domingo, 21 de junio de 2020


21 de junio

SAN LUIS de GONZAGA S.J.
(1568-1591)


Patrón de la juventud cristiana

¡En tus manos Señor!”

Breve
Se crió entre soldados. Alma pura y reflexiva. Desdeñó las riquezas y posición social, que el mundo le tenía reservado, para sólo vivir para el Señor.

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San Luis Gonzaga, nació el 9 de marzo de 1568, en el castillo de Castiglione delle Stivieri, en la Lombardía. Hijo mayor de Ferrante, marqués de Chatillon de Stiviéres en Lombardía, y príncipe del Imperio, y Marta Tana Santena (Doña Norta), dama de honor de la reina, de la corte de Felipe II de España, donde también el marqués, ocupaba un alto cargo.

La madre, habiendo llegado a las puertas de la muerte, antes del nacimiento de Luis, lo había consagrado a la Santísima Virgen, y llevado a bautizar al nacer. Por el contrario, a don Ferrante solo le interesaba su futuro mundano, que fuese soldado como él.

Desde que el niño tenía cuatro años, jugaba con cañones y arcabuces en miniatura, y a los cinco, su padre lo llevó a Casalmaggiore, donde unos tres mil soldados se ejercitaban, en preparación, para la campaña de la expedición española contra Túnez. Durante su permanencia en aquellos cuarteles, que se prolongó durante varios meses, el pequeño Luis se divertía a lo grande, al encabezar los desfiles, y en marchar al frente del pelotón, con una pica al hombro.

En cierta ocasión, mientras las tropas descansaban, se las arregló para cargar una pieza de artillería, sin que nadie lo advirtiera y dispararla, con la consiguiente alarma en el campamento.

Al estar rodeado de los soldados, aprendió la importancia de ser valiente, y del sacrificio por grandes ideales, pero también adquirió, el rudo vocabulario de las tropas. Al regresar al castillo, las repetía cándidamente.

Su tutor lo reprendió, haciéndole ver que aquel lenguaje, no sólo era grosero y vulgar, sino blasfemo. Luis se mostró sinceramente avergonzado y arrepentido, de modo que comprendiendo, que aquello ofendía a Dios, jamás volvió a repetirlo.

Despierta a su vida espiritual
Apenas contaba siete años de edad, cuando experimentó, lo que podría describirse mejor, como un despertar espiritual. Siempre había dicho sus oraciones matinales y vespertinas, pero desde entonces, y por iniciativa propia, recitó a diario el oficio de Nuestra Señora, los siete salmos penitenciales, y otras devociones, siempre de rodillas y sin cojincillo.

Su propia entrega a Dios en su infancia, fue tan completa, que según su director espiritual, el cardenal San Roberto Belarmino, y tres de sus confesores, nunca en toda su vida, cometió un pecado mortal.

En 1577, su padre lo llevó con su hermano Rodolfo, a Florencia, Italia, dejándolos a cargo de varios tutores, para que aprendiese el latín, y el idioma italiano puro de la Toscana. Cualesquiera que hayan sido sus progresos, en estas ciencias seculares, no impidieron que Luis avanzara, a grandes pasos, por el camino de la santidad, y desde entonces, solía llamar a Florencia, "la escuela de la piedad".

Un día que la marquesa, contemplaba a sus hijos en oración, exclamó: «Si Dios se dignase escoger, a uno de vosotros para su servicio, "¡qué dichosa sería yo!". Luis le dijo al oído: «Yo seré el que Dios escogerá». Desde su primera infancia, se había entregado a la Santísima Virgen. A los nueve años, en Florencia, se unió a Ella, haciendo el voto de virginidad. Después resolvió hacer una confesión general, de la que data, lo que él llama, «su conversión».

A los doce años, había llegado al más alto grado de la contemplación. A los trece, el obispo y cardenal San Carlos Borromeo, al visitar su diócesis, se encontró con Luis, maravillándose, de que en medio de la corte en que vivía, mostrase tanta sabiduría e inocencia, y le dio él mismo, la primera comunión.

