14
de Junio
Solemnidad
de Corpus Christi
Corpus
Christi: "Cuerpo de Cristo", en latín
“¡Oh
banquete precioso y admirable!” -Santo Tomas de Aquino
“Señor,
si quieres, y Tú quieres siempre, puedes curarme”
“No
podemos tener verdadera comunión con Cristo, si estamos divididos
entre nosotros, si nos odiamos, y si no estamos dispuestos a
reconciliarnos”
“La
comunión eucarística, es siempre también comunión entre nosotros”
- P. Raniero Cantalamessa
Breve
Esta
fiesta, conmemora la institución de la Santa Eucaristía del Jueves
Santo, con el fin de tributarle a la Eucaristía, un culto público y
solemne de adoración, amor y gratitud. Por eso, se celebraba en la
Iglesia Latina, el jueves después del domingo de la Santísima
Trinidad. En los Estados Unidos, y en otros países, la solemnidad,
se celebra el domingo, después del domingo de la Santísima
Trinidad.
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Introducción
La
Solemnidad de Corpus Christi, se remonta al siglo XIII. Dos eventos
extraordinarios, contribuyeron a la institución de la fiesta: Las
visiones de Santa Juliana de Mont Cornillon, y El milagro Eucarístico
de Bolsena/Orvieto.
Urbano
IV, amante de la Eucaristía, publicó la bula “Transiturus”, el
8 de septiembre de 1264, en la cual, después de haber ensalzado el
amor de nuestro Salvador, expresado en la Santa Eucaristía, ordenó
que se celebrara la solemnidad de “Corpus Christi”, en el día
jueves, después del domingo de la Santísima Trinidad, y al mismo
tiempo, otorgando muchas indulgencias a todos los fieles, que
asistieran a la Santa Misa y al Oficio.
Este
oficio, compuesto por el doctor angélico, Santo Tomás de Aquino,
por petición del Papa, es uno de los más hermosos en el breviario
Romano, y ha sido admirado aun por los protestantes.
La
muerte del Papa Urbano IV, (el 2 de octubre de 1264), un poco después
de la publicación del decreto, obstaculizó que se difundiera la
fiesta. La fiesta fue aceptada en Cologne en 1306. El Papa Clemente
V, tomó el asunto en sus manos, y en el concilio general de Viena
(1311), ordenó una vez más, la adopción de esta fiesta. Publicó
un nuevo decreto, incorporando el de Urbano IV. Juan XXII, sucesor de
Clemente V, instó a su observancia.
Procesiones.
Ninguno de los decretos, habla de la procesión con el Santísimo,
como un aspecto de la celebración. Sin embargo, estas procesiones
fueron dotadas de indulgencias, por los Papas Martín quinto y
Eugenio cuarto, y se hicieron bastante comunes, a partir del siglo
catorce.
El
Concilio de Trento, declara que muy piadosa y religiosamente, fue
introducida en la Iglesia de Dios, la costumbre que todos los años,
en un determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable
sacramento, con singular veneración y solemnidad; y reverente y
honoríficamente sea llevado en procesión, por las calles y lugares
públicos.
En
esto, los cristianos atestiguan su gratitud y recuerdo, por tan
inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace
nuevamente presente, la victoria y triunfo, de la muerte y
resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Juan Pablo II ha
exhortado, a que se renueve la costumbre, de honrar a Jesús en este
día, llevándolo en solemnes procesiones.
En
la Iglesia griega, la fiesta de Corpus Christi, es conocida en los
calendarios de los sirios, armenios, coptos, melquitas, y los
rutinios de Galicia, Calabria y Sicilia.
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Santa
Juliana de Mont Cornillon, y la fiesta de Corpus Christi
La
santa nace en Retines, cerca de Liège, Bélgica, en el año 1193.
Quedó huérfana muy pequeña, y fue educada por las monjas
Agustinas, en Mont Cornillon.
Cuando
creció, hizo su profesión religiosa, y más tarde fue superiora de
su comunidad. Por diferentes intrigas, tuvo que irse del convento.
Murió el 5 de abril de 1258, en la casa de las monjas Cistercienses
en Fosses, y fue enterrada en Villiers.
Juliana,
desde joven, tuvo una gran veneración al Santísimo Sacramento. Y
siempre añoraba, que se tuviera una fiesta especial en su honor.
Este deseo se dice haberse intensificado, por una visión que ella
tuvo de la Iglesia, bajo la apariencia de luna llena, con una mancha
negra, que significaba la ausencia de esta solemnidad.
Ella
comunicó esta visión a Roberto de Thorete, el entonces obispos de
Liège; también al docto Dominico Hugh; más tarde cardenal legado
de los Países Bajos; a Jacques Pantaleón, en ese tiempo,
archidiácono de Liège, después obispo de Verdun; al Patriarca de
Jerusalén, y finalmente al Papa Urbano IV.
