lunes, 30 de septiembre de 2019


Segunda Feria, 30 Septiembre

SAN JERÓNIMO


(347-420)

Uno de los cuatro Doctores originales, de la Iglesia Latina. Padre de las ciencias bíblicas, y traductor de la Biblia al latín. Presbítero, hombre de vida ascética, eminente literato.

«Ignorar las escrituras, es ignorar a Cristo. En la Palabra de Dios, recibimos la eternidad, la vida eterna. Tratemos de aprender en la tierra esas verdades, cuya consistencia, permanecerá también en el tiempo»

Breve:
Nació en Estridón (Dalmacia – actual Croacia), hacia el año 340; estudió en Roma, y allí fue bautizado. Abrazó la vida ascética; marchó al Oriente, y fue ordenado presbítero. Volvió a Roma, y fue secretario del papa Dámaso. Fue en esta época, cuando empezó su traducción latina de la Biblia.

También promovió la vida monástica. Más tarde, se estableció en Belén, donde trabajó mucho por el bien de la Iglesia. Escribió gran cantidad de obras, principalmente comentarios de la Sagrada Escritura. Murió en Belén, en el año 420.
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Benedicto XVI presenta la figura de San Jerónimo
Intervención durante la audiencia general

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 7 noviembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Benedicto XVI, durante la audiencia general de este miércoles, dedicada a presentar la figura de San Jerónimo.

No tenemos que olvidar nunca, que la Palabra de Dios trasciende los tiempos. Las opiniones humanas, vienen y se van. Lo que hoy es modernísimo, mañana será viejísimo. La Palabra de Dios, por el contrario, es Palabra de vida eterna; lleva en sí la eternidad, lo que vale para siempre. Al llevar en nosotros la Palabra de Dios, llevamos por lo tanto en nosotros, la vida eterna

Queridos hermanos y hermanas:
Hoy concentraremos nuestra atención, en San Jerónimo, un padre de la Iglesia, que puso en el centro de su vida la Biblia: la tradujo al latín; la comentó en sus obras, y sobre todo, se comprometió a vivirla concretamente, en su larga existencia terrena, a pesar de su conocido carácter, difícil y fogoso, que le dio la naturaleza.

Jerónimo nació en Estridón, en torno al año 347, de una familia cristiana, que le dio una fina formación, enviándole a Roma, para que perfeccionara sus estudios. Siendo joven, sintió el atractivo de la vida mundana (Cf. Epístola 22,7), pero prevaleció en él, el deseo y el interés, por la religión cristiana.

Tras recibir el bautismo, hacia el año 366, se orientó hacia la vida ascética, y al ir a vivir a Aquileya, se integró en un grupo de cristianos fervorosos, definido por él, como una especie de «coro de bienaventurados» (Chron. ad ann. 374), reunido alrededor del obispo Valeriano.

Se fue después a Oriente, y vivió como eremita, en el desierto de Calcide, en el sur de Alepo, (Cf. Epístolas 14,10), dedicándose seriamente al estudio. Perfeccionó el griego, comenzó a estudiar hebreo (Cf. Epístola 125,12); trascribió códigos y obras patrísticas (Cf. Epístolas 5, 2). La meditación, la soledad, el contacto con la Palabra de Dios, maduraron su sensibilidad cristiana.

Sintió de una manera más aguda, el peso de su pasado juvenil (Cf. Epístola 22, 7), y experimentó profundamente el contraste, entre la mentalidad pagana, y la cristiana: un contraste que se ha hecho famoso, a causa de la dramática y viva «visión», que nos dejó en una narración. En ella, le pareció sentir, que era flagelado en presencia de Dios, porque era «ciceroniano y no cristiano» (Cf. Epístola 22, 30).

En el año 382, se fue a vivir a Roma: aquí, el Papa Dámaso, conociendo su fama de asceta, y su competencia como estudioso, le tomó como secretario y consejero; le alentó a emprender, una nueva traducción latina de los textos bíblicos, por motivos pastorales y culturales.

Algunas personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres nobles, como Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban empeñarse, en el camino de la perfección cristiana, y de profundizar en su conocimiento, de la Palabra de Dios, le escogieron como su guía espiritual y maestro, en el método de leer los textos sagrados. Estas mujeres, también aprendieron griego y hebreo.

Después de la muerte del Papa Dámaso, Jerónimo dejó Roma en el año 385, y emprendió una peregrinación, ante todo a Tierra Santa, silenciosa testigo de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto, tierra elegida por muchos monjes (Cf. «Contra Rufinum» 3,22; Epístola 108,6-14).

En el año 386, se detuvo en Belén, donde gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno femenino, y un hospicio para los peregrinos, que viajaban a Tierra Santa, «pensando en que María y José, no habían encontrado albergue» (Epístola 108,14).

Se quedó en Belén hasta su muerte, al cabo de una intensa actividad: comentó la Palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor a las herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a los jóvenes; acogió con espíritu pastoral, a los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Falleció en su celda, junto a la gruta de la Natividad, el 30 de septiembre de 419/420.

La formación literaria, y su amplia erudición, permitieron a Jerónimo, revisar y traducir muchos textos bíblicos: un precioso trabajo para la Iglesia latina, y para la cultura occidental. Basándose en los textos originales, en griego y en hebreo, comparándolos con las versiones precedentes, revisó los cuatro evangelios en latín, luego los Salmos, y buena parte del Antiguo Testamento.