Fue muy puro y exigente consigo mismo
Obligado por su rango, a presentarse con frecuencia, en la corte del gran ducado, se encontró mezclado con aquellos, que según la descripción de un historiador, "formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el crimen, el veneno y la lujuria, en su peor especie". Pero para un alma tan piadosa como la de Luis, el único resultado de aquellos ejemplos funestos, fue el de acrecentar su celo por la virtud y la castidad.

A fin de librarse de las tentaciones, se sometió a una disciplina rigurosísima. En su celo por la santidad y la pureza, se dice que llegó a hacerse grandes exigencias, como por ejemplo, mantener baja la vista, siempre que estaba en presencia de una mujer.

Sea cierto o no, hay que cuidarse de no abusar de estos relatos, para crear una falsa imagen de Luis, o de lo que es la santidad. No es extraño que en los primeros años, después de una seria decisión por Cristo, se cometan errores al quererse encaminar, por la entrega total, en una vida diferente, a la que lleva el mundo.

El mismo fundador de los Jesuitas, explica que en sus primeros años, cometió algunos excesos, que después supo equilibrar y encausar todo mejor. Lo admirable es su disponibilidad del corazón, dispuesto a todo, para librarse del pecado, y ser plenamente para Dios. Además hay que saber, que algunos vicios e impurezas, requieren grandes penitencias. San Luis quiso al principio, imitar los remedios que leía, de los padres del desierto.

Algunos hagiógrafos, nos pintan una vida del santo, algo delicada, que no corresponde a la realidad. Quizás ante un mundo, que tiene una falsa imagen de ser hombre, algunos no comprenden, como un joven varonil pueda ser santo. La realidad es que, se es verdaderamente hombre, en la medida en que se es santo.

Sin dudas, a Luis le atraían las aventuras militares de las tropas, entre las que vivió sus primeros años, y la gloria que se le ofrecía en su familia, pero de muy joven, comprendió que había un ideal mas grande, y que requería más valor y virtud. Fue en Montserrat, donde se decidió la vocación de Luis.

Hacía poco más de dos años, que los jóvenes Gonzaga, vivían en Florencia, cuando su padre los trasladó con su madre, a la corte del duque de Mantua, quien acababa de nombrar a Ferrante, gobernador de Montserrat. Esto ocurría en el mes de noviembre de 1579, cuando Luis tenía once años y ocho meses.

En el viaje, Luis estuvo a punto de morir ahogado, al pasar el río Tessin, crecido por las lluvias. La carroza se hizo pedazos, y se fue a la deriva. Providencialmente, un tronco detuvo a los náufragos. Un campesino que pasaba, vio el peligro en que se hallaban, y les salvó.

Una dolorosa enfermedad renal, que le atacó por aquel entonces, le sirvió de pretexto, para suspender sus apariciones en público, y dedicar todo su tiempo a la plegaria, y la lectura de la colección, de "Vidas de los Santos" por Surius. Pasó la enfermedad, pero su salud quedó quebrantada, por trastornos digestivos tan frecuentes, tanto que durante el resto de su vida, tuvo dificultades en asimilar los diarios alimentos.

Otros libros que leyó, en aquel período de reclusión, son “Las cartas de Indias”, sobre las experiencias de los misioneros jesuitas, en aquel país, lo que le suscitó la idea de ingresar en la Compañía de Jesús, a fin de trabajar por la conversión de los herejes, y “Compendio de la doctrina espiritual” de fray Luis de Granada.

Como primer paso, en su futuro camino de misionero, aprovechó las vacaciones veraniegas, que pasaba en su casa de Castiglione, para enseñar el catecismo, a los niños pobres del lugar.

En Casale-Monferrato, donde pasaba el invierno, se refugiaba durante horas enteras, en las iglesias de los capuchinos y los barnabitas; en privado comenzó a practicar las mortificaciones de un monje: ayunaba tres días a la semana, a pan y agua, se azotaba con el látigo de su perro; se levantaba a mitad de la noche, para rezar de rodillas, sobre las losas desnudas de una habitación, en la que él no permitía, que se encendiese fuego, por riguroso que fuera el tiempo.

Fue inútil que su padre, le combatiese en estos deseos. En la misma corte, Luis vivía como un religioso, sometiéndose a grandes penitencias. A pesar de que ya había recibido sus investiduras, de manos del emperador, mantenía la firme intención, de renunciar a sus derechos de sucesión, sobre el marquesado de Castiglione, en favor de su hermano.

