sido hecho inmortal, también será dios.
Y si se ve hecho dios por la regeneración del baño del bautismo, en
virtud del Agua y del Espíritu Santo, resulta también que después
de la resurrección de entre los muertos, será
coheredero de Cristo.
Por
lo cual, grito con voz de pregonero: Venid,
las tribus todas de las gentes, al bautismo de la inmortalidad.
Ésta es el agua unida con el Espíritu, con la que se riega el
paraíso, se fecunda la tierra, las plantas crecen, los animales se
multiplican; y, en definitiva, el agua por la que el hombre
regenerado se vivifica, con la que Cristo fue bautizado, sobre la que
descendió el Espíritu Santo en forma de paloma.
Y
el que desciende con fe a este baño de regeneración, renuncia al
diablo y se entrega a Cristo, reniega del enemigo y confiesa que
Cristo es Dios, se libra de la esclavitud, y se reviste de la
adopción, y vuelve del bautismo tan espléndido como el sol,
fulgurante de rayos de justicia; y, lo que es el máximo don, se
convierte en hijo de Dios y coheredero de Cristo.
A
Él la gloria y el poder, junto con el Espíritu Santo, bueno y
vivificante, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
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Del
Oficio de Lectura, 13 de agosto, San Ponciano, Papa y San Hipólito,
Presbítero. Mártires
Fe
inquebrantable
De
las cartas de San Cipriano, obispo y mártir
Carta
10, 2-3. 5
¿Con
qué alabanzas podré ensalzaros, hermanos valerosísimos?. ¿Cómo
podrán mis palabras expresar debidamente vuestra fortaleza de ánimo
y vuestra fe perseverante?. Tolerasteis una durísima lucha hasta
alcanzar la gloria, y no cedisteis ante los suplicios, sino que
fueron más bien los suplicios quienes cedieron ante vosotros.
En
las coronas de vuestra victoria hallasteis el término de vuestros
sufrimientos, término que no hallabais en los tormentos. La cruel
dilaceración de vuestros miembros duró tanto, no para hacer vacilar
vuestra fe, sino para haceros llegar con más presteza al Señor.
La
multitud de los presentes contempló admirada la celestial batalla
por Dios, y el espiritual combate por Cristo, vio cómo sus siervos
confesaban abiertamente su fe con entera libertad, sin ceder en lo
más mínimo, con la fuerza de Dios, enteramente desprovistos de las
armas de este mundo, pero armados, como
creyentes, con las armas de la fe.
En
medio del tormento, su fortaleza superó la fortaleza de aquellos que
los atormentaban, y los miembros golpeados y desgarrados, vencieron a
los garfios que los golpeaban y desgarraban.
Las
heridas, aunque reiteradas una y otra vez, y por largo tiempo, no
pudieron, con toda su crueldad, superar su fe inquebrantable, por más
que, abiertas sus entrañas, los tormentos recaían no ya en los
miembros, sino en las mismas heridas de aquellos siervos de Dios.
Manaba
la sangre que había de extinguir el incendio de la persecución, que
había de amortecer las llamas y el fuego del infierno.
¡Qué espectáculo a los ojos del Señor, cuán sublime, cuán
grande, cuán aceptable a la presencia de Dios, que veía la entrega
y la fidelidad de su soldado al juramento prestado, tal como está
escrito en los salmos, en los que nos amonesta el Espíritu Santo,
diciendo. “Es valiosa a los ojos del
Señor la muerte de sus fieles. Es valiosa una muerte semejante, que
compra la inmortalidad al precio de su sangre, que recibe la corona
de mano de Dios, después de haber dado la máxima prueba de
fortaleza”.
Con
qué alegría estuvo allí Cristo, cuán de buena gana luchó y
venció en aquellos siervos suyos, como protector de su fe, y dando a
los que en Él confiaban tanto, cuanto cada uno confiaba en recibir.
Estuvo presente en su combate, sostuvo,
fortaleció, animó a los que combatían defender el honor de su
nombre. Y el que por nosotros venció a la muerte de
una vez para siempre, continúa venciendo en nosotros.
Dichosa
Iglesia nuestra, a la que Dios se digna honrar con semejante
esplendor, ilustre en nuestro tiempo por la sangre gloriosa de los
mártires. Antes era blanca por las obras de los hermanos; ahora se
ha vuelto roja por la sangre de los mártires.
Entre
sus flores no faltan ni los lirios ni las rosas. Que cada uno de
nosotros se esfuerce ahora por alcanzar el honor de una y otra
altísima dignidad, para recibir así las coronas blancas de las
buenas obras, o las rojas del martirio.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que por los méritos e
intercesión de San Ponciano Papa e Hipólito sacerdote, podamos
testimoniar nuestro Amor y Agradecimiento en Tu Santo Nombre,
sabiendo glorificarlo todos los días de nuestra vida. Amén.
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