Cuarta
Feria, 11 de mayo
SAN
MAYOLO DE CLUNY
Abad
(906-994)
Breve
Monje
insigne, de gran influencia espiritual y política en su tiempo.
Amado por los cristianos y respetado por los musulmanes. Su
espiritualidad fue recompensada por el Sagrado Corazón de Jesús
cuando eligió su claustro como inicio de esta Santa Devoción (ver
más abajo) en Paray-le-Monial.
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Es
el año 972. Época de hierro, de ignorancia, de confusión. Caminos
inseguros, ciudades abrasadas, tronos que se tambalean. Una nutrida
caravana cruza los Alpes en dirección a Italia. Ya han bajado las
cumbres del gran San Bernardo, han atravesado el Piamonte y empiezan
a recorrer los pintorescos valles del Delfinado.
Están
alegres, porque han dejado muchos otros peligros, y a su vista se
extienden las tierras mediterráneas, cubiertas de viñedos y
praderas. Caminan lentamente, al paso de los mulos y los jumentos,
unas veces abismados en profundo silencio, otras recitando graves
salmodias.
En
el grupo dominan el bordón del peregrino y la capucha del monje,
pero se ven también algunas espadas de pajes y escuderos. De pronto
trae el viento relinchos confusos de caballos, y tras los relinchos
se oye un violento galopar que estremece la tierra. Los viajeros se
dispersan, internándose unos en los bosques vecinos, refugiándose
otros tras los muros de una fortaleza o acurrucándose al abrigo de
un peñasco.
Detrás
de ellos corren los jinetes blandiendo la cimitarra y disparando sus
flechas. Cubren sus hombros amplios albornoces, y blancos turbantes
les ciñen la frente. Son musulmanes, venidos de España, quienes han
logrado hacerse fuertes en aquellas alturas. Y va llegando la presa:
mulos cargados de víveres» fugitivos renqueantes y sangrantes,
monjes maniatados.
Llega
también un anciano de talla prócer y mirada bondadosa. Sólo él
parece sereno en medio de aquella multitud de gentes que lloran,
tiemblan, gritan y amenazan. Mientras los demás huían, él se sentó
en una piedra, resignado a la aventura irremediable. Cuando los
bandidos se le acercaron, él empezó a discutir con ellos de
religión. «Vuestra vida—les dijo—es
un insulto a los hombres: robáis lo que no es vuestro, asesináis a
los inocentes y turbáis la paz de los pueblos. Pero lo más triste
es que vuestros ojos están cerrados a la verdad, porque vuestro
profeta os ha engañado miserablemente para hundiros en el valle del
infierno»
Desconcertados
quedaron los asaltantes al oír estas palabras. Su asombro se
transformó luego en indignación, y ya se hablaba de colgar en un
árbol al importuno e inoportuno predicador, cuando uno de ellos,
intimidado por la presencia del prisionero, convenció a sus
compañeros de que tal vez sería más provechoso conservarle, en la
esperanza de un subido rescate.
Le
cargaron de hierros, le subieron a su castillo y le encerraron en un
subterráneo que se abría en las entrañas de una roca. Después,
reuniendo a los demás cautivos, les preguntaron: « ¿Quién
es ese monje? Sus vestidos son pobres como los vuestros, pero tiene
un aire de príncipe. ¿Quién es?» Y todos
unánimemente contestaron: «Es Mayolo,
abad de Cluny.» «Tanto mejor», debieron de pensar
los infieles al escuchar la respuesta. Todo el mundo conocía a
Cluny, la gran abadía de Borgoña, que, fundada medio siglo antes,
se había convertido ya en una de las más poderosas instituciones de
la cristiandad. Todo el mundo conocía a Mayolo, el hombre santo que
regía los destinos de la Orden naciente, consejero de reyes, amigo
de emperadores, árbitro de las contiendas religiosas y políticas
del pueblo cristiano.
Desde
entonces nadie se atrevió a molestar al ilustre prisionero. Le
quitaron las cadenas, pusieron a su disposición la mejor habitación
del castillo y le trataron con un respeto rayano en la admiración.
Un día, uno de aquellos bandidos le ofreció una parte de su comida,
consistente en un trozo de carne con un pan duro y negro, hecho con
el trigo especial cuyo cultivo aclimataron aquellos hombres en el
mediodía de Francia: trigo sarraceno. «Toma y come», le dijo algo
rudamente. «Si tengo hambre—respondió Mayolo—, el Señor me
alimentará. Él te premie la buena voluntad con que me ofreces tu
ración; pero yo no tengo costumbre de comer eso.» Otro camarada,
creyendo que rehusaba el pan por estar demasiado duro, se remangó
los brazos, se lavó las manos, amasó rápidamente sobre su escudo
dos puñados de harina, puso el pan a la lumbre y se lo ofreció con
todo respeto. Aquellos salteadores de
caminos se habían convertido casi en personas decentes.
Ponían toda su buena voluntad por complacer
a su prisionero y hacerle tolerable la reclusión.
Uno
de ellos pisó un día, por un descuido, la Biblia del abad. Mayolo
no pudo menos de exhalar un suspiro al ver aquella profanación, sin
darse cuenta de la importancia que podía tener cualquier gesto suyo.
El culpable fue ásperamente reprendido por sus compañeros. «Es
preciso—repetían—tener más respeto por las palabras de los
profetas.» Él se irritó al oír semejantes reprensiones; pero
aquellos hombres supersticiosos, temiendo que el crimen descargase la
ira del Cielo sobre la compañía, acabaron por cortar el pie al
involuntario profanador de la Biblia.
Entre
tanto, seguían las negociaciones del rescate. Mayolo había enviado
a Cluny esta carta: «A los señores y hermanos de Cluny, Mayolo
miserable y cautivo: Los dolores de la muerte me han cercado y los
torrentes de la iniquidad me llenan de espanto. Enviad, si os place,
el precio de mi libertad y de la de mis compañeros.» Los musulmanes
habían señalado la suma de mil libras de plata. Era una cantidad
exorbitante, pero los monjes de Cluny y los amigos de Mayolo, entre
los cuales había muchos príncipes; la reunieron rápidamente, y al
poco tiempo estaba el abad de nuevo entre sus monjes, cantaba en el
coro y proseguía su obra de restauración cristiana.San Mayolo
Bien
se podía dar mil libras por la libertad de aquel hombre
extraordinario. Hijo de un señor de Provenza, Mayolo tenía en la
palabra y en el espíritu la agilidad del meridional. En
su alma ardía un fuego que apenas era posible reprimir;
pero había aprendido el arte de tenerla siempre serena como un lago.
Refiriéndose
a sus días de estudiante, podía decir un panegirista suyo: «Era
más blanco que la flor del lirio, era más puro que la nieve; sabía
agradar a Cristo, y descollaba sobre sus maestros por la dignidad de
su vida.» Sus contemporáneos admiraban en él una suprema
elegancia, un gesto exquisito, una suave gravedad. Si algo era capaz
de romper el equilibrio de su alma, era su pasión por la lectura.
Leía siempre, en el monasterio y de viaje.
Su
sucesor, San Odilón, nos le pinta inclinado durante las vigilias
sobre los libros del Areopagita, que eran su carta de marear por el
piélago de la vida interior. Si Odón; el primero de los grandes
abades cluniacenses, había sido un asceta, Mayolo realizaba el tipo
del místico. Lo mismo que los Padres, estudiaba los filósofos. En
cuanto a los poetas paganos, mirábalos con poca simpatía. A
Virgilio, cuyos poemas le habían encantado cuando estudiaba en Lyón,
y luego, siendo canónigo de Macón, le llamaba ahora seductor
peligroso de las imaginaciones. «Los poetas
divinos os bastan — decía a sus religiosos—; Isaías
y David, Sedulio y Prudencio. No manchéis vuestro espíritu con la
muelle elegancia virgiliana.»