En Madrid
En 1581, se dio a Ferrante, la comisión de escoltar a la emperatriz, María de Austria, en su viaje de Bohemia a España. La familia acompañó a Ferrante, y al llegar a España, Luis y su hermano Rodolfo, fueron designados pajes de Don Diego, príncipe de Asturias.

A pesar de que Luis, obligado por sus deberes, atendía al joven infante, y participaba en sus estudios, nunca omitió o disminuyó sus devociones.

Cumplía estrictamente, con la hora diaria de meditación que se había prescrito, no obstante que para llegar a concentrarse, necesitaba a veces, varias horas de preparación. Su seriedad, espiritualidad y circunspección, extrañas en un adolescente de su edad, fueron motivo, para que algunos de los cortesanos, comentaran que el joven marqués de Castiglione, no parecía estar hecho de carne y hueso como los demás.

Resuelto a unirse a la Compañía de Jesús
El día de la Asunción del año 1583, en el momento de recibir la sagrada comunión, en la iglesia de los padres jesuitas de Madrid, oyó claramente una voz, que le decía: «Luis, ingresa en la Compañía de Jesús

Primero comunicó sus proyectos a su madre, quien los aprobó en seguida, pero en cuanto ésta los participó a su esposo, éste montó en cólera a tal extremo, que amenazó con ordenar que azotaran a su hijo, hasta que recuperase el sentido común.

A la desilusión de ver frustrados sus sueños, sobre la carrera militar de Luis, se agregaba en la mente de Ferrante, la sospecha de que la decisión de su hijo, era parte de un plan, urdido por los cortesanos, para obligarle a retirarse del juego, en el que había perdido grandes cantidades de dinero.

De todas maneras, Ferrante persistía en su negativa, hasta que por mediación de algunos de sus amigos, accedió de mala gana, a dar un consentimiento provisional. La temprana muerte del infante Don Diego, vino entonces a librar a los hermanos Gonzaga, de sus obligaciones cortesanas, y luego de una estancia de dos años en España, regresaron a Italia, en julio de 1584.

Al llegar a Castiglione, se reanudaron las discusiones, sobre el futuro de Luis, y éste encontró obstáculos a su vocación, no sólo en la tenaz negativa de su padre, sino en la oposición de la mayoría de sus parientes, incluso del duque de Mantua. Acudieron a parlamentar, eminentes personajes eclesiásticos y laicos, que recurrieron a las promesas y las amenazas, a fin de disuadir al muchacho, pero no lo consiguieron.

Ferrante hizo los preparativos, para enviarle a visitar, todas las cortes del norte de Italia, y terminada esta gira, encomendó a Luis, una serie de tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas ambiciones, que le hicieran olvidar sus propósitos.

Pero no hubo nada que pudiese doblegar, la voluntad de Luis. Luego de haber dado y retirado, su consentimiento muchas veces, Ferrante capituló por fin, al recibir el consentimiento imperial, para la transferencia de los derechos de sucesión a Rodolfo, y escribió al padre Claudio Aquaviva, general de los jesuitas, diciéndole: «Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en el cual toda la familia, tenía puestas sus esperanzas

El Noviciado
Inmediatamente después, Luis partió hacia Roma, y el 25 de noviembre de 1585, ingresó al noviciado, en la casa de la Compañía de Jesús, en Sant'Andrea. Acababa de cumplir los dieciocho años. Al tomar posesión de su pequeña celda, exclamó espontáneamente: "Éste es mi descanso para siempre; aquí habitaré, pues así lo he deseado" (Salmo cxxxi-14). Sus austeridades, sus ayunos, sus vigilias, habían arruinado ya su salud hasta el extremo, de que había estado a punto de perder la vida.

Sus maestros debían vigilarlo estrechamente, para impedir que se excediera en las mortificaciones. Al principio, el joven tuvo que sufrir otra prueba cruel: las alegrías espirituales que el amor de Dios, y las bellezas que la religión le habían proporcionado, desde su más tierna infancia, desaparecieron.

Seis semanas después, murió Don Ferrante. Desde el momento en que su hijo Luis, abandonó el hogar para ingresar en la Compañía de Jesús, había transformado completamente su manera de vivir. El sacrificio de Luis, había sido un rayo de luz para el anciano.

