viernes, 26 de junio de 2020


26 de junio

SANTOS JUAN Y PABLO


Legionarios. Mártires

 († ca. 362)

Breve
Legionarios romanos, de la famosa legión Jovia.

Entregaron sus vidas, y con este sacrificio sellaron definitivamente, la suerte del paganismo en Roma, y de toda Italia, de su último intento de resurgimiento.
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IGNACIO DE OÑATIBIA ALIRELA
Los peregrinos medievales que llegaban a Roma, a venerar los sepulcros de los mártires, empezaban preguntando, por la basílica de los Santos Juan y Pablo, en el monte Celio. Era de rigor comenzar por ella, el recorrido de los santuarios romanos.

Era la única iglesia, erigida sobre la tumba de mártires, dentro del recinto de la ciudad. Los demás mártires, habían sido enterrados en las afueras, por aquella ley de las Doce Tablas, que prohibía la sepultura, en el interior de la ciudad. "Dios, que había rodeado a Roma, con una gloriosa corona de tumbas de mártires —cantaba un prefacio antiguo—, quiso esconder, en las entrañas mismas de la ciudad, los miembros victoriosos, de los Santos Juan y Pablo".

El guía que orientaba a los peregrinos, a través de los santos lugares, advertía además, que “la basílica que guardaba tan preciadas reliquias, era la propia casa de los mártires, convertida en iglesia, después de su martirio".

A pocos metros del Coliseo, arrancaba un suave repecho, el Clivus Scauri, que les llevaba rápidamente al espacioso atrio, que abría sus pórticos delante de la basílica.

Debía de ser muy fuerte la emoción de los peregrinos, al poner los pies en la "casa de los mártires".

En torno a la figura de aquellos mártires, y con retazos de procedencia diversa, el tiempo había tejido, ya para el año 500, una leyenda sugestiva. Resulta difícil hoy señalar el núcleo de verdad, que acaso contenga la leyenda, y separar el filón de la leyenda que le cubre. No faltan en ella ciertamente, incongruencias y contradicciones históricas.

Por eso, la mayor parte de los críticos, se inclinan hoy a negar todo crédito a las actas, que nos refieren el martirio de Juan y Pablo. Pero está la voz de los monumentos, que nos cuentan a su manera, con su lenguaje de piedra y de pinturas, la historia de unos mártires, que no pueden ser sino los mismos, que la leyenda desfiguró.

Según las Actas, Juan y Pablo fueron oficiales del ejército, acaso legionarios de la famosa legión Jovia. Pasaron luego a la corte, como gentiles hombres de cámara, al servicio del emperador Constantino, y más tarde, de su hijo Constancio.

La hija de Constantino les dejó en herencia, cuantiosas riquezas. Cuando Juliano ocupó el trono imperial, e hizo pública su apostasía, los dos oficiales palatinos, fervientes cristianos, abandonaron la corte en señal de protesta, y se retiraron a su casa del Celio, en Roma.

Conocemos hoy perfectamente, las características de la casa, a que alude la tradición. Excavaciones realizadas bajo el pavimento, de la basílica celimontiana, nos han revelado, la disposición interior de aquella casa romana, y gran parte de su decoración.

Se trataba de un inmueble de vastas proporciones, que ocupaba una superficie de 2250 metros cuadrados, y treinta metros de fachada. En el monte Celio, famoso en aquel entonces, por la suntuosidad de sus edificios, la grandiosa "casa de los mártires", encajaba perfectamente.

Encontramos en ella la misma distribución, y el mismo gusto por la decoración, que distinguían a las casas patricias romanas. La parte noble del edificio, destinada a habitaciones de los señores y de sus huéspedes, con sus amplias salas, lujosamente decoradas con estatuas, revestimiento de mármoles, mosaicos y grandes pinturas murales, contrasta con la estrechez de los dormitorios de los esclavos.

Muy espaciosas eran las salas de baño. En las bodegas, se han desenterrado gran número de ánforas, cántaros y otras vasijas, donde se guardaban las provisiones de la casa. Dos de las ánforas, llevan grabado el monograma de Cristo. Trece aposentos conservan todavía, mejor o peor, la decoración antigua. No serán obras de arte, pero denotan un gusto bastante depurado. Los temas mitológicos, se combinan con paisajes y motivos ornamentales.

Allí puede contemplarse el cuadro más grande, que se conserva de la Roma antigua, pintado al fresco, sin que el color haya perdido todavía su viveza. Representa a Proserpina, que vuelve del averno, acompañada de Ceres y de Baco. Una mano cristiana, en el siglo IV, extendió sobre la escena, una capa de estuco.

