lunes, 17 de febrero de 2020


17 de febrero

LOS SIETE FUNDADORES SERVITAS


Bonfilio Monaldi, Bonayunto Manetti, Manetto de l´Antella, Amidio Amidei, Ugoccio Ugoccioni, Sostenio de Sostegni y Alejo Falconieri

(1233)

"He ahí a los servidores de la Virgen: dadles una limosna"

Breve
La Iglesia, nos invita a recordar con libertad, este diecisiete de febrero, a “Los siete santos, Fundadores de la Orden de los Siervos de María”, los Servitas. Siete amigos, que supieron valorar la amistad de Dios, y que encontraron gracia a sus ojos.

Siete apasionados de la Madre de Dios, y Madre nuestra. Siete hermanos, no de carne y sangre, sino de espíritu y verdad, que secundaron la acción del Espíritu en sus vidas, para realizar una gran obra, y superar las miserias de todo ser humano.

Los fundadores de la Orden de los Siervos de María, fueron muy unidos durante la vida, siendo sepultados en una misma tumba y —hecho único en la Historia— venerados y canonizados en conjunto.
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LAMBERTO DE ECHEVERRíA

Se ha hablado alguna vez de "constelaciones de santos". En efecto; en el cielo de la Iglesia, como en el cielo astronómico, los astros no se suelen presentar aislados, sino formando parte de "constelaciones": grupos de santos, que se influyen entre sí, se prestan mutuamente sus luces, se ayudan y se estimulan.

Sin embargo, aunque esto sea verdad, no es menos cierto, que cada uno de esos santos son posteriormente, salvo en el caso de los mártires, objeto de un culto individual, al que han precedido una beatificación y una canonización, también individuales. Hay sin embargo, una excepción: el caso singularísimo de los siete fundadores servitas, cuya fiesta celebra la Iglesia, el 17 de febrero.

Este grupo de siete almas, llegó a fundirse en el único ideal de "servir" a su Señora, y de servirla de manera tan perfecta, que las notas personales, apenas tuvieran un valor relativo. Después de su muerte, su memoria y su culto fueron, y siguen siendo, algo esencialmente colectivo, y así sus nombres son prácticamente desconocidos, porque siempre se habla de ellos, bajo la apelación de los “siete fundadores servitas".

Por eso, cuando las más antiguas crónicas, tratan de la vida de fray Alejo de Falconieri, el último en morir, y el que por estas circunstancias, pudo ofrecer a los biógrafos, alguna mayor ocasión de ser considerado individualmente, esos mismos biógrafos, se apresuran a asegurarnos, que la santidad de él, mostraba la de sus seis compañeros.

Oigámosles:

"Hubo siete hombres de tanta perfección, que Nuestra Señora estimó cosa digna, dar origen a su Orden, por medio de ellos. No encontré que alguno sobreviviera a algunos de ellos, cuando ingresé en la Orden, a excepción de uno, que se llamaba fray Alejo... La vida de dicho fray Alejo, como yo mismo pude comprobar con mis ojos, era tal, que no sólo conmovía con su ejemplo, sino que también demostraba, la perfección de sus compañeros y su santidad".

Es éste el único caso, en que se da culto colectivo, a varios santos confesores, y la misma liturgia, en el oficio divino, y en la misa de este día, se ve forzada a modificar sus esquemas habituales, para poder adaptarlos a una fiesta tan singular. Caso hermosísimo, que alienta a cuantos lo contemplamos, a ir por el camino de la imitación.

Llegar a la santidad es muy hermoso, pero todavía sería más hermoso aún, que lográsemos esa santidad dentro de un grupo, ayudándonos unos a otros, estimulándonos con nuestro buen ejemplo, siguiendo las huellas de este hermoso caso, de santidad colectiva.

Nos encontramos en el siglo XIII. Y he aquí que entonces, va a producirse un fenómeno, que ya antes se había producido muchas veces en la Iglesia, que hemos visto repetirse, ante nuestros propios ojos, en los días que vivimos, y que sin duda ha de continuar, produciéndose también, hasta el fin de los siglos. La fundación de una Orden, o Congregación religiosa, sin que quienes intervienen en ella, tuvieran al principio, la más remota idea de emprenderla.