El
obispo Roberto, se impresionó favorablemente, y como en ese tiempo,
los obispos tenían el derecho de ordenar fiestas para sus diócesis,
invocó un sínodo en 1246, y ordenó que la celebración, se tuviera
el año entrante; también el Papa, ordenó que un monje de nombre
Juan, debía escribir el oficio, para esa ocasión. El decreto está
preservado en Binterim (Denkwürdigkeiten, V.I. 276), junto con
algunas partes del oficio.
El
obispo Roberto, no vivió para ver la realización de su orden, ya
que murió el 16 de octubre de 1246, pero la fiesta se celebró por
primera vez, con los cánones de San Martín en Liège. Jacques
Pantaleón, llegó a ser Papa, el 29 de agosto de 1261.
La
ermitaña Eva, con quien Juliana había pasado un tiempo, y quien
también era ferviente adoradora de la Santa Eucaristía, le insistió
a Enrique de Guelders, obispo de Liège, a que pidiera al Papa, que
extendiera la celebración al mundo entero.
Bibliografía
La
Enciclopedia Católica, volumen 4, y otras fuentes.
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El
Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Solemnidad
«¡Oh
banquete precioso y admirable!»
De
las obras de Santo Tomás de Aquino, presbítero.
Opúsculo
57, en la fiesta del Cuerpo de Cristo, lect. 1-4
El
Hijo único de Dios, queriendo hacernos partícipe de su divinidad,
tomó nuestra naturaleza, a fin de que hecho hombre, divinizase a los
hombres.
Además,
entregó por nuestra salvación, todo cuanto tomó de nosotros.
Porque por nuestra reconciliación, ofreció sobre el altar de la
cruz, su cuerpo como víctima a Dios, su Padre, y derramó su sangre,
como precio de nuestra libertad, y como baño sagrado que nos lava,
para que fuésemos liberados de una miserable esclavitud, y
purificados de todos nuestros pecados.
Pero
a fin de que guardásemos, por siempre en nosotros, la memoria de tan
gran beneficio, dejó a los fieles, bajo la apariencia de pan y de
vino, su cuerpo, para que fuese nuestro alimento, y su sangre, para
que fuese nuestra bebida.
¡Oh
banquete precioso y admirable, banquete saludable, y lleno de toda
suavidad!. ¿Qué puede haber, en efecto, más precioso
que este banquete, en el cual no se nos ofrece, para comer la carne
de becerros, o de machos cabríos, como se hacía antiguamente bajo
la ley, sino al mismo Cristo, verdadero Dios?.
No
hay ningún sacramento más saludable que éste, pues por él, se
borran los pecados, se aumentan las virtudes, y se nutre el alma, con
la abundancia de todos los dones espirituales.
Se
ofrece en la Iglesia, por los vivos y por los difuntos, para que a
todos aproveche, ya que ha sido establecido, para la salvación de
todos.
Finalmente,
nadie es capaz de expresar la suavidad de este sacramento, en el cual
gustamos, la suavidad espiritual en su misma fuente, y celebramos la
memoria, del inmenso y sublime amor que Cristo mostró en su pasión.
Por
eso, para que la inmensidad de este amor, se imprimiese más
profundamente en el corazón de los fieles, en la última cena,
cuando después de celebrar la Pascua con sus discípulos, iba a
pasar de este mundo al Padre, Cristo instituyó este sacramento, como
el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las
antiguas figuras, y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a
los suyos, como singular consuelo en las tristezas de su ausencia.
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«Esta
es mi sangre, derramada por vosotros»
-
San Juan Crisóstomo
Los
amantes de este mundo, demuestran su generosidad dando dinero,
vestidos, regalos diversos; nadie da su sangre; Cristo la da, y
demuestra así la ternura que nos tiene, y el ardor de su amor.
Bajo
la antigua Ley, Dios aceptaba recibir, la sangre de los sacrificios;
pero era para impedir, que su pueblo la ofreciera a los ídolos, y ya
era prueba de un amor muy grande. Pero Cristo, cambió este rito; la
víctima no es la misma: es Él mismo, el que se ofrece en
sacrificio.
"¿El
pan que partimos, no es la comunión con el cuerpo del Cristo?"
(1Co 10,16)... ¿Qué es este pan?. El cuerpo de Cristo. ¿En qué se
convierten, los que comulgan?. En el cuerpo de Cristo: no una
multitud de cuerpos, sino un cuerpo único.
Lo
mismo que el pan, compuesto de tantos granos de trigo, es un solo
pan, donde los granos desaparecen, y lo mismo que los granos
subsisten allí, pero es imposible distinguirlos, en la masa tan bien
unida, así nosotros todos, unidos con
Cristo, no somos más que uno...