Teniendo en cuenta el original hebreo, y el griego de los Setenta, la clásica versión griega del Antiguo Testamento, que se remonta a tiempos precedentes al cristianismo, y de las precedentes versiones latinas, Jerónimo, ayudado después por otros colaboradores, pudo ofrecer una traducción mejor: constituye la así llamada «Vulgata», el texto «oficial» de la Iglesia latina, que fue reconocido como tal en el Concilio de Trento, y que después de la reciente revisión, sigue siendo el texto «oficial» de la Iglesia en latín.

Es interesante comprobar los criterios, a los que se atuvo el gran biblista, en su obra de traductor. Los revela él mismo, cuando afirma que respeta incluso, el orden de las palabras, de las Sagradas Escrituras, pues en ellas, dice, «incluso el orden de las palabras, es un misterio» (Epístola 57,5), es decir, una revelación.
Confirma además, la necesidad de recurrir a los textos originales: «En caso de que surgiera una discusión entre los latinos, sobre el Nuevo Testamento, a causa de las lecciones discordantes de los manuscritos, recurramos al original, es decir, al texto griego, en el que se escribió el Nuevo Pacto».

Lo mismo sucede con el Antiguo Testamento, «si hay divergencia entre los textos griegos y latinos, recurramos al texto original, el hebreo; de este modo, todo lo que surge del manantial, lo podemos encontrar en los riachuelos» (Epístola 106,2).
Jerónimo además, comentó también, muchos textos bíblicos. Para él los comentarios, tienen que ofrecer opiniones múltiples, «de manera que el lector prudente, después de haber leído las diferentes explicaciones, y de haber conocido múltiples pareceres --que tiene que aceptar o rechazar-- juzgue cuál es el más atendible, y como un experto agente de cambio, rechaza la moneda falsa» («Contra Rufinum» 1,16).

Confrontó con energía y vivacidad a los herejes, que no aceptaban la tradición, y la fe de la Iglesia. Demostró también la importancia y la validez, de la literatura cristiana, convertida en una auténtica cultura, que para entonces, ya era digna de ser confrontada con la clásica: lo hizo redactando «De viris illustribus», una obra en la que Jerónimo, presenta las biografías, de más de un centenar de autores cristianos.

Escribió biografías puras de monjes, ilustrando junto a otros itinerarios espirituales, el ideal monástico; además, tradujo varias obras de autores griegos. Por último, en el importante Epistolario, auténtica obra maestra de la literatura latina, Jerónimo destaca por sus características de hombre culto, asceta y guía de las almas.

¿Qué podemos aprender de San Jerónimo?. Sobre todo, me parece lo siguiente: amar la Palabra de Dios, en la Sagrada Escritura. Dice San Jerónimo: «Ignorar las escrituras es ignorar a Cristo». Por ello, es importante que todo cristiano, viva en contacto, y en diálogo personal con la Palabra de Dios, que se nos entrega en la Sagrada Escritura.

Este diálogo con ella, debe tener siempre dos dimensiones: por una parte, tiene que darse un diálogo realmente personal, pues Dios habla, con cada uno de nosotros, a través de la Sagrada Escritura, y tiene un mensaje para cada uno. No tenemos que leer la Sagrada Escritura, como una palabra del pasado, sino como Palabra de Dios, que se nos dirige también a nosotros, y tratar de entender, lo que nos quiere decir el Señor.

Pero para no caer en el individualismo, tenemos que tener presente, que la Palabra de Dios, se nos da precisamente para edificar comunión, para unirnos en la verdad, de nuestro camino hacia Dios.

Por tanto, a pesar de que siempre es una palabra personal, es también una Palabra, que edifica la comunidad, que edifica a la Iglesia. Por ello, tenemos que leerla, en comunión con la Iglesia viva. El lugar privilegiado de la lectura, y de la escucha de la Palabra de Dios, es la liturgia, en la que al celebrar la Palabra, y al hacer presente, en el Sacramento el Cuerpo de Cristo, actualizamos la Palabra en nuestra vida, y la hacemos presente entre nosotros.

No tenemos que olvidar nunca, que la Palabra de Dios, trasciende los tiempos. Las opiniones humanas, vienen y se van. Lo que hoy es modernísimo, mañana será viejísimo. La Palabra de Dios, por el contrario, es Palabra de vida eterna, lleva en sí la eternidad, lo que vale para siempre. Al llevar en nosotros, la Palabra de Dios, llevamos por tanto en nosotros la vida eterna.
Concluyo con una frase, dirigida por San Jerónimo a San Paulino de Nola. En ella, el gran exégeta, expresa precisamente esta realidad, es decir, en la Palabra de Dios, recibimos la eternidad, la vida eterna. San Jerónimo dice: «Tratemos de aprender en la tierra esas verdades, cuya consistencia, permanecerá también en el tiempo» (Epístola 53,10).

Oración: Señor mío y Dios mío, que por los méritos y la intercesión de San Jerónimo, concédenos tu gracia, para interpretar de manera correcta tu Sagrada Palabra, y evitar caer en el espíritu de error, permisividad, y facilismo moral que inundan a los corazones hoy en día. Que además podamos imitar en nuestras vidas, el espíritu de ascetismo y conversión de este maravilloso hermano nuestro, desprendiéndonos de tantas cosas inútiles, amándote sólo a Tí. Por nuestro Señor Jesucristo, que Vive y Reina contigo, por los Siglos de los Siglos. Amén.


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