En otra sala, pintados al encáustico, diez efebos de tamaño natural, poco menos que desnudos, y tocados con guirnaldas, sostienen con gracia un festón de hojas, mientras pavos reales, cisnes y otras aves, se mueven entre sus pies, y gran número de pájaros, revolotean sobre su cabeza. Completa la decoración de la sala, una inmensa cepa, que cubre la parte superior y toda la bóveda, y en cuyas volutas, se encaraman geniecillos desnudos, que van recogiendo racimos.

No faltan en la casa de Celio, pinturas de inspiración cristiana, que demuestra que sus moradores en el siglo IV, eran cristianos. En una de las salas, en medio de figuras de apóstoles, y escenas alegóricas de vida pastoril, se levanta espléndida la Orante, vestida de dalmática amarilla, con un velo verde sobre la cabeza, y los brazos extendidos en actitud de oración.

Una escalera de piedra, ponía en comunicación, la planta baja con los pisos superiores. La casa alcanzaba una altura de quince metros. Desde sus amplios ventanales podía gozarse, de uno de los espectáculos más maravillosos de Roma.

A pocos metros, extendía sus grandes arcos de travertino, el templo erigido en honor del emperador Claudio. Más allá el Coliseo, los templos y edificios públicos del Palatino, del Foro y del Capitolio, y las termas de Trajano y de Tito, desplegaban al sol, sus mármoles fulgurantes. Y por encima de edificios y murallas, la mirada se perdía, en las líneas onduladas de las colinas del Lacio, y en los anchurosos horizontes del mar.

En aquella casa, esperaban pasar Juan y Pablo, los últimos años de su vida. Pero bien pronto, empezaron a llegar noticias alarmantes, de la actitud hostil del nuevo emperador. Su odio se ensañaba particularmente, con los que habían servido más de cerca, a su predecesor.

Era además conocida, su codicia por el dinero. Trataba de apoderarse, por todos los medios, de las riquezas de los cristianos. En carta a Scévola, escribía él mismo, con ironía, que la admirable ley de los cristianos, quiere que sean éstos exonerados, de las cosas de aquí abajo, a fin de “estar más ágiles, para subir al cielo", y que por eso se dedicaba él, a facilitarles el viaje, despojándoles de sus bienes. Vigilaba mucho el Apóstata, de que los cristianos fueran siempre condenados como enemigos públicos, evitando que en la sentencia, se reflejaran los motivos verdaderos.

No tardó en llegar a oídos del emperador, la noticia de que Juan y Pablo, socorrían todos los días en su casa del Celio, a gran número de cristianos pobres, a cuenta de las riquezas que habían heredado, de la hija de Constantino. Les hizo llamar a la corte repetidas veces, con promesas lisonjeras. Mas ellos, se negaron a servir a un emperador renegado, que perseguía a los cristianos.

Juliano pasó entonces, de las promesas a las amenazas. Les conminó con la muerte, como a enemigos públicos, si en el plazo de diez días, no renunciaban a su fe cristiana, y volvían a los oficios de la corte.

Juan y Pablo se dispusieron a morir por Cristo. Como primera medida, distribuyeron todas sus riquezas entre los pobres, y se entregaron a obras de religión y piedad. Pasados los diez días de plazo, a la hora de cenar, se presentó en la casa del Celio, Terenciano, capitán de cohorte, con un puñado de soldados. Dicen las Actas, que encontró a nuestros héroes en oración.

En nombre del emperador, les instó por última vez, a adorar una pequeña estatua de Júpiter, que traían consigo. Era la estatua que los legionarios de la legión Jovia, veneraban en sus cuarteles. Juan y Pablo se negaron resueltamente.

Al filo de la medianoche, Terenciano los hizo decapitar, en un rincón oscuro de la misma casa. Y para evitar, que fueran luego venerados como mártires, mandó abrir una zanja a toda prisa, en el fondo de uno de los corredores, debajo de la escalera principal. Allí ocultaron los cadáveres. Ocurría esto, en la noche del 26 al 27 de junio del año 362.

A la mañana siguiente, Terenciano hizo correr la voz en Roma, de que Juan y Pablo habían salido de la ciudad, desterrados por orden del emperador.

Exactamente un año más tarde, a la noche de esa misma fecha, y a la misma hora, en que caían al suelo las cabezas de nuestros mártires, moría asesinado en Maronsa, cerca de Bagdad, Juliano el Apóstata.

En Roma, un grupo de iluminados, entre ellos el hijo único de Terenciano, comenzaron a revelar a voz en cuello, la muerte de Juan y Pablo. Terenciano se vio obligado, a indicar el lugar del entierro, y los detalles del glorioso martirio.

Las Actas terminan, con la historia de la transformación, de la "casa de los mártires” en Iglesia, por obra de los senadores Bizante y Pammaquio. Bizante es un personaje, poco conocido en la historia de Roma.