¿Ahora,
si todos nosotros participamos del mismo pan, y si todos estamos
unidos entre nosotros, con Cristo, por qué no mostramos el mismo
amor?. ¿Por qué no nos hacemos uno, en esto también?.
Así
era al principio: "la multitud de
los creyentes, tenían un sólo corazón, y una sola alma"
(Hch. 4, 32)... Cristo vino a buscarte a tí, que estabas lejos de
Él, para unirse a tí; ¿y tú, no quieres ser uno con tu
hermano?... ¡Te separas violentamente de él, después de haber
conseguido del Señor, una gran prueba de Amor y de Vida!.
En
efecto, no sólo dio su cuerpo, sino que como nuestra carne,
arrastrada por tierra, había perdido la vida, y había muerto por el
pecado, introdujo en ella, por así decirlo,
otra sustancia, como un fermento: su propia carne, su carne de la
misma naturaleza que la nuestra, pero exenta de pecado y llena de
vida. Y nos la dio a todos, con el fin de que alimentados
en este banquete, con esta nueva carne, pudiéramos entrar en la vida
inmortal.
San
Juan Crisóstomo (v. 345-407), Doctor de la Iglesia. Homilía 24
sobre la 1ª carta a los Corintios, 2; PG 61, 199
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SOLEMNIDAD
DEL SANTISIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO
LECTURAS
DEL DÍA
PRIMERA
LECTURA
“Te
alimentó con el maná, que tú no conocías, ni conocieron tus
padres”
Lectura
del libro del Deuteronomio 8, 2-3. 14b-16a
Moisés
habló al pueblo diciendo: el camino que el Señor, tu Dios, te ha
hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte,
para ponerte a prueba, y conocer tus intenciones: para saber si
guardas sus preceptos, o no.
Él
te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el
maná, que tú no conocías, ni conocieron tus padres, para
enseñarte, que no sólo vive el hombre de
pan, sino de todo cuanto sale, de la boca de Dios.
No
te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto de la
esclavitud, que te hizo recorrer, aquel desierto inmenso y terrible,
con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que sacó
agua para ti, de una roca de pedernal; que te alimentó en el
desierto, con un maná que no conocían tus padres.»
Palabra
de Dios.
Salmo
responsorial
Sal
147, 12-13. 14-15. 19-20 (R.: 12a)
R.
Glorifica al Señor, Jerusalén.
Glorifica
al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión: que ha reforzado los
cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. R.
Ha
puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina. Él envía
su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz. R.
Anuncia
su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna
nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos. R.
SEGUNDA
LECTURA
El
pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo
cuerpo
Lectura
de la primera carta del apóstol San Pablo a los Corintios 10, 16-17
Hermanos:
El
cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión, con la
sangre de Cristo?. Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el
cuerpo de Cristo?.
El
pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo
cuerpo, puesto-que comemos todos del mismo pan.
Palabra
de Dios.
Aleluya
Jn 6, 51
EVANGELIO
Yo
soy el pan vivo que ha bajado del cielo -dice el Señor-; el que coma
de este pan, vivirá para siempre.
Mi
carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida
Lectura
del Santo Evangelio, según San Juan 6, 51-58
En
aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:
-«Yo
soy el pan vivo, que ha bajado del cielo; el que coma de este pan,
vivirá para siempre. Y el pan que yo daré, es mi carne para la vida
del mundo.»
Disputaban
los judíos entre sí:
-«¿Cómo
puede éste, darnos a comer su carne?»
Entonces
Jesús les dijo:
-«Os
aseguro, que si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis
su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne, y bebe
mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi
carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que
come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí, y yo en él.
El
Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo,
el que me come, vivirá por mí.
Éste
es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que
lo comieron y murieron; el que come este pan, vivirá para siempre. »
Palabra
de Dios
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MEDITACIONES
SOBRE LA EUCARISTIA
Colección Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal
“SEÑOR
JESUS, LIMPIAME...”
-
La entrega de Cristo en la Cruz, renovada en la Eucaristía, purifica
nuestras flaquezas.
-
Jesús en Persona, viene a curarnos, a consolarnos, a darnos fuerzas.
-
La Humanidad Santísima de Cristo en la Eucaristía.
I.
Pie pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine... Señor
Jesús, bondadoso pelícano, a mí, inmundo, límpiame con tu sangre,
de la que una sola gota, puede salvar de todos los crímenes al mundo
entero (1).
Cuenta
una vieja leyenda, que el pelícano devolvía la vida a sus hijos
muertos, hiriéndose a sí mismo, y rociándolos con su sangre (2).
Esta imagen fue aplicada, desde muy antiguo, a Jesucristo por los
cristianos. Una sola gota de la Sangre Santísima de Jesús,
derramada en el Calvario, hubiera bastado para reparar, por todos los
crímenes, odios, impurezas, envidias, de todos los hombres de todos
los tiempos, de los pasados y de los que han de venir.