No hay mucho más que decir sobre San Luis, durante los dos años siguientes, fuera de que en todo momento, dio pruebas de ser un novicio modelo. Al quedar bajo las reglas de la disciplina, estaba obligado a participar en los recreos, a comer más, y a distraer su mente.

Además, por motivo de su salud delicada, se le prohibió orar o meditar, fuera de las horas fijadas para ello: Luis obedeció, pero tuvo que librar una recia lucha consigo mismo, para resistir el impulso de concentrar su mente, en las cosas celestiales.

Por consideración a su precaria salud, fue trasladado de Milán, para que completase en Roma, sus estudios teológicos. Sólo Dios sabe, de qué artificios se valió, para que le permitieran ocupar un cubículo estrecho y oscuro, debajo de la escalera, y con una claraboya en el techo, sin otros muebles que un camastro, una silla, y un estante para los libros.

Luis suplicaba, que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los platos, y ocuparse en las tareas más serviles. Cierto día, hallándose en Milán, en el curso de sus plegarias matutinas, le fue revelado, que no le quedaba mucho tiempo por vivir. Aquel anuncio, le llenó de júbilo, y apartó aún más su corazón, de las cosas de este mundo.

Durante esa época, con frecuencia, en las aulas y en el claustro, se le veía arrobado en la contemplación; algunas veces, en el comedor y durante el recreo, caía en éxtasis. Los atributos de Dios, eran los temas de meditación favoritos del santo, y al considerarlos, parecía impotente, para dominar la alegría desbordante que le embargaba.

Una epidemia
En 1591, atacó con violencia a la población de Roma, una epidemia de fiebre. Los jesuitas, por su cuenta, abrieron un hospital, en el que todos los miembros de la orden, desde el padre general, hasta los hermanos legos, prestaban servicios personales.

Luis iba de puerta en puerta, con un zurrón, mendigando víveres para los enfermos. Muy pronto, después de implorar ante sus superiores, logró cuidar de los moribundos. Luis se entregó de lleno, limpiando las llagas, haciendo las camas, preparando a los enfermos para la confesión.

Luis contrajo la enfermedad. Había encontrado un enfermo en la calle, y cargándolo sobre sus espaldas, lo llevó al hospital donde servía.

Pensó que iba a morir, y con grandes manifestaciones de gozo, que más tarde lamentó, por el escrúpulo de haber confundido la alegría, con la impaciencia, recibió el viático y la unción. Contrariamente a todas las predicciones, se recuperó de aquella enfermedad, pero quedó afectado por una fiebre intermitente, que en tres meses, le redujo a un estado de gran debilidad.

Luis vio que su fin se acercaba, y escribió a su madre: «Alegraos, Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto, al que vivirá en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos, para cantar las eternas misericordias». En sus últimos momentos, no pudo apartar su mirada de un pequeño crucifijo, colgado ante su cama.

En todas las ocasiones que le fue posible, se levantaba del lecho por la noche, para adorar al crucifijo, para besar una tras otra, las imágenes sagradas, que guardaba en su habitación, y para orar, hincado en el estrecho espacio, entre la cama y la pared.

Con mucha humildad, pero con tono ansioso, preguntaba a su confesor, San Roberto Belarmino, si creía que algún hombre, pudiese volar directamente a la presencia de Dios, sin pasar por el purgatorio. San Roberto le respondía afirmativamente, y como conocía bien el alma de Luis, le alentaba a tener esperanzas, de que se le concediera esa gracia.

En una de aquellas ocasiones, el joven cayó en un arrobamiento, que se prolongó durante toda la noche, y fue entonces, cuando se le reveló que habría de morir en la octava del Corpus Christi. Durante todos los días siguientes, recitó el "Te Deum", como acción de gracias.

Algunas veces, se le oía gritar las palabras del Salmo: "Me alegré porque me dijeron: ¡Iremos a la casa del Señor!" (Salmo Cxxi - 1). En una de esas ocasiones, agregó: "¡Ya vamos con gusto, Señor, con mucho gusto!". Al octavo día, parecía estar tan mejorado, que el padre rector, habló de enviarle a Frascati.

