Domingo
24 de marzo
BEATO
DIEGO JOSÉ DE CÁDIZ
(†
1801)
Preparó
espiritualmente a España, frente a la inminente invasión
napoleónica
Sus
carismas: comunicaciones místicas que lo sostuvieran en su empresa,
don de profecía, y multiplicación continua de visibles milagros
SERAFÍN
DE AUSEJO, O. F. M. CAP.
Treinta
años de activísima vida misionera, no caben en unas páginas. No es
posible reducir a tan breve síntesis, la labor de este apóstol
capuchino, que siempre a pie, recorrió innumerables veces Andalucía
entera en todas direcciones; que se dirigió después a Aranjuez y
Madrid, sin dejar de misionar a su paso, por los pueblos de la Mancha
y de Toledo; que emprendió más tarde un largo viaje desde Roma
hasta Barcelona, predicando a la ida por Castilla la Nueva y Aragón,
y a la vuelta por todo Levante; que salió, aunque ya enfermo, de
Sevilla, y atravesando Extremadura y Portugal, llegó hasta Galicia y
Asturias, regresando por León y Salamanca.
Pero
hay que recordar además, que en sus misiones hablaba varias horas al
día, a muchedumbres de cuarenta y aun de sesenta mil almas, y al
aire libre, porque nuestras más gigantescas catedrales, eran
insuficientes para cobijar a tantos millares de personas, que
anhelaban oírle como a un "enviado de Dios";
que tuvo por oyentes de su apostólica palabra, avalada siempre por
la santidad de su vida, a los príncipes y cortesanos por un lado, y
a los humildes campesinos por otro; a los intelectuales y
universitarios, y a las clases más populares, al clero en todas sus
categorías, y a los ejércitos de mar y tierra, a los ayuntamientos;
y cabildos eclesiásticos, y a los simples comerciantes e
industriales, y aun a los reclusos de las cárceles; que intervino
con su consejo personal, y con su palabra escrita, bien por
dictámenes más o menos públicos, bien por su casi infinita
correspondencia epistolar, en los principales asuntos de su época, y
en la dirección de muchas conciencias; que escribió tal cantidad de
sermones, de obras ascéticas y devocionales, que reunidas, formarían
un buen número de volúmenes; que caminaba siempre a pie, con el
cuerpo cubierto por áspero cilicio, pero alimentando su alma, con
varias horas de oración mental al día; y que si le seguía un
cortejo de milagros y de conversiones ruidosas, también supo de otro
cortejo doloroso de ingratitudes, de incomprensiones y aun de
persecuciones, hasta morir envuelto en un denigrante proceso
inquisitorial.
¿Cómo
describir, siquiera someramente, tan inmensa labor?. La amplitud
portentosa de aquella vida, tan extraordinariamente rica de historia,
y de fecundidad espiritual, durante los últimos treinta años del
siglo XVIII, a lo largo y ancho de la geografía peninsular, se
resiste a toda síntesis.
Sólo
de la Virgen Santísima, a la que especialmente veneraba, bajo los
títulos de Pastora de las almas y de la paz, predicó más de cinco
mil sermones. Y seguramente pasaron de veinte mil, los que
predicó en su vida de misiones, las cuales duraban diez, quince y
aun veinte días, en cada ciudad.
La
misión concreta de su vida, y el porqué de su existencia, podría
resumirse en esta sola frase: fue el enviado de Dios a la España
oficial, de fines de aquel siglo, y el auténtico misionero del
pueblo español, en el atardecer de nuestro Imperio.
Nuestros
intelectuales de entonces, y las clases directoras, con el
consentimiento y aun con el apoyo de los gobernantes, abrían las
puertas del alma española, a la revolución que nos venía de
allende el Pirineo, disfrazada de "ilustración", de
maneras galantes, de teorías realistas.
Todo
ello producía, arriba, la "pérdida de Dios" en las
inteligencias. Luego vendría la "pérdida de Dios", en
las costumbres del pueblo. Aquella invasión de ideas, sería
precursora de la invasión de armas napoleónicas que vendría
después.
No
todos vieron, a dónde iban a parar aquellas tendencias, ni cuáles
serían sus funestos resultados. Pero fray Diego los vio con
intuición penetrante —y mejor diríamos profética—, ya desde
sus primeros años de sacerdocio. Por eso escribía: "¡Qué
ansias de ser santo, para con la oración aplacar a Dios, y sostener
a la santa Iglesia!. ¡Qué deseo de salir al público, para, a cara
descubierta, hacer frente a los libertinos!... ¡Qué ardor para
derramar mi sangre, en defensa de lo que hasta ahora hemos creído!"
Dios
le había escogido, para hacerle el nuevo apóstol de España, y su
director espiritual se lo inculcaba repetidas veces: "Fray
Diego misionero, es un legítimo enviado de Dios a España".
Y convencido de ello, el santo capuchino, se dirige a las clases
rectoras, y a las masas populares.