Pero Cristo quiso más: derramó hasta la última gota de su Sangre, por la humanidad, y por cada hombre, como si sólo hubiera existido él en la tierra: ... éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros, y por todos los hombres, para el perdón de los pecados, dirá Jesús en la Última Cena, y repite cada día, el sacerdote en la Santa Misa, renovando este sacrificio del Señor, hasta el fin de los tiempos.
Pero Cristo quiso más: derramó hasta la última gota de su Sangre, por la humanidad, y por cada hombre, como si sólo hubiera existido él en la tierra: ... éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros, y por todos los hombres, para el perdón de los pecados, dirá Jesús en la Última Cena, y repite cada día, el sacerdote en la Santa Misa, renovando este sacrificio del Señor, hasta el fin de los tiempos.
Al
día siguiente, en el Calvario, cuando había ya entregado su vida al
Padre, uno de los soldados, le abrió el costado con la lanza, y al
instante brotó sangre y agua (3), la última que le quedaba. Los
Padres de la Iglesia, ven brotar los sacramentos, y la misma vida de
la Iglesia, de este costado abierto de Cristo: “Oh muerte que da
vida a los muertos! -exclama San Agustín-. ¿Qué cosa más
pura que esta sangre?. ¿Qué herida más saludable que ésta?”
(4). Por ella somos sanados.
Santo
Tomás de Aquino, comentando este pasaje del Evangelio, resalta que
San Juan señala, de un modo significativo, aperuit, non vulneravit,
que abrió el costado, no que lo hirió, “porque
por este costado, se abrió para nosotros, la puerta de la vida
eterna” (5). Todo esto ocurrió -afirma el Santo, en
el mismo lugar- para mostrarnos, que a través de la Pasión de
Cristo, conseguimos el lavado de nuestros pecados y manchas.
Los
judíos consideraban, que en la sangre estaba la vida. Jesús derrama
su sangre por nosotros, entrega su vida por la nuestra. Ha demostrado
su amor por nosotros, al lavarnos de nuestros pecados, con su propia
sangre, y resucitarnos a una vida nueva (6).
San
Pablo afirma, que Jesús fue expuesto públicamente por nosotros en
la Cruz: colgaba allí, como un anuncio, para llamar la atención, de
todo el que pasara delante. Para llamar nuestra atención. Por
eso le decimos hoy, en la intimidad de la oración: Señor Jesús,
bondadoso pelícano, a mí, inmundo, que me encuentro lleno de
flaquezas, límpiame con tu sangre.
II.
El Señor, viene en la Sagrada Eucaristía como Médico, para limpiar
y sanar las heridas, que tanto daño hacen al alma. Cuando hemos ido
a visitarlo, nos purifica su mirada desde el Sagrario. Pero cada día,
si queremos, hace mucho más: viene a nuestro corazón y lo llena de
gracias.
Antes
de comulgar, el sacerdote nos presenta la Sagrada Forma, y nos repite
unas palabras, que recuerdan las que el Bautista, dijo al oído de
Juan y de Andrés, señalando a Jesús que pasaba: Éste es el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Y los fieles,
responden con aquellas otras, del centurión de Cafarnaún, llenas de
fe y de amor: “Señor, no soy digno de
que entres en mi casa”.
En
aquella ocasión, Jesús se limitó a curar a distancia, al siervo de
este gentil, lleno de una fe grande.
Pero
en la Comunión, a pesar de que le decimos a Jesús, que no somos
dignos, que nunca tendremos el alma suficientemente preparada, Él
desea llegar en Persona, con su Cuerpo y su Alma, a nuestro corazón
manchado por tantas indelicadezas. Todos los días, repite las
palabras que dirigió a sus discípulos, al comenzar la Última Cena:
Desiderio desideravi... He deseado ardientemente comer esta Pascua
con vosotros... (7).
“¡Cómo
puede llenar nuestro corazón, de gozo y de amor, el meditar con
frecuencia, el inmenso deseo que tiene Jesús de venir a nuestra
alma!. Bien se puede pensar, que “el milagro de la
transustanciación, se ha realizado exclusivamente para vosotros.
Jesús vino y habitó, sólo para vosotros (...).
Ningún
intermediario, ningún agente secundario, nos comunicará la
influencia, que nuestra alma necesita; vendrá Él mismo. “¡Cuánto
debe querernos, para hacer esto!. “¡Qué decidido debe estar, a
que por parte suya, no falte nada, que no tengamos ninguna excusa,
para rechazar lo que nos ofrece, cuando lo trae Él mismo!“. Y
nosotros tan ciegos, tan vacilantes, tan desdeñosos, tan poco
dispuestos a darnos plenamente a Aquel, que se da totalmente a
nosotros!” (8).
