Sábado
30 Septiembre
SAN
JERÓNIMO
(347-420)
«Ignorar
las escrituras, es ignorar a Cristo»
Uno
de los cuatro Doctores originales de la Iglesia Latina. Padre de las
ciencias bíblicas, y traductor de la Biblia al latín. Presbítero,
hombre de vida ascética, eminente literato.
Breve:
Nació en Estridón (Dalmacia – actual Croacia), hacia el año 340; estudió en Roma y allí fue bautizado. Abrazó la vida ascética, marchó al Oriente, y fue ordenado presbítero. Volvió a Roma, y fue secretario del papa Dámaso. Fue en esta época cuando empezó su traducción latina de la Biblia.
Nació en Estridón (Dalmacia – actual Croacia), hacia el año 340; estudió en Roma y allí fue bautizado. Abrazó la vida ascética, marchó al Oriente, y fue ordenado presbítero. Volvió a Roma, y fue secretario del papa Dámaso. Fue en esta época cuando empezó su traducción latina de la Biblia.
También
promovió la vida monástica. Más tarde, se estableció en Belén,
donde trabajó mucho por el bien de la Iglesia. Escribió gran
cantidad de obras, principalmente comentarios de la Sagrada
Escritura. Murió en Belén en el año 420.
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Benedicto
XVI presenta la figura de San Jerónimo
Intervención
durante la audiencia general
CIUDAD DEL
VATICANO, miércoles, 7 noviembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la
intervención de Benedicto XVI, durante la audiencia general de este
miércoles, dedicada a presentar la figura de San Jerónimo.
No
tenemos que olvidar nunca que la Palabra de Dios trasciende los
tiempos. Las opiniones humanas vienen y se van. Lo que hoy es
modernísimo, mañana será viejísimo. La Palabra de Dios, por el
contrario, es Palabra de vida eterna, lleva en sí la eternidad, lo
que vale para siempre. Al llevar en nosotros la Palabra de Dios,
llevamos por lo tanto en nosotros la vida eterna
Queridos
hermanos y hermanas:
Hoy concentraremos nuestra atención en San Jerónimo, un padre de la Iglesia que puso en el centro de su vida la Biblia: la tradujo al latín, la comentó en sus obras, y sobre todo, se comprometió a vivirla concretamente en su larga existencia terrena, a pesar de su conocido carácter, difícil y fogoso, que le dio la naturaleza.
Hoy concentraremos nuestra atención en San Jerónimo, un padre de la Iglesia que puso en el centro de su vida la Biblia: la tradujo al latín, la comentó en sus obras, y sobre todo, se comprometió a vivirla concretamente en su larga existencia terrena, a pesar de su conocido carácter, difícil y fogoso, que le dio la naturaleza.
Jerónimo
nació en Estridón en torno al año 347, de una familia cristiana,
que le dio una fina formación, enviándole a Roma para que
perfeccionara sus estudios. Siendo joven, sintió el atractivo de la
vida mundana (Cf. Epístola 22,7), pero prevaleció en él el deseo y
el interés por la religión cristiana.
Tras
recibir el bautismo, hacia el año 366, se orientó hacia la vida
ascética, y al ir a vivir a Aquileya, se integró en un grupo de
cristianos fervorosos, definido por él como una especie de «coro
de bienaventurados» (Chron. ad ann. 374) reunido
alrededor del obispo Valeriano.
Se fue
después a Oriente, y vivió como eremita en el desierto de Calcide,
en el sur de Alepo, (Cf. Epístolas 14,10), dedicándose seriamente
al estudio. Perfeccionó el griego, comenzó a estudiar hebreo (Cf.
Epístola 125,12), trascribió códigos y obras patrísticas (Cf.
Epístolas 5, 2). La meditación, la soledad, el contacto con la
Palabra de Dios, maduraron su sensibilidad cristiana.
