Domingo
1 de mayo
SAN
JEREMÍAS, PROFETA y MÁRTIR
(Antiguo
Testamento)
"Antes
que te formara yo en las entrañas maternas te conocí..., te
consagré y te designé para profeta de naciones"
Jeremías
significa "Yahvé eleva", o "elevación de Yahvé"
Breve
Fue
un Profeta hebreo, hijo del sacerdote Hilcías, perteneciente a una
casta tradicional de sacerdotes, Jeremías vivió entre el 650-586
A.C en Judá, Jerusalén, Babilonia y Egipto. Vivió en la misma
época que el profeta Ezequiel y fue antecesor de Daniel.
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MIGUEL
MELENDRES
"Tú
me sedujiste, ¡oh Yahvé, y yo me dejé seducir. Tú eres el más
fuerte, y fui vencido. Ahora soy todo el día la irrisión, la burla
de todo el mundo. Siempre que hablo tengo que gritar: "¡Ruina,
devastación!". Y aunque me dije: "No volveré a hablar en
su nombre", su palabra hierve dentro de mí como fuego
abrasador”.
Si
la historia de la humanidad es la historia de Dios entre los hombres,
el forcejeo del cielo con la tierra, de Yahvé con Jacob,
indiscutiblemente, Jeremías dibuja su colosal figura en las cumbres
más altas. Los judíos del tiempo de Jesús dirán del Maestro: "Es
Jeremías, que ha resucitado".
Hijo
de Helcías sacerdote, ya desde niño le sedujo Yahvé.
Las auras de Jerusalén conservaban aún su perfume de incienso al
llegar a Anatot, la ciudad del profeta, a una hora de Sión, y,
mientras él crecía, el Señor iba realizando uno de los
significados del nombre Jeremías: "Yahvé eleva", o
"elevación de Yahvé". Le seducía entonces por sí mismo:
por su infinita majestad, por la belleza de su Ley. "Teth. Bueno
es el Señor para los que esperan de Él, para el alma que le busca",
recordará en medio del llanto, en una de sus lamentaciones.
Pero
es que pronto le sedujo también para aceptar sobre sus hombros la
misión de profeta. Como hiciera Moisés, él protesta muy bien "que
no es experto en el hablar, que es todavía un niño". Pero
Yahvé tiene palabras convincentes: "Antes
que te formara yo en las entrañas maternas te conocí..., te
consagré y te designé para profeta de naciones".
Tiende la mano, toca su boca y le da poder de hierro y bronce sobre
pueblos y reinos, "para arrancar, arruinar y asolar; para
levantar, edificar y plantar".
Más
de una vez los labios del profeta apaleado, encepado, medio muerto,
recordaron a Dios con angustiosa queja y tremenda fuerza lírica
mejor que la de Job, el contraste excesivo entre la dura realidad y
tan bellas palabras.: "¡Maldito sea el día en que nací!.
¿Por qué no me mató Yahvé en el seno de mi madre y hubiera sido
mi madre mi sepulcro, y yo preñez eterna en sus entrañas?".
Cuesta
al hombre de hoy, con veinte siglos de Revelación, sopesar bien la
santidad allá en el siglo séptimo antes que el Verbo se humanara.
No es lo mismo adorar y acatar al Señor dentro de un marco de siete
sacramentos, de comunión frecuente, inmolación incruenta, vida
interior, magisterio ordinario e infalible y serenidad de culto, que
ante balsas de sangre de reses desolladas en honor del Dios de los
ejércitos, blasfemos apedreados, pitonisas, colegios de "hijos
de profetas" y nabís, profesionales de lo religioso, que se
aprestaban a la "inspiración" al compás de tambores,
flautas y arpas, gesticulando y bailoteando como fuera de sí, y
sobreexcitando a los demás con oscuras palabras y frenéticos
hurras, como vemos aún hoy entre ciertos derviches. Y ello en medio
de cultos idolátricos de los pueblos vecinos y de los mismos
yaveístas.
A
pesar de sus fuertes protestas momentáneas, Jeremías acepta con la
mayor fidelidad, materialmente incluso, el yugo del Señor, del que
se considera un simple pobre. “Pobre de Yahvé." No es un
romántico de la pobreza como tal, sino un
siervo de Dios, un sometido a la divinidad con rendimiento pleno y
absoluta confianza. La novedad impresionante de este
profeta, de familia más bien acomodada, es el amor y el deseo de un
Israel cualitativo —“el Israel de Dios"—: la nación en
que Yahvé tendrá su ley escrita no en
piedra solamente, sino en los corazones.
Por
algo Jeremías, que, como Amós, Oseas y Ezequiel, no hizo
probablemente ni un milagro, es tenido por muchos santos Padres,
principalmente San Jerónimo, por una esplendorosa figura de Jesús.
Jesús nace en Belén, y es cerca de Belén donde comienza
Jeremías su misión de profeta. Como Jesús, ha de luchar contra los
sacerdotes que contradicen su predicación y quieren suprimirle, en
un procedimiento tumultuario, al imputarle por sus profecías la
intención de destruir el Templo.
Como
al Mesías, se le lleva a un tribunal civil para acusarle de
subversión política, sin aludir al tema religioso, y él se
comporta allí serena y dignamente. Nadie como él ha dibujado al
futuro hijo pródigo, cuando invita a Efraím, el hijo amado y
desviado, a que se plante piedras miliarias y se coloque hitos y
considere las calzadas y los caminos de la perdición, para la hora
del retorno.
"Vuélvete,
¡oh virgen de Israel!, regresa a estas tus ciudades. ¿Hasta cuándo
has de permanecer lejos, oh hija renegada?". Su
vida íntima es también una pálida sombra de la del Redentor:
célibe hasta la muerte, sabe de horas de oración y soledad como en
Getsemaní; se le derrumba el alma previendo la ruina de la querida
ciudad santa, y vuelca el corazón intercediendo por sus enemigos.
Dura
misión la de un profeta: ser la boca de Yahvé en un pueblo vuelto
casi siempre de espaldas a la Ley, gritar
contra los cultos idolátricos y las infiltraciones de
prácticas paganas, llenar de espíritu los ritos, desenmascarar
vicios, venalidades, opresiones, a la par que instruir sobre la
verdadera naturaleza del Altísimo y sus misteriosos atributos, y,
sobre todo, preparar las pupilas oscuras para la luz creadora de los
tiempos mesiánicos renovadores de la faz del mundo.
Sin
innovar ni revolucionar, restaurar, restablecer y tutelar los
permanentes intereses de Yahvé en la religión, en la moral, e
incluso en la política de un pueblo teocrático. La misión del
profeta de los truenos fue dura entre las duras. Él
no sólo anunció, sino que presenció las tremendas ruinas de Sión,
así como las tres deportaciones de su pueblo. Corrió a
sus pies, a ríos, la sangre de los suyos, y sobre las murallas a
punto de ceder, el hambre de las madres se sació cerca de él en la
carne caliente de los hijos.
En
su ciudad natal le quisieron matar. El rey Joaquín hizo quemar los
rollos de sus terribles vaticinios. Fue
encerrado en cisterna para hacerle morir. Ninguno de los
reyes que él viera entronizar atendió sus consejos. En el pleito
político de asirios derrotados, egipcios aliados y medos vencedores,
él predicaba lealtad a la dominadora Babilonia, y no alianzas con
los faraones ni con los restos de la vieja Asur. Y nadie le
escuchaba.
Sin
embargo, cuando el representante del rey Nabucodonosor, sabiendo de
su fidelidad, le ofreció un puesto honroso en Babilonia, él
prefirió quedarse a llorar la ignominia junto a las ruinas de Sión,
con los pobres deshechos de su pueblo. La paz no era su
lugar. ¿Cómo, si no, habría tenido el mundo, en el tesoro inmenso
de las Lamentaciones, el cálido torrente de palabras y lágrimas que
inundará y traducirá magistralmente hasta el fin de los siglos el
humano dolor?.
También
ante la esfinge precursor de Jesús, si su primera intervención
profética tuvo lugar junto a Belén, fue su última en Egipto. Luego
ya un gran silencio ahoga la voz de hierro y bronce del más potente
oráculo de Yahvé, que Tertuliano y San Jerónimo, siguiendo una
leyenda que recoge igualmente el Calendario Romano, dicen muerto a
pedradas en los muros de Tafnis.
Isaías,
el primero de los cuatro profetas llamados mayores por el volumen de
su obra, acabó su ministerio hacia el año 702. Probablemente
Jeremías comenzó el suyo hacia el 614, y durante cuarenta años
—los veintitrés primeros de palabra tan sólo, y después,
inaugurando esta modalidad, por escrito también—, fue en medio de
Judá "como una flecha de excepción", fúlgida y recta, en
el carcaj de Yahvé. También comienza en él lo que podríamos
llamar “literatura de las confesiones" al describir el
dramatismo de la íntima lucha del profeta con Dios.
Después
de haber vivido, agonizando, en una de las épocas más importantes y
convulsas de la historia de Oriente y la más dolorosa de Judá,
Yahvé premió a Jeremías con la corona del descanso eterno. Sólo
entonces el pueblo amó, de veras a su gran profeta. Él había
cantado, con la garganta rota de dolor, el paso hacia el exilio, a
nueve kilómetros de Sión, de los judíos aherrojados: “Se oye una
voz en Rama... Mucho gemido y mucho llanto. Raquel llora a sus hijos
y no se quiere consolar, porque no están." Judá lloró al
profeta de sus llantos; pero el coloso tampoco estaba ya.
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que conociste antes de su concepción a
San Jeremías y lo elevaste como Profeta de las Naciones, concédenos
por los méritos de su sufrimiento a que conozcamos a cabalidad
nuestro propio carisma personal, y nos ayudes y bendigas a
desarrollarlo y brindarlo a nuestro prójimo hasta nuestro último
aliento en este valle de lágrimas. A Tí Señor que nos insuflaste
el Espíritu Santo sobre nuestras cabezas. Amén.
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