Las
faltas y miserias cotidianas, de las que nadie está nunca libre, no
son obstáculo, para recibir la Comunión. “No por
reconocernos pecadores, hemos de abstenernos de la Comunión del
Señor, sino más bien, a prestarnos a ella, cada vez con mayor
deseo. Para remedio del alma, y purificación del espíritu, pero con
tal humildad y tal fe, que juzgándonos indignos de recibir tan gran
favor, vayamos más bien, a buscar el remedio de nuestras heridas”.
(9).
Sólo
los pecados graves, impiden la digna recepción de la Sagrada
Eucaristía, si antes no ha tenido lugar la Confesión sacramental,
en la que el sacerdote, haciendo las veces de Cristo, perdona los
pecados.
La
Redención, su Sangre derramada, se nos aplica de muchas maneras. De
modo muy particular, en la Santa Misa, renovación incruenta del
sacrificio del Calvario.
En
el momento de la Comunión, de manos del sacerdote, el alma se
convierte en un segundo Cielo, lleno de resplandor y de gloria, ante
el cual los ángeles, sienten sorpresa y admiración. “Cuando le
recibas, dile: Señor, espero en Ti; te adoro, te amo, auméntame la
fe. Sé el apoyo de mi debilidad, Tú, que te has quedado en la
Eucaristía inerme, para remediar la flaqueza de las criaturas”
(10).
III.
...Me immundum, munda tuo sanguine... “, a mí, inmundo, límpiame
con tu sangre... Debemos pedir al Señor, un gran deseo de limpieza,
en nuestro corazón. Al menos como aquel leproso, que un día, en
Cafarnaún, se postró delante de Él, y le suplicó que le limpiara
de su enfermedad, que debía de estar ya muy avanzada, pues el
Evangelista, dice que estaba cubierto de lepra (11).
Y
Jesús extendió su mano, tocó su podredumbre, y dijo: “Quiero,
queda limpio”. Y al instante, desapareció de él la
lepra. Y eso hará el Señor con nosotros, pues no solamente nos
toca, sino que viene a habitar en nuestra
alma, y derrama en ella, sus gracias y dones.
En
el momento de la Comunión, estamos realmente en posesión de la
Vida. “Tenemos al Verbo encarnado todo entero, con todo lo que
Él es, y todo lo que hace; Jesús, Dios y hombre, todas las gracias
de su Humanidad, y todos los tesoros de su Divinidad, o para hablar
con San Pablo, la riqueza insondable de Cristo (Ef 3, 8)” (12).
En
primer lugar, Jesús está en nosotros como hombre. La Comunión
derrama en nosotros, la vida actual, celestial y glorificada de su
Humanidad, de su Corazón y de su Alma. En el Cielo están los
ángeles, inundados de felicidad, por la irradiación de esta Vida.
Algunos
santos, tuvieron la visión del Cuerpo glorificado de Cristo, como
está en el Cielo, resplandeciente de gloria, y como está en el
alma, en el momento de la Comunión, mientras permanecen en nosotros,
las sagradas especies.
Dice
Santa Angela de Foligno: “era una hermosura, que hacía morir la
palabra humana”, y durante mucho tiempo conservó de esta
visión “una alegría inmensa, una luz sublime, un deleite
indecible y continuo, un deleite deslumbrante, que sobrepuja a todo
deslumbramiento” (13). Éste es el mismo Jesús, que cada día
nos visita en este sacramento, y obra las mismas maravillas.
También
viene el Señor a nuestra alma, como Dios. Especialmente en esos
momentos, estamos unidos a la vida divina de Jesús, a su vida como
Hijo Unigénito del Padre. Él mismo nos dice: “Yo vivo por el
Padre” (Jn 6, 58).
Desde
la eternidad, el Padre da a su Hijo, la vida que tiene en su seno. Y
se la da totalmente, sin medida, y con tal generosidad de amor, que
permaneciendo distintos, no forman más que una divinidad, con una
misma vida, plenitud de amor, de la alegría y de la paz.
“Ésta
es la vida que nosotros recibimos” (14). Ante un misterio tan
insondable, ante tantos dones, ¿cómo no vamos a desear la
Confesión, que nos dispone para recibir mejor a Jesús?. ¿Cómo no
le vamos a pedir, cuando esté en el alma en gracia, que purifique
tantas manchas, tantas flaquezas?. Si el leproso quedó curado, al
ser tocado por la mano de Jesús, ¿cómo no va a quedar purificado
nuestro corazón, si nuestra falta de fe y de amor no lo impide?
Hoy le decimos a Jesús, en la intimidad de la oración: “Señor, si quieres, y Tú quieres siempre, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú que has curado a tantas almas, haz que al tenerte en mi pecho, o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico Divino” (15).
