Sexta
Feria, 15 de enero
San
Pablo, Primer Ermitaño († ca. 341) y San Macario el Viejo († ca. 390)
Ermitaños
Breve
La
aparición de Pablo en el escenario de la vida puede compararse a la
de un meteoro cuyo paso es señalado únicamente por medios potentes
de captación. En su larga carrera mortal pasó San Pablo
desapercibido a los ojos del común de los mortales, y sólo la
mirada de águila de San Jerónimo logró captar los destellos de
virtud que irradiaba su personalidad desde las fragosidades del
desierto de la Tebaida.
---------------------------------------
Luis
Arnaldich, O. F. M.
Se
cree que nació San Pablo hacia el año 228. Su casa natal apenas se
diferenciaba de las de sus conciudadanos menos favorecidos por la
fortuna, obradas con adobes de limo del Nilo, secados al sol. Sus
padres eran ricos y hacendados. No sabemos cuáles eran las
relaciones de la familia con los poderes de ocupación. Desde hacía
casi dos siglos Egipto había perdido su independencia para
incorporarse, al igual que otros pueblos de Africa y Asia, al vasto
Imperio romano. Las órdenes de los césares romanos cruzaban el mar
y llegaban a Egipto a través de los funcionarios imperiales.
Pero
sucedía muchas veces que, a pesar de las promesas de los
emperadores, y en contra de su voluntad, no se hacia justicia al
pueblo que enviaba sus barcos cargados de víveres a la capital del
Imperio, y alimentaba a funcionarios y soldados estacionados en su
suelo. La familia de Pablo estaba obligada, como cualquier otra, a
pagar los gastos de las tropas de ocupación y a contribuir con su
tributo al erario imperial.
La
familia de Pablo era cristiana, pero no sabemos cuándo la fe de
Cristo se adueñó de aquel hogar y en qué grado había arraigado en
el corazón de los padres del santo ermitaño. Por largos años gozó
el cristianismo de paz dentro del Imperio romano, y gracias a la
misma fueron muchos los cristianos que escalaron puestos de
responsabilidad civil y militar.
En
Egipto la fe cristiana se instaló en primer lugar en las ciudades de
la costa mediterránea y de allí fue remontando paulatinamente hacia
el interior, creándose pequeñas comunidades cristianas junto a las
riberas del Nilo e incluso en los oasis del desierto.
Sin
embargo, el favor de que gozaba la religión cristiana, el roce
continuado con los paganos. la penuria del clero docto, los
obstáculos naturales que entorpecían el contacto con la jerarquía
eclesiástica, fueron causa de que se cultivara una fe superficial, y
de que reinara en algunos lugares cierto sincretismo religioso, y de
que la ignorancia en materias de religión fuera espantosa. Esta fe
vacilante podía desaparecer tan pronto como soplaran los vientos de
la persecución. Y ésta llegó con el emperador Decio.
En
octubre del año 249 Decio quedó dueño absoluto del Imperio.
Enardecido por un celo fanático, llegó al convencimiento de que la
veneración de los dioses era la base para la prosperidad del Imperio
romano. A los cristianos hacia responsables del divorcio existente
entre los dioses.
En
Egipto, como en otras partes, se exigió el cumplimiento escrupuloso
del edicto imperial. ante el cual los cristianos reaccionaron
diversamente. Como tónica general cabe señalar que los efectos del
edicto fueron lamentables; el número de apóstatas sobrepujó toda
previsión. Nunca la Iglesia tuvo que deplorar tanta defección. Unos
renegaban de su fe públicamente, otros huían y se refugiaban en la
clandestinidad. Familias, grupos enteros llegaban al cercano
desierto. Individuos aislados se ocultaban en los bosques, en los
cañaverales de los pantanos, en tumbas y en grutas, cuando no en la
vivienda de algún pagano (Queffélec).