Tenía
especial placer en las discusiones religiosas, y ya le hemos visto
preocupado sólo de la verdad en el momento de caer en las manos de
los sarracenos. Era un orador elocuente pero su fecunda elegancia no
se avenía con el tecnicismo de la escuela. Miraba como su autor
favorito a San Gregorio Magno, pero no el de las Homilías sobre Job
o Ezequiel, que eran la preferencia del austero Odón, sino el de los
Comentarios evangélicos, más suaves, más serenos, menos severos
que aquéllas; diferencia de gustos que revela la diferencia de
caracteres. Exteriormente ostentaba una figura majestuosa.
Este
hombre, a quien nunca podremos alabar bastante—dice un
contemporáneo—, era de una belleza angélica, de una fisonomía
noble, de un mirar lleno de dulzura. Su paso, grave; su palabra,
elocuente, y en su voz, un acento sublime. Sus gestos, sus
movimientos, sus actitudes revelaban al hombre perfecto, y la
elegancia de sus perfecciones lo hacía aparecer a mis ojos como el
más bello de los mortales.»
Tal
era este hombre, uno de los más eminentes de la cristiandad en el
siglo X, un gran restaurador, un organizador insigne, uno de los que
prepararon aquel estallido de vitalidad que se observa desde los
primeros años del siglo XI. Su figura se nos presenta magnífica en
la escena revuelta de aquel mundo en construcción.
No
se contenta con ampliar la Orden de Cluny, promover su prestigio y
dirigir sus cohortes monásticas hacia la reforma del mundo
cristiano; su acción se extiende a todos los órdenes de la vida
social: construye, restaura, favorece las letras, recorre la
cristiandad sembrando bendiciones y optimismos e introduce la
influencia de las ideas cristianas en los gobiernos de Francia, de
Italia y de Alemania. Es amigo de Hugo Capoto, consejero de Otón el
Grande, director de la emperatriz Santa Adelaida, y al mismo tiempo
tan condescendiente con los humildes, tan compasivo, tan
misericordioso, que no puede ver a un necesitado sin derramar
lágrimas. Sólo la injusticia era capaz de turbar la serenidad de su
alma.
Cuando
Adelaida deja el palacio imperial rechazada por un hijo
desagradecido, la figura alta y noble de Mayolo aparece ante el
emperador, pronunciando este reproche: «Señor de una dignidad
efímera, ¿cómo te atreves a pisotear los preceptos de la verdad y
las leyes de la Humanidad?» Otón II, para probar que no le guardaba
resentimiento, le ofreció el solio pontificio. Mayolo pidió algún
tiempo para reflexionar, y al día siguiente, habiendo leído
aquellas palabras de San Pablo: «Tened cuidado de no dejaros inducir
por palabras engañosas», corrió en busca del emperador, y, delante
de los obispos y margraves, le dio esta bella respuesta: «Yo sé que
no poseo las cualidades de un hombre apostólico. No soy bastante
fuerte para llevar un peso semejante. Los romanos y yo somos de
costumbres y países diferentes. Si me dejase llevar de la
condescendencia, perdería el carácter de monje; y así, no quiero
aceptar una dignidad que me haría sucumbir con su peso.»
Toda
la cristiandad contemplaba con asombro al abad de Cluny y acataba sus
palabras como oráculos del Cielo. Un obispo hacía de él este
elogio: «Cada día somos testigos por nuestros oídos y nuestros
ojos de que la gloria de este hombre viene sólo de Dios. Es
verdaderamente un astro colgado sobre nuestro suelo. Todos los siglos
celebrarán su memoria.» Mayolo prolongaba sus días sin mancha,
pasando de la meditación a la lectura, de la lectura a los negocios.
Ya
nonagenario, recordaba los días de su juventud, describía sus
trabajos con palabras pintorescas y recordaba con los ojos arrasados
de lágrimas a los hombres santos que él había visto caer en
defensa de la Iglesia. Le dolía el haberles sobrevivido; se sentía
aislado, y su único consuelo era conversar con Dios.