Hoy le decimos a Jesús, en la intimidad de la oración: “Señor, si quieres, y Tú quieres siempre, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú que has curado a tantas almas, haz que al tenerte en mi pecho, o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico Divino” (15).
(1)
Himno Adoro te devote.- (2) Cfr. SAN ISIDORO DE SEVILLA, Etimologías,
12, 7, 26, BAC, Madrid 1982, p. 111.- (3) Jn 19, 34.- (4) SAN
AGUSTIN, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 120, 2.- (5) SANTO
TOMAS, Lectura sobre el Evangelio de San Juan, in loc., n. 2458 .-
(6) Cfr. Apoc 1, 5.- (7) Lc 22, 15.- (8) R. A. KNOX, Sermones
pastorales, pp. 516-517.- (9) CASIANO, Colaciones, 23, 21.- (10) J.
ESCRIVA DE BALAGUER, Forja, n. 832.- (11) Cfr. Lc 5, 12 ss.- (12) P.
M. BERNADOT, De la Eucaristía a la Trinidad, Palabra, 7ª ed.,
Madrid 1976, pp. 22-23.- (13) Cfr. Ibídem.- (14) P. M. BERNADOT, o.
c., p. 24.- (15) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 93.
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Homilía de Benedicto XVI en el Corpus Christi
Cristo sale a las calles y entra en las casas
CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 26 mayo 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI, en el día del Corpus Christi, al celebrar la eucaristía, en la plaza de la Basílica de San Juan de Letrán. Tras la celebración, presidió la procesión, hasta la Basílica de Santa María la Mayor.
*
* *
En
la fiesta del Corpus Christi, la Iglesia revive el misterio del
Jueves Santo, a la luz de la Resurrección. También en el
Jueves Santo, se tiene una procesión eucarística, con la que la
Iglesia repite el éxodo de Jesús, del Cenáculo al Monte de los
Olivos.
En
Israel, se celebraba la noche de Pascua en casa, en la intimidad de
la familia; se recordaba así la primera Pascua, en Egipto, la noche
en la que la sangre del cordero pascual, rociada en los dinteles, y
en los postes de las casas, protegía contra el exterminador.
Jesús
en esa noche, sale y se entrega en las manos del traidor, el
exterminador, y de este modo, vence a la noche, y vence a las
tinieblas del mal. Sólo así el don de la Eucaristía,
instituida en el Cenáculo, encuentra su cumplimiento: Jesús entrega
realmente su cuerpo y su sangre. Atravesando el umbral de la muerte,
se convierte en Pan vivo, auténtico maná, alimento inagotable por
todos los siglos. La carne se convierte en pan de vida.
En
la procesión del Jueves Santo, la Iglesia acompaña a Jesús al
Monte de los Olivos: la Iglesia orante, siente el vivo deseo de velar
con Jesús, de no dejarle solo en la noche del mundo, en la noche de
la traición, en la noche de la indiferencia de muchos. En la fiesta
del Corpus Christi, reanudamos esta procesión, pero con la alegría
de la Resurrección.
El
Señor ha resucitado, y nos precede. En las narraciones de la
Resurrección, se da un rasgo común y esencial; los ángeles dicen:
el Señor «irá delante de vosotros a
Galilea; allí le veréis» (Mateo 28, 7).
Considerando esto con más atención, podemos decir que este «ir
delante» de Jesús, implica una doble dirección.
La
primera, es como hemos escuchado, Galilea. En Israel, Galilea era
considerada como la puerta al mundo de los paganos. Y en realidad,
precisamente en Galilea, encima del monte, los discípulos ven a
Jesús, el Señor, que les dice: «Id
pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mateo
28, 19).
La
otra dirección en la que precede el Resucitado, aparece en el
Evangelio de San Juan, en las palabras de Jesús a Magdalena: «No
me toques, que todavía no he subido al Padre…»
(Juan 20, 17). Jesús nos precede ante el Padre, sube a la altura de
Dios, y nos invita a seguirle.
Estas
dos direcciones del camino del Resucitado, no se contradicen, sino
que indican juntas, el camino del seguimiento de Cristo. La
verdadera meta de nuestro camino, es la comunión con Dios. Dios
mismo es la casa, de las muchas moradas (Cf. Juan 14,
2 y siguientes).
Pero
sólo podemos subir a esta morada, caminando «hacia Galilea»,
caminando por los caminos del mundo, llevando
el Evangelio a todas las naciones, llevando el don de
su amor, a los hombres de todos los tiempos.
Por
ello, el camino de los Apóstoles, se ha extendido por «los confines
de la tierra» (Cf. Hechos 1, 6 y siguientes); de este modo, San
Pedro y San Pablo, llegaron hasta Roma, ciudad que entonces, era el
centro del mundo conocido, auténtica «caput mundi».