No sabemos si fueron estos siete jóvenes, nobles de Florencia, quienes por sus relaciones comerciales, trajeron a la ciudad toscana, la idea de aquella nueva cofradía. Acaso estuviera ya fundada, y llevase unos años funcionando. Poco importa para nuestro intento.

Lo cierto es que en Florencia, al comienzo del siglo XIII, encontramos una hermandad, llamada oficialmente Sociedad de Santa María, pero más conocida por su nombre vulgar de los laudesi, o alabadores de la Santísima Virgen, a la que pertenecían siete mercaderes, de las mejores familias de Toscana.

Las crónicas nos han conservado su nombre: Bonfilio Monaldi, Bonayunto Manetti, Manetto de l´Antella, Amidio Amidei, Ugoccio Ugoccioni, Sostenio de Sostegni, y Alejo Falconieri.

Tengamos sin embargo en cuenta, que algunos de ellos, cambiaron su nombre al hacer la profesión religiosa. Los siete formaban parte, de lo que hoy llamaríamos, la junta directiva, es decir, el elemento más vivo y entusiasta de la cofradía. No sabemos la fecha de su nacimiento, pero ciertamente eran todavía jóvenes, cuando en 1233, comenzaron los acontecimientos, que vamos a narrar.

Fue el día 15 de agosto, ese día que además de estar consagrado, a la Asunción de la Santísima Virgen, ha sido también señalado, para tantos y tantos acontecimientos importantes, de la historia eclesiástica.

Los siete gentiles hombres florentinos, sintieron aquel día, una común inspiración. Oigamos, una vez más, al cronista clásico: "Teniendo su propia imperfección, pensaron rectamente ponerse a sí mismos, y a sus propios corazones, con toda devoción, a los pies de la Reina del cielo, la gloriosísima Virgen María, a fin de que como mediadora y abogada, les reconciliara y les recomendase a su Hijo, y supliendo con su plenísima caridad, sus propias imperfecciones, impetrase misericordiosamente para ellos, la fecundidad de los méritos. Por eso, para honor de Dios, poniéndose al servicio de la Virgen Madre, quisieron desde entonces, ser llamados siervos de María".

Pidieron para eso, la bendición de su obispo, que se la otorgó contento; se despidieron de sus familias, y el 8 de septiembre del mismo año 1233, se recogieron en una casita, Villa Camarzia, en un suburbio de Florencia, no lejos del convento de los franciscanos, y en las inmediaciones de la antigua iglesia de la Santa Cruz.

Sin embargo, la casita, que ni siquiera era propiedad de ellos, sino de otro miembro de la cofradía, resultó pronto excesivamente céntrica, para sus deseos de oscuridad, olvido y renunciamiento. Pasaron a otra casa, que la cofradía tenía en el Cafaggio, en la que transcurrió bien poco tiempo, y pronto se planteó la cuestión de encontrar una sede, que en cierto modo, pudiera llamarse definitiva.

Pero antes, un milagro vino a señalar cuán grata era a Dios, la empresa que habían acometido. Alrededor de la fiesta de Epifanía del siguiente año, 1234, iban de dos en dos, recorriendo las calles de Florencia, y solicitando humildemente la caridad por amor de Dios, cuando se oyó exclamar a los niños, incluso de los que aún no hablaban, señalándoles con el dedo: "He ahí a los servidores de la Virgen: dadles una limosna".

Entre aquellos inocentes niños, que sirvieron para proclamar el agrado de Dios, sobre la nueva Orden, estaba uno, que todavía no había cumplido los cinco meses, y que con el tiempo, habría de ser una de sus más preciadas joyas: San Felipe Benicio.

El milagro, vino a agravar la situación: las gentes empezaron a fijarse más, en aquel humilde grupo, y se hizo también más urgente, la necesidad de alejarse de la ciudad. Por eso, recurrieron ellos al obispo de Florencia, que tan acogedor se había mostrado, desde el primer momento. Él, con el generoso consentimiento del cabildo catedral, les ofreció una porción de terreno, en el monte Senario. Y allí se instalaron, el día de la Ascensión del año 1234.