Sería él probablemente, quien abrió al culto, parte de la casa del monte Celio, después de convertir la planta baja, en un pequeño santuario. Levantó un tabique, frente al lugar de la sepultura, para protegerla de la devoción indiscreta de los visitantes. Pero dejó abiertas, unas pequeñas ventanas, o fenestrellae, para que los devotos pudieran contemplar la tumba, y tocarla con retazos y otros objetos, que luego conservarían como preciadas reliquias.

Decoró las paredes de aquel sagrado recinto, con pinturas alusivas a los mártires. En el puesto de honor, mandó pintar la figura de uno de ellos, en actitud de paz, a la entrada del paraíso, y a sus pies, venerándole, dos fieles postrados en tierra.

Entre otras composiciones, dos escenas de martirio, llaman poderosamente la atención. Una de ellas, nos muestra a tres personajes, dos varones y una mujer, en el momento de ser conducidos, a la presencia del juez, bajo la vigilancia de dos guardianes.

La otra, nos hace asistir a la ejecución de los mártires. Están los tres personajes de rodillas, los ojos vendados, y las manos atadas a la espalda, esperando con la cabeza inclinada, el golpe de la espada. El verdugo está detrás de ellos, y junto a él, otro personaje, que parece estar presidiendo la escena. Es ésta una de las más antiguas, y más dramáticas escenas, del martirio que se conservan.

El pequeño santuario, fue muy visitado por los devotos. Algunos dejaron en las paredes, sus nombres y sus ruegos, grabados con punta de hierro. La afluencia de visitantes fue creciendo, y bien pronto aquel santuario resultó insuficiente. Se decidió erigir, en aquel mismo lugar, un santuario digno de la celebridad de que gozaban ya, los santos mártires, Juan y Pablo.

Costeó las obras el senador Pammaquio, personaje muy conocido, en la Roma de fines del siglo IV. Pertenecía a la noble familia de los Furios. Fue amigo de San Jerónimo. Estudiaron juntos en Roma, y se profesaron toda la vida, mutuo afecto.

San Paulino de Nola y San Agustín, alabaron en sendas cartas, la fe y piedad de Pammaquio. Solía éste, acudir al Senado en hábito de monje. Se hizo célebre sobre todo, por sus obras de caridad. Distribuyó íntegramente entre los pobres, la herencia que le dejara su mujer, Paulina. Fundó en Ostia, el famoso xenodochium, abierto a los peregrinos que llegaban a Roma por mar.

La basílica que levantó en el Celio, hizo también honor a su munificencia. Fueron abatidos los tabiques interiores, de los dos pisos superiores. Se rellenó de escombros toda la planta baja, a excepción del locus martyrii. Y sobre veinticuatro columnas de granito negro, apoyaron la espaciosa nave, bañada en la cálida luz que tamizaban, setenta ventanas, convenientemente distribuidas. Los mapas medievales la señalaban, como "basílica grande y muy hermosa". El pavimento y parte de los muros, estaban revestidos de mármol blanco.

A derecha e izquierda, a lo largo de toda la nave central, se sucedían escenas del Antiguo y Nuevo Testamento, que cantaban el triunfo del culto al Dios verdadero, sobre el culto pagano.

Aquellos cuadros, reflejaban las preocupaciones de una época, que acababa de asistir al fracaso, de la última tentativa de restaurar el paganismo. Pero eran al mismo tiempo, un elogio a los héroes de la fe, que con su martirio, aseguraron la victoria del cristianismo.

La basílica de los Santos Juan y Pablo, representa en Roma, que tantos monumentos singulares atesora, un ejemplar único de continuidad. Podemos seguir allí, las transformaciones sucesivas, de un palacio pagano del siglo segundo, que al abrazar sus dueños el cristianismo, se convierte en morada cristiana.

La sangre de los mártires hizo de ella, centro de peregrinación. Fue primero un humilde santuario, que la afluencia siempre creciente de devotos, obligó a transformarla en una basílica, toda reluciente de mármoles y mosaicos. Cada generación, ha ido dejando después, en aquellos muros, el testimonio de su piedad.

Sin preocuparse excesivamente del signo de interrogación, que la crítica ha puesto a los detalles, que nos suministran las Actas, el pueblo cristiano seguirá venerando en el monte Celio a los mártires, cuyos nombres recuerda la Iglesia Romana, todos los días en el canon de la misa, entre los testigos más gloriosos de nuestra fe.

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, concédenos que por los méritos e intercesión, de los legionarios Juan y Pablo del Monte Celio, podamos nosotros perseverar en la Fe, y siempre estar atentos, a cualquier resurgimiento del paganismo en nuestro corazón, comportándonos en fieles legionarios tuyos. A Tí Señor, que nos insuflaste el Espíritu Santo sobre nuestras cabezas, y nos acompañas hasta el fin de los tiempos. Amén.

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