La
procesión del Jueves Santo, acompaña a Jesús en su soledad, hacia
el «vía crucis». La procesión del Corpus Christi, por el
contrario, responde simbólicamente, al mandato del Resucitado: os
precedo en Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el
Evangelio al mundo. Ciertamente, la Eucaristía para la fe, es un
misterio de intimidad.
El
Señor ha instituido el Sacramento en el Cenáculo, circundado por su
nueva familia, por los doce Apóstoles, prefiguración y
anticipación, de la Iglesia de todos los tiempos.
Por
ello, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la
santa comunión, se introducía con las palabras: «Sancta sanctis»,
el don santo está destinado, a quienes han permanecido santos. Se
respondía así a la advertencia, dirigida por San Pablo a los
corintios: «Examínese pues cada cual, y
coma así el pan y beba del cáliz…» (1 Cor 11,
28).
Sin
embargo, de esta intimidad, que es un don sumamente personal del
Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía, va más allá de
los muros de nuestras Iglesias. En este sacramento, el Señor se
encuentra siempre, en camino hacia el mundo. Este aspecto universal
de la presencia eucarística, se muestra en la procesión de nuestra
fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por las
calles de nuestra ciudad.
Encomendamos
estas calles, estas casas, nuestra vida cotidiana, a su bondad. ¡Que
nuestras calles sean calles de Jesús!. ¡Que
nuestras casas, sean casas para Él y con Él!. Que en
nuestra vida de cada día, penetre su presencia.
Con
este gesto, ponemos ante sus ojos, los sufrimientos de los enfermos,
la soledad de los jóvenes y de los ancianos; las tentaciones, los
miedos, toda nuestra vida. La procesión, quiere ser una bendición
grande y pública, para nuestra ciudad: Cristo
es en persona, la bendición divina para el mundo. ¡Que el rayo de
su bendición, se extienda sobre todos nosotros!.
En
la procesión del Corpus Christi, acompañamos al Resucitado, en su
camino por el mundo entero, como hemos dicho. Y de este modo,
respondemos también a su mandato: «Tomad
y comed… Bebed todos» (Mateo 26, 26 y siguientes).
No se puede «comer» al Resucitado, presente en la forma del pan,
como un simple trozo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en
comunión, con la persona del Señor vivo.
Esta
comunión, este acto de «comer», es realmente, un encuentro entre
dos personas, es un dejarse penetrar por la vida, de quien es el
Señor, de quien es mi Creador y Redentor. El
objetivo de esta comunión, es la asimilación de mi vida con la
suya, mi transformación y configuración, con quien es Amor vivo.
Por
ello, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de
seguir a Cristo, de seguir a quien nos precede. Adoración y
procesión forman parte, por tanto, de un único gesto de comunión;
responden a su mandato: «Tomad y comed».
Nuestra
procesión acaba, ante la Basílica de Santa María la Mayor, en el
encuentro con la Virgen, llamada por el querido Papa Juan Pablo II,
«mujer eucarística». María,
la Madre del Señor, nos enseña realmente, lo que es entrar en
comunión con Cristo: María ofreció su propia carne, su propia
sangre a Jesús, y se convirtió en tienda viva del Verbo, dejándose
penetrar en el cuerpo y en el espíritu, por su presencia.
Pidámosle
a ella, nuestra Santa Madre, que nos ayude a abrir cada vez más,
todo nuestro ser, a la presencia de Cristo, para que nos ayude a
seguirle fielmente, día tras día, por los caminos de nuestra vida.
¡Amén!
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
ZS05052621
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
ZS05052621
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Comentario
por el P. Raniero Cantalamessa
“Los
dos cuerpos de Cristo”
1
Corintios 10,16-17
El
cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión, con la
sangre de Cristo?. Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el
cuerpo de Cristo?. El pan es uno, y así nosotros, aunque somos
muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan.
En
la segunda lectura, San Pablo nos presenta a la Eucaristía, como
misterio de comunión: "El cáliz que bendecimos, ¿no es
acaso comunión, con la sangre de Cristo?. Y el pan que partimos, ¿no
es comunión con el cuerpo de Cristo?".
Comunión
significa intercambio, compartir. La regla fundamental de
compartir, es ésta: lo que es mío es tuyo, y lo que es tuyo es mío.
Probemos a aplicar esta regla, a la comunión eucarística, y nos
daremos cuenta de la "enormidad" del tema.
¿"Qué
tengo yo específicamente 'mío' "?. La miseria, el pecado: esto
es exclusivamente mío. ¿Y qué tiene "suyo" Jesús, que
no sea santidad, perfección de todas las virtudes?. Entonces
la comunión, consiste en el hecho, de que yo doy a Jesús, mi pecado
y mi pobreza, y Él me da su santidad. Se realiza el
"maravilloso intercambio", como lo define la liturgia.