Es aquí, en el monte Senario, donde se inicia propiamente la vida religiosa. Hasta entonces, sólo había habido una especie de tentativa. En el monte Senario, construyen una iglesia, edifican unos míseros eremitorios de madera, separados unos de otros, e inician la observancia con todo rigor.

Reciben la visita del cardenal de Chatillon, legado del papa Gregorio IX, en la Toscana y la Lombardía, quien les anima a continuar su vida, si bien moderando sus excesivas austeridades.

Pero la mejor y más preciada confirmación, la tuvieron el Viernes Santo de 1239: cuando la Santísima Virgen se les apareció, para encargarles que llevaran un hábito negro, en memoria de la pasión de su Hijo, y para presentarles la regla de San Agustín. Después de esta aparición, ya no había lugar a dudas. Acudieron al obispo de Florencia, para regularizar, por decirlo así, su situación canónica.

Y en efecto, el obispo impuso a los siete, el hábito que les había mostrado la Virgen, recibieron sus votos, y les dio las sagradas órdenes. Fue precisamente en esta ocasión, cuando algunos de ellos, cambiaron de nombre. Y fue también en esta ocasión, cuando San Alejo Falconieri, mostró sus deseos de no ser ordenado sacerdote, lo que consiguió, muriendo como hermano.

La obra estaba ya, en cierto modo, encauzada. Quienes sólo habían pensado en vivir con mayor entusiasmo, los ideales de su piadosa confraternidad, se encontraban ya ordenados sacerdotes, con unos votos emitidos, y con una regla, la de San Agustín, recibida al mismo tiempo de la Santísima Virgen, y de la autoridad eclesiástica.

Faltaba sin embargo, dar un último paso, para que naciera una nueva Orden religiosa: la admisión de novicios. Hubo sus discusiones, y mientras unos se inclinaban a admitirlos, contando con el favor del obispo, siempre inclinado en este sentido, otros preferían mantener su vida, en el cuadro de la primitiva sencillez.

El hecho es que en el huerto en el que trabajaban, para huir del demonio de la ociosidad, se habían producido, en la noche que precedió, al tercer domingo de Cuaresma, del año 1239, un significativo milagro. Una viña, mientras todo el resto del terreno estaba endurecido por la helada, se cubrió de frutos, sin haber tenido previamente flores, y extendió de manera maravillosa sus brazos fecundos. Ya no cabía duda: todos vieron en el prodigio, una señal de la voluntad de Dios, y un presagio de los futuros destinos, de la naciente familia religiosa.

Y en efecto, los novicios empezaron a llegar en gran número. El fervor se mantuvo, y atrajo las simpatías de toda la región. No faltaron tampoco insignes aprobaciones. San Pedro de Verona visita, el monte Senario, y alienta a los servitas en su vida religiosa.

Poco después, en 1249, el cardenal Capocci, legado del Papa en Toscana, aprueba la Orden, y la coloca bajo la jurisdicción de la Santa Sede. Dos años más tarde, el 2 de octubre de 1251, el papa Inocencio IV, nombra al cardenal Fiechi, primer protector de los servitas. En 1255, un escrito del papa Alejandro IV, daba la aprobación definitiva a la Orden, y la autorización para nombrar un superior general. Nuevas aprobaciones, llegaron de los papas Urbano IV y Clemente IV.

¿Será necesario decir algo de cada uno?. En realidad las vidas corren casi paralelas, y resulta difícil separarlas. El más anciano de ellos, Bonfilio Monaldi, fue el primer superior que gobernó la comunidad, durante los dieciséis primeros años de tentativas.

En 1251, fue nombrado superior general de la Orden, de manera provisional. Cuando en 1225, Alejandro IV aprueba solemnemente la Orden, convocó un capítulo general, y dimitió a su cargo. Ya desde entonces, sólo se dedicó a la oración, y a la penitencia en el retiro.