Pero
no faltaron quienes se mantuvieron valientes a pesar de las amenazas
y suplicios a que se los sometía. Las recias y santas columnas de la
Iglesia, dice Eusebio, fortalecidas por él y sacando de su probada
fe una dignidad, vigor y potencia proporcionados, fueron admirables
testimonios de su reinado.
La
persecución de Decio decidió el rumbo que tomaría en el futuro la
vida de San Pablo. Contaba a la sazón unos veinte años cumplidos.
El edicto imperial le ponía en la alternativa de apostatar de su fe,
o de morir en defensa de la misma. Sus padres habían muerto, y el
joven vivía en compañía de una hermana casada. Además de una rica
hacienda, sus padres le dejaron en herencia una educación refinada,
y una cultura humanística que abarcaba el conocimiento perfecto de
las letras griegas y egipcias. Si renegaba
de Cristo, podía seguir al frente de sus propiedades, y disfrutar de
una vida apacible en el hogar; pero si decidía perseverar en la fe
debía afrontar los males que caerían sobre él, incluso la muerte.
Imitando
el ejemplo de muchos de sus conciudadanos también cristianos, tomó
la decisión de ausentarse del pueblo natal por algún tiempo,
esperando a que cediera la vehemencia de la persecución. Poniendo en
práctica sus proyectos se marchó a un pueblo lejano, con la
esperanza de pasar allí totalmente desapercibido.
Pero
fallaron sus cálculos, por cuanto su cuñado, que debía velar por
la vida de Pablo, le amenazó con delatarle a la autoridad. ¿Era o
no cristiano el cuñado?. ¿Había acaso renegado de la fe y quería
vengarse ahora de un valiente soldado de Cristo que le confundía con
su ejemplo?. ¿Fue el interés el móvil que empujó al cuñado a
perseguir a Pablo?. No lo sabemos. De nada sirvieron los ruegos y las
lágrimas de la hermana; tampoco los lazos de la sangre fueron
capaces de ablandar el corazón del cuñado. Puesto Pablo al
corriente de las maquinaciones de aquél, se marchó a unos montes
desiertos esperando a que amainara el temporal desencadenado por
Decio contra los cristianos.
También
en esta ocasión se frustraron las esperanzas de Pablo, por cuanto, a
la muerte de Decio, le sucedió Valeriano, aclamado emperador por sus
tropas el año 253. Favorable en un tiempo a los cristianos, no tardó
mucho en convertirse en perseguidor de los mismos. Por su edicto del
otoño del año 257 amenazó con pena de muerte a los que asistieran
a reuniones sagradas, y visitaran los cementerios, exigiendo además
a todos el reconocimiento del culto oficial del Imperio romano.
De
vez en cuando regresaba Pablo al poblado en busca de provisiones, y
para informarse de la marcha de los acontecimientos político -
religiosos del Imperio, y otras tantas veces debía internarse en la
inmensidad del desierto.
En
una de las ocasiones en que volvía a su guarida, adentrándose hasta
el mismo corazón del desierto, tropezó con un monte pedregoso en
cuya falda divisó la entrada a una caverna medio obstruida por una
grande piedra. Movido por la curiosidad penetró dentro de la cavidad
y se halló frente a un vestíbulo espacioso, a cielo abierto,
cubierto por las ramas de una vieja palmera. Divisó así mismo, allí
un manantial de aguas purísimas que tras de un brevísimo curso
desaparecían en el suelo. Por la pendiente del monte existían otras
muchas cuevas más pequeñas dentro de las cuales había restos de
yunques, martillos y otros instrumentos que sirvieron, en los tiempos
de Antonio y Cleopatra, para acuñar moneda.
Se
prendó Pablo de aquel lugar, y decidió instalarse allí para
siempre. La palmera se encargaría de suministrarle los alimentos que
hasta entonces traía de su casa con peligro de su vida; el agua del
manantial apagaría su sed. El desierto, que había sido para él más
humano que sus hermanos los hombres, continuaría protegiéndole de
las emboscadas de los enemigos de su fe.
El
mundo quedaba lejos y únicamente la carne y el demonio le siguieron
hasta su escondite, amenazando de continuo la paz de su alma. Pero no
era el desierto de la Tebaida un feudo de los espíritus diabólicos,
porque también allí imperaba Dios sobre ellos. En otro tiempo, el
demonio asmoneo huyó al Egipto superior, donde fue atado por un
ángel (Tob. 8,3). Los babilonios y los antiguos pueblos árabes
creían ciegamente que el desierto estaba poblado por Djins, o sea
espíritus diabólicos. Estos seres, según ellos, visitaban los
lugares habitados en otro tiempo y los cementerios. En todas partes
se les podía encontrar, al roturar un campo, al excavar un pozo, al
levantar una casa o una choza. Ellos se encarnan en los animales
salvajes, en las aves de rapiña, serpientes, lagartos, etc. A veces
se aparecen bajo el aspecto de seres híbridos, cubiertos de pelo.
Según
San Jerónimo, cuando Antonio abad caminaba por el desierto en busca
de un ermitaño misterioso de que se le había hablado en una visión,
tropezó con hipocentauros, de aspecto terrible y repugnante, pero
inofensivos para todo hombre que sirviera a Dios fielmente. A ellos
se juntó el coro de otros monstruos "que los gentiles llaman
sátiros", cuya misión era atemorizar a Antonio y obligarle a
que regresara a su monasterio. Ya antes San Antonio tuvo que mantener
una prolongada y descomunal lucha contra tales monstruos, encarnación
del diablo.
Por
otra parte, el Dios de Israel asentó su morada visible en el
desierto del Sinaí, y atrajo a aquel lugar a su pueblo predilecto
con el fin de hablarle allí confidencialmente al corazón. El
contacto con la civilización de Egipto y de Canaán había
contribuido a su progreso técnico y material, pero habían enfriado
el espíritu. Israel fue adoctrinado directamente por Dios en la
soledad del desierto (Os. 2,16) y nunca, en el curso de su historia,
olvidó totalmente estos cursos catequísticos divinos. Los profetas
recuerdan con nostalgia los días de la peregrinación de Israel por
el desierto, días en que se celebraron sus desposorios con Yahvé.
Como
hemos visto, en el desierto montan guardia los ángeles, prontos a
encadenar al demonio, y a servir a los que triunfan de él en el
combate. San Pablo sabía que además de la compañía de animales
salvajes y aves de rapiña, podía contar con la de los ángeles,
invisibles a su vista, pero muy cercanos a su persona, atentos
siempre a protegerle contra las potestades tenebrosas, y listos para
presentar al trono de Dios los méritos acumulados con sus
penitencias y oraciones. Con él estaba Dios. que trabajaba a su
gusto el corazón de Pablo. Nunca sabremos lo que Pablo, y Dios se
dijeron en la intimidad del desierto; y aquellos prolongados
coloquios de corazón a corazón llevaron al ermitaño a la cima de
la santidad.
Pasaron
los años. Pablo se arrastraba penosamente encorvado por el peso de
sus ciento trece años. Hacía unos noventa que había
muerto al mundo, y pensaba morir sin volver a ver el rostro de un ser
humano. Cualquier día su corazón dejaría de latir; sus carnes se
pudrirían en el fondo de la cueva, o serían pasto de animales y
aves de rapiña. Unos huesos descarnados legarían a la posteridad el
recuerdo del paso de un hombre mortal en el corazón del desierto de
la Tebaida. San Pablo, en este supuesto, habría vivido para sí,
desconocido, sin dejar rastro de su paso por el mundo.
Pero
no quiso Dios que quedaran bajo el celemín los ejemplos de su larga
vida de penitencias y abnegaciones y, por lo mismo, aprovechó la
coyuntura de que, al asaltar a otro viejo ermitaño el pensamiento de
que no había en el desierto otro monje que le igualara en santidad,
le reveló en sueños que en las honduras del desierto vivía uno
mucho más perfecto que él, dándole el encargo de visitarle.