Sin embargo, Luis afirmaba que iba a morir, antes de que despuntara el alba del día siguiente, y recibió de nuevo el viático. Al padre provincial, que llegó a visitarle, le dijo:

-¡Ya nos vamos, padre; ya nos vamos ...!
-¿A dónde, Luis?
-¡Al Cielo!
-¡Oigan a este joven! -
exclamó el provincial- Habla de ir al cielo, como nosotros hablamos de ir a Frascati.

Al caer la tarde, se diagnosticó, que el peligro de muerte no era inminente, y se mandó a descansar, a todos los que le velaban, con excepción de dos. A instancias de Luis, el padre Belarmino rezó las oraciones para la muerte, antes de retirarse. El enfermo quedó inmóvil en su lecho, y sólo en ocasiones murmuraba: "En Tus manos, Señor. . ."

Entre las diez y las once de aquella noche, se produjo un cambio en su estado, y fue evidente que el fin se acercaba. Con los ojos clavados en el crucifijo, y el nombre de Jesús en sus labios, expiró alrededor de la medianoche, entre el 20 y el 21 de junio de 1591, al llegar a la edad de veintitrés años y ocho meses.

Los restos de San Luis Gonzaga, se conservan actualmente, bajo el altar de Lancellotti, en la Iglesia de San Ignacio, en Roma.

Fue canonizado en 1726.
El Papa Benedicto XIII, lo nombró protector de estudiantes jóvenes.

El Papa Pio XI, lo proclamó patrón de la juventud cristiana.

Bibliografía:
Benedictinos, monjes de la abadía de San Agustin en Ramsgate. The Book of Saints. VI edition. Wilton: Morehouse Publishing, 1989
Butler, Vida de Santos, vol. IV.  México, D.F.: Collier’s International - John W. Clute, S.A., 1965.
Sgarbossa, Mario y Giovannini, Luigi. Un Santo Para Cada Dia. Santa Fe de Bogota: San Pablo. 1996.

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También recordamos con Amor y Veneración a los siguientes santos:

-Santa Demetria, virgen y mártir, Roma, 362.

-Santos Rufino y Marcia, Siracusa, en Sicilia.

-Santos Ciriaco y Apolinar, África.

-San Albano, mártir, Maguncia, s. IV.

-San Eusebio, obispo de Samosata, mártir, 380. Uno de los prelados, y principales defensores del catolicismo, contra la herejía arriana. Nació en Samosata, y fue obispo de la misma ciudad, desde 361 a 380.

Asistió al Concilio de Antioquía, compuesto en su mayoría de obispos arrianos; pero Eusebio, condenó sus doctrinas, y fue defensor de la causa de Melicio, electo patriarca de Antioquía, paladín de la causa católica. Desde entonces, estrechó amistad con San Gregorio Nacianceno, y San Basilio.

Le desterró el emperador Valente, a la Tracia, en 374. Asistió a un nuevo Concilio de Antioquía en 379. Acompañaba un día a Maris, electo obispo de Dólica, cuando en esta ciudad, murió víctima de la saña de una mujer, que era furibunda arriana, quien le arrojó una teja desde el balcón de su casa, 380.

-San Terencio, obispo de Iconio (Asia Menor), s. I.

-San Ursicino, ob. de Pavía, 216.

-San Martín, obispo de Tongres (Francia), 276.

-San Leofrido, abad, Evreux (Francia), hacia 788.

-San Raimundo o Ramón, obispo de Barbastro. Nació en Francia, y canónigo en Tolosa, don Pedro de Aragón, le nombró obispo de Barbastro. En 1101, le arrojó de su sede violentamente Esteban, obispo de Huesca, y el rey de Aragón, le nombró prelado de Roda, recientemente tomada a los moros.

Acompañó a los ejércitos aragoneses, en su expedición de Andalucía, cuando por los años de 1122, llegaron victoriosos hasta Málaga. Repuesto en su obispado de Barbastro, falleció en aquella ciudad en 1126.

-San Inocencio, obispo de Mérida, sucesor de San Masona, s. VII.

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, que siempre digamos con San Luis Gonzaga – ¡En tus Manos Señor! - A Tí Señor que nos enseñaste a que no podemos agregar, ni un centímetro a nuestra estatura, y que todos los cabellos de nuestra cabeza están contados. Amén.

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