Sintió de
una manera más aguda el peso de su pasado juvenil (Cf. Epístola 22,
7), y experimentó profundamente el
contraste entre la mentalidad pagana y la cristiana: un
contraste que se ha hecho famoso, a causa de la dramática y viva
«visión» que nos dejó en una narración. En ella le pareció
sentir que era flagelado en presencia de Dios, porque era
«ciceroniano y no cristiano» (Cf. Epístola 22, 30).
En el año
382 se fue a vivir a Roma: aquí, el Papa Dámaso, conociendo su fama
de asceta, y su competencia como estudioso, le tomó como secretario
y consejero; le alentó a emprender una nueva traducción latina de
los textos bíblicos, por motivos pastorales y culturales.
Algunas
personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres nobles como
Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban empeñarse en el
camino de la perfección cristiana, y de profundizar en su
conocimiento de la Palabra de Dios, le escogieron como su
guía espiritual y maestro, en el método de leer los textos
sagrados. Estas mujeres también aprendieron griego y hebreo.
Después
de la muerte del Papa Dámaso, Jerónimo dejó Roma en el año 385, y
emprendió una peregrinación, ante todo a Tierra Santa, silenciosa
testigo de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto, tierra
elegida por muchos monjes (Cf. «Contra Rufinum» 3,22; Epístola
108,6-14).
En el año
386 se detuvo en Belén, donde gracias a la generosidad de una mujer
noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno femenino,
y un hospicio para los peregrinos que viajaban a Tierra Santa,
«pensando en que María y José, no habían
encontrado albergue» (Epístola 108,14).
Se quedó
en Belén hasta la muerte, continuando una intensa actividad: comentó
la Palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor a las
herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura
clásica y cristiana a jóvenes; acogió con espíritu pastoral, a
los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Falleció en su celda,
junto a la gruta de la Natividad, el 30 de septiembre de 419/420.
La
formación literaria, y su amplia erudición, permitieron a Jerónimo
revisar y traducir muchos textos bíblicos: un precioso trabajo para
la Iglesia latina, y para la cultura occidental. Basándose en los
textos originales en griego y en hebreo, comparándolos con las
versiones precedentes, revisó los cuatro evangelios en latín, luego
los Salmos, y buena parte del Antiguo Testamento.
Teniendo
en cuenta el original hebreo y el griego de los Setenta, la clásica
versión griega del Antiguo Testamento, que se remonta a tiempos
precedentes al cristianismo, y de las precedentes versiones latinas,
Jerónimo, ayudado después por otros colaboradores, pudo
ofrecer una traducción mejor: constituye la así
llamada «Vulgata», el
texto «oficial» de la Iglesia latina, que fue reconocido como tal
en el Concilio de Trento, y que después de la reciente revisión,
sigue siendo el texto «oficial» de la Iglesia en latín.
Es
interesante comprobar los criterios, a los que se atuvo el gran
biblista, en su obra de traductor. Los revela él mismo, cuando
afirma que respeta incluso el orden de las palabras de las Sagradas
Escrituras, pues en ellas, dice, «incluso
el orden de las palabras es un misterio» (Epístola
57,5), es decir, una revelación.
Confirma,
además, la necesidad de recurrir a los textos originales: «En caso
de que surgiera una discusión entre los latinos sobre el Nuevo
Testamento, a causa de las lecciones discordantes de los manuscritos,
recurramos al original, es decir, al texto griego en el que se
escribió el Nuevo Pacto».
Lo mismo
sucede con el Antiguo Testamento, «si hay divergencia entre los
textos griegos y latinos, recurramos al texto original, el hebreo; de
este modo, todo lo que surge del manantial, lo podemos encontrar en
los riachuelos» (Epístola 106,2).
Jerónimo,
además, comentó también muchos textos bíblicos. Para él los
comentarios, tienen que ofrecer opiniones múltiples, «de manera que
el lector prudente, después de haber leído las diferentes
explicaciones, y de haber conocido múltiples pareceres --que tiene
que aceptar o rechazar-- juzgue cuál es el más atendible, y como un
experto agente de cambio, rechaza la moneda falsa» («Contra
Rufinum» 1,16).
Confrontó
con energía y vivacidad a los herejes, que no aceptaban la tradición
y la fe de la Iglesia. Demostró también
la importancia y la validez de la literatura cristiana,
convertida en una auténtica cultura, que para entonces ya era digna
de ser confrontada con la clásica: lo hizo redactando «De viris
illustribus», una obra en la que Jerónimo, presenta las biografías
de más de un centenar de autores cristianos.
Escribió
biografías puras de monjes, ilustrando junto a otros itinerarios
espirituales, el ideal monástico;
además, tradujo varias obras de autores griegos. Por último, en el
importante Epistolario, auténtica obra maestra de la literatura
latina, Jerónimo destaca por sus características de hombre culto,
asceta y guía de las almas.
¿Qué
podemos aprender de San Jerónimo?. Sobre todo me parece lo
siguiente: amar la Palabra de Dios en la Sagrada Escritura. Dice San
Jerónimo: «Ignorar las escrituras es
ignorar a Cristo». Por ello, es importante que todo
cristiano, viva en contacto, y en diálogo personal con la Palabra de
Dios, que se nos entrega en la Sagrada Escritura.
Este
diálogo con ella debe tener siempre dos dimensiones: por una parte,
tiene que darse un diálogo realmente
personal, pues Dios habla con cada uno de nosotros, a través de la
Sagrada Escritura, y tiene un mensaje para cada uno.
No tenemos que leer la Sagrada Escritura,
como una palabra del pasado, sino como Palabra de
Dios, que se nos dirige también a nosotros, y tratar de entender lo
que nos quiere decir el Señor.
Pero para
no caer en el individualismo, tenemos que tener presente que la
Palabra de Dios, se nos da precisamente para edificar
comunión, para unirnos en la verdad de nuestro camino
hacia Dios.
Por
tanto, a pesar de que siempre es una palabra personal, es también
una Palabra que edifica la comunidad, que edifica a la Iglesia.
Por ello, tenemos que leerla en comunión con la Iglesia viva. El
lugar privilegiado de la lectura, y de la escucha de la Palabra de
Dios, es la liturgia, en la que al celebrar la Palabra, y al hacer
presente en el Sacramento el Cuerpo de Cristo, actualizamos la
Palabra en nuestra vida, y la hacemos presente entre nosotros.
No
tenemos que olvidar nunca, que la Palabra de Dios trasciende los
tiempos. Las opiniones humanas vienen y se van. Lo que hoy es
modernísimo, mañana será viejísimo. La
Palabra de Dios, por el contrario, es Palabra de vida eterna, lleva
en sí la eternidad, lo que vale para siempre.
Al llevar en nosotros la Palabra de Dios, llevamos por tanto en
nosotros la vida eterna.
Concluyo
con una frase dirigida por San Jerónimo a San Paulino de Nola. En
ella, el gran exégeta, expresa precisamente esta realidad, es decir,
en la Palabra de Dios recibimos la
eternidad, la vida eterna. San Jerónimo dice:
«Tratemos de aprender en la tierra esas verdades, cuya
consistencia permanecerá también en el tiempo» (Epístola
53,10).
Oración:
Señor mío y Dios mío, que por intercesión de San Jerónimo,
concédenos tu gracia para interpretar de manera correcta tu Sagrada
Palabra, y evitar caer en el espíritu de error, permisividad, y
facilismo moral que inundan a los corazones hoy en día. Que además
podamos imitar en nuestras vidas, el espíritu de ascetismo y
conversión de este maravilloso hermano nuestro, desprendiéndonos de
tantas cosas inútiles, amándote sólo a Tí. Por nuestro Señor
Jesucristo, que Vive y Reina contigo por los Siglos de los Siglos.
Amén.
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