El
abad Antonio esperó a que amaneciera para emprender el viaje en
busca de su émulo. Con un nudoso bastón en sus manos
emprendió de madrugada su viaje hacia un lugar desconocido. Contaba
entonces noventa años de edad. Anduvo toda la mañana.
Llegado el mediodía sin avistar alguna huella humana, se decía:
"Espero que Dios me enviará el lugar donde mora su consiervo
de que me habló en una visión".
Refiere
San Jerónimo que el intrépido viajero tropezó en pleno desierto
con monstruos que trataban de atajarle. Pero San Antonio
no se arredró por cuanto sabía que el diablo tomaba tales
apariencias monstruosas furioso de ver a su viejo enemigo pasearse
por el desierto. Dos días y dos noches siguió andando, guiado
solamente por inspiración divina.
Pero
he aquí que entre dos luces divisó cómo una loba sedienta corría
hacia el pie de un monte. San Antonio siguió con la vista los pasos
de la fiera, y cuando ésta hubo desaparecido en el anchuroso
desierto, se acercó al lugar, oteó en el interior de la cueva,
todavía envuelta en tinieblas, avanzó cuidadosamente, reteniendo el
aliento y aplicando el oído para captar cualquier ruido proveniente
del interior. Acostumbrados sus ojos a la oscuridad, trató de
acelerar el paso cuando, inopinadamente, tropezaron sus pies con una
piedra. Al oír aquél estrépito el ermitaño, temiendo acaso que
una fiera se introdujera en su guarida, se abalanzó hacia la entrada
y la taponó con una grande piedra.
Descorazonado
Antonio ante aquel inesperado recibimiento, se acurrucó junto a la
puerta pidiendo insistentemente y durante largas horas que le
franqueara la entrada, diciendo: "Sabes quién soy y de dónde
vengo. Bien sé que no soy digno de aparecer ante tu presencia; pero
no me volveré hasta haberte visto. Tú que recibes a las bestias del
campo. ¿por qué rehúsas conceder audiencia a un hombre?. Busqué
anhelosamente tu morada y di con ella; ahora llamo para que me abras.
Si no alcanzo lo que deseo moriré en el umbral de tu mansión y
tendrás que sacarme de aquí cadáver".
Por
fin, el huraño ermitaño, sonriente, abrió la puerta y se echó en
brazos de Antonio, saludándose los dos, sin haberse conocido antes,
con sus respectivos nombres, y ambos dieron gracias a Dios. Repuesto
Pablo de la emoción primera, se desató su lengua, diciendo: "He
aquí al que buscaste con tantos afanes, estropeado por los años, y
en vísperas de que sus carnes sean pasto de los gusanos".
De
repente cambió el tono jeremíaco de su voz y abrumó a Antonio con
preguntas relacionadas con el mundo que había abandonado hacía
años: "¿Cómo va el mundo? ¿Se levantan nuevas
construcciones en las viejas ciudades? ¿Cuál es el imperio que rige
el mundo? ¿Quedan todavía individuos víctimas de los engaños
diabólicos?". Muchas otras preguntas dirigió Pablo a su
huésped, a las que éste contestaba complaciente.
El
emocionante encuentro y el coloquio que le siguió habían hecho
olvidar a los dos ancianos la comida material. pero no los había
desamparado Dios, ya que todavía enzarzados en animada conversación,
vieron que revoloteaba un cuervo sobre sus
cabezas llevando un pan prendido de su pico, que depositó luego a
los pies de los dos ermitaños. Ante la extrañeza de
Antonio, le dijo el ermitaño Pablo: "He aquí que el
misericordioso Dios nos envía la comida. Por espacio de sesenta y
más años me enviaba por el mismo recadero medio pan, pero con tu
llegada se ha duplicado la ración".
Los
dos, según San Jerónimo, dieron gracias a Dios, y se sentaron a
beber del manantial de aguas cristalinas. Pero se entabló una
amigable discusión sobre quién de los dos partiría el pan,
prolongándose la misma hasta la noche. Alegaba Pablo el privilegio
de la hospitalidad, Antonio oponía el de la edad.
Decidieron
por fin tomar cada cual el pan por un aparte, tirando hacia sí y
reservándose el trozo que les quedara en la mano. Después,
inclinados sobre el arroyo, bebieron un poco de agua, ofreciendo a
Dios un sacrificio de alabanzas y pasaron la noche velando
(Queffélec).
Un
nuevo día amaneció en el desierto y con él un cambio de tono en el
diálogo entre Antonio y Pablo. Sabía éste que sus días tocaban al
fin, y quiso aprovechar la presencia de su amigo para disponer su
sepultura. "Ha llegado el momento tan deseado, dijo Pablo, de
despojarme de este cuerpo de carne para ir a recibir de manos de mi
Dios la corona de justicia. A ti te ha enviado Dios para que cubras
mi cuerpo con tierra, o mejor, para que entierres lo que es tierra."
Al
oír Antonio aquellas palabras rompió en llanto, rogando entre
sollozos a Pablo que le llevara consigo en el viaje hacia la
eternidad. "No, contestó Pablo, porque tus hermanos
necesitan todavía de tu ejemplo. Te ruego ahora, si no te es
molesto, que vayas a tu monasterio y traigas el manto que te legó el
obispo Atanasio, para envolver con él mi cadáver”.
Se
admiró Antonio de que Pablo supiera lo del manto de Atanasio,
infiriendo de ello que Dios se lo había revelado. Viendo, pues, que
Pablo era un gran siervo de Dios, bajó la cabeza y marchó a su
monasterio en busca del mencionado manto. Le era igual a Pablo,
comenta San Jerónimo, que su cuerpo se pudriera estando al
descubierto u oculto bajo una prenda de vestir; lo que pretendía con
lo del palio era ahorrar a Antonio el dolor de verle morir.
Antes
de llegar al monasterio le salieron al encuentro dos monjes, quienes,
admirados, le preguntaron dónde había estado tanto tiempo. El Santo
no supo decir otra cosa que el haber encontrado en pleno desierto a
un santo en comparación del cual era él un pecador. Dicho esto
entró rápido en el monasterio y, sin probar alimento, salió de
nuevo en dirección al desierto, acelerando su paso por miedo a que,
en su ausencia, entregara Pablo su alma a Dios. Sus temores se
cumplieron desgraciadamente, por cuanto, faltando todavía unas tres
horas para llegar a la meta, vio una visión, el alma resplandeciente
de Pablo entre los coros de los santos. Antonio postró su rostro en
tierra, quejándose dulcemente con estas palabras: "¿Por qué
me abandonas, Pablo? ¿Por qué te vas sin decirme adiós?. ¡Tan
tarde te conocí y tan pronto te perdí!".
Refería
más tarde San Antonio que, vencida la primera impresión, se
incorporó de nuevo y emprendió veloz marcha hacia la cueva de
Pablo. Entrando dentro de la cavidad encontró al Santo postrado de
rodillas, la frente alta, extendidos los brazos hacia lo alto, y el
cuerpo exánime. Creyó al primer momento que estaba en oración,
pero al no oírle ningún suspiro se convenció de que su amigo había
traspasado los umbrales de la eternidad.
Antonio
amortajó el cuerpo de Pablo con el palio de San Atanasio. Pero,
llegado el momento de darle sepultura, no encontró a mano
instrumento alguno para cavar la fosa. ¿Qué hacer?. Ir al
monasterio en su busca era imposible por la distancia del trayecto,
calculado en cuatro días de viaje, dos de ida y otros dos de vuelta.
Entonces se le escaparon las palabras: "Moriré, Señor,
junto a tu siervo Pablo".
Ocupado
en estos pensamientos, vio surgir de las profundidades del desierto a
dos leones que con paso veloz avanzaban en dirección a él. Durante
unos momentos sintió la sensación del miedo, pero pronto se repuso
al ver que, una vez junto al cadáver de Pablo, movían los leones
suavemente sus colas y lanzaban al aire dolorosos quejidos,
asociándose, a su manera, al dolor que embargaba el corazón de
Antonio.
Luego
empezaron ambos a excavar la tierra con sus garras hasta abrir una
zanja capaz de contener el cadáver de un hombre. Terminada
aquella tarea se acercaron a Antonio cabizbajos, lamiendo sus manos y
pies y esperando a que les diera su bendición y autorización para
regresar con su manada.
Antonio
perdía a un amigo y la humanidad un santo. Transido de dolor su
corazón ejerció para con su amigo Pablo la obra de caridad de
enterrar su cadáver. Una vez terminada la lúgubre ceremonia
resolvió Antonio regresar a su monasterio. Como recuerdo inolvidable
cargó con la túnica tejida con hojas de palmera que usaba Pablo
para cubrir sus desnudeces, y que usó Antonio en lo venidero en las
solemnidades de Pascua y Pentecostés.
San
Jerónimo acaba la vida de Pablo con las palabras: "Si
el Señor me diera a escoger, no titubearía en elegir la túnica de
Pablo con sus méritos, más que las púrpuras de los reyes con sus
penas".
A
San Jerónimo debemos los pocos datos históricos sobre la vida y
virtudes de San Pablo, del cual dice que fue en realidad el creador
del monaquismo. Es posible que San Jerónimo al escribir la vida de
Pablo diera en algunas cosas rienda suelta a su imaginación,
tratando de embellecer con descripciones poéticas los datos escuetos
de la historia. No es posible trazar una línea divisoria entre la
leyenda y la historia, pero podemos decir que no ha inventado
Jerónimo a Pablo el ermitaño ni su túnica de hojas de palmera.
Que
entre Antonio y Pablo haya habido contactos es más que posible; como
lo es que ambos hayan alabado conjuntamente a Dios en el corazón del
desierto, y que ambos compartieran allí el pan de la caridad,
cualquiera que fuera su procedencia.
Lo
cierto es que Pablo, con una vida callada en las inmensidades del
desierto, ha influido en el ánimo de muchos que han buscado a Dios
en la soledad, y se han santificado en una atmósfera de silencio y
de olvido total del mundo, atentos solamente a la voz del Maestro
divino, que habla al corazón.
------------------------------------------------------------
San
Macario el Viejo
Fecha: 15 de enero en el antiguo calendario
Etim:
"feliz o bienaventurado" del griego.
Vivió
en Egipto en el siglo IV, murió por el año 390.
Fue
pastor de ganado y desde su juventud vivió como anacoreta. Por una
mujer que le acusó de haberla seducido, fue castigado públicamente.
El toleró los insultos y el castigo hasta que la mujer confesó la
verdad después de nacido el niño.
Volvió
al desierto donde dirigió a otros anacoretas. Se
distinguió por sus ayunos y poseyó facultades taumatúrgicas y
discernimiento espiritual.
También:
Macario de Alejandría (siglo V)
Macario de Gand (siglo XI)
Macario, patriarca de Jerusalén (siglos III-IV), constructor de la Basílica del Santo Sepulcro.
Macario de Pelecete (siglo IXl).
Macario de Alejandría (siglo V)
Macario de Gand (siglo XI)
Macario, patriarca de Jerusalén (siglos III-IV), constructor de la Basílica del Santo Sepulcro.
Macario de Pelecete (siglo IXl).
Oración:
Te pedimos Señor, que por intercesión de San Pablo, Primer
Ermitaño, San Macario y de San Antonio Abad, podamos convertir hasta
don de sea posible nuestra casa en hogar de silencio y oración. Que
siempre nos envíes nuestro sustento por medio de tus celestiales
manos, y no temamos a nada. Tú que eres oración, comida y bebida
santa. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario