Domingo
10 de Enero
Beato
Gregorio X
Papa
Nª 184
(† 1276)
Breve
No
era sacerdote cuando lo nombraron Papa (184). Diplomático eximio y
conocedor al detalle del Derecho Canónico. Trabajó con denuedo por
la unión con los ortodoxos, logrando superar el Cisma, aunque fué
por poco tiempo. Organizador de la defensa de Europa contra los
Turcos Otomanos.
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El
papa Beato Gregorio X (1271-1276) es uno de los Romanos Pontífices
más insignes del siglo XIII que constituye el apogeo de la Iglesia
medieval. Con Inocencio III (1198-1216) se puede decir que la Iglesia
y el Pontificado llegaron al cenit de su prestigio y significación,
siendo los papas verdaderos árbitros de las coronas de los reyes, y
los motivos religiosos los que guiaban en sus empresas a los hombres
más eminentes del tiempo.
En
este estado de florecimiento religioso continuó la sociedad europea
a través de todo el siglo XIII. Entre sus principales
manifestaciones podemos notar el gran esplendor de las universidades
y estudios medievales, en París, Oxford, Bolonia, Salamanca y otros
importantes centros, y con figuras tan prominentes, como Alejandro de
Hale y San Buenaventura, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino.
Lo mismo podríamos decir del gran apogeo del arte religioso, que nos
presenta las grandes catedrales góticas de París, Reims, Chartres y
Amiens, Milán, Burgos, León y Toledo, por no citar más que las
principales.
Pues
bien, el gran mérito de Gregorio X estriba en haber sabido mantener
este prestigio extraordinario de la Iglesia en un tiempo en que,
debido a una serie de dificultades, existió un gravísimo y
persistente peligro de decadencia eclesiástica. Sus extraordinarias
cualidades naturales y, sobre todo, el esfuerzo de su virtud y
espíritu eclesiástico fueron los que realizaron una obra tan
trascendental para la Iglesia.
Se
llamaba Teobaldo Visconti y pertenecía a una ilustre familia
italiana. Nacido en Piacenza en 1210, se distinguió desde sus
primeros años por su aplicación y constancia en el estudio, que fue
coronado con extraordinarios éxitos.
Se
dedicó de un modo especial al Derecho canónico, que cultivó en
Italia y, más tarde, en París, donde tanto florecían a la sazón
los estudios escolásticos. Pero, a la par que en sus estudios,
brilló particularmente por el temple de su virtud y por su espíritu
eminentemente eclesiástico. Por esto, ya en estos primeros tiempos,
se mostraba siempre dispuesto a toda clase de sacrificios que el
servicio de Dios le exigiera, y no había dificultad capaz de
detenerlo en las empresas que juzgaba de la gloria de Dios.
Conociendo
sus superiores eclesiásticos la extraordinaria erudición,
relevantes cualidades y profunda virtud que lo distinguían, lo
nombraron, primero, canónigo de Lyon, y poco después archidiácono
de Lieja. Más aún. Inocencio IV (1243-1254) le ofreció el obispado
de Piacenza; pero él renunció a tan elevado honor. Sin
embargo, sus cualidades naturales y el temple de su virtud se
pusieron cada vez más de manifiesto.
Durante
el concilio I de Lyon. que fue el XIII ecuménico, fue celebrado por
Inocencio IV y significa uno de los momentos cumbres de la Iglesia en
el siglo XIII, el arzobispo de Lieja quiso tenerle a su lado como
acreditado canonista. Poco después, siendo archidiácono de Lieja, y
mientras pasaba algunas temporadas en París, dedicado a profundizar
en los estudios canónicos, San Luis, rey de Francia, le dio
testimonios de muy particular veneración. Más aún. El cardenal
Ottoboni tomó consigo a Teobaldo, de cuya virtud y prestigio se
sirvió en su legación a Inglaterra. De esta manera Teobaldo
Visconti se fue preparando para las grandes empresas, para las que
Dios lo destinaba.
Se
hallaba, pues, en Ptolemaida – Palestina – en misión
diplomática, entregado en cuerpo y alma a obra tan sacrificada y
apostólica, cuando recibió la noticia de haber sido elegido como
Papa el primero de septiembre de 1271. En efecto, a la muerte de
Clemente IV en 1268, después de tres años enteros de sede vacante,
debido a las enormes dificultades y a la gran desunión reinante, los
cardenales no habían podido entenderse para la elección del nuevo
Papa, hasta que al fin pusieron los ojos en Teobaldo Visconti, simple
archidiácono de Lieja y ausente entonces en Palestina, cuyas
relevantes cualidades y eximia virtud les eran bien conocidas, y
convinieron en su elevación al solio pontificio. En realidad era la
mejor elección que pudieron haber realizado. Al recibir tan
inesperada noticia, Teobaldo aceptó la pesada carga que Dios le
imponía, tomó el nombre de Gregorio X y se dispuso a volver a
Italia.
Naturalmente,
los cristianos de Tierra Santa, aunque sentían la partida de tan
eminente apóstol, experimentaron una satisfacción inmensa, con la
seguridad de que el nuevo Papa les enviaría los socorros que tanto
se necesitaban. Él mismo, según se refiere, al despedirse del
Oriente, terminó su emocionante alocución con estas palabras: "Que
mi lengua se pegue a mi paladar, si yo no pongo a Jerusalén a la
cabeza de todas mis alegrías".
Llegado
a Roma en marzo de 1272, recibió la Orden del presbiterado, pues era
únicamente diácono: luego fue consagrado Obispo y coronado como
Papa el 27 del mismo mes. Como era de suponer, su ideal desde un
principio fue enviar el socorro necesario a los cristianos de Tierra
Santa y unificar a toda Europa políticamente. Era la época en que
los turcos otomanos mostraban sus agresivas intenciones en torno a
Europa, al que se lanzaron a su conquista tiempo después.
Como
primer paso para su realización, puso el Papa todo su empeño en la
pacificación de los espíritus en toda la. Europa cristiana. Así,
trabajó intensamente para apaciguar los pueblos del norte de Italia,
ensangrentados entonces por las luchas entre los güelfos y
gibelinos.
Por
otra parte, introdujo en muchas partes medidas de reforma y, sobre
todo, en medio de la división existente en Alemania sobre la
sucesión al imperio, dirigió en octubre de 1273 una exhortación a
los príncipes electores para que procedieran a la elección, y al
recaer ésta sobre Rodolfo de Habsburgo, el Papa lo reconoció
solemnemente.
En
lo tocante a la preparación inmediata del gran concilio que debía
reunirse en Lyon, invitó a los más célebres teólogos a presentar
sus observaciones sobre el estado de la Iglesia. Creó cardenales al
dominico Pedro de Tarantasia y a San Buenaventura; invitó al más
célebre de los teólogos de su tiempo, Santo Tomás de Aquino, quien
murió mientras se dirigía al concilio. Finalmente, partió el Papa
desde Orvieto, y a su llegada a Lyon recibió la visita del rey de
Francia, quien le entregó definitivamente el condado del Venaissin.
Finalmente,
el 7 de mayo de 1274 se pudo celebrar en la catedral de San Juan la
primera sesión del concilio II de Lyon y XIV ecuménico, en
presencia del rey Juan I de Aragón, unos quinientos obispos y gran
número de abades, así como también los representantes de algunos
príncipes seculares. Con su sermón, basado sobre el texto
"Desiderio desideravi..." el mismo Papa, que lo presidía,
dio comienzo al concilio, en el que propuso con toda claridad los
tres fines que en él se pretendían: ayuda a Tierra Santa, unión
con los griegos y reforma de la Iglesia.
Dios
premió los innumerables trabajos que Gregorio X realizó en aquella
memorable empresa. Es cierto que, por la antipatía existente entre
los orientales y los occidentales, la cuestión de la unión era poco
popular entre los griegos. quienes le hicieron la mayor oposición;
pero al fin se impusieron sus partidarios.
El
24 de junio se presentaron en Lyon los representantes del emperador
bizantino, Miguel Paleólogo, y tras difíciles discusiones, en la
sesión IV del 6 de julio, se proclamó la unión. Los griegos
reconocieron el Primado de Roma y admitieron la fórmula del
"Filioque".
En
cambio se les concedió poder conservar el símbolo usado desde
antiguo en sus iglesias, así como también sus antiguos ritos. A la
cabeza de los partidarios decididos de la unión estaba el nuevo
patriarca Juan Bekkos. Aunque sincera, esta unión fue muy poco
duradera.
Según
se refiere, Gregorio X, que tanto amaba a la Iglesia griega, derramó
lágrimas de alegría al ver realizada la unión.
Por
lo que se refiere a los demás objetivos del concilio, se decretó
destinar a la defensa de Europa durante seis años los diezmos de la
Iglesia. Por otra parte, ya en la sesión segunda, se proclamaron
varios principios dogmáticos, y en la tercera, algunos decretos
disciplinares en orden a la reforma eclesiástica. Entre tanto, antes
de la sesión quinta del 16 de julio, murió San Buenaventura en el
mismo concilio.
El
Papa asistió a sus funerales, celebrados en la iglesia de los
franciscanos de Lyon. Luego, con el objeto de evitar la repetición
de una sede vacante de tres años, como la anterior, publicó
Gregorio X la constitución Ubi periculum, por la que se introducía
el sistema del cónclave, en el que los electores quedaban encerrados
hasta que se verificaba la elección. Mas, como se tomaban ciertas
medidas bastante rigurosas respecto de los cardenales, hubo de parte
de éstos una enconada oposición, hasta que al fin pudo ser
proclamada.
Tal
fue la obra fundamental realizada en la Iglesia por el insigne papa
Beato Gregorio X. Después del concilio, se
entregó de lleno a poner en práctica las medidas de reforma que se
habían ordenado, particularmente las que se referían a los
eclesiásticos. Con no menor intensidad trabajó en reunir
socorros para los cristianos de Tierra Santa.
A
pesar de los desacuerdos entre los reyes y príncipes europeos en lo
referente a enfrentar al poder otomano, el Romano Pontífice y la
Iglesia volvieron a recobrar el antiguo prestigio y continuaron en su
apogeo medieval.
En
su vida privada, Gregorio X dio durante su pontificado los más
edificantes ejemplos de caridad, humildad y fervor religioso, que le
conquistaron la opinión general de gran santidad y la más profunda
simpatía del pueblo cristiano. Así, se nos refiere que,
diariamente, lavaba los pies de algunos pobres; enviaba a algunos
empleados en busca de las personas más necesitadas, y repartía
entre ellas abundantes limosnas.
Por
otra parte, observaba la mayor austeridad consigo mismo, no tomando
alimento más que una vez al día, y entregándose a la oración todo
el tiempo posible.
Pero,
aunque tenía un corazón tan blando y caritativo con los pobres y
desgraciados, era sumamente enérgico con los malvados y
delincuentes. Es célebre en este punto el caso de Guido de Monfort,
el asesino de Enrique de Alemania.
Habiéndose
presentado al Papa para obtener la absolución de su crimen, éste lo
hizo encerrar primero en una fortaleza, y sólo un año después
permitió al patriarca de Aquilea lo admitiera en la comunión con
los fieles.
Pero
los trabajos que tuvo que sufrir Gregorio X durante el concilio, y
después de él, unidos a la austeridad de su vida ascética, lo
habían agotado por completo. Dios no le concedió ver de nuevo a
Roma. Mientras volvía de Lyon, después de pasar por Milán y
Florencia, se vio obligado a detenerse en Arezzo de Toscana, donde,
víctima de una pleuresía, murió el 10 de enero de 1276.
Según
se refiere, al sentir la proximidad de la muerte, pidió un
crucifijo, y mientras lo besaba con la mayor devoción y recitaba la
Salutación angélica, entregó su alma a Dios.
Incluido
por la Iglesia en el número de los beatos, Benedicto XIV, en su
célebre obra Sobre la Canonización, dedica largo espacio a la
relación de su vida y milagros, tal como lo encontró en el archivo
del tribunal de la Rota.
BERNARDINO
LLORCA, S.I.
Nota:
En
la teología cristiana la cláusula Filioque es una inserción en el
Símbolo Niceno-Constantinopolitano, que dictamina la doctrina
católica que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.
En
latín el término Filioque significa: «y del Hijo». La inserción
de esta cláusula en el Credo litúrgico de la Iglesia latina dio
origen a una disputa entre la Iglesia católica y la Iglesia
ortodoxa, ya que para los ortodoxos el Espíritu Santo procede sólo
del Padre sin intervención del Hijo.
Oración:
Te pedimos Señor que por los méritos e intercesión del Papa
Gregorio X, puedan los católicos y ortodoxos verse como una sola
familia, y Europa pueda volver a ser un faro amoroso de la
Cristiandad. A Tí Señor que eres la Cabeza del cuerpo místico de
la Iglesia Universal. Amén.
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