Conocemos
diversos tipos de comunión. Una comunión bastante íntima, es la
que se produce entre nosotros, y el alimento que comemos, pues éste
se hace carne de nuestra carne, y sangre de nuestra sangre. He oído
a madres, decir a su niño, estrechándole hacia su pecho, y
besándole: "¡Te quiero tanto que te comería!".
Es
verdad que la comida, no es una persona viva e inteligente, con la
que podemos intercambiar pensamientos y afectos, pero supongamos por
un momento que lo fuera. ¿Acaso no se tendría la perfecta
comunión?.
Pues
es lo que precisamente sucede, en la comunión eucarística. Jesús,
en el pasaje evangélico, dice: "Yo
soy el pan vivo, bajado del cielo... Mi carne es verdadera comida...
El que come mi carne, tiene vida eterna". Aquí,
el alimento no es una simple cosa, sino una persona viva. Se tiene la
más íntima, si bien la más misteriosa de las comuniones.
Observemos
qué sucede en la naturaleza, en el ámbito de la nutrición. Es el
principio vital más fuerte, el que asimila al menos fuerte. Es el
vegetal el que asimila al mineral; es el animal el que asimila al
vegetal. También en las relaciones entre el hombre y Cristo, se
verifica esta ley. Es Cristo quien nos asimila; nosotros nos
transformamos en Él, no Él en nosotros.
Un
famoso materialista ateo, dijo: "El hombre es lo que come".
Sin saberlo, dio una definición óptima de la Eucaristía, gracias a
la cual, el hombre se convierte verdaderamente, en lo que come, esto
es, ¡en el cuerpo de Cristo!.
Leamos
cómo prosigue, el texto inicial de San Pablo: "Porque aun
siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos
participamos de un solo pan".
Está
claro, que en este segundo caso, la palabra "cuerpo", no
indica ya el cuerpo de Cristo nacido de María, sino que nos indica a
"todos nosotros", indica aquel
cuerpo de Cristo más amplio, que es la Iglesia. Esto
significa que la comunión eucarística, es siempre también comunión
entre nosotros. Comiendo
todos del único alimento, formamos un solo cuerpo.
¿Cuál
es la consecuencia?. Que no podemos tener
verdadera comunión con Cristo, si estamos divididos entre nosotros,
si nos odiamos, si no estamos dispuestos a reconciliarnos.
Si
has ofendido a tu hermano, decía San Agustín, si has cometido una
injusticia contra él, y después vas a recibir la comunión, es como
si nada hubiera pasado, tal vez lleno de fervor ante Cristo, te
pareces a quien ve llegar a un amigo, al que no ve desde hace mucho
tiempo. Corre a su encuentro, le echa los brazos al cuello, y se pone
de puntillas para besarle en la frente.
Pero
al hacer esto, no se percata, de que le está pisando los pies con su
calzado embarrado. Los hermanos, en efecto, especialmente los más
pobres y desvalidos, son los miembros de Cristo, son sus pies posados
aún en la tierra. Al darnos la sagrada forma, el sacerdote dice: "El
cuerpo de Cristo", y respondemos: "¡Amén!". Ahora
sabemos a quién decimos "Amen", o sea, sí, te acojo: no
sólo a Jesús, el Hijo de Dios, sino también al prójimo.
En
la fiesta del Corpus Domini, no puedo ocultar un pesar. Hay formas de
enfermedad mental, que impiden reconocer a las personas cercanas. Es
cuando hay, quien grita durante horas: "¿Dónde está mi hijo?,
¿dónde está mi esposa?, ¿qué fue de ellos?", y tal vez el
hijo o la esposa están ahí, le toman de la mano y le repiten:
"Estoy aquí, ¿no me ves?. ¡Estoy contigo!". Así le
ocurre también a Dios.
Los
hombres, nuestros contemporáneos, buscan a Dios en el cosmos o en el
átomo; discuten si hubo o no, un creador en el inicio del mundo.
Seguimos preguntando: "¿Dónde está Dios?", y no
nos percatamos de que está con nosotros, y se ha hecho comida y
bebida, para estar aún más íntimamente unido a nosotros. San Juan
el Bautista, debería repetir tristemente: "En
medio de vosotros, hay uno a quien no conocéis".
La
solemnidad del Corpus Domini, nació precisamente para ayudar a los
cristianos, a tomar conciencia, de esta presencia de Cristo entre
nosotros, para mantener despierto, lo que Juan Pablo II, llamaba
"estupor eucarístico".
Oración:
Dios Todopoderoso y Eterno, que tu Sagrado Cuerpo y tu Sagrada
Sangre, sea el vínculo de Unión y Amor hacia Tí, y con nuestros
hermanos. Para que cese toda discordia, odio, envidia y codicia, y
marchemos juntos, todos tomados de la mano, hacia el Cielo. Amén.
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