Entre
la España tradicional que se derrumba, y la España revolucionaria
que pronto va a nacer, él toma sus posiciones, que son: ponerse
al servicio de la fe y de la patria, y presentar la batalla a la
"ilustración".
Había
que evitar esa "pérdida de Dios", en las inteligencias, y
fortalecer la austeridad de costumbres en la masa popular. Y
cuando vio rechazada su misión por la España oficial, (¡cuánta
parte tuvieron en ello Floridablanca, Campomanes y Godoy!), se
dirigió únicamente al auténtico pueblo español, con el fin de
prepararle, para los días difíciles que se avecinaban.
En
su misión de Aranjuez y Madrid (1783), el Beato se dirigió a la
corte. Pero los ministros del rey, impidieron solapadamente, que la
corte oyera la llamada de Dios. Intentó también fray Diego, traer
al buen camino, a la vanidosa María Luisa de Parma, esposa de Carlos
IV.
Pero
convencido más tarde, de que nada podía esperar, sobre todo cuando
Godoy, llegó a prohibir su presencia en el Palacio, el santo
misionero rompió definitivamente con la corte, llegando a escribir,
más tarde, con motivo de un viaje de los reyes a Sevilla: "No
quiero que los reyes se acuerden de mí".
Para
cumplir fielmente su misión, el Beato recibió de Dios, carismas
extraordinarios, que podríamos recapitular en estos tres epígrafes:
comunicaciones místicas que lo sostuvieran
en su empresa, don de profecía, y multiplicación continua de
visibles milagros.
Pero
Dios no se lo dio todo hecho. Hay quienes, conociéndole sólo
superficialmente, no ven en él más que al misionero del pueblo, que
predica con celo de apóstol, acentos de profeta, y milagros de
santo.
Pero
junto al orador, al santo, al profeta y al apóstol, aparece también
a cada momento el hombre. También él siente las acometidas de la
tentación carnal; también él se apoca y sufre, cuando se le
presenta la contradicción; también él experimenta dificultades y
desganas, para cumplir su misión; y aun sólo "a costa de
estudio y de trabajo" —dice él— logra escribir lo que
escribe.
Y
a pesar de todo, nada de "tremendismo" en su predicación,
como no fuera en contados momentos, cuando el impulso divino, le
arrastraba a ello. Y así, mientras otros piden a Dios, el remedio de
los pueblos por medio de un castigo misericordioso, "yo lo
pido —escribe— por medio de una misericordia sin castigo".
Y
no se olvide, que vivió en los peores tiempos del rigorismo. ¿Y
cómo no iba ser así, si él fue siempre. como buen franciscano y
neto andaluz, santamente humano y alegre, ameno en sus
conversaciones, y gracioso hasta en los milagros que hacía?.
Pero
el celo de la gloria de Dios, y el bien de las almas, le dominaron de
suerte, que ello solo explica, aquel perfecto dominio de sus
debilidades humanas, aquella actividad pasmosa, lo mismo predicando
que escribiendo, y aquel idear disparates: como el deseo de no morir,
para seguir siempre misionando; o el de misionar entre los
bienaventurados del cielo, o los condenados del infierno; o el de
marcharse a Francia, cuando tuvo noticias de los sucesos de París en
1793, para reducir a buen camino, a los libertinos y extremistas de
la Revolución Francesa.
Dícese
de Napoleón, que desterrado ya en Santa Elena, exclamaba recordando
sus victorias y su derrota definitiva: "La desgraciada guerra
de España es la que me ha derribado". Pero
esta guerra, no la vencieron nuestros reyes ni nuestros
intelectuales; la venció aquel pueblo, que había recibido con
sumisión y fidelidad, las enseñanzas del "enviado de Dios".
Este
pueblo, fiel a la misión de fray Diego, no traicionó a su fe ni a
su patria; los intelectuales y gobernantes,
que habían rechazado esa misión, traicionaron a su patria, porque
ya habían traicionado a su fe.
Sólo
Dios puede medir y valorar —como sólo Él los puede premiar— los
frutos que produjo la constante y difícil, fecunda y apostólica
actividad misionera, del Beato Diego José de Cádiz. Describiendo él
su vocación religiosa decía: "Todo
mi afán era ser capuchino, para ser misionero y santo".
Y lo fue.
Realizó
a maravilla este triple ideal. Su vida fue un don, que Dios concedió
a España a fines del XVIII. Por la gracia de Dios y sus propios
méritos, fray Diego fue capuchino, misionero y santo.
Oración:
Te pedimos Dios y Señor Nuestro, que los méritos y la intercesión
del Beato Diego José de Cádiz, preserves a España y América
Latina, de la lepra del liberalismo y del comunismo, y que siempre
estemos espiritual y materialmente ligados a tu Sagrado Corazón, el
de la Virgen María y el de San José. Amén. Así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario