Domingo,
15 de Mayo
DOMINGO
DE PENTECOSTÉS
Envía
tu Espíritu, Señor, para que renueve la faz de la tierra
MISA
DEL DIA
PRIMERA
LECTURA
Lectura
del libro de los Hechos de los apóstoles 2, 1-11
Se
llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar
Al
llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo
lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio,
resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas
lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de
cada uno. Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar
en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le
sugería.
Se
encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las
naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron
desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.
Enormemente sorprendidos, preguntaban:
-
«¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo
es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?
Entre
nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia,
Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en
Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos
forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay
cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas
de Dios en nuestra propia lengua.»
Palabra
de Dios.
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Salmo
responsorial
Sal
103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31 y 34
Envía
tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra
Bendice,
alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!. Cuántas son
tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas.
Les
retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu
aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra.
Gloria
a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras. Que le sea
agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor.
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SEGUNDA
LECTURA
Hemos
sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo
Lectura
de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 12, 3b-7.
12-13
Hermanos:
Nadie
puede decir: «Jesús es Señor», si no es bajo la acción del
Espíritu Santo.
Hay
diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de
ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones,
pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta
el Espíritu para el bien común.
Porque,
lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los
miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así
es también Cristo.
Todos
nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados
en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos
bebido de un solo Espíritu.
Palabra
de Dios.
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EVANGELIO
Como
el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el
Espíritu Santo
Lectura
del santo evangelio según San Juan 20, 19-23
Al
anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los
discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los
judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz
a vosotros.»
Y
diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos
se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a
vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y,
dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
-
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos.»
Palabra
de Dios
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Homilía
de S.S. Benedicto XVI (síntesis), Pentecostés, 2009
Entre
todas las solemnidades, Pentecostés destaca por su importancia, pues
en ella se realiza lo que Jesús mismo anunció como finalidad de
toda su misión en la tierra. En efecto, mientras subía a Jerusalén,
declaró a los discípulos: "He
venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que
ya estuviera encendido!" (Lc 12, 49).
Estas
palabras se cumplieron de la forma más evidente cincuenta días
después de la resurrección, en Pentecostés, antigua fiesta judía
que en la Iglesia ha llegado a ser la fiesta por excelencia del
Espíritu Santo: "Se les
aparecieron unas lenguas como de fuego (...) y quedaron todos llenos
del Espíritu Santo" (Hch 2, 3-4).
Cristo
trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo.
No se lo arrebató a los dioses, como hizo Prometeo, según el mito
griego, sino que se hizo mediador del "don de Dios"
obteniéndolo para nosotros con el mayor acto de amor de la historia:
su muerte en la cruz.
En
esta solemnidad, la Escritura nos dice una vez más cómo debe ser la
comunidad, cómo debemos ser nosotros, para recibir el don del
Espíritu Santo. En el relato que describe el acontecimiento de
Pentecostés, el autor sagrado recuerda que los discípulos "estaban
todos reunidos en un mismo lugar".
Este
"lugar" es el Cenáculo, la "sala grande en el piso
superior" (cf. Mc 14, 15) donde Jesús había celebrado con sus
discípulos la última Cena, donde se les había aparecido después
de su resurrección; esa sala se había convertido, por decirlo así,
en la "sede" de la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 13).
Sin
embargo, los Hechos de los Apóstoles, más que insistir en el lugar
físico, quieren poner de relieve la actitud interior de los
discípulos: "Todos ellos
perseveraban en la oración con un mismo espíritu"
(Hch 1, 14). Por consiguiente, la concordia
de los discípulos es la condición para que venga el Espíritu
Santo; y la concordia presupone la oración.
Esto,
queridos hermanos y hermanas, vale también para la Iglesia hoy; vale
para nosotros, que estamos aquí reunidos. Si queremos que
Pentecostés no se reduzca a un simple rito o a una conmemoración,
aunque sea sugestiva, sino que sea un acontecimiento actual de
salvación, debemos disponernos con religiosa espera a recibir el don
de Dios mediante la humilde y silenciosa escucha de su Palabra.
Para
que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario
-sin quitar nada a la libertad de Dios- que la Iglesia esté menos
"ajetreada" en actividades y más dedicada a la oración.
Los
Hechos de los Apóstoles, para indicar al Espíritu Santo, utilizan
dos grandes imágenes: la de la tempestad y la del fuego. Claramente,
San Lucas tiene en su mente la teofanía del Sinaí, narrada en los
libros del Éxodo (Ex 19, 16-19) y el Deuteronomio (Dt 4, 10-12. 36).
En
el mundo antiguo la tempestad se veía como signo del poder divino,
ante el cual el hombre se sentía subyugado y aterrorizado. Pero
quiero subrayar también otro aspecto: la tempestad se describe como
"viento impetuoso", y esto hace pensar en el aire, que
distingue a nuestro planeta de los demás astros y nos permite vivir
en él.
Lo
que el aire es para la vida biológica, lo es el Espíritu Santo para
la vida espiritual; y, como existe una contaminación atmosférica
que envenena el ambiente y a los seres vivos, también existe una
contaminación del corazón y del espíritu, que daña y envenena la
existencia espiritual.
Así
como no conviene acostumbrarse a los venenos del aire -y por eso el
compromiso ecológico constituye hoy una prioridad-, se debería
actuar del mismo modo con respecto a lo que corrompe el espíritu.
En cambio, parece que nos estamos acostumbrando sin dificultad a
muchos productos que circulan en nuestras sociedades contaminando la
mente y el corazón, por ejemplo imágenes que enfatizan el placer,
la violencia o el desprecio del hombre y de la mujer.
También
esto es libertad, se dice, sin reconocer que todo eso contamina,
intoxica el alma, sobre todo de las nuevas generaciones, y acaba por
condicionar su libertad misma. En cambio, la
metáfora del viento impetuoso de Pentecostés hace pensar en la
necesidad de respirar aire limpio, tanto con los pulmones, el aire
físico, como con el corazón, el aire espiritual, el aire saludable
del espíritu, que es el amor.
La
otra imagen del Espíritu Santo que encontramos en los Hechos de los
Apóstoles es el fuego. Al inicio aludí a la comparación entre
Jesús y la figura mitológica de Prometeo, que recuerda un aspecto
característico del hombre moderno. Al apoderarse de las energías
del cosmos -el "fuego"-, parece que el ser humano hoy se
afirma a sí mismo como dios y quiere transformar el mundo,
excluyendo, dejando a un lado o incluso rechazando al Creador del
universo. El hombre ya no quiere ser imagen
de Dios, sino de sí mismo; se declara autónomo, libre, adulto.
Evidentemente,
esta actitud revela una relación no auténtica con Dios,
consecuencia de una falsa imagen que se ha construido de él, como el
hijo pródigo de la parábola evangélica, que cree realizarse a sí
mismo alejándose de la casa del padre.
En
las manos de un hombre que piensa así, el "fuego" y sus
enormes potencialidades resultan peligrosas: pueden volverse contra
la vida y contra la humanidad misma, como por desgracia lo demuestra
la historia. Como advertencia perenne quedan
las tragedias de Hiroshima y Nagasaki, donde la energía atómica,
utilizada con fines bélicos, acabó sembrando la muerte en
proporciones inauditas.
En
verdad, se podrían encontrar muchos ejemplos menos graves, pero
igualmente sintomáticos, en la realidad de cada día. La Sagrada
Escritura nos revela que la energía capaz de mover el mundo no es
una fuerza anónima y ciega, sino la acción del "espíritu
de Dios que aleteaba por encima de las aguas" (Gn
1, 2) al inicio de la creación.
Y
Jesucristo no "trajo a la tierra" la fuerza vital, que ya
estaba en ella, sino el Espíritu Santo, es decir, el amor de Dios
que "renueva la faz de la tierra"
purificándola del mal y liberándola del dominio de la muerte (cf.
Sal 104, 29-30). Este "fuego"
puro, esencial y personal, el fuego del amor, vino sobre los
Apóstoles, reunidos en oración con María en el Cenáculo, para
hacer de la Iglesia la prolongación de la obra renovadora de Cristo.
Los
Hechos de los Apóstoles nos sugieren, por último, otro pensamiento:
el Espíritu Santo vence el miedo.
Sabemos que los discípulos se habían refugiado en el Cenáculo
después del arresto de su Maestro, y allí habían permanecido
segregados por temor a padecer su misma suerte.
Después
de la resurrección de Jesús, su miedo no desapareció de repente.
Pero en Pentecostés, cuando el Espíritu
Santo se posó sobre ellos, esos hombres salieron del Cenáculo sin
miedo y comenzaron a anunciar a todos la buena nueva de Cristo
crucificado y resucitado. Ya no tenían miedo alguno, porque se
sentían en las manos del más fuerte.
Sí,
queridos hermanos y hermanas, el Espíritu de Dios, donde entra,
expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos
de una Omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito
no nos abandona.
Lo
demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los
confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la
franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos,
algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia
misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los
hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el
soplo de Dios y animada por su fuego purificador.
Con
esta fe y esta gozosa esperanza repitamos hoy, por intercesión de
María: "Envía tu Espíritu,
Señor, para que renueve la faz de la tierra".
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ORACIÓN:
Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que
penetra las almas; fuente del mayor consuelo.
Ven,
dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el
duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las
lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra
hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío
del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega
la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía
al que tuerce el sendero.
Reparte
tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu
gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y
danos tu gozo eterno.
Aleluya
Ven,
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en
ellos la llama de tu amor.
AMÉN
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