Un
discípulo suyo nos descorre un poco el velo de aquella vida interior
con estas reveladoras palabras: «¡Qué profundos gemidos, qué
dulces lágrimas derramaba este hombre de Dios en el fervor de la
contemplación!» Viósele con frecuencia, cuando estaba en medio de
los hermanos, levantado lejos de toda conversación común y como
lanzado fuera de sí mismo. Otras veces, aunque estuviese solo, le
hubierais creído en medio de la multitud, a causa de los sollozos y
lamentos que profería en su trato con la Divinidad.
Sobre
su cabeza, blanca como la de cisne el invierno de la vida había
hecho brotar las flores de la vejez; pero ningún velo llegó a
oscurecer el brillo penetrante de sus ojos; todos sus miembros
conservaban el vigor y el calor primero; había vivido en un cuerpo
virgen, y hasta el último día siguieron sus sentidos con el sello
de la virginidad intacta.» Parece como si éste hombre se hubiera
visto libre de toda flaqueza humana. La venida de la muerte no le
asustó más que el asalto de los ladrones alpinos. En su última
hora, cuando todos lloraban en torno a su lecho, él se esforzaba por
sonreír y decía: «Valor, amigos; demos gracias al Señor, que esta
muerte inevitable sea para todos un motivo de alegría.»
Nota:
Abadía de Cluny se encuentra en el centro de Francia. Fundada al
comienzo del siglo X. Era libre de las influencias de los señores
feudales. Sus abades se esforzaron por renovar la vida de la Iglesia
y liberarla de influencias del mundo. En su apogeo extendió su
influencia por toda Europa. Su iglesia era la mas grande del mundo.
De aquí surgieron muchas reformas litúrgicas, por ejemplo la
conmemoración de los difuntos. Entre sus santos superiores: Abad San
Mayolo, Abad San Odilón, Abad San Odón, Abad San Hugo y San Pedro
Venerable. Fue brutalmente destruida por la Revolución Francesa.
Paray
Le Monial es uno de los muchos monasterios bajo la orden del Cluny
Paray-le-Monial,
encantador pueblecito (10,000 habitantes) de Borgoña, Francia.
Es símbolo de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús por las apariciones de Jesús a la religiosa Santa Margarita Alacoque (1647-1690) en el convento de la Visitación. Allí Jesús reveló el infinito amor de su Corazón.
Es símbolo de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús por las apariciones de Jesús a la religiosa Santa Margarita Alacoque (1647-1690) en el convento de la Visitación. Allí Jesús reveló el infinito amor de su Corazón.
En
la iglesia de San Claudio de la Colombiere que contiene los restos
mortales de este santo, que fué el primero en darse cuenta de la
inmensa trascendencia de las revelaciones del Corazón de Jesús a
Santa Margarita María Alacoque.
Cristo
dice a Sta. Margarita: «Mi Corazón divino está tan apasionado de
amor por los hombres, y por ti en particular, que al no poder
contener en sí las llamas de su ardiente caridad, desea
transmitirlas con todos los medios» -aparición del 27 de diciembre
de 1673.
CONVENTO
DE LA VISITACION
Dentro
de esta capilla del convento de la Visitación, Jesús se apareció a
Santa Margarita y le reveló su corazón entre 1673 y 1675.
Los
frescos (1966-1973) representan la doceava aparición en la que
Cristo se presenta en su pasión, brillante como cinco soles. Junto a
Jesús, los santos, testigos de su amor misericordioso. A la derecha
de la nave, una pequeña capilla contiene los restos de Santa
Margarita.
La
Comunidad Emmanuel
Desde
hace algunos años el santuario de Paray le Monial ha sido confiado a
los sacerdotes de la Comunidad del Emmanuel la cual ofrece retiros,
formación y sesiones de verano en Paray le Monial.
Oración:
Te pedimos Señor, que por los méritos e intercesión de San Mayolo
Abad, se preserve y acreciente en los monasterios y la comunidad
católica en el mundo la devoción a tu Sagrado Corazón. A Tí
Señor, que nos enseñaste que sólo permaneciendo como niños
podremos ingresar al Reino de los Cielos. Amén.
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