En 1262, volviendo de visitar los conventos de la Orden, acompañando a San Felipe Benicio, devolvió dulcemente su alma a Dios, después de maitines, encontrándose en el oratorio. Le había sucedido, como general de la Orden, primero en el sentido canónico, Bonayunto Manetti.

Pero por poco tiempo. De los siete, fue éste el primero en volar a Dios, el 31 de agosto de 1257. Con una muerte hermosísima: celebró la santa misa en presencia de sus hermanos, anunció su próximo fin, dio a conocer algunos detalles de la vida futura de la Orden, que le habían sido revelados por Dios,

Después, como era viernes, quiso según era uso entre ellos, comentar la narración de la Pasión. Y al llegar a las palabras: "En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu", expiró.

También al tercero de los tres compañeros, Manetto de l´Antella, le correspondió gobernar toda la Orden. Elegido superior general en 1265, contribuyó extraordinariamente al desenvolvimiento de la Orden por su actividad, y el resplandor de su virtud.

Dos años después renunció a su oficio, y consiguió que fuera elegido para sucederle, San Felipe Benicio. A los pocos meses, el 20 de agosto de 1268, moría asistido por su propio sucesor.

Mucho más sencilla es la vida del cuarto, Amideo Amidei. Había nacido en 1204, en el seno de una familia, dividida por violentas enemistades. Era de un candor tal, que su misma familia, evitó siempre mezclarle para nada, en aquellas animosidades.

Su vida religiosa fue también sencilla, limpia, retirada, humilde. Fue elegido prior de Monte Senario, y después de Cafaggio. Pero no pudo decirse que tales dignidades, llegasen a cambiar el humilde curso de su vida. El 18 de abril de 1266, entregaba su alma a Dios. Todo el convento se sintió envuelto, por un perfume celestial, mientras una resplandeciente llama, volaba desde su celda hasta el cielo.

Pero acaso, sea todavía más encantadora la vida, de otros dos de los siete compañeros: Ugoccio Ugoccioni y Sostenio de Sostegni. Eran amigos desde su misma juventud. Juntos entraron a formar parte del grupo. Juntos se santificaron, en los largos años de preparación de la Orden. Cuando ésta empezó a extenderse, les fue, sin embargo, forzoso separarse.

Sostegni fue elegido vicario general de Francia; Ugoccini, de Alemania. Los dos trabajaron con todas sus fuerzas, en la difusión de la Orden, en sus respectivas provincias. Ya ancianos, San Felipe Benicio les llamó a Viterbo, para la celebración de un capítulo general, que habría de reunirse en mayo de 1282.

En el Monte Senario, al que tantos y tan dulces recuerdos les ligaban, se encontraron los dos ancianos, y allí hablaron largamente, de todas las cosas que habían ocurrido, en los últimos cincuenta años, y de lo que habían hecho por la propagación de la Orden. Hablando estaban, cuando se dejó oír una voz que decía: "Servidores de Dios y de María, no lloréis más la prolongación de vuestro destierro: vuestros trabajos tocan ya a su fin".

En efecto, llegados al convento, el agotamiento y la fatiga, les obligaron a acostarse. Y al mismo tiempo murieron, el 3 de mayo de 1282. San Felipe Benicio vio aquella noche, dos lirios de una blancura deslumbrante, que eran cortados en la tierra, e inmediatamente presentados a la Virgen en el cielo. Comprendió que los dos ancianos, habían ya dejado este mundo, y así se lo anunció a los religiosos que estaban con él, en Viterbo.

Nos queda San Alejo Falconieri. Es el que más vivió, pues alcanzó los ciento diez años de edad. Nacido en Florencia en 1200, murió el 17 de febrero de 1310.

Entró siendo el más joven de todos en la Orden, rehusó siempre ser sacerdote, y vivió con gran humildad, dedicado como hermano lego, a recoger limosnas, y a trabajar en las más humildes tareas.

Fue el instrumento del que Dios se sirvió, para la santificación de su sobrina, Santa Juliana Falconieri, y quien le animó a abrazar la vida religiosa. Su larga vida, le hizo presenciar un episodio harto doloroso, que se produjo en 1276... y su feliz solución.

En efecto, en ese año 1276, el papa Beato Inocencio V, comunicó a la Orden de los servitas, que la Iglesia la consideraba como extinguida, a causa del canon 223, del segundo concilio de Lyon. Habían desaparecido ya de la tierra, cuatro de los siete fundadores.

Otros dos de ellos, estaban ausentes de Italia. La tempestad parecía amenazante, y hubo momentos, en que todo estuvo a punto de perderse. Hay quien dice que de hecho, se hubiese perdido, si no hubiera mediado la fortaleza, y el ánimo de San Felipe Benicio.

Fue él quien levantó la bandera mariana, y alegó que la Orden, había sido aprobada repetidas veces por los Romanos Pontífices. Sólo San Alejo llegó a ver la victoria. San Felipe Benicio, y los otros dos fundadores supervivientes murieron, antes de que el 11 de febrero de 1304, el papa Benedicto XI, la confirmara de nuevo. Todavía había de vivir seis años más, gozando de la admirable expansión, que tras esta confirmación, tuvo la Orden.

En efecto, como si el triunfo, después de tan terrible tempestad, hubiera sido la señal que se esperaba, para lanzarse por todo el mundo, la Orden se extendió desde entonces, con particular fuerza, y en el siglo XIV, contaba con más de cien conventos, y con misiones en Creta y en las Indias.

La reforma protestante, le hizo perder un buen número de conventos en Alemania, pero la Orden prosperó, en el mediodía de Francia. El final del siglo XVIII le fue funesto, como a todas las Ordenes religiosas. Pero en el siglo XIX, se extendió a Inglaterra, y después a América. Muy recientemente, se ha implantado también en España. En la actualidad consta de 1.550 religiosos.

Como hemos dicho, desde el primer momento, al poco tiempo de muerto San Alejo, la historia nos habla del culto colectivo a los siete fundadores. Sin embargo, habría de pasar mucho tiempo, antes de que este culto, obtuviera la plena aprobación canónica.

Todos ellos habían muerto en el Monte Senario, salvo San Alejo, cuyo cadáver fue prontamente transportado allí. Benedicto XIV atestiguaba, que en sus tiempos, los cuerpos estaban conservados, en la iglesia de Monte Senario, bajo el altar de la capilla situado abajo del coro.

Sin embargo, este Papa creó una seria dificultad para su posible canonización, exigiendo que para cada uno de los siete, fueran presentados cuatro milagros, y que por consiguiente, las siete causas se vieran independientemente. De hecho, los primeros bolandistas no los mencionaban, con la única excepción de San Alejo.

En 1717, Clemente XI, aprobaba el culto del Beato Alejo, y en 1725, el de los otros seis. Sólo en tiempo de León XIII, como consecuencia de un clamoroso milagro ocurrido en Viareggio, como consecuencia de la invocación colectiva, a los siete fundadores, se pudo volver al primitivo procedimiento: estudiar simultáneamente, y en una sola causa, la santidad de los siete.

La causa tuvo feliz éxito, y el 15 de enero de 1888, fueron solemnísimamente canonizados. El 28 de diciembre del mismo año, se fijaba su fiesta para el 11 de febrero. Años después, la fiesta fue pasada al 12 y al 17, para dar lugar a la celebración de la aparición de la Inmaculada, en Lourdes. Así sus fieles siervos cedieron, por medio de la Orden por ellos fundada, a la Santísima Virgen, el lugar que venían ocupando en el calendario.

Oración: Dios Todopoderoso y Eterno, que por los méritos e intercesión, de los Siete Fundadores Servitas, podamos valorar y acrecentar la vida en común, en nuestras familias, clubes, parroquias, sociedades de fomento, escuelas, hospitales, y en todo lugar de trabajo, poniéndote a Tí y a la Santísima Virgen María, en el centro de nuestra vida social. A Tí Señor, que llevaste una vida ejemplar, en comunidad con los Apóstoles, y Vives y Reinas, por los Siglos de los Siglos. Amén.


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